Ahora no hay nadie en la habitación; me acerco a la chimenea y me siento. Me siento junto al agujero negro y enrejado de la chimenea y hago lo que cualquiera haría en mi lugar y en mi situación: aguzo la conciencia, obligándola a observar los cambios de mis percepciones. Se trata de una autodefensa, indispensable para establecer una linde entre la percepción interior y su manifestación externa.
Mik, Nelly y Zander regresan a la habitación. Desenvuelvo mi envoltorio en el brazo del sillón, le pido a Mik el mondadientes y tomo dos dosis más. Evidentemente, no lo hago por mí, sino por ellos. El papel cruje, la cocaína brinca a cada crujido, pero yo realizo la operación sin derramar nada. Atribuyo a mi habilidad la impresión de ligereza y alegría que experimento.
Me repatingo en el sillón. Me siento bien. En mi interior una luz observadora ilumina atentamente mis sensaciones. Espero una explosión, espero relámpagos tras la toma del agradable narcótico, pero cuanto más tiempo pasa, más me convenzo de que no se producirá ninguna explosión, ningún relámpago. Realmente, la cocaína no tiene ningún efecto sobre mí. Ante el convencimiento de que un veneno tan potente no me ataca, mi alegría y la conciencia de la singularidad de mi naturaleza no hacen más que reforzarse y crecer.
En el fondo de la habitación Zander y Nelly están sentados ante una mesa de juego e intercambian cartas. Mik rebusca en los bolsillos, encuentra unas cerillas y enciende una vela situada en un alto candelabro. Contemplo con una sensación de ternura el cuidado con que cubre la vela con la mano ahuecada y proyecta la llama sobre su propio rostro.
Cada vez me siento mejor y más alegre. Advierto que mi alegría, con su tierna cabecita, se desliza en mi garganta y le hace cosquillas. No puedo resistir más esa alegría (jadeo un poco), siento la necesidad de liberarme un poco de ella y me entra el acuciante deseo de decirles algo a esas pobres y pequeñas gentes.
No importa que todos cuchicheen, agiten los brazos y exijan que me calle (como había sido establecido tajantemente entre nosotros con anterioridad). No importa porque no me siento ofendido. Por un instante, por un breve instante, experimento como una espera de esa ofensa. Pero esa espera, así como la sorpresa de no sentir ninguna ofensa, no son sentimientos, sino una suerte de consideraciones teóricas sobre el modo en que mis sentimientos deberían responder a esos acontecimientos. Mi alegría es ya tan fuerte que atraviesa sin dificultad cualquier ultraje; es como una nube: ni siquiera se la puede rasguñar con el más afilado cuchillo.
Mik toca un acorde. Yo me estremezco. Sólo entonces me doy cuenta de lo tenso que está mi cuerpo. Sigo sentado en el sillón, sin apoyarme en el respaldo, con los músculos del abdomen desagradablemente tirantes. Me recuesto en el sillón, pero no experimento ninguna mejoría. Los músculos se relajan. Estoy sentado en este blando y cómodo sillón e involuntariamente siento una gran tensión, como si en cualquier momento el sillón fuera a romperse y a derrumbarse.
En el piano la vela arde por encima de Mik. La lengua de la llama se agita, y en sentido opuesto, bajo la nariz de Mik, ondula un oscuro bigote. Mik vuelve a tocar un acorde, luego lo repite con mayor suavidad, y de mí se apodera la sensación de que se aleja flotando con el resto de la habitación.
—Bueno, ahora dime qué es la música —susurran mis labios. Bajo la garganta toda esa alegría se concentra en forma de una histérica y saltarina bola.
—La música es la representación simultánea y sonora del sentimiento del movimiento y del movimiento del sentimiento.
Mis labios repiten, susurran esas palabras un número infinito de veces. Cada vez penetro con mayor fuerza y profundidad en el significado de esas palabras y desfallezco de entusiasmo.
Trato de suspirar, pero estoy tan tenso, tan tirante, que al inhalar el aire con mayor fuerza sólo consigo aspirarlo y espirarlo con breves sacudidas. Quiero coger el envoltorio del brazo del sillón y tomar otra dosis, pero, aunque concentro toda la fuerza de mi voluntad y ordeno a mis manos que actúen con rapidez, éstas no me obedecen y se mueven con torpeza y lentitud, atenazadas por una suerte de temeroso entumecimiento, por el miedo de romper, derramar y volcar.
