Durante ese período de adicción a la cocaína, no dejó de gravitar sobre mí una pregunta terrible. Era una pregunta espantosa porque sólo podía oponerle como respuesta un callejón sin salida o bien una visión del mundo absolutamente terrible. Esa concepción del mundo constituía un insulto a nuestra noción más luminosa, tierna y pura, que ni siquiera el canalla más recalcitrante, en un estado de calma y sinceridad, se permite insultar: el alma humana.
Como sucede con frecuencia, la causa que originaba esa pregunta era una nadería. En verdad, podría pensarse que en ese proceso no había nada extraordinario. ¿Qué hay de extraordinario en el hecho de que, bajo los efectos de la cocaína, del hombre se apoderen unos sentimientos nobles, intensamente humanos (una cordialidad histérica, una bondad inusitada, etc.), y que, en cuanto esa acción desaparece, esa misma persona se sienta dominada por impulsos salvajes y ruines (rabia, ira, crueldad)? Podría pensarse que no hay nada extraordinario en esa transformación de los sentimientos, pero precisamente era esa circunstancia lo que suscitaba la pregunta fatal.
En realidad, el hecho de que la cocaína exacerbara mis sentimientos más puros y humanos podía explicarse por el efecto narcótico de la droga. Pero ¿cómo explicar lo demás? ¿Cómo explicar la urgencia con la que se manifestaban (después de la cocaína) los sentimientos más ruines y bestiales? ¿Cómo explicar esa secuencia, cuya constancia e infalibilidad llevaban a pensar que mis sentimientos más humanos estaban unidos por un hilo a mis sentimientos más salvajes, y que la tensión extrema de los primeros, y por tanto su agotamiento, provocaba la aparición de los segundos, como sucede en un reloj de arena, donde el vaciamiento de un globo se corresponde con el llenado del otro?
Llegados a ese punto, surgía la siguiente pregunta: ¿esa transformación de los sentimientos revelaba una cualidad especial de la cocaína, que se imponía sobre mi organismo, o esa reacción respondía a una propiedad de mi organismo que bajo los efectos de la cocaína se manifestaba con mayor evidencia?
La respuesta afirmativa a la primera parte de la pregunta significaba el callejón sin salida. La respuesta afirmativa a la segunda parte abría una multitud de interrogantes. Resultaba evidente que para atribuir esa aguda reacción de mis sentimientos a una propiedad de mi organismo (la acción de la cocaína sólo hacía que se manifestase con mayor intensidad) necesitaba reconocer que, en ausencia de cocaína y en situaciones totalmente diferentes, la exaltación de mis sentimientos humanitarios suscitaría (a modo de reacción) una serie de impulsos bestiales.
Expresándome de modo figurativo, me preguntaba: ¿no será el alma humana algo semejante a un columpio que, tras recibir un impulso hacia el lado de los sentimientos humanos, muestra una predisposición a desplazarse hacia el lado de los sentimientos más salvajes?
Busqué algún ejemplo sencillo y cotidiano que confirmase esa proposición, y al final creí encontrarlo.
Ivánov, un joven bondadoso y sensible, está sentado en un teatro. A su alrededor todo está oscuro. Contempla el tercer acto de una obra sentimental. Los malvados están a punto de triunfar y por eso mismo se encuentran al borde de la perdición; los héroes virtuosos están a punto de perecer y por eso mismo se hallan en el umbral de la dicha. Todo se acerca al desenlace feliz y justo que tanto ansia el alma bondadosa de Ivánov, y su corazón late con fuerza.
Bajo la influencia incitadora de la acción teatral, bajo la influencia del amor por esos ejemplares humanos honrados y maravillosos —dulcemente acosados por el sufrimiento— que ve en el escenario y cuya felicidad le preocupa, el estremecimiento cristalino de sus sentimientos más nobles y humanos aumenta y se intensifica. En esos momentos de felicidad, al joven y bondadoso Ivánov le parece imposible sentir lujuria o cólera y ocuparse de menudos cálculos cotidianos. Está sentado en el silencio inquebrantable de la oscura sala, con el rostro encendido, y siente con alegría que su alma languidece dulcemente, debido al anhelo apasionado de sacrificarse en ese mismo momento, en el teatro, en aras de los ideales humanos más elevados.
