I

A la mañana siguiente, cuando me desperté, fui de nuevo a casa de Jirgue y le compré gramo y medio de cocaína; lo mismo hice los días posteriores. Nada más escribir estas palabras, me he representado con absoluta claridad la sonrisa despectiva del posible lector de estas tristes anotaciones.

En realidad, me doy cuenta de que estas palabras, o mejor dicho, mis actos, que deberían caracterizar a ojos de una persona normal el poder de la cocaína, acabarán poniendo de manifiesto mi propia debilidad, y por tanto, inevitablemente, provocarán rechazo; un rechazo humillante, despectivo, que se apoderará incluso del oyente más comprensivo en cuanto entienda que el cúmulo de circunstancias que arruinaron la vida del narrador no habrían podido en ningún caso (si le hubiera sucedido a él, al oyente, algo semejante) destruir o alterar su propia existencia.

Todo esto lo digo partiendo del supuesto de que yo mismo habría sentido ese rechazo despectivo de no haber sido por esa primera experiencia con la cocaína; sólo ahora, inmerso en este camino de perdición, sé que semejante desprecio habría sido consecuencia no tanto del ensalzamiento de mi propia personalidad como del menosprecio del poder de la cocaína, Pero ¿en qué se manifiesta ese poder?