III

Es evidente que todo lo que se expone más arriba sobre la cocaína no debe entenderse como una opinión general, sino como el razonamiento de un hombre que lleva poco tiempo drogándose. Ese hombre piensa que la cualidad fundamental de la cocaína consiste en su capacidad para crear una sensación de felicidad; así, el ratón que ha evitado la trampa está convencido de que la cualidad fundamental de la ratonera es el trozo de tocino que él quiere comer.

El fenómeno más terrible de la cocaína, que se producía después de su efecto y se prolongaba durante horas, consistía en la torturante, inevitable y extraña reacción (o, como dicen los médicos, depresión) que se apoderaba de mí en cuanto se terminaba el último envoltorio. Esa reacción duraba mucho tiempo —en el reloj de pared tres horas, a veces incluso cuatro— y se manifestaba en una tristeza tan sombría y mortal que, aunque la razón comprendía que al cabo de unas horas todo eso pasaría y desaparecería, los sentidos no lo creían.

Como se sabe, cuanto más fuerte es el sentimiento que domina al hombre, más débil es su capacidad de introspección. Cuando me encontraba bajo el efecto de la cocaína, las sensaciones que ésta producía eran tan intensas y poderosas que mi capacidad de percepción quedaba debilitada hasta extremos que sólo se observan en algunos enfermos mentales. De ese modo, no podía controlar las sensaciones que me dominaban cuando me encontraba bajo su efecto, y éstas se manifestaban en mis gestos, en mi rostro y en mis actos con absoluta claridad. Bajo el efecto de la cocaína mi Yo sensible crecía hasta extremos inconcebibles, mientras mi Yo introspectivo dejaba de funcionar. Pero en cuanto se terminaba la cocaína, surgía el terror. Ese terror consistía en que empezaba a verme tal como era bajo el efecto de la cocaína. Se sucedían entonces unas horas espantosas. El cuerpo volvía a desplomarse en la desesperación rabiosa de una tristeza inefable, que no se sabía de dónde venía; las uñas se clavaban en las manos, mientras la memoria, como en una náusea, lo traía todo de vuelta; y yo contemplaba, no podía dejar de contemplar, esas visiones de siniestra ignominia.

Lo recordaba todo hasta en los menores detalles: mi postura entumecida junto a la puerta de esa tranquila habitación, en plena noche, después de tomar una dosis de cocaína, con esa preocupación estúpida pero invencible de que alguien se aproxima, está a punto de entrar y va a ver mis espantosos ojos; mi furtivo acercamiento, que parece prolongarse durante horas, a la oscura y nocturna ventana, con los estores levantados, por la que alguien me dirige una mirada terrible en cuanto me doy la espalda, aunque sé que esa ventana está en la segunda planta; el apagamiento de la lámpara, cuya luz excesivamente viva inquieta como un ruido y atrae a la gente, de modo que ya vuelvo a imaginarme que alguien avanza por el pasillo hacia mi puerta delgada y frágil; el tiempo que permanezco tumbado en el sofá, con el cuello tenso y la cabeza recta, como si el contacto con el cojín fuera a producir un estrépito que levantaría a toda la casa, mientras los ojos doloridos, atormentados por el temor de chocar con un objeto punzante, miran fijamente la oscuridad rojiza y temblorosa; el chasquido en la penumbra de la cerilla, que la mano, torpe y entumecida por los escalofríos, frota contra la caja con tanto temor que el fósforo apenas prende, y, cuando finalmente surge la llama tras un prolongado silbido, el cuerpo se aparta con un brusco salto y la cerilla cae sobre el sofá; la necesidad, cada diez minutos, de una nueva esnifada, con la búsqueda del papel, que se encuentra en alguna parte del sofá imposible de determinar por culpa de la oscuridad, y las manos, enflaquecidas durante la noche, que raspan temblorosamente la cocaína con el borde embotado de una pluma de metal, que (una vez levantada en la oscuridad con insegura mano) se estremece ya junto al orificio nasal, aunque no consigo aspirar nada, nada entra en la nariz, porque la pluma se ha humedecido desde la última vez, la cocaína se ha pegado, se ha endurecido y sólo filtra una herrumbre ácida; luego el amanecer y la visión cada vez más distinta de los objetos, que no relaja lo más mínimo los músculos, sino que obstaculiza aún más los movimientos y todo el cuerpo, que añora la oscuridad que lo envolvía y lo ocultaba como una manta, pues ahora, en esa luz blanca, el rostro y los ojos son claramente visibles; las incontenibles ganas de orinar, cuando, venciendo el temeroso entorpecimiento del cuerpo, me veo obligado a hacerlo allí mismo, en la habitación, en un orinal, mientras el ruido monstruoso que parece extenderse por toda la casa me hace apretar los dientes helados; el sudor viscoso, hediondo y extraordinariamente penetrante que me recubre cuando, sacudido por terribles escalofríos, trepo en medio de la oscuridad al sofá como si fuera una montaña helada, clavando temerosamente la rodilla en un escandaloso muelle hasta el intento siguiente; luego la mañana, el lamido de la herrumbrosa pluma, el efecto inmediato de una toma fresca de un paquete nuevo, el ligero vértigo y la náusea en medio del placer, y el terror del primer ruido ajeno de los vecinos que empiezan a despertarse; finalmente, las llamadas a la puerta, espaciadas, rítmicas, insistentes, y mi tos, que sacude mi cuerpo sudoroso levantado sobre el diván, indispensable para extraer mi temblorosa voz, y luego ese murmullo entre dientes, estremecido de dicha (a pesar del terror), diciendo: «Quién está ahí, qué quiere usted», y de pronto el desplazamiento instantáneo de esos golpes, pues más allá de la ventana alguien está cortando leña.

