VI

En una ocasión, ya a altas horas de la noche, tras acompañar a Sonia, me dirigía a casa por los bulevares, atravesando una plaza fuertemente iluminada y por tanto aún más desierta; eludía a las prostitutas que estaban sentadas en el banco exterior de la parada del tranvía. Como siempre, cuando pasé a su lado y escuché las proposiciones y las coqueterías con las que me llamaban, mi amor propio de macho se sintió herido, pues con ellas parecían negar la posibilidad de que otras mujeres me dieran gratis lo mismo que ellas me proponían por dinero.

A pesar de que las prostitutas del bulevar Tverskoi eran a veces mucho más atractivas que las mujeres a las que yo perseguía y con las que coincidía en los bulevares, a pesar de que recurrir a ellas no me habría costado más caro, el riesgo de contagio era igual de grande y su compañía me habría evitado largos vagabundeos, enojosas búsquedas y ofensivos rechazos, nunca recurrí a ellas.

Mi negativa se debía a que deseaba no tanto una relación amorosa legitimada por un acuerdo verbal, como una lucha secreta y perversa, con sus progresos y su victoria, en la que el vencedor, según me parecía a mí, era mi yo, mi cuerpo y mis ojos, que eran míos y sólo podían ser míos, y no esos pocos rublos que podían ser de cualquiera. Además, no buscaba su compañía porque la prostituta, al tomar el dinero por adelantado, se entregaba por obligación, a la fuerza, puede que incluso (así me lo parecía a mí) apretando los dientes con impaciencia, deseando solamente que terminara cuanto antes y me fuera; debido a esa impaciencia hostil no yacía junto a mí en la cama un fogosa cómplice, sino un observador aburrido. Mi sensualidad era como una repetición de los sentimientos que la mujer experimentaba por mí.

No había tenido tiempo de atravesar la mitad del corto bulevar, cuando oí que alguien, con apresurados y menudos pasos, se acercaba a mí respirando con esfuerzo.

—Uf, cuánto me ha costado alcanzarle —dijo una voz con una jovialidad repugnante y profesional.

Me di la vuelta y en medio de una luz vi a una mujer que corría en dirección a mí. Me eché a un lado, pero ella giró bruscamente, tropezó conmigo y me abrazó. En ese momento su cuerpo caliente se apretó mucho al mío y me golpeó en el bajo vientre; sus labios se aproximaron, se pegaron, se abrieron e introdujeron en mi boca una lengua húmeda, fría y punzante. Con la sensación, tan conveniente en ese momento, de que toda la tierra se había derrumbado y sólo quedaba el pedazo que nos cobijaba, yo también la abracé, probablemente para no precipitarme abajo, para mantenerme en pie. Todo lo demás fue terriblemente sencillo.

Primero fuimos en una calesa que daba sacudidas y parecía no moverse, ya que, involuntariamente, siempre veía el mismo fragmento de cielo estrellado, mientras con tierna crueldad mordía sus labios. Luego la cancela, y a un lado, suspendida en la punta de un atizador clavado en la casa, una bota dorada; en la sólida puerta de madera se abría, como en un reloj de cuco, una portezuela. Luego un pasillo, el yeso desconchado que dejaba al descubierto un entramado de madera y la puerta forrada de hule con cercos de polvo en las cavidades de los clavos, fuertemente hincados en la tela. Luego el ambiente cargado de un cuartucho, la lámpara de petróleo y sobre ella, en el negro techo, una mancha brillante y luminosa, como la que forma la luz del sol al pasar por una lente de aumento. Y una manta hecha de trozos multicolores, húmeda y pesada, como si fuera de arena, y un pecho de mujer cayendo lánguidamente de lado, con un grueso pezón moreno y granos blancos alrededor. Finalmente, parada y punto final, y el convencimiento (tantas veces experimentado y siempre nuevo) de que los encantos femeninos que encienden la sensualidad son como los olores de una cocina: cuando uno está hambriento excitan y cuando uno está saciado repugnan.

Cuando salí, ya era de día. La chimenea de la casa vecina despedía un calor transparente en el que temblaba un fragmento de cielo. Las calles estaban vacías, luminosas y sin sol. No se oía el rumor de los tranvías. Sólo el vigilante del bulevar, con un cinturón del instituto, aunque su barba era ya canosa, y una gorra con una cinta verde, barría la calle. Levantando una densa nube de polvo de arena, que al instante volvía a caer, avanzaba con pasos lentos hacia mí, semejante a un compás en el que él mismo era la parte fija, mientras la parte móvil, la escoba de largo palo, trazaba semicírculos entre los canteros. En la arena las ásperas varas de la escoba dejaban una fila interminable de arañazos.

Caminaba y sentía dentro de mí tanta felicidad y pureza, como si me hubieran lavado por dentro. En la torre rosada del monasterio las agujas doradas de la aburrida esfera negra señalaban las cinco y catorce. Cuando atravesé la plaza y entré en la húmeda sombra del bulevar, unas agujas doradas iguales, sobre una esfera similar, marcaron las cinco y cuarto en el otro lado de la torre. En ese instante se oyeron unos sonidos tan delicados y dispares que hacían pensar en una gallina caminando por un arpa.

Tenía que encontrarme con Sonia siete horas más tarde, y sentí la alegría y la intranquilidad de volver a verla con una fuerza tan fresca y reposada que comprendí que no podría dormirme. «Es una traición», me dije, recordando lo que había pasado por la noche, pero aunque trataba sincera e insistentemente de asociar esa pérfida palabra con cualquier sentimiento mío, aunque trataba de imponérmela, no lo conseguía: se despegaba, resbalaba, se apartaba de mí.

