IV

Por la noche dejó de llover, pero las aceras y el asfalto aún estaban mojados y los faroles reverberaban en ellos como en lagos negros. Los gigantescos candelabros situados a ambos lados de un Gógol de granito levantaban un suave zumbido. Sin embargo, sus globos lechosos, que colgaban en sus armazones reticulares, en lo alto de esos postes de hierro fundido, apenas alumbraban el suelo y sólo en algunos puntos, en los montones negros de las hojas húmedas, parpadeaban sus monedas de oro. Cuando pasábamos a su lado, una gota de lluvia cayó de la aguda nariz de piedra, capturó la luz del farol, emitió un brillo azul y al instante se apagó.

—¿Ha visto usted? —preguntó Sonia.

—Sí, claro que lo he visto.

Seguimos nuestro camino lentamente, sin decir palabra, y torcimos en un callejón. En el húmedo silencio resonaban las notas de un piano, pero, como suele suceder cuando se está en la calle, una parte de los sonidos se perdía y hasta nosotros sólo llegaban los más altos, que retumbaban de forma tan estridente contra las piedras, que parecía que en la habitación estuvieran golpeando una campanilla con un martillo. Sólo bajo la ventana reaparecieron los sonidos que se habían perdido: era un tango.

—¿Le gusta a usted este género español? —me preguntó Sonia.

Le respondí sin pensar que no me gustaba, que prefería la música rusa.

—¿Por qué?

No sabía por qué.

Sonia comentó:

—Los españoles cantan siempre sobre pasiones tristes, y los rusos sobre tristezas apasionadas. Tal vez sea por eso, ¿no?

—Sí, claro. Precisamente por eso… Sonia —exclamé, salvando con dulce esfuerzo el obstáculo de su sosegado nombre.

Doblamos la esquina y entramos en una zona más oscura. Sólo una ventana baja estaba intensamente iluminada. Debajo de ella, en los oscuros y redondos guijarros, brillaba un cuadrado como si sobre el suelo se hubiera depositado una bandeja con albaricoques. Sonia exclamó un «¡ah!» y dejó caer el bolso. Me agaché rápidamente, lo recogí, saqué un pañuelo y me puse a secarlo. Sonia, sin prestar atención a lo que yo hacía, me miró fijamente a los ojos, alargó la mano, me quitó la gorra y, apoyándola en el brazo doblado con mucho cuidado, como si fuera un gato vivo, la acarició con las yemas de los dedos. Debido quizá a esa circunstancia o a que no dejaba de mirarme a los ojos, yo (con el bolso en una mano y el pañuelo en la otra), temiendo caer desmayado, di un paso hacia ella y la abracé.

—Puedes —me dijeron sus ojos, que se cerraron con fatiga.

Me incliné y rocé sus labios. Quizá era precisamente así, con esa pureza inhumana, con ese precioso dolor, con esa gozosa disposición a darlo todo, el corazón, el alma y la vida, como rozaban antaño los iconos los mártires resecos, terribles y asexuados.

—Querido —dijo Sonia con voz lastimera, apartando sus labios y volviendo a aproximarlos—. Pequeño, cariño mío, dime que me amas.

Buscaba con ahínco las palabras necesarias, esas palabras milagrosas y mágicas del amor que estaba obligado a pronunciar en ese mismo instante. Pero no las hallé. Era como si mi experiencia amorosa me hubiese convencido de que sólo se pueden decir cosas bonitas sobre el amor cuando éste es ya sólo recuerdo, de que sólo se puede hablar de manera convincente sobre el amor cuando éste ha conmovido la sensualidad; pero cuando el corazón ha sido fulminado, al hombre no le queda sino callar.