Llevo mucho tiempo sentado, con las piernas cruzadas, ligeramente de lado. La pierna y el costado sobre los que me apoyo cada vez están más pesados, más cansados, hormiguean, desean un cambio. Trato de forzar mi voluntad, me esfuerzo por moverme, por darme la vuelta, por adoptar otra postura, por sentarme del otro lado, pero mi cuerpo se muestra temeroso, congelado, entorpecido, como si bastara un solo movimiento suyo para que todo empezara a retumbar y derrumbarse. El deseo de quebrar, de destruir esa temerosa petrificación y la imposibilidad de hacerlo provocan mi irritación. Pero es una irritación callada, esencialmente interna, que no se vuelca sobre nada y por tanto no hace más que crecer.
—Nuestro Vadim está ya completamente colocado —dice Mik.
Luego pasan unos instantes, durante los cuales, lo sé, todos me miran. Sigo sentado como petrificado, sin volver la cabeza. Tengo la misma sensación en el cuello: si vuelvo la cabeza, toda la habitación se desbaratará.
—No está colocado. Sólo tiene una reacción; hay que darle rápidamente otra dosis —comenta Nelly.
Mik se acerca. Oigo cómo abre el envoltorio sobre mi oreja, pero no miro en esa dirección. Aparto la mirada, bajo los ojos. Se trata de una sensación nueva. En ese temor a mostrar los ojos no hay vergüenza ni pudor, sino miedo a la humillación, al oprobio y a algo absolutamente terrible que en ese momento se refleja en ellos. Siento el mondadientes junto al orificio nasal y aspiro. Luego otra vez.
Quiero dar las gracias, pero mi voz se atasca.
—Se lo agradezco —digo finalmente, pero antes de pronunciar esas palabras toso con fuerza, y es de esa tos de donde extraigo la voz. Pero no se trata de mi voz. Es un sonido sordo, alegre, difícil, pronunciado a través de los dientes apretados.
Mik sigue a mi lado.
—¿Necesita usted algo? —me pregunta.
Yo sacudo la cabeza, siento que mis movimientos son más ligeros, más sueltos. Ha desaparecido esa sorda irritación y sólo queda ese poso reciente de alegría.
Mik me coge del brazo, y yo me levanto y camino. Al principio me resulta un poco difícil. Siento en las piernas el temor de resbalar y de caer, como un hombre completamente congelado al poner los pies en el resbaladizo hielo. En el pasillo, de pronto, me veo sacudido por fuertes temblores.
De camino al retrete me sorprende un fuerte olor a repollo y a algún otro alimento. El pensamiento de la comida produce en mí repugnancia, pero una repugnancia especial. No es la comida ni la saciedad lo que me revuelven el estómago, sino la conmoción espiritual. Mi garganta me parece tan estrecha y sensible que llego a pensar que incluso un pequeño trozo de comida se atascaría en ella o la desgarraría.
Sobre el piano, junto a Mik, hay un vaso de agua.
—Beba —me dice a través de los dientes, ocultando también los ojos—. Se sentirá aún mejor.
Hago esfuerzos, trato de moverme con rapidez, pero mi mano se extiende hacia el vaso con lentitud y como temerosamente ahuecada. La lengua y el paladar están tan duros y secos que el agua no los moja, sólo los enfría. En el momento de tragar siento repulsión por el agua y la bebo como si fuera un medicamento.
—Lo mejor es el café solo —me dice Mik—, pero no hay. Fume usted; eso también es bueno.
Enciendo un cigarrillo. Cada vez que lo acerco a los labios, éstos inician un ininterrumpido movimiento de succión, con el que expulsan ese insoportable exceso de satisfacción. Sé que en caso de necesidad podría contenerme, pero eso sería tan poco natural como mantener los brazos pegados al cuerpo durante una veloz carrera.
Por culpa del agua, el cigarrillo o las nuevas dosis de cocaína, ya a punto de acabarse, siento que mi cuerpo temeroso y helado, que se mueve de manera descoordinada —tratando de no verter ni tirar nada—, que mis pies fríos que tantean el suelo como si fuera hielo, que ese estado tan extraño, semejante a una enfermedad, no son más que un lamentable envoltorio en el que se vierte silenciosamente un júbilo escandaloso.