Pero si aquello no era una traición, entonces ¿qué era? Si lo que había hecho no era una traición, eso significaba que mi espiritualidad no era responsable de mi sensualidad, que mi sensualidad, por muy sucia que fuera, no podía manchar mi espiritualidad, que mi sensualidad estaba abierta a todas las mujeres y mi espiritualidad sólo a Sonia, que mi espiritualidad en cierta manera estaba separada de mi sensualidad. Más que saber sentía que en todas esas consideraciones había algo de verdad, pero una idea desagradable rondaba ya mi cabeza: no podía apartar de mí una imagen en la que Sonia, ocupando mi lugar, cometía una acción semejante a la realizada por mí esa noche. Evidentemente, sabía y sentía que eso era del todo imposible, que nada parecido le había sucedido ni podría sucederle a Sonia, pero precisamente la conciencia de que esa situación era impensable en su caso mostraba con absoluta claridad que en ella, una mujer, la sensualidad podía e incluso debía manchar la espiritualidad, que su espiritualidad femenina respondía plenamente de las faltas de su sensualidad. Resultaba, por tanto, que en el caso de Sonia, una mujer, la sensualidad y la espiritualidad se fusionaban y que imaginarlas separadas, desdobladas, independientes y escindidas, como en mí, significaba destrozarme la vida.

Y me representaba no a Sonia, desde luego, sino a otra muchacha o mujer, de una familia como la mía, que estuviera enamorada como yo con extraordinario y extremo ardor. Una noche regresa sola a casa, y en la oscuridad del bulevar la alcanza un petimetre al que no conoce, al que ni siquiera puede distinguir bien, y por tanto no sabe si es joven, feo o viejo; el hombre la sujeta, la aprieta y la besa de manera repugnante, y ella ya está dispuesta, está de acuerdo en todo, se va con él y, lo que es más importante, al marcharse por la mañana no dirige siquiera una mirada a la persona con la que ha pasado la noche. Sale, se dirige a su casa y no sólo no se siente manchada, sino que espera con una alegría pura la entrevista con el hombre amado. Sobre esa mujer gravitaba la amenaza de una palabra horrible: prostituta. De mí se apoderó una sensación de extrañeza. Resultaba que en un hombre ese comportamiento era indicativo de virilidad; pero en el caso de una mujer constituía un signo de prostitución. Se deducía también que el desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad en el varón era una señal de hombría, mientras en la mujer ese mismo proceso era un indicio de depravación.

Me puse a analizar esa inesperada conclusión. Ahí estaba yo, Vadim Másliennikov, futuro jurista y miembro útil y respetado de la sociedad, según las personas que me rodeaban; y sin embargo, en cualquier lugar en el que me encontraba, ya fuera en el tranvía, en el café, en el teatro, en el restaurante o en la calle, en una palabra, en todas partes, me bastaba con mirar una figura de mujer, incluso sin ver su rostro, para quedar seducido por el relieve o la delgadez de sus caderas; si todo se hubiera realizado según mis deseos, la hubiera arrastrado, sin decirle una palabra, a una cama o a un banco o incluso debajo de una puerta cochera. Es indudable que actuaría de ese modo si las mujeres me lo permitieran. Ese desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad, en virtud del cual no encontraba obstáculos morales que se opusieran a la satisfacción de esos instintos, era la razón principal por la que mis compañeros me consideraban un bravo y un valiente. Si se hubiera dado en mí una fusión completa de la espiritualidad y la sensualidad, me habría enamorado locamente de cualquier mujer que me hubiera atraído sensualmente, y entonces mis compañeros se habrían reído constantemente de mí, me habrían considerado una mujer, una niña, y me habrían dedicado todo tipo de comentarios para expresar con rotundidad su desprecio de adolescentes por mi comportamiento femenino. Eso significaba que en mí, un hombre, ese desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad era percibido por las personas que me rodeaban como una señal de hombría y de bravura.

Pero si yo no fuera un alumno del instituto, sino una alumna, una muchacha; y si esa muchacha tanto en el café, como en el tranvía, el teatro o la calle, en una palabra, en cualquier parte, nada más ver a un hombre, sin distinguir siquiera su rostro, quedara prendada de la musculatura de sus caderas y sin decir una palabra (pues en virtud de ese desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad no concebiría obstáculos para la satisfacción de esos instintos) le incitara alegremente y le permitiera llevarla a una cama, a un banco o incluso debajo de una puerta cochera, ¿qué impresión causaría esa actitud en sus amigas, en las personas próximas e incluso en los hombres que tuvieran relación con ella? ¿Habría sido comentada e interpretada como una manifestación de hombría, valentía y bravura? El simple pensamiento resultaba ridículo. No había ninguna duda de que sería estigmatizada socialmente como prostituta; y no como una prostituta víctima del medio o de las privaciones materiales (en ese caso, podría ser disculpada), sino como una prostituta que manifestaba exteriormente sus sucios instintos interiores, para la cual no había ni podía haber justificación. Por tanto, era cierto y verdadero que ese desdoblamiento de la espiritualidad y la sensualidad era, en el caso del hombre, una señal de virilidad; mientras el mismo fenómeno, en el caso de la mujer, era indicativo de depravación. Bastaría con que todas las mujeres, de común acuerdo, aspiraran a la virilidad para que el mundo entero se convirtiera en una casa de citas.