V

Pasaron dos semanas, durante las cuales mi sensación de felicidad se hacía cada día más inquieta y febril, con esa mezcla de preocupación desgarradora, inherente probablemente a toda felicidad, que se vierte con gran densidad en unos cuantos días en lugar de derramarse con tranquilidad y levedad en el curso de varios años. Todo se desdoblaba en mí.

Se desdoblaba la sensación de tiempo. Empezaba la mañana, luego venía el encuentro con Sonia, el almuerzo fuera de casa, el paseo por la ciudad y después la noche; el día había sido como una piedra que cae. Pero bastaba con entreabrir el ojo del recuerdo para que esos pocos días, tan densamente cargados de impresiones, cobraran una dimensión de meses.

Se desdoblaba la fuerza de mi atracción por Sonia. Cuando estaba con ella, trataba con denuedo y constancia de agradarle y experimentaba un temor cruel y continuo de que se aburriera conmigo, de modo que al llegar la noche me sentía atormentado y suspiraba con alivio cuando Sonia finalmente atravesaba el portón de su casa y yo me quedaba solo. No obstante, antes incluso de llegar a casa, ya la echaba de menos; no comía ni dormía y mi comportamiento se volvía tanto más febril cuanto más se aproximaba el momento de nuestra nueva cita; luego, tras haber pasado media hora con ella, me torturaba de nuevo la necesidad de mostrarme interesante y me sentía aliviado cuando volvía a quedarme solo.

Se desdoblaba la sensación de unidad de mi ser interior. Mi intimidad con Sonia se limitaba a algunos besos que sólo despertaban en mí esa sollozante ternura que nos acomete al despedirnos en una estación, cuando nos separamos de alguien por mucho tiempo, tal vez para siempre. Esos besos actuaban demasiado sobre el corazón para afectar al cuerpo. Esos besos eran una especie de tronco en torno al cual se desarrollaba mi relación con Sonia, obligándome a transformarme en un muchacho soñador e incluso inocente. Sonia parecía haber reavivado unos sentimientos que habían dejado de alentar en mí hacía mucho tiempo; sentimientos, por tanto, mucho más jóvenes que yo, cuya juventud, pureza e ingenuidad no se correspondían con mi sucia experiencia. Así era yo con Sonia, y al cabo de unos días me había convencido de que ésa era realmente mi naturaleza y de que no podía ser de otra manera. Dos o tres días más tarde, me encontré en la calle con Takadzhiev (al que ya en el instituto le había comunicado, con gran deleite y aplauso por su parte, mi «particular» punto de vista sobre las mujeres), que en los últimos días me había visto varias veces en compañía de Sonia. Nada más verle, sentí una extraña sensación de vergüenza y una imperiosa necesidad de justificarme. Probablemente era la misma clase de vergüenza que experimenta un ladrón cuando, tras renunciar a sus actividades bajo la influencia de la laboriosa familia con la que convive, se encuentra con su antiguo compinche y se avergüenza de no haber robado todavía a sus bienhechores. Después de intercambiar algunas obscenidades a modo de saludo, le expliqué que mis frecuentes entrevistas con esa mujer (es decir, con Sonia) se debían exclusivamente a unas necesidades eróticas que ella sabía excitar y satisfacer de manera asombrosa. En este caso, mi desdoblamiento, mi dualidad, consistían no tanto en esa mentira que habían pronunciado mis labios, como en la sinceridad con que se agitaban en mi interior esos aires de fanfarrón presumido e insolente.

Se desdoblaban los sentimientos por las personas que me rodeaban. Bajo la influencia de mis sentimientos por Sonia, me había vuelto mucho más bondadoso que antes. Daba generosas propinas (más generosas cuando estaba solo que en compañía de Sonia), bromeaba constantemente con la nodriza y en una ocasión, cuando regresaba tarde por la noche, intercedí en favor de una prostituta ofendida por un transeúnte. Esa relación con la gente, nueva para mí, ese alegre deseo de abrazar, como se dice, a todo el mundo, revelaba también el deseo de destruir a cualquiera que decidiera oponerse, aunque fuera indirectamente, a mi intimidad con Sonia y a mis sentimientos por ella.

Al cabo de una semana ya había gastado los cien rublos que me había dado Yag. No me quedaba más que un poco de dinero, que no me bastaba para volver a ver a Sonia, ya que ese día habíamos planeado almorzar juntos, viajar luego hasta Sokolniki y quedarnos allí hasta la noche.

Por la mañana, tras beber el café con desagrado, debido a esa saciedad agitada que llegaba a producir dolor de estómago, no dejaba de pensar en esa falta de dinero y en cómo me las arreglaría para pasar esos días con ella. Entré en la habitación de mi madre y le dije que necesitaba dinero. Mi madre estaba sentada en una butaca, junto a la ventana, y tenía un aspecto especialmente amarillento. Sobre sus rodillas sostenía una maraña de hilos multicolores y algún bordado, pero tenía las manos caídas y sus viejos ojos descoloridos miraban a un rincón con pesada inmovilidad.

—Necesito dinero —repetí, separando los dedos como un pato, ya que mi madre no se movía—. Necesito dinero ahora mismo.