Me dirijo a la mesa. Mientras doy un paso, flexionando la rodilla y volviendo a poner el pie en el suelo con intenso temor, mi movimiento me parece tan tortuosamente prolongado que me asalta la sospecha de que no va a concluir nunca. Pero cuando el paso ha sido dado, cuando el movimiento ha sido completado, ese movimiento aparece en mi recuerdo como algo fugaz y momentáneo, como si no hubieran existido ni él ni los esfuerzos que le acompañaron. Y entonces soy consciente de que esa tortuosa lentitud de ejecución y esa fugaz desaparición de lo ejecutado —ese gran desdoblamiento— me acompañarán durante toda la noche.
Lento e interminable se me antoja el acto de vestirme, esa temblorosa búsqueda de las mangas del abrigo, después de la cual, con una voz entrecortada por el júbilo, le propongo a Mik que vayamos a mi casa, cojamos algún objeto de valor y lo cambiemos por nuevos envoltorios. Una vez con los abrigos puestos, salimos al pasillo, olvidados ya de los difíciles esfuerzos que habíamos necesitado para vestirnos. Lento y tortuosamente interminable se me antoja el arriesgado descenso por la escalera, que parece cubierta de hielo, en la que mis pies tienen dificultades para no desslizarse y al mismo tiempo se apresuran mediante bruscas sacudidas, como si por detrás un perro amenazara con morderlos. Finalmente llegamos abajo, y ya parece como si no hubieran existido esos esfuerzos torturantes y temblorosos ni esa escalera, como si hubiéramos salido directamente de la habitación a la calle. Lentos e interminables se me antojan ese viaje por la ciudad desierta, en la que silba la helada, ese molesto escalofrío en la espalda, esos andrajos de vapor y esa cinta dorada de las farolas, que se enrosca húmedamente en los ojos llenos de lágrimas y se aleja saltando cuando parpadeo. Por fin llegamos al portal, y parece como si nada de eso hubiera pasado, como si de la habitación de Jirgue hubiéramos llegado directamente al portal. Lento e interminable se me antoja ese temblor bajo la helada, ante la puerta en la que brilla la verdosa luna, hasta que relampaguea tras ella una luz amarilla y surge la figura soñolienta de Matvei. Lenta e interminable se me antoja esa ascensión por la escalera, esa apertura de la puerta, ese deslizamiento por el negro pasillo y el comedor hacia el silencioso dormitorio de mi madre y ese dulce temblor de amor por ella, un amor como no he conocido ni sentido antes, un alborozo y una adoración tan grandes que tengo la impresión de que me he introducido allí furtivamente con la única intención de causarle un bien, darle una alegría y salvarla. Interminables me parecen ese avance cauteloso hasta el armario con espejo donde ella guarda la ropa blanca, la apertura de la puerta sin precaución ni cuidado (eso habría ocasionado un gran chirrido), sino de golpe, de un tirón, de modo que en la verde portezuela abierta de par en par la cabeza de mi madre dormida se eleva bajo la lamparilla y después oscila. Todo parece interminable, tortuoso, inacabable, y después fantasmagórico, como si nada hubiera sucedido: la búsqueda entre la ropa blanca con olor a caramelos baratos, el hallazgo del broche, el camino de regreso por la escalera, que de nuevo parece cubierta de hielo resbaladizo; luego la amenaza del perro y el paso por delante de Matvei, que parece esforzarse expresamente en contemplar mis aterradores ojos, y el avance extrañamente dificultoso por el largo patio cubierto de nieve (sólo cuando estoy junto al trineo me doy cuenta de que sigo caminando de puntillas), la subida al trineo con el tembloroso temor de que éste arranque bruscamente y yo me caiga de lado, y el regreso aquí, al cálido silencio de la habitación.
Tengo en la nuca una sensación de agarrotado encogimiento. Mis ojos tensos no dejan de parpadear, como cuando se avanza con rápidos pasos en la oscuridad con el temor de tropezar con algún objeto punzante. Ni el frecuente parpadeo, ni la clara visión de los objetos alivian. Cierro los ojos, pero la tensión se transmite a los párpados, que se contraen como en espera de un golpe.
