Antes de que pasara un cuarto de hora todos nosotros, Nelly, Zander, Miky yo, estábamos instalados, en espera de que Jirgue llegara con la cocaína (por el camino me informaron de que Jirgue no esnifaba, sólo traficaba con la droga), en una habitación bien caldeada, adornada con unos muebles extraordinariamente viejos. Justo detrás de la puerta, impidiendo que ésta se abriera más allá de la mitad, había un viejo piano; sus teclas tenían el color de unos dientes mal lavados; en unos candelabros atornillados en el cuerpo del piano y torcidos, sobresalían, inclinados hacia lados diferentes (las aberturas de los candelabros eran demasiado grandes), unas velas rojas entorchadas, cubiertas de puntos dorados y rematadas por mechas blancas. Más lejos, junto a la pared, sobresalía la chimenea, en cuya repisa de mármol blanco, bajo una campana de cristal, había dos caballeros franceses de bronce, con chaleco, medias y botines con hebillas; inclinando sus cabezas y trazando con los pies un paso del minué, se disponían a lanzar elegantemente un reloj, con una esfera blanca sin cristal, un agujero negro para darle cuerda y una sola manecilla, por lo demás doblada. En medio de la habitación había unos sillones bajos, cuyo terciopelo, amarillo o negro según se acariciara del derecho o del revés, era tan liso que parecía que se podía escribir en él. Entre los sillones había una mesa lacada en negro, de forma ovalada, cuyas patas curvas, de complejo trazado, se reunían en una bandeja sobre la que descansaba un álbum familiar, según pude comprobar en cuanto lo sacaron. Ese álbum estaba cerrado mediante una hebilla con botón, que al ser presionado saltaba, abriendo el álbum. La encuadernación era de terciopelo morado (en los cantos, por detrás, tenía clavos con cabezas de cobre, abombados y ligeramente afilados, sobre los que se apoyaba el álbum como sobre unas ruedecillas); en la parte delantera se representaba con colores agrietados una troika lanzada audazmente a todo galope, un cochero agitando el látigo y unas nubes por debajo de los patines. Acababa de abrirlo y apenas había hojeado las páginas interiores, que tenían bordes dorados y estaban fabricadas con un cartón tan macizo que al volverlas crujían como si fueran de madera, cuando Mik me llamó con animación desde el otro extremo de la habitación.
—Fíjese —me dijo sin mirarme, indicándome que me aproximara con el brazo extendido hacia atrás—. Mire bien este engendro, contemple este horror —y me mostró a un niño desnudo, de bronce, que sostenía con una mano rolliza un enorme candelabro—. ¡Qué horrible ocurrencia! —gritó Mik, apretándose la frente con el puño—. ¿En qué estado de tenebrosa estupidez se encontraban las gentes que fabricaban estos objetos y las que los compraban? Pero fíjese, querido —y así diciendo me cogió por hombro—, fíjese en la fisonomía. Piense —volvió a apretar el puño contra la frente— que ese niño levanta con el brazo extendido un peso cinco veces superior al suyo; es algo impresionante, como trescientos kilos para usted o para mí. ¿Y bien? ¿Qué es lo que expresa su rostro? ¿Ve usted en él la más leve huella de esfuerzo, de lucha, de tensión? Si serrara usted ese candelabro, le aseguro que ni siquiera la más sensible de las nodrizas podría adivinar, mirando su carita, si esta criatura quiere dormir o está a punto de… Un horror, un horror.
—Bueno, a ver qué más cosas encuentras —gritó alegremente Zander desde el otro extremo de la habitación; hizo intención de acercarse a nosotros, esquivando los sillones, pero en ese momento apareció Jirgue. Iba vestido con una bata y llevaba algo con mucha precaución, apretándolo contra el pecho; en cuanto entró, o mejor, en cuanto abrió la puerta con la rodilla, todos, Mik, Zander y Nelly, salieron a su encuentro y, como él no se detuvo, fueron siguiéndolo hasta la mesa lacada, donde, bajo la lámpara colgante, había algo más de luz. También yo me acerqué.