Pero de pronto, en la oscuridad del teatro, tensa, temblorosa, saturada de emociones humanas, el vecino de Ivánov empieza a toser con fuerza, como un perro. Ivánov está sentado a su lado y el vecino sigue carraspeando; ese estridente sonido penetra inoportunamente en su oído, de modo que Ivánov, sintiendo que un impulso terrible, bestial y turbio se agita, crece en él y le inunda, exclama finalmente, incapaz de dominarse, con envenenado susurro de serpiente: «¡Váyase al diablo con su tos!». Pronuncia esas palabras bajo el peso espantoso de un odio desconocido para él, y aunque sigue contemplando el escenario, su ira y su rabia contra aquel ciudadano son tan grandes que en un primer momento no puede calmarse ni volver a su estado anterior, pues siente con particular agudeza que unos instantes antes le dominaba un único deseo, a duras penas contenido: golpear, aniquilar a ese fastidioso vecino que había estallado en ese prolongado ataque de tos.
Llegados a este punto me pregunto: ¿cuál es la causa de esa rabia tan feroz y repentina en el alma del joven Ivánov? Y sólo encuentro una repuesta: la excesiva exaltación en su alma de los sentimientos más bondadosos, humanos y nobles. Pero tal vez me equivoco, me digo, tal vez la causa de su irritación fuera la tos de su vecino. ¡Ay!, eso no puede ser. Esa tos no puede ser la causa porque si esa situación se hubiera producido en el tranvía o en cualquier otro lugar (donde Ivánov se encontrara en un estado de ánimo diferente) nuestro bondadoso personaje no se habría irritado de ese modo tan terrible. Por tanto, esa tos, en el presente caso, sólo constituye un pretexto para la exteriorización de un sentimiento al que le predispone su estado de ánimo.
Pero ¿cuál podía ser el estado de ánimo de Ivánov? Supongamos, que nos hayamos equivocado al decir que experimentaba los sentimientos humanos más elevados. Olvidémonos, por tanto, de esa posibilidad, y tratemos de asignarle todos los demás sentimientos que pueden apoderarse de un hombre en el teatro, comparando, al mismo tiempo, sus respectivas capacidades para despertar en nuestro personaje esa salvaje llamarada de odio. Ese experimento resulta tanto más sencillo, cuanto que la lista de tales sentimientos (si excluimos sus matices) no es muy grande. Sólo podemos suponer que Ivánov, sentado en el teatro, 1) estaba irritado en general o 2) se encontraba en un estado de indiferencia y hastío.
Pero si Ivánov estaba enfurecido ya antes de que su vecino empezara a toser, si estaba enfadado con los actores por su deficiente interpretación, o con el autor por la inmoralidad de su obra, o consigo mismo por haber gastado su último dinero en ese espectáculo tan detestable, ¿acaso esa repentina tos habría dado lugar a ese salvaje y violento ataque de odio? Por supuesto que no. En el peor de los casos, se habría enfadado con su vecino e incluso habría murmurado: «Y encima viene usted con su tos», pero su irritación distaba mucho de ese sentimiento de odio, de ese deseo de golpearle y aniquilarle. Así pues, la hipótesis de que Ivánov ya estaba irritado antes de que su vecino empezara a toser y de que la irritación general había motivado esa aguda explosión de odio, no resulta satisfactoria. Por tanto, descartémosla y analicemos la otra.
Tratemos de imaginar que Ivánov se aburría, que sentía indiferencia. Tal vez tales sentimientos fueran la causa de ese intenso odio contra el ataque de tos de su vecino. Pero eso no puede ser. En realidad, si el ama de Ivánov se encontraba en un estado de fría indiferencia, si Ivánov se aburría contemplando la obra, ¿acaso habría sentido deseos de golpear a su vecino sólo porque éste había tosido? No sólo no habría experimentado esa reacción, sino que incluso es posible que se hubiera compadecido de aquel hombre enfermo.