Me quedo junto a la mesa. Cuanto más tiempo pasa, más me entumezco y más difícil me resulta apartarme de allí. En esa noche de cocaína mi cuerpo tan pronto queda petrificado hasta la insensibilidad, resultándome difícil moverme de mi sitio, como se lanza a un intenso movimiento, y entonces no puedo detenerme. Cuando iba por la calle en compañía de Mik, sólo los primeros pasos resultaron difíciles, pues luego se sucedieron como sacudidas y los pies avanzaron como por medio de impulsos eléctricos; una irritación sorda se apoderaba de mí cuando me cruzaba con un transeúnte. Me daba miedo esquivarlo: podía derribarlo o tropezar con la casa y caer yo mismo; en cuanto a tranquilizar mis pasos, no estaba en mi mano.
Mik entra en la habitación, llevando en las manos nuevos envoltorios con cocaína, y cierra la puerta con extraños movimientos, como si ésta amenazara con caer sobre él. La lámpara del techo está apagada. En la habitación reina una oscuridad casi absoluta. Nelly y Zander, iluminados por la luz oscilante y otoñal de la vela, se han ocultado entre el armario y la cortina. Sus cabezas descansan sobre alargados cuellos. Nelly tiene el cuello torcido y la cabeza inclinada; parece que es precisamente de ese lado de donde vienen los amenazadores susurros del apartamento nocturno. Los ojos muestran una mirada inmóvil e insana. En la habitación todo se detiene, sólo se mueven los labios. «Silencio, silencio, silencio», silba Nelly en un murmullo rápido, que parece derretirse. «Alguien viene», murmura Zander. «Alguien viene hacia aquí», grita en un susurro, sin dejar de sacudir la cabeza. También a mí me contagian. También yo tengo miedo. No puedo imaginar nada más espantoso que la posibilidad de que en esa habitación tranquila y oscura entre un hombre ruidoso, vivaz y diurno y vea nuestros ojos y nuestros cuerpos en esas condiciones. Siento que en ese momento bastaría un disparo, un estridente grito o un ladrido salvaje para quebrar el tenue hilo que sujeta mi desenfrenado cerebro. En ese momento, en ese silencio nocturno, temo especialmente por ese hilo.
Estoy sentado en un sillón. Mi cabeza está tan tensa que tengo la impresión de que se balancea. Mi cuerpo se ha quedado frío, rígido, como separado de la cabeza: para sentir los pies o las manos tengo que moverlos.
A mi alrededor hay gente, mucha gente. Pero no se trata de una alucinación: veo a esas personas no fuera, sino dentro de mí. Hay estudiantes, alumnos, mujeres, todos con alguna particularidad: bizcos, tuertos, sin nariz, peludos, barbudos. «¡Ah, profesor! —grita con entusiasmo una estudiante (el profesor soy yo)—. ¡Ah, profesor! Háblenos hoy, por favor, del deporte.» Sólo tiene un ojo y me tiende las manos desde la lejanía. Los tuertos, los bizcos, los barbudos y los peludos, todos aquellos que tendrían miedo de desnudarse, vociferan: «Sí, profesor, háblenos del deporte. Dénos una definición: ¿qué es el deporte?». Esbozo una displicente sonrisa, y los tuertos, los bizcos, los barbudos y los peludos se callan al instante. «El deporte, señores, consiste en el gasto de energía física en condiciones seguras de emulación recíproca y de improductividad absoluta.» Los mancos, los bizcos y los tuertos vociferan de manera salvaje: «Siga». «Continúe.» «Siga.» La mujer sabia de un solo ojo golpea los rostros con los codos y añade: «Perdone, colega», y se abre paso hacia mi tarima. Yo levanto la mano. Silencio. «Para nosotros, señores —susurro—, lo más importante del deporte no es su esencia, sino su influencia, su repercusión sobre la sociedad e incluso, si me lo permiten, sobre el Estado. Por eso, en reconocimiento al tema elegido, permítanme que dedique algunas palabras no al deporte, sino a los deportistas. No piensen que sólo tomo en consideración a los deportistas profesionales, ésos que cobran dinero por sus actuaciones y viven de ello. No. Lo importante no es sólo de qué vive el hombre, sino en nombre de qué. Por eso, entiendo por deportistas a todos aquellos que nos son conocidos, independientemente de que hayan convertido el deporte en una profesión, en una vocación, en un medio de supervivencia o en el fin de su vida. Basta con prestar atención a la popularidad creciente de esos deportistas para reconocer que han alcanzado un gran éxito y que círculos cada vez más amplios de la sociedad sienten verdadera adoración por ellos. Los periódicos se ocupan de sus gestas, sus rostros son fotografiados (qué necesidad tenemos de sus rostros) y aparecen en revistas; en verdad, dentro de poco se convertirán en un orgullo nacional. Puede incluso entenderse que una nación se enorgullezca de Beethoven, Voltaire, o Tolstói (aunque nada tiene que ver la nación en esto), pero que una nación se enorgullezca de que los muslos de Iván Tsibulkin sean más fuertes que los de Hans Muller, ¿no les parece, señores, que un orgullo semejante habla no tanto de la fuerza y salud de Tsibulkin como de la debilidad y la enfermedad de la nación? Pues es evidente que todos los que aplauden con tan sospechosa adoración cuando Iván Tsibulkin tiene éxito declaran ante el mundo entero, aunque sólo sea con sus aplausos, su entusiasta disposición a cambiar su papel en la vida por el de aquel a quien van dirigidos sus aplausos; por tanto, cuantas más personas haya para aplaudir, más próximo estará ese cambio de la opinión pública, y por ello mismo de toda la nación, que elegirá como ideal a Iván Tsibulkin, cuyo único mérito unánimemente reconocido son sus muslos terriblemente fuertes.»
