Ya no podía tumbarme en el alféizar gris oscuro de piedra, con vetas como las del mármol y un borde evidente y palmario en el que podían afilarse cortaplumas. Ya no podía, tendido sobre ese alféizar y alargando el cuello, ver el largo y estrecho patio, con un camino de asfalto, con una cancela de madera siempre cerrada, en cuyo extremo, como entumecida por la fatiga, pendía de un herrumbroso gozne una portezuela, en cuyo travesado inferior tropezaban siempre los inquilinos, que se volvían inmediatamente con una mirada de enfado. Era invierno, las ventanas habían sido enmasilladas con una sustancia de apetitoso color crema y entre los batientes de los cristales dobles había una guata redondeada, y sobre ella dos vasos altos y estrechos con un líquido amarillo; cuando, siguiendo la costumbre del verano, uno se acercaba a la ventana, por debajo de la cual salía un calor seco, se percibía de manera especial ese aislamiento de la calle que (según el estado de ánimo) suscitaba un sentimiento de bienestar o de pena. Ahora, desde la ventana de mi habitación, sólo se veía la pared vecina, con rígidas y grises manchas de cal sobre los ladrillos, y algo más abajo, un lugar cercado por una empalizada, al que nuestro portero Matvei llamaba con grandilocuencia «el jardín de los señores», aunque bastaba con echar un vistazo a ese jardín y a esos señores para comprender que la extraordinaria consideración con que Matvei se refería a ellos no era más que una manera calculada de realzar su propia dignidad mediante el encumbramiento de las personas para las que trabajaba.
En los últimos meses la tristeza había sido especialmente tenaz. Pasaba mucho tiempo junto a la ventana, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo, que por el lado de la llama color mandarina despedía un humo azul y por el lado de la boquilla una nube grisácea y sucia; trataba de contar los ladrillos de la pared vecina, y por la noche, apagando la lámpara, con lo que el negro reflejo de la habitación se aclaraba de inmediato en el cristal, me acercaba a la ventana y, levantando la cabeza, contemplaba durante largo rato la caída de la espesa nieve, hasta que mi mirada empezaba a subir como en un ascensor, buscando los hilos inmóviles de los copos. A veces, después de vagar sin objeto por el pasillo, abría la puerta, salía a la fría escalera y pensando a quién podría telefonear —aunque sabía perfectamente que no había ninguna persona a la que pudiera llamar— bajaba hasta el teléfono. Allí, junto a la presunta puerta principal, con las botas apoyadas en el travesado del taburete, estaba sentado el pelirrojo Matvei, con su abrigo azul, arrugado como un acordeón, y su gorra con banda dorada. Acariciándose las rodillas, como si acabara de golpeárselas cruelmente, y echando de vez en cuando la cabeza hacia atrás, abría terriblemente la boca, dejando al descubierto una lengua temblorosa, y en medio de un bostezo emitía un rugido triste, cuya tonalidad subía primero hacia a-o-i y luego bajaba hacia i-o-a. Después de bostezar, con los ojos llenos de lágrimas soñolientas, sacudía la cabeza con aire de reproche, y luego, como si estuviera lavándose, se frotaba el rostro con las manos con gran fuerza, como tratando de darse ánimos.
Probablemente había sido esa tendencia de Matvei a los bostezos lo que había motivado que los inquilinos de la casa evitaran y despreciaran sus servicios; por eso, desde hacía ya muchos años se habían instalado unos timbres que conectaban la cabina telefónica con todos los apartamentos, para que en caso de llamada Matvei no tuviera más que apretar el botón correspondiente.
La llamada convenida para que yo bajara al teléfono era un sonido prolongado e inquieto, que sobre todo en los últimos meses había cobrado una significación alegre y turbadora. Sin embargo, esas llamadas eran cada vez más raras. Yag estaba enamorado. Se había encariñado de una mujer de tipo español, no muy joven, que por alguna razón me odiaba desde nuestro primer encuentro; por ese motivo, nos veíamos muy poco. Concerté algunas entrevistas con Burkievits, pero poco después dejé de verlo, al no encontrar un lenguaje común. Se había convertido en una revolucionario y en su compañía sólo se podía hablar, con indignación y espíritu ciudadano, de los pecados ajenos o propios contra el bienestar del pueblo. Como yo estaba acostumbrado a ocultar mis sentimientos con cinismo o expresarlos de manera humorística, tanto una como otra opción me repugnaban profundamente. Burkievits pertenecía a esa clase de gente que, debido a la elevación de sus ideales, condenan tanto el humor como el cinismo: el humor porque ven en él cinismo y el cinismo porque ven en él humor. Sólo me quedaba Stein, que me llamaba alguna vez y me proponía que fuera a verle; cuando esas invitaciones se producían, nunca las rechazaba.