Para terminar con Ivánov sólo nos queda rellenar una fastidiosa laguna en nuestra enumeración de los sentimientos que pueden apoderarse de un hombre en el teatro. El caso es que no hemos mencionado las ganas de reír (que con tanta frecuencia surgen bajo la influencia de la representación teatral); además, tal sentimiento es especialmente importante en el presente ejemplo, ya que elimina por completo la posibilidad de que el enfado de Ivánov con su vecino tuviera una justificación: la tos, según ese supuesto, le impediría oír las réplicas de los actores; no obstante, debido a sus ganas de reír, esas alegres réplicas, causantes de su hilaridad, le habrían parecido menos interesantes e importantes que si se hubiera tratado de un drama. Y sin embargo, en ese último caso, aunque su vecino hubiera tosido, se hubiera sonado o hubiera hecho otros ruidos que le molestaran, no habría sentido deseos de golpearle.
De ese modo, la fuerza de los acontecimientos nos obliga a volver a la proposición anterior. Debemos reconocer humildemente que sólo la más intensa emoción espiritual y, por tanto, la vibración de sus sentimientos más humanos y nobles, provocaron en su alma la aparición de ese enfado tenaz, brutal y salvaje.
Naturalmente, la escena aquí descrita no puede convencer ni siquiera al lector más crédulo. En realidad, ¿sería justo hablar de la naturaleza general del alma humana poniendo como ejemplo el enfado de Ivánov con su vecino resfriado, cuando en ese mismo teatro hay no menos de mil personas que también han sufrido la influencia de la representación teatral durante varias horas, lo que ha exacerbado sus mejores cualidades espirituales (en cuanto esa acción teatral no conduce a la risa ni a la alegría ni a la admiración por la belleza, sino a la emoción espiritual)? Sin embargo, nos basta con mirar a esas personas a la cara, tanto durante el entreacto como al final del espectáculo, para convencernos de que no experimentan ningún enfurecimiento, ni están enfadadas con nadie, ni a nadie quieren golpear.
A primera vista, esa consideración parece destruir todo nuestro edificio, pues habíamos establecido como hipótesis que la intensa exaltación de los sentimientos más humanos y abnegados despertaba en las personas una ira salvaje, el nacimiento de los instintos más ruines. Vemos ante nosotros a esa multitud de espectadores, a esas gentes que, bajo la influencia de la acción teatral, han sentido la exaltación de esos nobles sentimientos; observamos sus rostros en el momento en que se enciende la luz y sobre todo cuando abandonan el teatro, y no observamos en ellos ni una sombra, ni una leve huella de enfado. Ésa es nuestra impresión exterior; no obstante, tratemos de no conformarnos con ella, tratemos de profundizar más en la cuestión. Intentemos formular la pregunta de otra manera, plantearla en los siguientes términos: la ausencia de un instinto bestial en esos espectadores, ¿no se explica por el hecho de que éstos lo han satisfecho como lo habría hecho Ivánov si hubiera golpeado a su vecino y éste no hubiera opuesto resistencia?
