Caía una seca e intensa helada y todo crujía. Cuando el trineo llegó al pasaje, por todas partes se oía un rumor metálico de pasos; desde los tejados el humo se difundía en forma de columnas tan blancas que la ciudad parecía una lámpara gigantesca suspendida del cielo. En el pasaje también hacía mucho frío y resonaban distintos ruidos; los cristales estaban cubiertos de nieve pero, en cuanto abrí la puerta del café, se escapó una nube vaporosa de calor, olores y sonidos.
El pequeño guardarropa, separado de la sala por un simple tabique, estaba tan lleno de pellizas colgadas que el portero jadeaba y saltaba como si escalara una montaña cuando, sujetando por la cintura el abrigo que yo me había quitado, trataba a ciegas de acomodar en una percha el cuello, que no se enganchaba y acababa siempre cayendo. En la estantería y en la repisa del espejo las gorras y los sombreros se alzaban en espesas columnas; debajo, las botas y los chanclos, encajados unos en otros, mostraban en las suelas una señal de tiza con el número correspondiente.
En el momento en que entraba en la sala, el violinista, ya con el instrumento situado bajo el mentón, levantó solemnemente el arco y, poniéndose de puntillas y alzando los hombros, se inclinó (con ese movimiento consiguió que le secundaran el piano y el violonchelo) y empezó a tocar.
Yo estaba junto a los músicos, mirando la sala repleta, en la que el ruido y las voces aumentaron en cuanto sonaron los primeros acordes, y trataba de encontrar a Zander. A mi lado el pianista trabajaba denodadamente con los codos, los hombros y toda la espalda; la silla, bajo la que había caído una partitura desgarrada, se doblaba y el respaldo se despegaba. El violoncelista, que había levantado las cejas y había adoptado una expresión más amistosa, acercaba la oreja al dedo que hacía oscilar la cuerda. El violinista, separando mucho las piernas, movía el torso con impaciente pasión; uno sentía una terrible vergüenza al contemplar su rostro, que mostraba una lujuriosa alegría ante sus propios sonidos e invitaba con alegre insistencia a que lo miraran, aunque nadie reparaba en él.
Poniéndome de puntillas, metiendo el vientre y avanzando de lado en medio de las mesillas, dispuestas muy cerca unas de otras, trataba torpemente (debido a cierta necesidad, muy frecuente en esos últimos meses, de poner al descubierto mi nulidad intelectual) de hallar una definición exacta de esa música, aunque no lograba encontrarla. Allí, en el otro extremo de la sala, donde había algo más de espacio, los sonidos cambiaban de dirección como el viento y se apartaban en ocasiones de los músicos, cuyos arcos se movían entonces en silencio; junto a una enorme ventana, alzándose por encima de las otras cabezas, se hallaba Zander, que empezó a llamar mi atención agitando un pañuelo.
—¡Bueno, por fin! ¡Bueno, por fin has llegado! —dijo, saliéndome al encuentro y cogiéndome una mano con las suyas—. Y bien, ¿cómo te va? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo te va, Vadia?
Tenía la costumbre de sacudir la cabeza; después parecía olvidar todas las palabras dichas, desembarazarse de ellas, y volvía a repetirlas con inoportuna obstinación. Sus ojos punzantes y su nariz aguileña se arrugaban alegremente. Sin soltar mi mano y retrocediendo por el estrecho paso, me llevó hasta la mesa, junto a la que había sentadas dos personas. Por la expectación con que me miraban a los ojos, parecía evidente que eran acompañantes de Zander, y que éste iba a presentarnos. Uno de ellos, que se levantó cuando nos acercamos, se llamaba Jirgue; el otro, Mik. Durante la presentación, Zander sacudió tres veces la cabeza y tres veces empezó a decir que Mik era caricaturista y bailarín. De Jirgue no dijo nada, aunque su carácter se podía definir en dos palabras (al menos su actitud exterior): una perezosa desgana. Cuando nos aproximamos a la mesa, Jirgue se levantó con perezosa desgana y con perezosa desgana se puso a mirar por encima de las cabezas. El segundo, Mik, mostraba un evidente nerviosismo. Sin apartar el cigarrillo de la boca (que oscilaba cuando hablaba), se dirigió a Zander sin mirarme.
—Bueno, habla de una vez y explícanos cómo está la situación.
Cuando Zander le aclaró que disponían de quince rublos, adoptó una expresión contrariada, luego esbozó una sonrisa y finalmente, borrando ambos gestos, golpeó fuertemente el cristal de la mesa con el anillo. Jirgue, con perezosa desgana, miraba a un lado. Una camarera, de rostro terriblemente fatigado, que enseguida me resultó conocida, se dio bruscamente la vuelta al oír el golpe y, apoyando el delantal almidonado en el borde agudo, clavándoselo en el vientre, se puso a recoger los vasos vacíos. Sólo cuando recogía las colillas (que no habían sido depositadas en el cenicero y estaban diseminadas por toda la mesa), haciendo un gesto de repugnancia y sacudiendo la cabeza como dando entender que no había esperado de nosotros otra cosa que una marranada semejante, reconocí a Nelly. Sin mirarme, aunque la saludé y le pregunté qué tal le iba, secó apresuradamente el cristal de la mesa con un paño y dijo en voz baja: «Bien, merci», mientras su cara se cubría de unas manchas enfermizas de color ladrillo. Una vez recogido todo, dirigió una mirada temerosa al mostrador y de pronto, inclinándose hacia Jirgue, le dijo apresuradamente que pronto la reemplazarían y que esperaría abajo. Al escuchar esas palabras, Jirgue (que apoyaba las manos en la mesa y hacía fuerza para levantarse, retorciendo el rostro como si se hubiera causado una herida mortal en la espalda) sacudió la cabeza con perezosa desgana.