Una sala de boyardos, sillas imponentes con respaldos desmesuradamente altos, bóvedas bajas y, flotando por toda la estancia, una especie de sombría pesadez. Los invitados, todos vestidos con gran solemnidad, ya se han reunido y se han sentado en torno a la mesa cubierta con terciopelo rojo, sobre la que hay una fuente de oro con un cisne sin desplumar. A mi lado, junto a la mesa, se encuentra Sonia; de algún modo, me doy cuenta de que estamos festejando nuestra boda. Aunque la mujer sentada junto a mí no se parece en nada a Sonia, sé que es ella. De pronto, cuando ya estamos todos sentados y yo empiezo a preguntarme cómo vamos a trinchar y comer ese cisne sin desplumar, mi madre entra en la sala. Lleva un vestido desastrado y unas zapatillas. Su cabeza cenicienta se estremece; en su rostro amarillento, demacrado, sólo se ven sus ojos insomnes, que se mueven de un lado para otro con gesto desagradable; me ve de lejos y sus ojos turbios se vuelven terribles y alegres; le hago una señal para que no se acerque, pues en ese lugar me resultaría enojoso saludarla, y ella comprende. Pequeña, encogida, se sienta de lado a la mesa, siempre luciendo su triste sonrisa. Entre tanto, unos lacayos con libreas rojas y guantes blancos se llevan la fuente con el cisne; después, unos se ponen a distribuir cubiertos y otros traen fuentes con alimentos. Uno de los lacayos que se ocupan de los invitados se acerca a mi madre para servirla, pero al ver su vestido quiere pasar de largo. Sin embargo, mi madre ya ha cogido el cucharón de la fuente y ha empezado a servirse en el plato. Me quedo petrificado: qué pasará si los restantes invitados se fijan en ella. Entre tanto, mi madre sigue llenándose el plato; el lacayo adopta una expresión de perplejidad que me hace sufrir cada vez más. Cuando en el plato de mi madre aparece una verdadera montaña, el lacayo aparta la fuente con insolencia y deja a mi madre con el cucharón en la mano. Mi madre se vuelve, no sé si con intención de depositar el cucharón en la fuente o de servirse un poco más, pero, al ver que la fuente ya no está, se pone a comer con el cucharón. De pronto, su comportamiento se vuelve extremadamente vulgar. Empieza a tragar con avidez, desmesura y voracidad. Sus ojos se mueven de un lado para otro con gesto desagradable, el agudo mentón de vieja va de arriba a abajo, las arrugas de su frente se humedecen. Es como si se hubiera convertido en una persona diferente, glotona, ligeramente repugnante. Engulle los alimentos con avidez, y no deja de repetir con detestable delectación: «¡Ah, qué bueno! ¡Ah, qué bueno!». Empiezo a experimentar un sentimiento nuevo por mi madre. De pronto comprendo que está viva, que es de carne y hueso. De pronto comprendo que su amor por mí constituye sólo una pequeña parte de sus sentimientos; que aparte de ese amor tiene, como cualquier persona, intestinos, arterias, sangre y órganos sexuales; que mi madre siente mucho más amor por ese cuerpo que por mí. En ese momento se apodera de mí tal tristeza, tal sensación de soledad, que me entran ganas de gemir. Entre tanto, mi madre, tras comerse todo lo que había en el plato, empieza a agitarse con impaciencia en su silla. Aunque no pronuncia una sola palabra, advierto enseguida que le duele el estómago y que necesita salir. El lacayo, con una sonrisa que demuestra que su respeto por esa lamentable vieja no es lo bastante fuerte para conservar su seriedad, pero que su propia dignidad es demasiado grande para echarse a reír a carcajadas, le indica el camino de la puerta con su mano enguantada de blanco. Mi madre se pone en pie, apoyándose con dificultad en la mesa. En ese momento todos se fijan en ella y empiezan a reírse. Todos se ríen. Se ríen los invitados, se ríen los lacayos, se ríe Sonia y con un torturante desprecio también me río yo. Mi madre tiene que pasar junto a la mesa, junto a esos ojos y esas bocas que ríen cruelmente y junto a mí, que también me río, convirtiéndome de ese modo en un extraño para ella. Y ella pasa. Pequeña, encorvada, temblorosa, sonriente, pasa junto a todos, pero su sonrisa