II

Tras largos días y largas noches pasados en la habitación de Yag bajo el efecto de la cocaína, empecé a pensar que lo más importante para el hombre no son los acontecimientos que rodean su vida, sino el reflejo de éstos en su conciencia. Los acontecimientos pueden cambiar, pero mientras ese cambio no se refleje en la conciencia, la transformación es nula, absolutamente insignificante. Así, por ejemplo, un hombre que se enorgullece de su fortuna, sigue sintiéndose rico mientras no sabe que el banco en el que se conserva su capital ha quebrado. Así, un hombre que tiene un hijo, no deja de sentirse padre hasta que se entera de que el niño ha sido atropellado y está ya muerto. De ese modo, el hombre vive no los acontecimientos del mundo exterior, sino el reflejo de éstos en su propia conciencia.

Toda la vida del hombre, todo su trabajo, sus actos, su voluntad, su fuerza física e intelectual se emplean y se gastan sin control y sin medida únicamente para ejecutar un acto en el mundo exterior, pero no por el acto en sí mismo, sino por el reflejo que éste produce en la conciencia. Y si a todo esto añadimos que el hombre ejecuta esos actos para que, una vez reflejados en su conciencia, creen en ella una sensación de alegría y felicidad, se nos revela con claridad el mecanismo que mueve la vida de cualquier hombre, independientemente de que sea malo y cruel u honrado y bondadoso.

Dicho de otra manera, si un hombre trata de derrocar al zar y otro un gobierno revolucionario, si uno quiere enriquecerse y otro repartir su riqueza entre los pobres, todas esas aspiraciones contradictorias testimonian únicamente la disparidad de las actividades humanas, que en el mejor de los casos (y no siempre) puede servir de distintivo de cada personalidad; pero la causa de la actividad humana, independientemente de su diversidad, siempre responde a la necesidad de ejecutar en el mundo exterior un acto que, al reflejarse en la conciencia, despierte una sensación de felicidad.

Así sucedía también en mi pequeña vida. El camino hacia el acontecimiento exterior estaba ya trazado: deseaba convertirme en un abogado eminente y rico. Me parecía que lo único que tenía que hacer era avanzar por ese camino; además, muchas cosas (según trataba de convencerme a mí mismo) me eran muy favorables. Pero había algo extraño: cuanto más trataba de internarme en el camino que conducía a ese anhelado fin, más tiempo pasaba tumbado en el sofá, en esa habitación oscura, imaginándome que ya había satisfecho todas mis aspiraciones; mi tendencia a la pereza y a las ensoñaciones me convencía de que la ejecución de todos esos actos exteriores no merecía tal cantidad de tiempo y de trabajo, aunque sólo fuera porque la sensación de felicidad sería más fuerte, cuanto más rápida e inesperada fuera la ejecución de los actos que la originaban.

Pero era tal la fuerza de la costumbre, que incluso en mis sueños de felicidad pensaba ante todo, no en la sensación de felicidad, sino en el acto que (al realizarse) despertaría en mí ese sentimiento, y no era capaz de separar esos dos elementos. Incluso en mis sueños me veía obligado a imaginarme ante todo un acontecimiento extraordinario de mi existencia futura; sólo después, mediante un cuadro de ese acontecimiento, conseguía que se agitara alegremente en mi interior esa sensación de dicha.

Antes de mi relación con la cocaína suponía equivocadamente que la felicidad era una sustancia pura, cuando en realidad cualquier felicidad humana consiste en una astuta fusión de dos elementos: 1) la sensación física de felicidad y 2) el acontecimiento exterior que actúa como detonante psicológico de esa sensación.

Sólo cuando probé por primera vez la cocaína lo vi claro. Sólo entonces comprendí que ese acontecimiento exterior, con cuyo cumplimiento yo soñaba, para cuya realización trabajaba y malgastaba la vida, y que quizá nunca se cumpliría, sólo me era necesario en la medida en que, al reflejarse en mi conciencia, crearía en mí una sensación de felicidad. Pero si, como estaba convencido, una diminuta pulgarada de cocaína podía originar en mi organismo esa sensación de dicha con una intensidad no conocida hasta entonces, la necesidad de un acontecimiento desaparecía por completo, y en consecuencia el trabajo, el esfuerzo y el tiempo necesarios para su consecución no tenían ningún sentido.

Esa capacidad de la cocaína para provocar una sensación física de felicidad no guardaba ninguna correspondencia psicológica con los acontecimientos exteriores que me rodeaban, ni siquiera cuando el reflejo de esos acontecimientos debería haber provocado en mi conciencia pena, tristeza y amargura; en esa capacidad de la cocaína residía su terrible fuerza de atracción, contra la cual no podía ni quería luchar ni oponerme.

Sólo habría podido hacerlo en caso de que la sensación de felicidad se hubiera debido no tanto a la realización del acontecimiento exterior, como al trabajo, el esfuerzo y la dificultad que hubieran sido necesarios para su consecución. Pero eso no sucedía en mi vida.