I

Los bulevares eran como las personas; semejantes, probablemente, en su juventud, iban cambiando a cada momento, en función de lo que fermentaba en ellos.

Había bulevares en los que redes de largos bastones rojos entrecruzados cercaban un estanque con tales manchas de grasa junto a sus orillas que parecía una cazuela con agua y restos de aceite. Por su superficie verde las nubes navegaban como el vapor de una locomotora, arrugándose cuando pasaba alguna barca. No lejos, en una caja grande y muy baja, sin tapadera ni fondo, llena de arena rojiza, escarbaban los niños; las niñeras, sentadas en los bancos, hacían punto, y las institutrices y las madres leían libros, mientras una ligera brisa agitaba sobre sus rostros, sus rodillas y la arena los sombríos arabescos de los follajes, que parecían ondulantes cintas.

Había bulevares ruidosos en los que se tocaba música militar y por los que pasaban tranvías que parecían flotar en el cielo con sus bruñidos tubos de cobre y su pintura de color lugano; en esos bulevares se experimentaba cierta turbación cuando los pies, contra su voluntad, empezaban a caminar al son de una amenazante marcha, y parecían quedar atrapados en el compás de la melodía como en un vergonzoso hoyo. No había en ellos suficientes bancos y cerca del templete se podían conseguir sillas plegables con patas metálicas de color verde y asientos de láminas de una intensa tonalidad amarilla, cuyos intersticios dejaban pliegues escalonados en los abrigos. Al atardecer, cuando las trompetas atacaban la música de Fausto, las campanas de la iglesia cercana empezaban a lanzar unos repiques agudos y menudos, como tratando de impedir que el badajo de bronce estallara en un trueno de terciopelo que tiñera de una falsedad insoportable el vals de los trompetistas.

Había bulevares que a primera vista parecían aburridos, aunque en realidad no lo eran. En ellos, una arena gris como polvo estaba tan mezclada con cáscaras de pepitas de girasol que no había manera de limpiarla; allí, el urinario en forma de rodillo inacabado que se levantaba sobre la tierra despedía un olor que se percibía de lejos y molestaba a los ojos; allí, por la tarde, deambulaban algunas viejas andrajosas y pintarrajeadas, vendiendo su amor por veinte kopeks con sus voces mortecinas y roncas de gramófono; allí, durante el día, sin prestar atención a un cartel de circo, sujeto con un clavo hincado en el muslo de color melocotón de una bella muchacha con leotardos que saltaba a través de un aro roto, pasaban gentes con andar premioso, sin pasear, como si avanzaran por una calle normal; en caso de que alguien se sentara en un banco polvoriento y vacío, sólo era para descansar de su pesada carga o atiborrarse de cerillas o ingerir algún ácido adquirido en la farmacia, para detener la vida en cuanto empezaba el dolor y caer allí mismo de espaldas y retorcerse boca arriba, contemplando por última vez el líquido cielo de Moscú.

Estábamos ya en verano, los exámenes finales habían terminado hacía tiempo, pero cada vez resultaba más difícil sentir algún tipo de entusiasmo por el hecho de haber concluido el instituto. En realidad, las preocupaciones de los exámenes me pesaban menos que aquella ociosidad que había obtenido como recompensa. Sólo salía una o dos veces a la semana, cuando disponía de algunos rublos y podía pagar un coche y una habitación de hotel.

Esos pocos rublos, que al cabo de un mes podían ascender a cuarenta, constituían una pesada carga en te vida de mi madre. Desde hacía muchos años llevaba un vestido con innumerables remiendos, desastrado y maloliente, y unos zapatos con los tacones desgastados y torcidos que probablemente exacerbaban el dolor de sus hinchados pies; pero en cuanto tenía dinero, me lo entregaba con alegría; yo lo cogía con el aire de una persona que en el banco se ve obligado a manipular calderilla, pero cuya indulgente negligencia atestigua la magnitud de su cuenta corriente. Nunca salíamos juntos a la calle. Yo no ocultaba siquiera que me avergonzaba de sus ropas raídas (lo que me permitía enmascarar mi vergüenza por su fea ancianidad); ella lo sabía y una o dos veces que se encontró conmigo por la calle, esbozó una bondadosa sonrisa, con la que parecía disculparse ante mí, y miró hacia otro lado para no obligarme a saludarla o acercarme a ella.

Los días en que disponía de dinero salía, siempre por la tarde, cuando los faroles se encendían de dos en dos, las tiendas estaban cerradas y los tranvías vacíos. Con ajustados pantalones de trabilla y dibujo de rayas, que habían dejado ya de usarse, pero que ceñían mis piernas demasiado bien para renunciar a ellos, con una gorra con los bordes caídos, tan anchos como los de un sombrero de mujer, con un uniforme de paño de cuello alto, que creaba como un doble mentón, empolvado como un payaso y con los ojos untados de vaselina, me paseaba por los bulevares, atrapando con la mirada, como una rama, los ojos de todas las mujeres que venían a mi encuentro. Nunca desnudé a ninguna con la mirada, como suele decirse, como tampoco sentí nunca deseo carnal. En ese estado febril, en el que otro, quizás, habría escrito versos, miraba atentamente los ojos de las mujeres con las que me cruzaba, esperando como respuesta esa misma mirada amplia y terrible. Nunca me acercaba a las mujeres que me contestaban con una sonrisa, pues sabía que a una mirada como la mía sólo podía contestar con una sonrisa una prostituta o una virgen. En esas horas vespertinas ninguna desnudez imaginada podía secar tanto mi garganta y hacerla temblar como esa mirada femenina, siniestra y malvada, que penetraba hasta el fondo: una desgarradora mirada de verdugo que era como un contacto de órganos sexuales. Cuando se presentaba una mirada como ésa, algo que tarde o temprano siempre acababa sucediendo, me daba la vuelta, alcanzaba a la mujer que me había mirado de ese modo y acercándome a ella, levantaba hasta la negra visera una mano enguantada de blanco.