Es del todo evidente que la representación teatral crea en el espectador una emoción y una exaltación de los sentimientos más nobles y humanos sólo cuando en esa representación participan personajes sinceros, honrados y, a pesar de los padecimientos sufridos, bondadosos. (Al menos, así interpretan las vicisitudes de esos personajes los espectadores de espíritu más espontáneo y sensible, en los que se puede observar con mayor precisión la verdadera naturaleza de los movimientos del alma.) También es evidente que en el escenario, junto a personajes angelicales y bondadosos, aparecen inevitablemente hombres pérfidos y malvados. Y uno se pregunta: el sangriento y cruel castigo de los malvados en el escenario, que siempre se produce al final del espectáculo en aras del triunfo de los hombres virtuosos, ¿no devora los instintos salvajes que han surgido en nosotros? ¿No salimos del teatro satisfechos y contentos porque esos sentimientos ruines han recibido satisfacción? Pues en realidad, ¿quién de nosotros no reconocerá que le embargó la satisfacción cuando en el cuarto acto el bondadoso héroe le clavó al malvado un cuchillo en el corazón? «Sin embargo, permítame —se nos podría replicar—, se trata de un sentimiento de justicia.» En efecto: el sagrado sentimiento de justicia que eleva al hombre. Pero ¿adónde nos ha conducido la exaltación en nuestras almas de ese sentimiento noble y elevado? A disfrutar con el asesinato, a la ira más bestial. «Pero contra los malvados», se nos objetará aquí. «Eso no tiene importancia», contestaremos. Lo importante es que nos embargó el placer cuando vimos derramar sangre humana, y eso sólo es posible cuando se experimenta crueldad, odio y rabia; si esos sentimientos repugnantes y mezquinos se han manifestado en nosotros debido a la exaltación de nuestros sentimientos más nobles —amor por el bondadoso héroe que sufre—, si esa furia salvaje ha surgido en nosotros de manera suave e inadvertida a partir del exacerbamiento de nuestros impulsos más humanos, reavivados por el teatro, ¿acaso esa circunstancia no pone de manifiesto con cierta rotundidad la naturaleza turbia y terrible de nuestras almas?
En realidad, bastaría con representar en el teatro obras en las que los malvados no sólo no fueran castigados, no sólo no perecieran, sino que triunfaran. Mostradnos obras en las que triunfen los malos y perezcan los buenos y comprobaréis que esos espectáculos acabarán llevándonos a la calle y empujándonos a la revuelta, a la insurrección, al motín. Tal vez digáis también ahora que nos rebelaríamos en aras de la justicia, que nos empujaría a ello la exaltación en nuestras almas de los sentimientos más nobles, bondadosos y humanos. Y tendríais razón, tendríais toda la razón. Pero contempladnos cuando vamos a la rebelión, observadnos cuando, dominados por los sentimientos más nobles, nos amotinamos; observad atentamente nuestros rostros, nuestros labios y especialmente nuestros ojos, y si no queréis reconocer que tenéis ante vosotros a fieras enfurecidas y salvajes, al menos apartaos rápidamente de nuestro camino, ya que vuestra incapacidad para distinguir a un hombre de una bestia puede costaros la vida.
Llegados a este punto, surge de manera espontánea una pregunta: esas obras teatrales en las que vence el vicio y perece la virtud, ¿acaso no son verídicas, acaso no reflejan la verdadera vida? Pues en la realidad siempre triunfan los malvados. Entonces, ¿por qué en la vida, cuando vemos todo eso, nos quedamos tan tranquilos, seguimos viviendo y trabajando, y cuando nos muestran ese mismo espectáculo en el teatro nos indignamos, nos irritamos, nos enfurecemos? ¿No es extraño que el mismo cuadro, al pasar ante los ojos del mismo hombre, en un caso (la vida) lo deje tranquilo e indiferente y en otro (en el teatro) despierte su indignación, su ira y su furor? ¿No demuestra claramente que la aparición en nosotros de unos u otros sentimientos, con los que reaccionamos a los acontecimientos exteriores, no depende del carácter de éstos, sino del estado de nuestro espíritu? Esa cuestión es absolutamente fundamental y hay que responder a ella con toda precisión.
