El siguiente suceso ocurrió en el mes de agosto. Yag, que había vuelto de Kazán, fue directamente de la estación a mi casa, me despertó, me sacudió, me obligó a vestirme y me llevó con él. Abajo le esperaba un coche, no de los mejores, pues al parecer lo había alquilado en la estación. El caballo tenía un aspecto triste y era demasiado pequeño para una calesa tan alta, montada sobre neumáticos de automóvil; la misma calesa se vencía fuertemente hacia mi lado, sus alerones lacados tenían desconchaduras y las junturas estaban comidas por una herrumbrosa podredumbre. Yag llevaba un traje gris claro con marcados dobleces en las mangas, debidos probablemente a la maleta, y un panamá blanco con una cinta tricolor; su rostro tenía una tonalidad amarilla, con manchas rojas bajo los ojos como picaduras de ortiga, y en los pelos claros de sus cejas y en los bordes de los ojos se acumulaba el polvo de los vagones. Yo no dejaba de mirar las negras y húmedas legañas en las comisuras de sus ojos y me acometía un deseo imperioso de quitarlas con un dedo envuelto en un pañuelo. Pero Yag interpretó mi mirada de otra manera. Con el gancho del bastón escurriéndose de la manga, levantó el brazo, dobló el ala de su panamá, que por culpa del viento se agitaba y se curvaba, y me sonrió con sus labios inflamados.
—Igual de guapo que siempre —me dijo a través del viento—, y sin embargo veo —en ese momento su panamá volvió a doblarse—, veo en tus ojos —gritó— la inmortal amargura de la miseria. —Y farfullando algo en medio del viento, «no te ofendas» o algo parecido, Yag, frunciendo el ceño y encorvándose para llegar con mayor facilidad al bolsillo, sacó un fajo de billetes de cien rublos y, apartando uno de ellos, lo arrugó y lo puso en mi mano—. Cógelo, cógelo —gritó con furor, adelantándose con su enfado a mi rechazo—. Te lo da un ruso, cabeza loca, no un europeo cualquiera. —Y a continuación se puso a hablar de Kazán y de su padre, al que llamaba «papaíto». De pronto se hizo más fácil mantener una conversación, pues la calesa entró en una franja asfaltada y se deslizó como sobre mantequilla, sensación desmentida por el rumor de los cascos, ininterrumpido como si el caballo estuviera a punto de resbalar.
No obstante, no me sentía bien. Esos cien rublos, inesperados y bienvenidos, me obligaban a mostrarme especialmente complaciente con Yag, casi a humillarme, por mucho que tratara en mi interior de evitarlo. Escuchaba con exagerada atención sus comentarios sobre su padre, que no me interesaban en absoluto; me preocupaba por dejarle suficiente sitio, pues por culpa de la inclinación no dejaba de deslizarse hacia mi lado, y aunque me resistía interiormente, cada vez me sometía más a esa maldita necesidad, que no sólo no procedía de mi propia voluntad, sino que se oponía a ella; y advertía con humillante claridad que iba perdiendo esa independencia burlona frente a Yag, que los rasgos de mi cara se habían borrado al recibir ese dinero. Sentía que mi verdadero rostro estaba en alguna parte, muy cerca de mí, y que lo recuperaría en cuanto me librara no de ese dinero, que me era necesario, sino de la presencia de Yag; pero no podía marcharme. Aprovechando una insulsa broma de Yag, que yo le reí de manera tan repugnante que de buena gana me habría dado una bofetada, me guardé el dinero en el bolsillo como si acabara de robarlo.
Bebimos vodka en un restaurante semejante a una taberna, cuyo nombre típicamente ruso —El Águila— destacaba en letras blancas sobre un rótulo con fondo amarillo verdoso. Un camarero servía vodka con una tetera blanca y yo miraba con envidia cómo Yag lo bebía en una taza de té. No lo tomaba a sorbos, sino que lo vertía en la boca de una vez, y al hacerlo su rostro no sólo no se crispaba, sino que parecía iluminarse.
Yo no podía beberlo así. La húmeda quemadura del vodka, especialmente después de tragarlo, cuando la primera inhalación, refrescando la ardiente boca y la garganta, adquiría un repugnante olor a alcohol, me resultaba especialmente desagradable. Bebía vodka porque consideraba la embriaguez uno de los componentes de la valentía y también porque era una forma de demostrar, no sé a quién ni para qué, la fortaleza propia: beber más que los otros, y mantenerse más sobrio que los otros. Aunque me sentía terriblemente mal y antes de ejecutar un movimiento tenía que tomar todo tipo de precauciones, viví como una agradable victoria el momento en que Yag, después de beber muchas tazas y vaciar numerosas teteras, cerró de pronto los ojos, se puso pálido y apoyando la cabeza en la mano, empezó a respirar como si estuviera muy agitado. En el local ya estaba encendida la luz eléctrica; en torno a la lámpara, formando un círculo, revoloteaban las moscas, y una pianola, haciendo temblar sus liras de madera sobre una redecilla azul, exhalaba sus notas mortecinas.