Sobre la mesa había un pequeño recipiente de hojalata, parecido a las cajas de sombreros de la casa Abrikósov, aunque más pequeño y más corto. Sobre su metal brillante, como bruñido, se veían pedazos de papel arrancado. A un lado había algo parecido a un compás con un hilo y otra pequeña caja de madera.
—Bueno, vamos, vamos, no hay por qué esperar —exclamó Mik—. Mirad a nuestra dama, ya no aguanta más.
Y así diciendo, volvió la cabeza hacia Nelly que, con la expresión de alguien repentinamente enfermo, tan pronto apoyaba los codos sobre la mesa con inquietud como se enderezaba, sin apartar en ningún momento los ojos de Jirgue, como si estuviera determinando el mejor lugar para morderlo: arriba o abajo. Jirgue se frotó la frente con gesto cansado y, moviendo la lengua y los labios con repugnancia, exclamó:
—Hoy el gramo cuesta a siete cincuenta. ¿Cuánto quiere usted?
Las últimas palabras iban dirigidas a mí; al ver que Zander me guiñaba los ojos indignado, como si hubiera ensayado previamente conmigo un papel que ahora, cuando era preciso representarlo, yo había olvidado, dije que tenía algo menos de quince rublos.
—A mí dame un gramo —dijo de pronto Nelly, de manera completamente inesperada, y se mordió el labio inferior hasta hacerse una pequeña mancha blanca.
Jirgue, entornando los ojos, inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento, dejó en el borde de la mesa un cigarrillo encendido y, sin prestar ninguna atención a Mik, que resopló con ruidosa impaciencia y se puso a caminar por la habitación, llevando entre las manos (como un cántaro) la cabeza echada hacia atrás, abrió la caja de hojalata.
—Entonces, para usted dos gramos —me dijo Jirgue, tratando de extraer cuidadosamente el objeto azul que había dentro.
—No, pero qué dice —intervino Zander, deteniéndole—. Hay que repartir —y sacudiendo la cabeza, repitió—: hay que repartir.
Mik se acercó corriendo a la mesa y, levantando el dedo índice (como si hubiera tenido una idea extraordinaria), propuso con una voz alegre dividir los tres gramos en cuatro partes iguales, para que cada uno recibiera tres cuartos de gramo. Con los ojos bajos y una expresión maligna, Nelly exlamó:
—No, yo quiero un gramo entero. Me he pasado el día entero trabajando para conseguir ese dinero —y, sin levantar los ojos, volvió a morderse el labio.
—Bueno, bueno —exclamó Mik, agitando los brazos en tono conciliador, pero mirándola con irritación—. Entonces lo haremos de otro modo.
Y propuso repartir mis dos gramos del siguiente modo: Zander y él se quedarían con tres cuartos de gramo y yo, como era principiante, con medio.
—Podemos, ¿no? —preguntó, mirándome con ternura a los ojos. Zander sólo intervino para poner en duda que dos veces tres cuartos de gramo más medio gramo sumaran dos gramos completos.
Viendo que finalmente se había alcanzado un acuerdo general, Jirgue, que hasta ese momento había permanecido con la cabeza y los brazos bajos, cogió mi dinero y el de Nelly, lo contó, se lo guardó en el bolsillo y, apartando de nuevo el cigarrillo para no quemar la mesa, cogió la caja de hojalata, en la que se veía ese objeto azul. Sólo en ese momento comprendí que se trataba de una bolsita de papel y que el instrumento que había junto a la caja ahora vacia, que antes había tomado por un compás, era una balanza de farmacia. Jirgue sacó del bolsillo del chaleco una pequeña pala de hueso y algunos papeles, doblados en forma de paquete para polvos. Tras desdoblar uno de ellos, que estaba vacío, lo puso en un platillo de la balanza y, lanzando sobre el otro un pedazo de metal tomado de la caja (en la que había pesas), levantó el astil de la balanza hasta que los hilos quedaron tensos, aunque los platillos seguían en contacto con la mesa. Sujetando la balanza con una mano, Jirgue, que sostenía con la otra la pequeña pala de hueso, abrió la abertura del paquete e introdujo la pala. El papel crujió y yo advertí que dentro de la bolsita azul, muy pegada a ella, había otra, ésta de papel blanco (que también crujió) y como encerado. En la pala de hueso, extraída cuidadosamente, había un montoncito de polvo blanco, muy blanco, con un brillo cristalino que hacía pensar en la naftalina. Con grandes precauciones Jirgue lo volcó sobre el paquete de la balanza y con la otra mano levantó aún más el astil. El platillo con la pesa resultó más pesado. Entonces, sin bajar la balanza colocada sobre la mesa, Jirgue volvió a introducir la pala en el paquete azul, pero al parecer ese movimiento resultaba muy incómodo y pesado para su mano.