Se diría, a juzgar por esa mirada que la mujer y yo habíamos intercambiado, que una hora antes habíamos asesinado juntos a un niño; se diría que con esa mirada estuviera todo dicho y comprendido y no hubiera necesidad de palabras. En realidad, todo era mucho más complejo: tras aproximarme a esa mujer y decirle una frase, cuyo sentido consistía siempre en una suerte de continuación de una conversación recién interrumpida, me veía obligado a seguir hablando, para que las palabras pronunciadas cultivaran la cordialidad de nuestras relaciones y la llevaran hasta su unión con la sensualidad de nuestra primera mirada señalizadora. Así, en la oscuridad de los bulevares, caminábamos juntos, hostilmente atentos y al mismo tiempo necesarios el uno al otro; yo pronunciaba palabras cuyo componente amoroso parecía más verosímil cuanto menor era su sinceridad. Y cuando finalmente —guiado por el extraño convencimiento de que la precaución con que uno aprieta el gatillo hace el disparo menos ensordecedor— le proponía de repente, como por casualidad, que fuéramos a un hotel y pasáramos allí una horita, por supuesto que sólo para charlar, y únicamente debido a que el tiempo (según las circunstancias) era demasiado frío o demasiado caluroso, ya podía saber, por el tono de la negativa (la negativa se producía casi siempre), que podía ser agitada, indignada, tranquila, despectiva, temerosa o dubitativa, si valía la pena cogerla del brazo y seguir insistiendo o era mejor volverse y alejarse sin despedirse.

A veces, cuando alcanzaba a una mujer que me había atrapado e invitado con su terrible mirada, otra, entre la multitud, me dirigía también esa mirada claramente incitadora. Acuciado por la indecisión y obligado a tomar una decisión rápida, me detenía y, al advertir que la segunda se había dado la vuelta, me volvía y la seguía, sin dejar de mirar a la primera, que se alejaba en dirección contraria; de pronto, al reparar en que también ella se daba la vuelta, volvía a comparar a ambas y sin alcanzar a la segunda, me lanzaba en dirección opuesta en busca otra vez de la primera, aunque con frecuencia no la encontraba, pues ésta había tenido tiempo de alejarse. En tales ocasiones, empujaba a las personas con las que me topaba y me dificultaban la búsqueda, y cuanto más me agitaba y buscaba, con mayor intensidad me asaltaba el pensamiento de que esa mujer, precisamente ésa que me había llamado, se había vuelto y había desaparecido en esa maldita multitud, encarnaba ese sueño y esa perfección que, como todo sueño, nunca alcanzaría ni volvería a encontrar.

Una tarde que empezaba con un fracaso presagiaba toda una serie de ellos. Después de deambular por los bulevares durante tres horas, después de una larga serie de decepciones —pues un fracaso determinaba un segundo, ya que a cada nueva negativa perdía esa fogosa y paciente astucia y me volvía grosero, vengando en cada nueva mujer, con esa grosería, todas las humillaciones que me habían infligido sus predecesoras—, cansado, fatigado por la caminata, con las botas blancas de polvo, con la garganta seca por las vejaciones, no sólo sin experimentar la menor ansia carnal, sino sintiéndome más asexuado que nunca, seguía vagando por los bulevares, como si una obstinación amarga que se hubiera desbocado y una suerte de ardiente dolor por ese rechazo injustificado me retuvieran y me impidieran regresar a casa. Ese penoso sentimiento me era conocido desde la infancia. Una vez, siendo todavía muy pequeño, llegó a nuestra clase de primaria un nuevo alumno que me gustó mucho, pero con el que no sabía cómo entrar en contacto y entablar amistad, pues ya entonces me daba vergüenza expresar mis sentimientos. En una ocasión, durante el desayuno, cuando ese muchacho abrió su paquete y sacó un panecillo, yo, tratando de iniciar nuestra relación con una broma, me acerqué a él e hice un movimiento como si quisiera quitarle su desayuno. Para mi sorpresa, el nuevo se apartó de mí con aire asustado, se puso rojo de ira y me insultó. Entonces, forzándome a sonreír y ruborizándome a causa de esa lamentable sonrisa con la que pretendía salvar mi dignidad, volví a hacer un ademán de quitarle el desayuno. El nuevo se volvió y me pegó. Era mayor y más fuerte que yo, y no le costó vencerme; más tarde, mientras lloraba y sollozaba en un rincón, mis lágrimas fueron especialmente amargas, no porque los golpes me hubieran dañado alguna parte del cuerpo, sino porque me habían pegado por un bollo de tres kopeks que nunca había tenido intención de sustraer: sólo lo había utilizado como excusa para regalar mi amistad y ofrecer una parte de mi alma. Así era como solía deambular, cargando con esa clase de derrota, en las largas noches de Moscú; a medida que los bulevares se despoblaban, disminuían mis exigencias sobre el aspecto exterior de la mujer buscada; y cuando finalmente encontraba una lastimosa ramera dispuesta a todo, en esa fría y rosada hora matinal, al acercarme a la puerta del hotel, ya apaciguado, no deseaba nada de ella; en caso de que me quedara y tomara una habitación, lo hacía impulsado más por un sentimiento de singular obligación hacia esa mujer, que por el placer que ello pudiera procurárme. No obstante, es posible que eso no fuera del todo cierto, ya que precisamente en aquellos momentos se despertaba en mí esa evidente sensualidad que, sin que yo mismo me hubiera dado cuenta, me había guiado durante toda la noche.