Ya tarde, cuando estaban a punto de cerrar, entramos en un café de moda y mientras contemplábamos en el espejo nuestros rostros soñolientos, avanzamos por el parqué como por la balanceante cubierta de un barco: inclinándonos rápidamente hacia delante cuando se levantaba y retrocediendo y frenando cuando se hundía. Yag le compró una botella de aguardiente casero al portero, que con su mezcla de majestuosidad y servilismo parecía un cortesano venido a menos, y se puso de acuerdo con dos camareras para que vinieran con nosotros a dar una vuelta en coche y luego nos acompañaran a casa.
Nos presentamos abajo, junto al pasaje oscuro y sonoro donde tuvimos que esperarlas. Se llamaban Nelly y Kitty, aunque Yag las apodó Nastiuja y Katiuja; poco después, dándonos a todos en la espalda una palmadita paternal, nos apremió a que tomáramos asiento y partiéramos. De Kitty sólo tuve tiempo de ver su pequeña y enjuta figura y unos bucles semejantes a colas de ratón pegados a las mejillas. Junto a mí se sentó Nelly; el paseo al aire libre resultó agradable. Los escasos viandantes y las hileras de farolas se mantenían igualmente inmóviles; sólo a cierta distancia salían de la fila general y pasaban volando; Nelly iba sentada a mi lado. Tenía el cuello visiblemente torcido, pero con su sonrisa y su constante mirada de soslayo conseguía transformar a veces esa deformidad en coquetería. Debido probablemente a que en mi cabeza se agitaba el vodka y me sentía liberado de la necesidad de imaginar la que los transeúntes pensaban de mí, la besé. Tenía una forma muy desagradable de besar: mientras yo apretaba con fuerza sus labios prietos, húmedos y fríos, ella mugía a través de la nariz: mmm… La tonalidad de ese mmm iba en aumento y al llegar a determinada nota, la más alta y chillona, la muchacha empezaba a separarse.
Después de atravesar una sombría cancela, encima de la cual un farol invisible alumbraba un ocho amarillento, compuesto de dos círculos coquetamente incompletos y sin contacto, los cocheros, bajando del pescante, pidieron un suplemento con injurias y amenazas; Nelly y Kitty, cogiéndonos de la mano, nos llevaron por una oscura escalera, pasaron mucho tiempo tratando de abrir un cerrojo y nos introdujeron en el oscuro pasillo de un apartamento ajeno. Luego abrieron otra puerta y en la habitación oscura surgió una ventana iluminada por la luz de la madrugada, sobre la que volvió a caer la noche en cuanto una de las muchachas encendió una lámpara.
—Despacio, por el amor de Dios, señores —pedía Nelly con voz suplicante, poniéndose sobre la garganta su mano de trabajadora con uñas manicuradas, mientras Kitty, apartando con cuidado un pequeño diván y situándose detrás, arrojaba sobre una lámpara de pie un pañuelo de seda, rojo y con rayas.
—Querida, no te preocupes —gritó Yag con voz tan recia, que las muchachas agacharon la cabeza, como si alguien fuera a golpearlas—. Si vuestros pulmones y los muelles de vuestros divanes están en buen estado, no habrá ruidos.
Yag sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y prodigaba abrazos. Finalmente nos sentamos en un diván junto al que había una mesilla; Yag empezó a beber un aguardiente turbio como agua estancada y al cabo de unos instantes se sintió mal. Su rostro pálido de pronto se deformó; resopló ruidosamente por la nariz, luego se levantó, abrió mucho la boca, se acercó a la ventana y, con el pecho apoyado en el alféizar y un temblor en la espalda, se puso a vomitar. Yo también sentía náuseas y, aunque no paraba de tragar, a cada instante tenía de nuevo la boca llena. Kitty seguía sentada, tapándose pudorosa la cara con las manos, y me miraba a través de los dedos con sus risueños ojos negros. Nelly contemplaba a Yag, con las comisuras de los labios torcidas en un gesto de desprecio, y movía la cabeza como si todos sus presentimientos sobre nosotros se hubieran confirmado plenamente.
Yag regresó de la ventana muy satisfecho; se secó las lágrimas y la boca y, recuperando la iniciativa, se tumbó en un sofá cerca de nosotros.
—Bueno, y ahora vamos a lo nuestro —exclamó. Y cogiendo a Nelly, empezó a abrazarla. Cada vez que ella apartaba su rostro con la mano, Yag, sin soltarla, volvía la cabeza y me miraba; yo entonces le dirigía una sonrisa de complicidad, como si quisiera animarle a seguir con una broma muy divertida. Tratando de atraer de manera definitiva a Nelly, se inclinaba cada vez más hacia su lado; finalmente, levantando mucho una pierna, que durante unos instantes quedó suspendida en el aire en busca de apoyo, tropezó con la mesa y la derribó.
Durante unos instantes, después de un estrépito que nos pareció extraño, quedamos como maniatados, escuchando y respirando trabajosamente. A través de la ventana iluminada se veían algunos gorriones posados en los cables, que de ese modo parecían alambres de espino. Con enormes precauciones, tratando de no hacer ningún ruido, me puse a levantar la mesa caída, como si de alguna manera el silencio con que actuaba pudiera amenguar el estrépito que había ocasionado su caída.
