III

A la mañana siguiente me desperté, o más bien fui despertado, por un sentimiento de intensa inquietud, alimentado por una alegría muy inhabitual en mí; tenía un fuerte dolor de cabeza, una intensa sequedad en la boca y esa serie de punzadas en el corazón que me acometían después de una borrachera de vodka y que me hacían dudar si no tendría una aguja cosida a él. Aún era temprano. La nodriza arrastraba los pies por el pasillo, susurrando unos «psh, psh, psh» que atribuía a la persona con la que discutía —al parecer estaba muy indignada, pues se detuvo junto a mi puerta y exclamó: «Pues no, nada de eso». Yo estaba tumbado de lado, arrebujado bajo las sábanas; de pronto suspiré, como para resaltar mi amargura, aunque me sentía alegre y dichoso; pensé en volver a dormirme, aunque sabía perfectamente que en ese estado de alegre inquietud no podía conciliar el sueño ni permanecer tumbado. En la cocina se oía un chorro de agua, que salía de una cañería con un chirrido seco, y una cazuela puesta debajo, que emitía un murmullo sonoro, de una tonalidad ascendente. En esos sonidos había algo tan conmovedor que, en mi necesidad de liberarme de ese exceso de alegría, me levanté y, removiendo la aguja cosida en mi corazón y derramando por mis sienes ese dolor envenenado y molesto, grité con todas mis fuerzas a la nodriza. El chorro de agua se calmó de pronto y la mujer, sin hacer ruido, como flotando por el aire, entró en la habitación. Sin mirarla siquiera, sabía perfectamente a qué obedecía el silencio de sus pasos.

—¿Qué pasa, Vadichka? —exclamó—. Aún no ha amanecido y ya dando esos gritos. Vas a despertar a la señora.

Su pequeño rostro de sesenta años, del color de las hojas de otoño, mostraba preocupación y tristeza.

—Dime, vieja del diablo, ¿por qué llevas botas de fieltro en verano? —le pregunté, y sin levantar la cabeza escuché cómo vibraba entre la nuca y la almohada ese molesto dolor, que empezaba a calmarse.

—Me duelen mucho los pies, Vadichka —dijo ella con aspecto primero suplicante y luego atareado—: ¿Sólo por eso me has llamado? —y moviendo la cabeza con aire de reproche y cubriéndose la boca con la mano, me miró con ojos risueños y llenos de amor.

—Sí, sí —exclamé, tratando de engañarla con la quietud soñolienta de mi voz—, sólo por eso —y en ese mismo instante salté rabioso de la cama, doblado en dos, como un asesino antes de abalanzarse sobre su víctima, y ocultando las manos en la espalda, como si en ellas llevara puñales, y golpeando el suelo con los pies desnudos, simulando que perseguía a la asustada nodriza, que inició la huida, grité con furia—: ¡Vete, vete de aquí! ¡Vas a ver como te coja!

No obstante, esa representación matinal, que en mi imaginación pensaba estar ofreciendo ante los ojos azules de Sonia Mits, no había terminado. Esa mañana no hacía nada como de costumbre, sino como si esa tal Sonia me estuviera mirando y me siguiera con admiración. (Atribuía su admiración precisamente a los cambios que distinguían mis actos de ese día de los habituales). Así, tras sacar del armario una camisa limpia, la única que tenía de seda, la miré y la arrojé al suelo, sólo porque en el hombro se había descosido un poco una costura; luego la pisoteé, como si tuviera una docena de ellas. Al afeitarme me corté, pero seguí raspando en el lugar del corte, como si no me doliera lo más mínimo. Al quitarme la ropa interior para cambiarme, hinché el pecho todo lo que pude y recogí el vientre, como si en verdad tuviera una figura magnífica. Tras probar el café, lo dejé a un lado con gesto de muchacho caprichoso, aunque estaba bueno y tenía ganas de beberlo. Esa mañana choqué por primera vez, de manera involuntaria, con el convencimiento asombroso e invencible de que tal como era no podía gustar ni atraer a la persona amada.

Cuando salí a la calle, palpando con precaución el billete de cien rublos de Yag, eran ya las once. No lucía el sol, el cielo estaba nublado y tenía un tono blanquecino, pero no se podía mirar hacia arriba porque los ojos se llenaban de lágrimas. El ambiente era sofocante y bochornoso. Mi creciente inquietud dominaba todos mis sentidos e incluso se dejaba sentir dolorosamente en la parte superior del estómago, que parecía afectado por algún desarreglo. Camino de la floristería, pasé por un hotel caro que estaba de moda y por alguna razón decidí entrar. Tras empujar la puerta giratoria de cuatro hojas, por cuyo cristal pasó temblando la casa vecina, me adentré en él y atravesé el vestíbulo. Pero el café estaba tan desierto y los olores de humo de cigarro, de almidón de los manteles, de miel, de cuero de los sillones y de café desprendían con tanta fuerza la inquietud del viaje, que rechazando la idea de quedarme allí ni un solo minuto, fingí que estaba buscando a alguien y salí a la calle.

