VI

Al cabo de una hora ya estaba subiendo por la escalera, y en cuanto vi la querida puerta, tan conocida, sentí un estremecimiento de alegría. Me aproximé a ella y efectué una breve y suave llamada, para no causar demasiadas molestias. Llegaba ruido desde la calle: un camión pasaba con estruendo, haciendo temblar los cristales. Abajo sonó el teléfono, con un chirrido matinal y penetrante. La puerta no se abría. Decidí apretar otra vez el timbre y prestar atención. En el apartamento todo estaba en silencio, nada se movía, como si en su interior ya no viviera nadie. «¡Dios mío! —pensé—. Tal vez ha sucedido algo. Tal vez ha acaecido una desgracia. Pero entonces, ¿qué será de mí?» Apreté de nuevo el botón del timbre, lo apreté con todas mis fuerzas, con desesperación, y seguí presionándolo, empujándolo y haciéndolo sonar hasta que en el fondo del pasillo se oyó un rumor de pasos que se arrastraban, que se aproximaban a la puerta, que llegaban hasta ella; luego oí cómo una mano descorría la cerradura y abría la puerta. Suspiré con alegría y alivio. Mis temores habían resultado vanos: ante mí, en el umbral, vivo y en perfecto estado de salud, apareció Jirgue en persona.

—¡Ah, es usted! —exclamó con perezosa desgana—. Y yo que creía que alguien había venido a verme. Bueno, entre.

Y entré.