—Bueno, es posible… —empezó Yag, pero Nelly con ojos furiosos dijo: «Ssssh»; Kitty, por su parte, alargó el brazo en señal de advertencia y lo dejó así un buen rato. En ese mismo instante, en algún lugar del pasillo, se oyó un ruido sofocado y luego un rumor de pasos; a continuación alguien se acercó a la puerta y se detuvo junto a ella; poco después, el picaporte empezó a descender con lentitud y amenaza. En un principio, en la rendija de la puerta entornada un ojo asustado me miró con inquietud; luego la puerta se abrió del todo, con insolencia, y un pijama de hombre, con el cuello levantado en torno a una encantadora cabeza de mujer, entró en la habitación con una decisión escandalosa. Los altos tacones de sus zapatillas rojas y sin talones se arrastraban y golpeaban el parqué.
—Vaya —dijo mirando a Nelly y Kitty, como si Yag y yo no estuviéramos en la habitación—, veo que son ustedes unas inquilinas encantadoras. ¿Van a hacer lo mismo todas las noches?
Nelly y Kitty estaban sentadas en el sofá, una junto a otra. Nelly, con su cuello torcido, parpadeaba, tenía la boca abierta y miraba con ojos muy abiertos a la mujer que hablaba. Kitty había bajado la cabeza y dibujaba círculos con el dedo sobre la rodilla, fruncía el ceño y alargaba los labios como para silbar. Yag solventó la situación, no porque estuviera muy borracho, sino porque, fingiendo estarlo, pareció excluirse del grupo de los culpables. Abriendo tanto los brazos que las piernas se le doblaban a la altura de la rodilla, avanzó con esfuerzo, con el vientre hacia delante, en dirección a la recién llegada, y entonó una canción con un balido de borracho; tras interrumpir así a la joven, se detuvo con una expresión alegre. Entonces se produjo entre la hermosa propietaria del apartamento y yo la siguiente conversación:
ELLA: Su compañero canta de manera extraordinaria. Pero ¿por qué cierra los ojos? Ah, debe ser para no ver cómo me tapo los oídos.
YO: La agudeza tiene el mismo efecto sobre el aspecto de una mujer que un traje de hombre sobre su figura: resalta sus encantos y sus defectos.
ELLA: Me temo que sólo gracias a mi traje ha apreciado usted mi agudeza.
YO: Lo digo por cortesía. Sería una pena apreciar su figura sólo a causa de su agudeza.
ELLA: Prefiero la galantería a su cortesía.
YO: Se lo agradezco.
ELLA: ¿Por qué?
YO: La cortesía es asexuada. La galantería es sexual.
ELLA: En ese caso, me permito asegurarle que no está en mi ánimo esperar de usted ninguna galantería. Además, en usted no sería posible. Para el que es galante la mujer huele a rosas, mientras que para los que son como usted incluso la rosa huele a mujer. Si le preguntaran, ni siquiera sabría decir qué es una mujer.
YO: ¿Qué es una mujer? Pues claro que lo sé. La mujer es como el champán: frío se sube antes a la cabeza y si es de origen francés cuesta más caro.
Con un movimiento ondulante del pantalón y golpeando el suelo con los tacones, se acercó a mí.
—Si su definición fuese exacta —dijo en voz baja, dirigiendo una significativa mirada de soslayo a Kitty y a Nelly—, tendría derecho a asegurar que su bodega de vinos deja mucho que desear.
Experimentando el pudoroso entusiasmo del vencedor, bajé la cabeza y guardé silencio.
—Sin embargo —añadió con atropellada voz, casi en un susurro—, tal vez podamos reanudar esta espinosa conversación en algún otro momento. Me llamo Sonia Mits —y ladeando la cabeza, como tratando de mirarme a la cara mientras yo me inclinaba respetuosamente para besar la mano que me tendía, murmuró con sorprendida aprobación «Hum», al tiempo que su boca adoptaba una expresión de zorro y sus ojos extraordinariamente azules se achinaban. A continuación, dirigiéndose sólo a Yag y a mí, como si Nelly y Kitty no estuvieran en la habitación, nos dijo que no tenía nada en contra de nuestra presencia allí, pero nos pedía que no hiciéramos tanto ruido; nada más pronunciar esas palabras, salió y cerró la puerta tras ella; en ese momento, como movidos por un acuerdo tácito o una identidad de sentimientos, Yag cogió su panamá y su bastón, yo tomé mi pañuelo y ambos iniciamos la despedida. Y sucedió así: mientras Nelly y Kitty nos conducían por el pasillo, cierta repulsión, cierto temor a que se oyera en ese apartamento alguna expresión de intimidad que me vinculara con esas muchachas, me llevaba a apartarme, a separarme de ellas lo antes posible, sin rozarlas, sin dirigirles la palabra; no obstante, en cuanto dejamos atrás la escalera y salimos al patio, sentí de pronto pena por Nelly y Kitty, sentí verdadera pena por esas muchachas, como si algunas personas, yo entre ellas, les hubieran causado una amarga e inmerecida ofensa.