es lastimosa y humilde, como si pidiera perdón por la debilidad de su cuerpo viejo y ya sin fuerzas. Una vez que mi madre sale, los ánimos se tranquilizan. Mientras los lacayos siguen sonriendo y Sonia ríe, yo pienso que ese torturante desprecio no es un eco de lo que está ocurriendo, sino más bien un presentimiento de lo que va a suceder. De pronto escucho que cerca de la puerta toma posiciones una guardia militar con fusiles y bayonetas caladas. En el fondo, detrás de la guardia, se encuentra mi madre. Quiere pasar, quiere acercarse a mí, pero no la dejan entrar. «Mi pequeño, Vadia, hijo mío», no deja de repetir, esforzándose en pasar. Miro hacia allí y mis ojos se encuentran con los suyos, nuestras miradas se cruzan con amor, se llaman una a otra, y mi madre avanza hacia mí. Pero un guardia con un fusil da un salto y su bayoneta penetra con notable suavidad en el vientre de mi madre. «Mi pequeño, Vadia, hijo mío», dice ella con calma, sujetando la bayoneta que la ha traspasado y sonriendo. Y con esa sonrisa lo expresa todo: que sabe que he dado órdenes para que no la dejen acercarse a mí, que va a morir, que no está enfadada conmigo, que me comprende, que entiende que no se puede amar a una persona como ella. No puedo soportarlo más. Con mis últimas fuerzas trato de alejarme de allí, pero en ese momento alguna cosa se retuerce desagradablemente en mi interior y me despierto. Es noche cerrada. Estoy tumbado en el sofá, completamente vestido. En la mesa, bajo la pantalla verde, luce la lámpara. Me incorporo, pongo los pies en el suelo, y de pronto siento miedo, esa clase de miedo que sólo experimentan las personas adultas y desdichadas cuando de pronto, en medio de la noche, se despiertan y empiezan a tomar conciencia de que en ese momento nocturno, cuando a su alrededor todo es silencio y soledad, han despertado no solamente de la visión del sueño, sino de su vida más reciente. ¿Qué me está pasando en esta horrible casa? ¿Por qué estoy viviendo aquí? ¿Qué delirantes pensamientos me asaltan en esta pieza? Estoy sentado en el sofá, temblando de frío en esa habitación sin calefacción, que lleva ya semanas sin recoger, y mis labios susurran palabras para las que no son necesarias respuestas, pues inmediatamente surgen en mi interior unas imágenes nebulosas y terribles, cuya contemplación es tan espantosa que una de mis manos aprieta la otra con creciente fuerza. Paso largo rato así sentado. Luego, separando las manos (están tan apretadas que los dedos se han pegado), empiezo a ponerme las botas, lo que no resulta fácil, porque mis calcetines están completamente podridos, los pies despiden un olor horrible y los cordones están desgarrados y llenos de nudos. Sintiendo repugnancia de mi suciedad y de mi abandono, me levanto, me pongo el abrigo, la gorra, los chanclos, me alzo el cuello y me acerco a la mesa para apagar la lámpara, pero en ese momento una debilidad repentina me domina y tengo que sentarme. Una vez sentado, siento una fatiga en el corazón que llega hasta la náusea, extiendo el brazo, apago la lámpara y paso un rato en medio de la oscuridad; cuando finalmente me levanto, la náusea y la debilidad han desaparecido, por lo que puedo salir del cuarto con cierta ligereza y bajar a tientas hasta el recibidor. Sin encender la luz, llego hasta la puerta de entrada, la abro cuidadosamente y a duras penas la aguanto, tanto la empuja el aire. Un viento helado sopla en el callejón. En la desierta lejanía, cerca de los faroles amarillos, se ve cómo la nieve seca cae de las ventanas, de las cercas y de los tejados y se arremolina. Jadeando a causa del viento, con la espalda tensa a causa del frío, avanzo con dificultad; antes de llegar al final del callejón, donde empieza la plaza, advierto que me estoy quedando helado. En la plaza arde una hoguera. El viento desgarra sus llamas como si fueran cabellos pelirrojos y plata rosada. Enfrente, toda la casa resplandece y la sombra de un farol bajo asciende hasta el alto tejado. Cerca de la hoguera, sin moverse de su sitio, se agita un abrigo, ya abrazándose, ya soltándose de su