Stein vivía en una lujosa casa, con escaleras de mármol, corredores con alfombras de color frambuesa, un portero atento y afectado y un ascensor cuya perfumada cabina ascendía y se detenía de manera desagradable e inesperada, de modo que el corazón parecía seguir subiendo durante un instante y luego bajar. En cuanto la doncella me abría la enorme puerta lacada en blanco, en cuanto llegaban hasta mí el silencio y los olores de aquel apartamento tan grande y caro, Stein salía a mi encuentro, como si estuviera muy ocupado, me cogía del brazo, me llevaba rápidamente a su habitación y se ponía a hurgar en los bolsillos de los trajes guardados en los armarios; en ocasiones, salía incluso al recibidor y rebuscaba también en los bolsillos de sus abrigos y pellizas. Una vez registrado todo, Stein, seguro ya de que no se había perdido nada, colocaba sobre la mesa, delante de mí, los objetos que había encontrado. Eran entradas viejas y ya utilizadas, tarjetas de invitación, anuncios de espectáculos, conciertos y bailes; en una palabra, testimonios materiales de su presencia en algún estreno o en algún teatro, con indicaciones de la fila en que se había sentado, y lo más importante, del dinero que había pagado. Tras desplegar todos esos objetos a fin de que la impresión causada en mí creciera a medida que aumentaba el precio del billete, Stein, entornando los ojos con aire cansado, como tratando de superar su fatiga y cumplir honradamente con una obligación extraordinariamente aburrida, iniciaba su narración.
Nunca dedicaba una sola palabra a comentar si los actores habían interpretado bien o mal su papel, si la obra había sido buena o mala, si la orquesta o el solista habían tocado bien; en general, nunca comentaba las impresiones o sensaciones que había originado en él lo que había visto u oído en el escenario. Stein se limitaba a contar (con los menores detalles) cómo había sido el público, a cuáles de sus conocidos había visto, en qué fila se habían sentado, con quién se encontraba en el palco la querida del bolsista A., o dónde y con quién estaba el banquero B., a qué personas él, Stein, había sido presentado esa velada, cuánto habían adquirido ese año sus nuevos conocidos (Stein nunca decía «ganado»); resultaba evidente que, lo mismo que nuestro portero Matvei, Stein creía con absoluta sinceridad que los ingresos y la elevada posición de sus conocidos le elevaban ante mis ojos. Desgranaba todos esos detalles con perezoso orgullo y, tras mencionar cuán difícil había sido conseguir entradas y cuánto había tenido que pagar al revendedor, se inclinaba finalmente sobre mí y señalaba con la cuidada uña de su dedo blanco, grande y fuertemente aplastado, el alto precio de la entrada. Luego se quedaba en silencio y, tras conseguir que mi mirada se apartara del billete y se fijara en él, separaba las manos, inclinaba la cabeza sobre su hombro y me dirigía una pesarosa sonrisa, con la que daba a entender que el precio desmesuradamente alto del billete le divertía tanto que no tenía fuerzas para indignarse.
A veces, cuando llegaba a su casa, lo hallaba en un estado de agitación febril, moviéndose de un lado para otro con sus largas piernas. Con un apresuramiento terrible se afeitaba, se dirigía al cuarto de baño, luego salía de allí corriendo y empezaba a arreglarse para ir a un baile, a una velada, a un concierto o de visita; no acababa de comprender qué necesidad tenía de mí, para qué me había llamado por teléfono. Desplegaba cientos de cosas, necesarias e innecesarias para la velada, y me las mostraba apresuradamente: había tirantes, calcetines, pañuelos, perfumes, corbatas; al tiempo que me las enseñaba, me indicaba el precio y el lugar en que las había comprado.
Cuando ya estaba completamente preparado, vestido con pelliza de paño de seda y puntiagudo gorro de castor, arrugando el rostro a causa del cigarrillo recién encendido, cuyo humo se le metía en el ojo, levantando la cabeza delante del espejo y pasando la mano por el cuello afeitado y empolvado (al mirarse en el espejo Stein bajaba siempre las comisuras de los labios, como los peces), me decía de pronto: «Bueno, vamos». Entonces, apartando con evidente dificultad los ojos del espejo, se dirigía con rápidos pasos a la puerta y bajaba con tal premura las escaleras, cuya alfombra crujía suavemente, que yo apenas podía seguirle. No sé por qué, pero en esa persecución por la escalera percibía algo ofensivo, humillante y vejatorio. Abajo, junto a la entrada, le esperaba un coche; Stein, entonces, se despedía de mí, ya sin ningún interés, tendiéndome una mano fláccida y retirándola al instante, se daba la vuelta, se sentaba y se marchaba.
Recuerdo que en una ocasión le pedí que me prestara algo de dinero, unos pocos rublos. Sin decir una palabra, Stein, con un gesto suave y entornando los ojos como si le molestara el humo (aunque en ese momento no estaba fumando), sacó de un bolsillo lateral una cartera de seda con nervaduras y extrajo de ella un billete de cien rublos nuevo y crujiente. «¿Acaso es eso lo que va a darme?», pensé, y aunque necesitaba mucho ese dinero, sentí una desagradable desilusión. Era como si en ese breve momento me hubiera convencido de que en un canalla la bondad decepciona tanto como la injusticia en un hombre de elevados ideales. Pero Stein no me dio ese dinero.
