Al cabo de media hora me acerqué a la casa donde vivía Yag. Ante la puerta había un coche cargado de maletas. A un lado, con ropas de viaje, Yag se ocupaba de su «española». Nada más verme, corrió a mi encuentro, envuelto en su enorme abrigo de pieles, y me abrazó. En pocas palabras le conté que había tenido una fuerte discusión en casa y que, por decirlo así, me había quedado en la calle. Yag, con la intensa agitación del hombre que se apresta a emprender un viaje, ni siquiera me permitió acabar mi explicación y exclamando que todo aquello era estupendo e incluso, Dios mío, que todo había salido muy a propósito, me propuso que me instalara inmediatamente en su habitación.
Apretando con fuerza mi mano, me arrastró hasta la casa, le gruñó a la criada, ocupada en sacar un baúl, que durante los tres meses que pasaría en Kazán yo ocuparía su habitación, y sin dejar de correr me arrastró por la escalera y por la sala hasta la misma puerta, introdujo la llave con aire enfadado, me puso en la mano un fajo de billetes, repitiendo mientras lo hacía «ni-ni-ni», me abrazó de nuevo apresuradamente y, diciendo que tenía que irse pues si no perdería el tren, agitó la mano y salió corriendo.
Una vez solo abrí la puerta y me interné con una sensación extraña en mi nueva morada. Todo había sucedido muy deprisa y debido a la noche pasada en vela me sentía enormemente confuso. En la habitación reinaba el desorden, una especie de abandono y la tristeza de las despedidas. Sobre la mesa había unos platos sucios, restos de comida y unos pedazos de pan. Partí un trozo, y nada más sentirlo en la boca, lo tragué sin masticar, percibiendo un vacío inaudito y una ligereza entrecortada en los pómulos. Experimentando por primera vez esa sensación de hambre posterior a la cocaína, me puse a comer con avidez, arrancando carne grasienta con las manos —el cuello y las manos me temblaban como si fuera a desvanecerme—, metiéndomela en la boca, tragando de nuevo, atiborrándome y sintiendo ganas de rugir; esa última ocurrencia casi me hizo estallar en una nerviosa carcajada. Podía haber seguido comiendo, pero el sueño empezó a pesarme, por lo que dejé los alimentos, me arrastré hasta el sofá y me tumbe; en ese momento, empecé a sentir suaves convulsiones en las piernas estiradas. Soñé que mi pobre y vieja madre, vestida con su abrigo raído, vagaba por la ciudad y me buscaba con sus ojos terribles y empañados.