propio abrazo. Avanzo deprisa, con pasos cada vez más rápidos. Bajo mis chanclos, como bajo un presuroso tren, la nieve fluye como leche de un cubo. En la larga calle por la que camino el viento es más débil. La luz de la luna divide claramente la calle en dos partes, una negra como tinta y otra tierna como esmeralda; camino por la parte oscura y me divierto contemplando cómo la sombra de mi cabeza, superando esa negra frontera, rueda en medio del empedrado. No alcanzo a ver la luna. Pero levantando la cabeza, la veo correr por las ventanas de los pisos superiores, alumbrando uno tras otro los cristales con verdes fogonazos. Así, ensimismado, sin prestar atención a las calles por las que camino, dejando que el instinto me conduzca por ellas, advierto de pronto que me estoy acercando al portal de la casa en la que vive mi madre. Sujetando la anilla, que se bambolea y tintinea, abro la portezuela y, vertiendo en la nieve negra el rectángulo verde con la mancha negra de mi sombra en medio, entro en el patio. La luna está ahora en algún lugar muy alto, detrás de mí. El elevado portal de madera maciza se tumba como un campo negro a lo largo del estrecho patio. Sólo allí donde termina la valla del jardín todo está inundado de una cristalina luz verde. Una vez en esa franja de luz, siento frío. Tras subir los escalones de la entrada, me detengo. En la pesada puerta el picaporte de cobre despide un brillo ciego. Los bordes pulimentados de los cristales dejan en los peldaños de la escalera una franja de luz. Al cabo de un rato, cuando tiro del picaporte, esa franja apenas tiembla: la puerta está cerrada. Considerando que no sería conveniente despertar a Matvei, bajo corriendo por las escaleras y me interno en el oscuro y húmedo túnel que hay debajo de la casa y que conduce al depósito de basuras, desde donde parte la escalera de servicio. En ese lugar, como siempre, el suelo está sembrado de astillas y cortezas de abedul. Allí es donde el portero suele cortar la madera, produciendo un grato chasquido con el hacha; la deposita en brazadas sobre el cajón de la basura, la ata con una cuerda que ha dispuesto previamente, se acomoda la pesada carga en la espalda y, avanzando con dificultad, sube a las cocinas. Entonces, la cuerda se le clava en el hombro y los dedos que la sujetan se hinchan de sangre por un lado, mientras por el otro quedan exangües hasta las blancas articulaciones. Empiezo a subir por la oscura escalera, que huele a gato, agarrándome a la estrecha barandilla de hierro y recordando los tiempos en que esas cajas de basura todavía no existían. Recuerdo un día de verano en que se oyó de pronto un estrépito procedente del patio, muy semejante a un trueno de teatro, y en que poco después, con unas planchas de hojalata arrojadas desde un carro, construyeron esos cubos de basura. Luego, ya por la noche, las acoplaron en medio de un ruido estridente, que despertó en mí la sospecha de que en el patio vecino estaban haciendo lo mismo, tan intenso era el eco en la casa de al lado. ¿Cuándo sucedió eso? ¿Cuántos años tenía yo entonces? En una completa oscuridad asciendo por esa hedionda escalera, sin contar los descansillos que voy dejando atrás; al llegar a uno de ellos y girar para seguir subiendo, siento de pronto en las pantorrillas un extraño cansancio que me impide seguir adelante y me indica al momento que en el descansillo que acabo de pasar se encuentra nuestro apartamento. Retrocedo y, tras recordar con cierta dificultad de qué lado se encuentra la puerta, me acerco a ella; estoy a punto de llamar y de preparar mi rostro para el encuentro con la nodriza, pero en ese momento advierto que la puerta no tiene el cerrojo puesto y sólo está entornada. «Tal vez esté echada la cadena», pienso, pero en cuanto la toco con la mano, la puerta se abre sin impedimentos ni chirridos. Ante mí aparece nuestra cocina. Aunque el interior está muy oscuro, sé que es nuestro apartamento por el ruido del reloj de pared, que avanza de un modo muy peculiar, como un cojo en una escalera: dos golpes rápidos, una pausa y de nuevo dos golpes.