—Sujeta el paquete —le dijo a Mik, que estaba más cerca que los otros.
Sólo cuando oí esas palabras, reparé en el profundo silencio que reinaba en la habitación.
—Pero ahí no hay casi nada —exclamó Mik, mientras Jirgue, sin contestarle, sacaba con la pala un poco más de cocaína, que vertió en la balanza con ese movimiento del dedo con que se arroja la ceniza de un cigarrillo. Cuando los platillos de la balanza se equilibraron, Jirgue, tras arrojar en el paquete, con un movimiento cuidadoso y preciso, lo que había sobrado en la pala, bajó la balanza, retiró el envoltorio, lo cerró y, tras aplastar la cocaína, que al momento adquirió un aspecto liso, compacto y brillante, se lo extendió a Nelly.
Mientras Jirgue pesaba y preparaba el siguiente envoltorio (por lo general vendía envoltorios preparados, pero Mik, temiendo, según me enteré después, que Jirgue mezclara quinina, había puesto como condición indispensable estar presente durante la pesada), yo contemplaba a Nelly, que abrió el envoltorio allí mismo, sobre la mesa, sacó de su bolso un tubo de cristal corto y estrecho y apartó un montón diminuto de cocaína que se desmenuzó enseguida. Luego aproximó al montoncito de cocaína un extremo del tubo, inclinó la cabeza, situó el borde superior en el orificio nasal y aspiró. Aunque el vidrio no estaba en contacto con la cocaína, sino ligeramente por encima, el montoncito separado por la muchacha desapareció. Tras repetir la operación con el otro orificio nasal, cerró el envoltorio, se lo guardó en el bolso, se retiró al fondo de la habitación y se sentó en un sillón.
Entre tanto, Jirgue había tenido tiempo de pesar el siguiente envoltorio, hacia el que Zander tendía ya la mano.
—¡Ah, no lo cierres, por favor! —exclamó, mientras Jirgue, ladeando la cabeza y admirando su trabajo, terminaba de envolver—. ¡Ah, no lo aplastes, no lo aprietes, no es necesario!
El paquete abierto pasó de las manos tranquilas de Jirgue a las temblorosas de Zander, que vertió en la palma un montoncito de cocaína, bastante mayor que el de Nelly. Luego, alargando su peludo cuello para que la cabeza quedara por encima de la mesa, Zander acercó la nariz al montículo, y sin rozarlo, torciendo la boca para cerrar el otro orificio nasal, aspiró de manera ruidosa. El montoncito desapareció de la mano. Repitió la operación con el otro orificio nasal, con la única diferencia de que en este caso la porción de cocaína era tan insignificante que apenas se veía.
—Sólo puedo esnifar con el orificio izquierdo —me aclaró, con la expresión de un hombre que estuviera hablando de una particularidad de su naturaleza y tratara de aligerar su jactancia con un gesto de perplejidad.
Al tiempo que decía esas palabras, hizo una mueca de repugnancia, sacó la lengua y lamió varias veces el lugar de la mano en que había descansado la cocaína; finalmente, advirtiendo que una mota había caído de su nariz a la mesa, se inclinó y lamió su superficie, dejando en la madera lacada una mancha húmeda y mate que desapareció rápidamente.