Mi madre, con evidente dificultad, levantó ligeramente las manos y con resignada desesperación las dejó caer de nuevo.

—Bueno —dije—, si no tienes dinero dame tu broche para que lo empeñe. (Ese broche tenía un carácter sagrado para mi madre, pues era el único recuerdo que conservaba de mi padre.)

Sin contestarme y sin dejar de mirar con amargura la pared, mi madre rebuscó con mano temblorosa en su vieja blusa y sacó un recibo de color amarillo del monte de piedad.

—Pero yo necesito dinero —grité con llorosa desesperación, pensando que Sonia me esperaba ya y que no podía ir a su encuentro—. Necesito dinero, y venderé el apartamento o cometeré una atrocidad para conseguirlo.

Atravesé con rápidos pasos nuestro pequeño comedor y al salir al pasillo me tropecé con la niñera, que estaba escuchando.

—Sólo me faltabas tú, vieja del diablo —dije, empujándola bruscamente para pasar.

Pero la nodriza, temblando de valentía, cogió mi mano como para besarla, me retuvo y mirándome de abajo arriba, con esa mirada suplicante e insistente con que contemplaba siempre los iconos, susurró:

—Vadia, no ofendas a tu madre. Vadia, no la atormentes más; ya sin eso está más muerta que viva. Hoy es el aniversario de la muerte de tu padre. —Y mirándome no a los ojos, sino al mentón, añadió—: Coge mi dinero, ¿eh? Cógelo, hazme el favor. Acéptalo, por el amor de Cristo. Lo cogerás, ¿verdad? Cógelo sin más. —Y se dirigió con rápidos pasos a la cocina, de donde regresó al cabo de un minuto con un fajo de billetes de diez rublos.

Sabía que había reunido ese dinero durante largos años de trabajo, que lo guardaba para entregarlo a un asilo y disponer de un rincón en el que vivir en los días de la vejez, cuando ya no tuviera fuerzas para trabajar; pero de todos modos lo cogí. Al entregarme ese dinero, la nodriza resoplaba y parpadeaba, avergonzada de mostrar sus felices y luminosas lágrimas de abnegación y de amor.

Dos días más tarde, mientras bajábamos por los bulevares —íbamos a las afueras—, Sonia tuvo que llamar por teléfono a su casa. Ordené al cochero que se detuviera —nos encontrábamos en una plaza cercana a mi casa— y Sonia me pidió que la esperara en la calle. Bajé de la calesa y me puse a pasear; estaba a punto de llegar a la esquina cuando de pronto alguien me tocó la mano. Me volví. Era mi madre. Iba sin sombrero, con los cabellos canosos desordenados; llevaba puesta la blusa de algodón de la nodriza y sostenía en la mano una cesta de cáñamo para los alimentos. Me acarició el hombro con temor y vergüenza.

—Hijo mío, he conseguido un poco de dinero, si quieres yo…

—Váyase, váyase —la interrumpí yo, temiendo que en ese mismo momento saliera Sonia, la viera y adivinara que esa horrible vieja era mi madre—. Váyase, desaparezca de aquí ahora mismo —repetí; como estábamos en plena calle y no podía alejarla con la fuerza de mi voz, la trataba de «usted».

Una vez que regresamos al carruaje, mientras ayudaba a subir a Sonia, que acababa de llegar, y observaba sus ojos azules, entornados a causa de la luz del sol, que destellaba en los alerones lacados del coche, sentí una felicidad tan grande que pude mirar sin estremecerme su cabellera grisácea, su blusa de algodón y sus hinchados pies embutidos en sus botas sin tacones, que avanzaban con dificultad por el otro lado de la calzada.

A la mañana siguiente, al pasar por el pasillo en dirección al lavabo, me topé con mi madre. Compadeciéndome de ella y sin saber qué decirle a propósito del incidente de la víspera, me detuve y le acaricié con la mano su mejilla marchita. En contra de lo que esperaba, no sonrió ni se alegró; su rostro se cubrió de pronto de arrugas lamentables y por sus mejillas corrieron copiosas lágrimas, que por algún motivo me parecieron tan ardientes como agua hirviendo. Parecía que trataba de decir algo y quizá lo habría dicho, pero yo, considerando que todo estaba ya arreglado y temiendo retrasarme, me alejé rápidamente.

Así eran mis relaciones con la gente; así era mi desdoblamiento: por un lado, sentía un ardiente deseo de abrazar a todo el mundo, de hacer feliz a la gente y amarla; por otro, despilfarraba de manera desvergonzada un dinero ganado con mucho esfuerzo por una anciana y ejercía una desmedida crueldad con mi madre. Lo más extraño era que esa injusticia y esa crueldad no contradecían lo más mínimo esos anhelos ardientes de abrazar y amar a todos los hombres; era como si el fortalecimiento de esos buenos sentimientos, tan inhabituales en mí, me ayudara a cometer crueldades de las que no habría sido capaz en ausencia de ellos.

Pero de esos numerosos desdoblamientos, el que mayormente se perfilaba y con mayor fuerza se hacía sentir era el del espíritu y la carne.