Todo lo que sucede más tarde en ese apartamento nocturno y como abandonado resulta algo extraño; esa extrañeza comienza o acaso se refuerza en el momento en que me interno en el pasillo. Así, cuando me detengo ante la puerta de mi antigua habitación, no recuerdo ni sé si he cerrado la puerta de la cocina, ni siquiera si en la cerradura había una llave. Del mismo modo, en cuanto entro en el comedor, ya no soy capaz de determinar hasta qué momento he caminado normalmente y cuándo he empezado a andar de puntillas. De pie en medio del comedor, tratando de no respirar, recuerdo también que la puerta de mi habitación estaba cerrada con llave, pero no logro comprender por qué he sentido tanta inquietud y miedo a que alguien me sorprendiera allí.
En el comedor reina un profundo silencio. El reloj no funciona. En la turbia oscuridad sólo veo que sobre la mesa no hay mantel y que la puerta que conduce al dormitorio de mi madre está abierta. Esa puerta abierta me produce pavor. Paso un buen rato inmóvil, sin cambiar de pie, sintiendo que algo se agita lentamente en mi interior. He tomado ya la firme resolución de marcharme de allí y regresar por la mañana; estoy a punto de darme la vuelta y dirigirme al pasillo (cada vez más atemorizado por el miedo que esa inesperada visita nocturna va a causarle a mi madre), cuando de pronto se oye claramente un susurro en el dormitorio, y en ese momento, como si alguien hubiera tirado de mí por medio de una cuerda, llamo con voz entrecortada: «¿Mamá? ¿Mamá?». Pero el susurro no se repite. Nadie me contesta. Recuerdo perfectamente que, nada más llamar, en mi rostro, por alguna razón, se dibujó una sonrisa.
Aunque en esos instantes no sucede nada especial, después de pronunciar esas palabras me parece completamente imposible marcharme y no regresar hasta la mañana siguiente. Tratando de caminar con el mayor sigilo posible, sigo avanzando, apago un punto brillante en el samovar, bordeo la mesa, me apoyo en los respaldos de las sillas que la rodean y entro furtivamente en el dormitorio. Las cortinas están descorridas. Lentamente, avanzando de puntillas, llego al centro de la habitación. Sin embargo, ante mis ojos está todo tan terriblemente oscuro que involuntariamente me vuelvo hacia la ventana. La luz de la luna incide en ella, pero no penetra en el interior. Ni siquiera se posa en el alféizar ni en los pliegues de las cortinas. El respaldo del sillón en el que se sienta mi madre para coser destaca claramente como un negro tocón ante el cristal. Cuando me doy la vuelta, todo se hace aún más oscuro. Ahora sé que estoy a dos pasos de la cama. Escucho cómo late mi corazón y creo sentir el cálido olor de un cuerpo dormido cerca de mí. Sigo de pie, conteniendo la respiración. Abro la boca varias veces, aunque para decir «mamá» ese gesto apenas es necesario. Finalmente, me decido y llamo: «¿Mamá? ¿Mamá?». En esta ocasión mi voz suena sofocada e inquieta. Nadie me responde. No obstante, como si las palabras recién pronunciadas me obligaran a ello, me acerco a la cama y decido sentarme cuidadosamente a los pies de mi madre. Tratando de no hacer ruido y de que los muelles no crujan, apoyo primero las manos en la cama. Al instante siento bajo los dedos esa colcha de encaje que sólo cubre el lecho de día. La cama está vacía, sin abrir. Enseguida desaparece el cálido olor de un cuerpo próximo. No obstante, me siento, vuelvo la cabeza en dirección al armario y en ese instante veo a mi madre. Su cabeza está muy alta, junto a la parte superior del armario, allí donde termina el último adorno. Pero ¿cómo se ha encaramado a ese lugar y sobre qué se apoya? En el mismo momento en que me hago esa pregunta, percibo la repugnante debilidad del miedo en las piernas y en la vejiga. Mi madre no se apoya en ningún sitio. Está colgada y me mira fijamente con su cara grisácea de ahorcada. «¡Ah! ¡Ah!», grito y salgo corriendo de la habitación, como si alguien me sujetara por los talones. «¡Ah! ¡Ah!», grito salvajemente, volando por el comedor y sintiendo al mismo tiempo que estoy sentado, que levanto lentamente de la mesa la cabeza entumecida y que despierto con dificultad. Más allá de la ventana despunta ya un tardío amanecer invernal. Estoy sentado junto a la mesa, con el abrigo y los chanclos puestos; el cuello y las piernas me duelen como si me hubiera resfriado; la gorra se encuentra sobre un plato grasiento y mi garganta está obstruida por una bola de lágrimas amargas, contenidas.