En ese momento mi envoltorio también fue pesado y depositado cuidadosamente; poco después Mik cerró la puerta detrás de Jirgue y a continuación vertió con enormes precauciones el contenido de su envoltorio en un diminuto frasco de cristal que sacó de un bolsillo. Una vez esnifada su cocaína (operación que Mik hizo de modo distinto a los otros: introdujo el extremo embotado de un mondadientes en el frasco, en cuyas paredes la cocaína quedaba pegada en forma de agujas, extrajo con su curva punta una pirámide de cocaína y la acercó a su nariz sin perder nada), se fijó en mi envoltorio intacto.
—¿Por qué no esnifa usted? —me preguntó en tono de reproche y con cierta perplejidad, como si yo estuviera leyendo el periódico en el vestíbulo de un teatro cuando el espectáculo ya había comenzado.
Le expliqué que no sabía cómo hacerlo y que no tenía ningún objeto con el que ayudarme.
—Venga, yo lo arreglaré todo —exclamó, y por el modo en que pronunció esas palabras parecía como si yo no tuviera entrada y él estuviera dispuesto a darme una—. Señores —gritó a Sander y Nelly, que desplegaban una mesa de juego en un rincón y sacaban tizas y cartas—, ¿qué hacen allí? Venid a ver cómo pierde un hombre la virginidad de sus orificios nasales.
Mik abrió mi envoltorio (la cocaína se había aplastado, creando en el medio una capa más gruesa y en los extremos dos líneas onduladas; cuando Mik abrió el paquete la cocaína se agrietó en la parte más gruesa y pareció dar un salto), cogió con el extremo del mondadientes un poco de polvo, me agarró por el hombro y me atrajo hacia él. Gracias a esa proximidad pude ver mejor su rostro. Tenía unos ojos ardientes, húmedos y brillantes; sus labios, sin abrirse, se movían constantemente, como si estuviera chupando un caramelo.
—Voy a acercar esta dosis a su orificio nasal y usted no tiene más que esnifarla —exclamó Mik, levantando el mondadientes con mucho cuidado. Cuando sentí que el mondadientes se acercaba, quise tomar aire; en ese momento Mik bajó el brazo y exclamó: «¡Ah, diablos!». El mondadientes estaba vacío.
—Pero ¿qué has hecho? —se estremeció Zander (que en compañía de Nelly se había acercado a la mesa)—. La has soplado.
Me parecía increíble que mi respiración, que incluso había contenido, pudiera haberse llevado ese polvo blanco; al advertir que mi cazadora se había manchado por debajo de la barbilla, me puse a limpiarla maquinalmente con la manga, como se hace con el talco.
—Pero ¿qué haces, canalla? —gritó Zander, lanzándose de rodillas sobre el suelo, sacando su envoltorio y metiendo en él algunos copos. Sintiendo que había cometido una torpeza terrible, miré a Nelly con aire suplicante.
—No, no, usted no sabe —respondió ella al momento con tranquilidad; cogió el mondadientes de Mik por encima de la mesa (evitando a Zander, que reptaba por el suelo, y susurrando «Señor» como una campesina) y se acercó a mí—. Mira, querido, trata de entenderme —exclamó con cierta dificultad, como si algo le oprimiera los dientes, al tiempo que agitaba el mondadientes—: la cocaína o cocsh, como la llamamos nosotros, entiende usted, simplemente cocsh; bueno, pues el cocsh…
—O la cocaína, como la llamamos nosotros —intervino Mik, pero Nelly blandió el mondadientes ante él.
—Como le decía, el cocsh —continuó— es extraordinariamente ligero, ¿comprende? El menor soplo basta para dispersarlo. Para evitar eso, no debe usted espirar o debe expulsar antes el aire.
—De los pulmones, se entiende —señaló Mik con tono sombrío.
—De los pulmones —refunfuño Nelly, y añadió dirigiéndose a Mik—: ¡Ah, váyase usted, no hace más que molestar! —y volviéndose de nuevo a mí—: Bueno, comprenda que en cuanto le acerque la dosis, no debe espirar, sino aspirar hacia dentro. ¿Lo entiende ahora? —preguntó, cogiendo un poco de cocaína con el mondadientes.