En cuanto se terminaba la cocaína surgían siempre esas visiones, esos recuerdos gráficos de lo que había sido, del aspecto que había tenido y de mi extraño comportamiento; además, junto a esos recuerdos, crecía cada vez más el convencimiento de que pronto, muy pronto, si no mañana al cabo de un mes, si no al cabo de un mes dentro de un año, terminaría en un manicomio. Cada vez aumentaba más la dosis, llegando en ocasiones a tres gramos y medio; de ese modo, lograba prolongar la acción del narcótico durante, pongamos, veintisiete horas; pero esa insaciabilidad, por un lado, y el deseo de apartar las terribles horas de la reacción, por otro, hacían que, una vez pasados los efectos de la cocaína, esos recuerdos tuvieran un aspecto cada vez más siniestro. Ya fuera por el aumento de la dosis o por el efecto del veneno en mi organismo, o por las dos cosas al mismo tiempo, el caso es que el envoltorio exterior que segregaba la felicidad de la cocaína se hacía cada vez más terrible. Algunas extrañas manías se apoderaban de mí una hora después de empezar a esnifar; a veces era la manía de registrar, que se manifestaba cuando se terminaban las cerillas en la caja y yo me ponía a buscarlas, apartando los muebles y vaciando los cajones de la mesa; aunque sabía perfectamente que no había ningún fósforo en la habitación, seguía buscando ininterrumpidamente durante varias horas, con enorme satisfacción; a veces me obsesionaba un temor sombrío, un miedo que aumentaba por el hecho de que ni yo mismo sabía de qué o de quién me asustaba; en esas ocasiones, presa de un terror salvaje, pasaba largas horas sentado en cuclillas junto a la puerta, desgarrado interiormente por la necesidad insoportable de esnifar una nueva dosis de cocaína, abandonada sobre el sofá, y por el temor de dejar sin vigilancia la puerta que custodiaba, aunque sólo fuera por un instante. A veces, sobre todo en los últimos tiempos, esas manías se apoderaban de mí a la vez; entonces los nervios llegaban a su mayor grado de tensión. En una ocasión (esto sucedió en plena noche, cuando todos dormían en la casa y yo vigilaba la puerta, con la oreja pegada a la ranura), en el pasillo se produjo un intenso ruido y al mismo tiempo se oyó un prolongado aullido en la penumbra de mi habitación; sólo al cabo de un instante comprendí que era yo mismo quien aullaba y que era mi propia mano la que me tapaba la boca.