Lo que sucede es que en la vida somos cobardes y poco sinceros; en la vida nos preocupa ante todo nuestro bienestar personal, por eso halagamos y ayudamos —y a veces personificamos nosotros mismos— a esos canallas y miserables cuyos actos despiertan en nosotros una indignación tan terrible en el teatro. En cambio en el teatro, ese interés personal, esa ruin aspiración a los bienes terrenales desaparecen de nuestras almas; en el teatro nada personal viola la nobleza y honradez de nuestros sentimientos; en el teatro nos volvemos mejores y más puros; por eso, mientras contemplamos una obra, nuestros sentimientos más prístinos de justicia, nobleza y humanidad dominan por entero nuestras aspiraciones y nuestras simpatías. Llegados a este punto, surge un pensamiento terrible: la idea de que, si no nos volvemos completamente salvajes, si no matamos a los otros en nombre de la justicia pisoteada, es sólo porque somos cobardes, corruptos, ávidos y en general malvados, pues si en la vida, como en el teatro, exaltados por el estremecimiento en nuestras almas de los sentimientos de justicia y amor por los humillados y los débiles, hubiéramos cultivado nuestros sentimientos más humanos, si en la vida nos hubiéramos hecho mejores, habríamos realizado, o habríamos sentido el deseo de realizar (que es exactamente lo mismo, en tanto estamos hablando de movimientos del alma), tales crímenes colectivos, matanzas, torturas y asesinatos vengadores como ningún empedernido criminal ha realizado nunca por afán de lucro y de riqueza.
E involuntariamente nos entran deseos de dirigirnos a todos los futuros Profetas de la humanidad y decirles: «¡Queridos y bondadosos Profetas! No toquéis, no exacerbéis en nuestras almas los sentimientos más elevados y humanos; no realicéis ninguna tentativa de mejorarnos. Pues ya lo veis: mientras somos malos, nos limitamos a cometer pequeñas ruindades, pero cuando nos hacemos mejores, matamos».
»Comprended, bondadosos profetas, que precisamente los sentimientos de Humanidad y Justicia presentes en nuestras almas nos obligan a indignarnos, a soliviantarnos, a irritarnos. Comprended que si estuviéramos privados de los sentimientos de Humanidad, no nos indignaríamos, no nos soliviantaríamos. Comprended que no son la perfidia, ni la astucia, ni la cobardía, sino la Humanidad, la Justicia y la Nobleza del Alma lo que nos obliga a indignarnos, a soliviantarnos, a irritarnos y a vengarnos cruelmente. Comprended, Profetas, que el mecanismo de nuestras almas humanas se asemeja al de un columpio: cuanto mayor es el impulso hacia el lado de la Nobleza, mayor es el retroceso hacia el lado del Furor de la Bestia».
Esa tendencia a impulsar el columpio del alma hacia el lado de la bondad, con el obligado retroceso hacia el lado de la Bestialidad, recorre, como una franja maravillosa y al mismo tiempo sangrienta, toda la historia de la humanidad; en realidad, vemos que las épocas especialmente apasionadas, aquellas que se señalan con singular intensidad por fuertes impulsos, materializados en hechos, hacia el lado del Espíritu y la Justicia, nos parecen especialmente terribles por las inauditas crueldades y los crímenes satánicos que las jalonan.
Semejante a un oso que, con la cabeza ensangrentada y destrozada, empuja un tronco que pende de una cuerda y recibe golpes tanto más terribles cuanto más fuerte lo impulsa, el hombre sufre y se fatiga con esa oscilación de su alma.
El hombre se agota en esa lucha, sea cual sea la salida que elija: continuar empujando el tronco hasta que, en un impulso especialmente fuerte, éste le rompa del todo la cabeza, o detener esas oscilaciones de su alma, sobrevivir en un estado de fría racionalidad, insensibilidad y, por tanto, inhumanidad, con una ausencia completa del calor propio de su naturaleza; tanto una como otra salida determinan la realización completa de esa Maldición, que se manifiesta en forma de esta extraña, de esta terrible característica de nuestras almas humanas.
Cuando el silencio se aposentaba en la casa, la luz verde de la lámpara brillaba sobre el escritorio y la noche caía más allá de la ventana, esos pensamientos surgían en mí con perseverante tenacidad, y resultaban tan destructivos para mi voluntad de vivir como para mi organismo ese veneno blanco y amargo, que yacía en dosis exactas sobre el sofá y se estremecía con fuerza en mi cabeza.