No sé en qué momento se me ocurrió la idea de enviarle flores a Sonia. Sólo sentía que la importancia de esa decisión se hacía mayor a medida que me acercaba a la floristería: primero me imaginé que le enviaba una cesta de diez rublos, luego de veinte, más tarde de cuarenta; como la alegría y la sorpresa de Sonia crecía a medida que aumentaba la cantidad de las flores, cuando me encontraba ya cerca de la tienda, me convencí de la necesidad de gastarme los cien rublos. Después de pasar junto al escaparate, en el que las flores gesticulaban como manchas lacrimosas y el agua chorreaba en la parte interior de los cristales, franqueé el umbral. Tras aspirar la penumbra húmeda y llena de perfume, entorné los ojos mentalmente ante un terrible golpe interior: en medio de la tienda estaba Sonia.

Yo llevaba una vieja gorra de los tiempos del instituto, con la cinta descolorida y la visera agrietada, y unos pantalones con bolsas en las rodillas; las piernas me temblaban y sudaba de manera repugnante, como si me hallara en medio de un incendio. No obstante, no podía marcharme: ante mí había una vendedora que me preguntaba si monsieur deseaba una cesta o un ramo, al tiempo que señalaba con la mano una decena de flores diferentes que conocía de vista, pero cuyo nombre, en la mayoría de los casos, desconocía; luego enumeró diez flores cuyo aspecto ignoraba.

En ese momento Sonia se volvió y, sonriendo con tranquilidad, avanzó hacia mí. Llevaba un traje de color gris; un ramillete de violetas de tela mal prendido le arrugaba la solapa; calzaba unas botas sin tacones y al andar torcía sus pequeños pies de forma poco femenina. Sólo cuando pasó a mi lado en dirección a la caja, que se encontraba detrás, comprendí que su sonrisa no iba dirigida ni a mí ni a nadie, sino a sus propios pensamientos. Justo detrás de mí, con esa voz quebrada tan peculiar, la misma que había tratado de recordar sin éxito durante toda la mañana, le dijo al dependiente que le abría la puerta: «Por favor, envíen las flores ahora mismo; si no, ese caballero podría marcharse, lo que sería una pena. Gracias», y salió.

De camino a casa, mientras buscaba un lugar donde arrojar los claveles que había comprado por decencia, pensaba que todo había terminado con Sonia para siempre.

Comprendía perfectamente que entre Sonia y yo todavía no había absolutamente nada, que mi relación con ella sólo existía en mi interior, que Sonia no podía conocer mis sentimientos y que por tanto debía transmitírselos, dárselos a conocer. Pero precisamente la necesidad de conseguir su amor, la obligación de exponer, convencer y persuadir de mis verdaderos sentimientos, me hacía ver claramente que con Sonia todo había terminado. Tal vez todo galanteo esconda una mentira repugnante, una especie de acechante hostilidad aderezada de sonrisas. En ese momento lo sentía de una manera especialmente aguda y una sensación de amargura y ofensa me apartaba de la Sonia real en cuanto empezaba a pensar en la necesidad de alcanzar su amor. No conseguía explicarme con claridad esa compleja sensación, pero me parecía que si yo, un hombre honrado, hubiera sido sospechoso de robo ante la mujer amada, ese sentimiento de amargura y ofensa me habría impedido rebajarme tratando de convencerla de mi inocencia; sin embargo, ese acto no me habría costado ningún esfuerzo en el caso de una mujer que me resultara indiferente. En esos breves instantes me convencí por primera vez de que incluso la más ruin de las personas alberga esos sentimientos de orgullo intransigente, que exigen una reciprocidad incondicional y anteponen el sufrimiento de la amarga soledad a las alegrías del éxito alcanzado mediante la participación humillante de la razón.

¿Y quién era ese caballero al que enviaba flores?, pensé, y sentí un cansancio tan grande que estuve a punto de tumbarme allí mismo, en la escalera. Un caballero. Un caballero. ¿Qué quería decir esa palabra? La palabra «señor» me resultaba comprensible y convincente. Pero un caballero podía ser cualquier botarate. Abrí la puerta, atravesé el pasillo de nuestro pobre apartamento y entré en mi habitación con intención de tumbarme en el sofá. El cuarto estaba ya arreglado, pero lo mismo que en verano el ambiente era polvoriento, luminoso y pobre. Sobre el escritorio había un paquete panzudo, envuelto en blanco papel de seda, con alfileres prendidos en la costura. Eran las flores de Sonia, con una nota en la que me pedía que nos encontráramos esa misma noche.