Susurro estas palabras un número incalculable de veces. Y siento deseos de retener esta noche; hay tal sensación de bienestar y claridad en mi interior, amo la vida con tanta pasión, que quisiera ralentizarlo todo, degustar lentamente la magia de cada segundo, pero nada se detiene y toda esa noche se marcha rauda e irresistible.
A través de la ranura de las cortinas veo el amanecer. Experimento una sensación de vacío y pesadez bajo los ojos y los pómulos. Todo se detiene con una especie de tristeza junto a mí y dentro de mí. La nariz, abierta con desmesura, está amargamente vacía hasta la garganta y la respiración araña dolorosamente: ¿es que el aire es demasiado áspero o que el interior de la nariz se ha vuelto demasiado delicado? Trato de apartar esa tristeza que se aposenta cada vez con mayor peso sobre mí, trato de recuperar mis pensamientos, mis arrobamientos y los arrobamientos de mis barbudos oyentes, pero en mi memoria surge de pronto toda esa noche y experimento tal vergüenza e ignominia que por primera vez siento con sinceridad y franqueza que ya no tengo ganas de vivir.
Me pongo a buscar el paquete de cocaína por la mesa, sobre la que hay desperdigados unos cuantos naipes. Todas las cartas están boca abajo. Las aparto cuidadosamente, le doy la vuelta a una, empiezo a dispersarlas y luego a hacerlas pedazos de manera absurda, padeciendo, por la ausencia de cocaína, un terror cada vez mayor ante esa espantosa tristeza. Pero, naturalmente, ya no queda nada de droga. Se la han llevado Mik y Zander. En la habitación no hay nadie. No me siento, me tumbo en el sofá. Inclinado respiro muy mal: al aspirar me levanto y al espirar vuelvo a caer, como si clavándome ese poste de aire pudiera enfriar el fuego de la desesperación. Sólo un astuto diablillo, en el más profundo y oculto escondrijo de mi conciencia, el mismo que sigue brillando y no se apaga ni siquiera ante el más terrible huracán de los sentimientos, sólo ese astuto diablillo me dice que hay que resignarse, que no debo olvidarme de la cocaína, que pensando en ella y en la posibilidad de encontrarla en la habitación sólo conseguiré irritarme y torturarme aún más.
Acosado por esa terrible tristeza, nunca experimentada hasta entonces, cierro los ojos. Lenta y suavemente la habitación empieza a girar y a caer por uno de sus lados. Ese lado desciende cada vez más, se desliza sobre mí, repta por detrás hacia lo alto, aparece por encima y vuelve a caer, esta vez impetuosamente. Abro los ojos, la habitación vuelve a su sitio, dejando un remolino en mi cabeza. Mi cuello no se sostiene, mi cabeza descansa sobre el pecho, la habitación vuelve a ponerse del revés. «Qué han hecho, qué han hecho conmigo —susurro, y luego, tras un absurdo silencio, añado—: Estoy perdido.» Pero ese astuto diablillo —el mismo que (si se le presta oídos) envenena con dudas incluso las sensaciones más alegres y alivia con esperanzas la más horrible desesperación—, ese astuto diablillo que no cree en nada, me dice: «Todas tus palabras son teatro, todo esto no es más que teatro; en absoluto estás perdido; si las cosas te van mal, vístete y sal a la calle; aquí no tienes nada que hacer».