—Esto es todo lo que tengo —exclamó, señalando el billete con el mentón—. Si tuviera estos cien rublos en billetes pequeños, te daría hasta diez rublos. Pero sólo tengo éste, y no estaría dispuesto a cambiarlo aunque sólo necesitaras diez kopeks.
Mientras pronunciaba esas palabras, me miraba no a los ojos, sino al rostro, pero al parecer no veía lo que esperaba.
—Si cambias un billete de cien rublos ya no son cien rublos —me aclaró, perdiendo claramente la paciencia y mostrándome por alguna razón su mano abierta—. El dinero cambiado es dinero mermado y por tanto gastado.
—Claro, claro —dije, asintiendo alegremente con la cabeza, sonriendo con desenfado, tratando con todas mis fuerzas de ocultar mi humillación, pues comprendía que al manifestarla (era cierto, era cierto lo que había escrito Sonia) me humillaría aún más.
Y Stein, con una expresión tanto de reproche, porque había dudado de él, como de satisfacción, porque de todos modos había reconocido que tenía razón, abrió ampliamente los brazos.
—Señores —dijo con jactancia y reconvención—, ya es hora. Ya es hora, por fin, de ser europeos. Ya es hora de comprender estas cosas.
A pesar de que visitaba a Stein con frecuencia, éste nunca se tomó la molestia de presentarme a sus padres. En verdad, si él me hubiera visitado a mí, yo tampoco le habría presentado a mi madre. Sin embargo, la semejanza de nuestras acciones obedecía a razones completamente diferentes: Stein no me presentaba a su familia porque habría sentido vergüenza de mí; yo no le habría presentado a mi madre porque habría sentido vergüenza de ella. Cada vez que regresaba a casa después de haber visitado a Stein, me atormentaban la amargura y el ultraje del pobre, cuya superioridad espiritual es demasiado poderosa para permitirle llegar a la envidia manifiesta y al mismo tiempo demasiado débil para dejarle indiferente.
Es muy extraño, pero los acontecimientos más repugnantes tienen una fuerza de atracción casi insuperable. Una persona está comiendo cuando de pronto, a su espalda, un perro vomita. El hombre puede seguir comiendo y no prestar atención a ese espectáculo repugnante; también puede dejar de comer y marcharse sin mirar. Puede hacer ambas cosas. Pero una fuerza fastidiosa, una especie de tentación (¿y cuál puede ser esa tentación?) le lleva a darse la vuelta y mirar aquello que va a hacerle estremecer de asco, aquello que en absoluto desea ver.
Ésa era la clase de atracción que yo sentía hacia Stein. Cada vez que regresaba de su casa me prometía que no volvería a poner los pies allí. Pero al cabo de unos días Stein me llamaba y de nuevo iba a su casa, como para reavivar alborozado ese sentimiento de repulsión. Pasaba mucho tiempo tumbado en mi habitación, con la luz apagada, imaginándome que me ocupaba de algún negocio; los asuntos marchaban estupendamente, de modo que podía abrir mi propio banco, mientras Stein, vestido con harapos de los pies a la cabeza, empobrecido, corría detrás de mí, procuraba mi amistad, me envidiaba. Esos sueños, esas visiones me resultaban especialmente agradables y al mismo tiempo (aunque esto puede parecer muy extraño y contradictorio), el sentimiento de placer ocasionado por semejantes cuadros se me antojaba extremadamente desagradable. En cualquier caso, sea como fuere, aquella noche salté alegremente del sofá cuando resonó ese timbrazo rabioso y prolongado que me llamaba al teléfono. En esa velada memorable, terrible para mí, estaba de nuevo preparado para ir a casa de Stein. Pero no era Stein quien me llamaba. Bajé por la fría escalera, entré corriendo en la cabina telefónica, llena de polvo y de sudor, levanté el auricular, que colgaba de un cable verde cerca del suelo, y escuché no la voz de Stein, sino la de Zander, un estudiante al que había conocido poco antes en la secretaría de la universidad. El tal Zander me ladró en la oreja que él y un amigo suyo habían decidido organizar esa noche una esnifada (no comprendí, le pedí que me lo repitiera y él me explicó que significaba aspirar cocaína), que tenían poco dinero, que estaría bien que yo pudiera contribuir y que me esperaban en el café. Yo tenía una idea muy confusa de la cocaína; por alguna razón, me parecía que era algo semejante al alcohol (al menos en lo que se refería a la peligrosidad de su acción sobre el organismo). Puesto que esa noche, como en general las últimas noches, no sabía qué hacer ni adónde ir, y puesto que disponía de quince rublos, acepté gustoso la invitación.