Obedeciendo sus órdenes, me abstuve de respirar, limitándome a aspirar en cuanto sentí el cosquilleo del mondadientes junto al orificio nasal.
—Estupendo —exclamó Nelly—. Ahora, otra vez. —Y con estas palabras, escarbó de nuevo con el mondadientes en el envoltorio.
Tras esa primera esnifada no sentí nada en la nariz, a no ser un peculiar y agradable olor a farmacia que sólo duró un instante, cuando aproximé la nariz, y, se desvaneció en cuanto aspiré. Volví a sentir el mondadientes, esta vez junto al otro orificio nasal, y volví a aspirar, esta vez con más fuerza, pues había adquirido confianza. No obstante, debí actuar con demasiado ímpetu, pues percibí que el polvo aspirado llegaba cosquilleando a la faringe y que un repugnante y agudo amargor se extendía con la saliva por la boca.
Al sentir la mirada escrutadora de Nelly, traté de no fruncir el ceño. Sus ojos, por lo común de un azul sucio, se habían vuelto completamente negros, y sólo una estrecha banda azul orlaba esa pupila negra, terriblemente dilatada y ardiente. Los labios, como los de Mik, se movían sin parar como si estuviera relamiéndose. Quise preguntarle qué era aquello que chupaban, pero en ese momento Nelly, tras entregarle el mondadientes a Mik y poner en orden mi envoltorio, se dirigió con rápidos pasos a la puerta, se dio la vuelta, exclamó: «Vuelvo enseguida», y salió.
Ese amargor en la boca había desaparecido casi del todo y sólo quedaba una especie de frío en la laringe y en las encías, como cuando se respira con la boca abierta durante una nevada y al cerrarla ésta parece aún más fría, debido al calor de la saliva. Los dientes también estaban completamente helados, de modo que al presionar sobre uno de ellos, se sentía sin dolor todos los demás, como si estuvieran soldados.
—Ahora sólo debe respirar por la nariz —me dijo Mik.
En realidad, respiraba con tanta facilidad, como si los orificios de la nariz se hubieran dilatado hasta límites insospechados, y el aire fuera especialmente suave y fresco.
—¡Eh! —me detuvo Mik con un movimiento temeroso de la mano, viendo que sacaba un pañuelo—. Olvídese de eso, no debe usted usarlo —me dijo con severidad.
—Pero necesito sonarme —insistí yo.
—Pero ¿qué dice? —exclamó, avanzando la cabeza y apretando el puño contra la frente—. ¿Quién es el idiota que se suena después de esnifar? ¿Dónde se ha oído eso? Trague. Es cocaína, no un remedio para el resfriado.
Entre tanto, Zander, con su envoltorio en la mano, se sentó en el borde de una silla, guardó silencio durante un rato, sacudió la cabeza y finalmente, como si hubiera decidido algo, se acercó a la puerta.
—Oye, Zander —le detuvo Mik—. Llama a la puerta de Nelka y dile que se dé prisa. Y apresúrate tú también, que después tengo que ir yo.
Cuando Zander, con extraños gestos de temerosa preocupación, cerró la puerta tras de sí, le pregunté a Mik qué pasaba y adónde iban todos.
—No es nada —me respondió (hablaba ya de un modo extraño, como entre dientes)—. Después de las primeras dosis el estómago se descompone, pero el desarreglo pasa enseguida y ya no vuelve a reproducirse. En su caso, esa situación no puede darse todavía —añadió, como para tranquilizarme, concentrando toda su atención en la puerta.
—Creo que la cocaína no me hace efecto —dije de repente, de manera imprevista, experimentando tal satisfacción y entusiasmo ante el sonido depurado de mi propia voz, como si hubiera pronunciado un comentario extraordinariamente inteligente. Mik atravesó toda la habitación con el único objeto de darme con indulgencia unas palmadas en el hombro.
—Eso cuénteselo a su abuela —exclamó. Y dedicándome una aviesa sonrisa, se acercó de nuevo a la puerta, la abrió y salió.