Los lanzadores de herraduras
Homer Macauley, su hermana Bess, su hermano Ulysses y su amiga Mary Arena se encontraron durante su paseo del domingo por la tarde con un montón de gente delante del Kinema Theatre, y entre ellos Homer descubrió a Lionel.
—¿Vas a ver una película? —dijo.
—No tengo dinero —dijo Lionel.
—Entonces, ¿por qué estás haciendo cola?
—Yo y Auggie y Shag y Enoch —dijo Lionel— hemos ido al parque de los tribunales a hablar con los criminales. Luego me han echado. No sabía adónde ir. He visto a esta gente aquí y me he puesto con ellos.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí de pie?
—Creo que una hora.
—Bueno —dijo Homer—. ¿Quieres ver la película? —Se sacó algo de dinero del bolsillo.
—No lo sé —dijo Lionel—. No tengo ningún sitio adónde ir. Las películas no me gustan mucho.
—Bueno, pues ven con nosotros. Solamente estamos dando un paseo y mirando escaparates. Caminaremos un poco por la ciudad y luego nos iremos a casa. Vamos, Lionel. —Levantó la cuerda y Lionel se salió de la cola.
—Gracias —dijo Lionel—. Me estaba cansando de estar ahí plantado.
Mientras caminaba, Ulysses se paró de pronto y tiró de la mano de Homer. Señaló la acera. Delante del niño había un centavo de los de Lincoln, con la cara hacia arriba.
—¡Un centavo! —dijo Homer—. Recógelo, Ulysses. Trae buena suerte. ¡Guárdalo siempre!
Ulysses recogió el centavo y miró a todos los que lo rodeaban, sonriendo de alegría por su buena suerte.
Pasaron por la acera de delante de la oficina de telégrafos y Homer se paró a mirar.
—Ahí es donde trabajo —dijo—. Ahí es donde llevo casi seis meses trabajando. —Hizo una pausa y luego, como hablando para sí mismo, dijo—: Parece que haga cien años ya. —Miró a lo lejos hacia la oficina y luego dijo—: Creo que ése es el señor Grogan. No sabía que el señor Grogan trabajara hoy. —Se volvió hacia los otros—. Esperad aquí un minuto, ¿queréis? Enseguida vuelvo.
Cruzó la calle y entró con paso ligero en la oficina. La caja del telégrafo que el señor Grogan tenía delante estaba zumbando, pero el viejo telegrafista no estaba cogiendo el telegrama. Homer corrió hacia él y dijo:
—¡Señor Grogan, señor Grogan! —Pero el anciano no se despertó.
El mensajero salió corriendo de la oficina y cruzó la calle en dirección a los demás.
—El señor Grogan no se encuentra bien. Tengo que volver y hacerme cargo de él. Idos a casa. Yo iré más tarde.
—Muy bien, Homer —dijo Bess.
—¿Qué le pasa? —dijo Lionel, sin saber siquiera de quién estaba hablando.
—Tengo que volver corriendo —dijo Homer—. Podéis iros. No le pasa nada, solamente que es viejo.
Homer regresó a toda prisa a la oficina de telégrafos y zarandeó varias veces al señor Grogan. Fue corriendo a buscar la jarra del agua, llenó un vaso de plástico y le echó el agua a la cara al anciano. El señor Grogan abrió los ojos.
—Soy yo, señor Grogan. Si hubiera sabido que estaba usted trabajando hoy habría venido hace mucho rato, como hago siempre que usted trabaja en domingo. Solamente pasaba por aquí. Enseguida le traigo el café.
El viejo telegrafista negó con la cabeza, extendió la mano hacia el puntero del telégrafo e interrumpió al telegrafista del otro lado de la línea. Puso un telegrama en blanco en la máquina de escribir y empezó a mecanografiar el mensaje.
Homer salió corriendo de la oficina hacia el bar de Corbett, en la esquina, y nada más llegar pidió un café.
—Estamos haciendo café en estos momentos —dijo Pete, el camarero—. Estará dentro un par de minutos, Homer.
—¿No queda nada?
—Acaba de terminarse. Estamos haciendo una cafetera nueva ahora mismo.
—Es muy importante. Voy un momento a la oficina y vuelvo. Tal vez para entonces el café esté listo.
Cuando Homer regresó con el señor Grogan, el viejo telegrafista ya no estaba mecanografiando el telegrama que llevaba por los cables. Homer volvió a zarandearlo.
—¡Señor Grogan, están enviando un telegrama! En el bar de Corbett están haciendo el café. Dentro de un par de minutos le traigo una taza. ¡Dígales que paren, señor Grogan! No está cogiendo usted el telegrama.
Homer dio media vuelta y salió de la oficina.
El viejo telegrafista miró el telegrama que había estado mecanografiando y volvió a leer lo que había mecanografiado hasta ese momento:
SEÑORA KATE MACAULEY
2226 SANTA CLARA AVENUE
ITHACA, CALIFORNIA
EL DEPARTAMENTO DE GUERRA LAMENTA INFORMARLE DE QUE SU HIJO MARCUS…
Intentó levantarse de la silla, pero el ataque volvió a empezar y se agarró el cuello de la camisa. Al cabo de un momento cayó hacia delante y se quedó apoyado sobre la máquina de escribir.
Homer Macauley entró en la oficina de telégrafos andando tan deprisa como podía con una taza de café caliente tintineando en la mano. Fue hasta el anciano y dejó la taza sobre la mesa. En aquel momento la caja del telégrafo dejó de zumbar y la oficina entera quedó en silencio.
—¡Señor Grogan! —dijo Homer—. ¿Qué le pasa? —Volvió a mover al anciano, lo levantó de la máquina de escribir para mirarle a la cara y al hacerlo vio el telegrama inacabado que había en la máquina. Leyó el texto del telegrama pero se negó a creerlo. Se quedó como paralizado, sosteniendo al anciano—. ¡Señor Grogan! —dijo.
Félix, el mensajero de los domingos, entró y miró al anciano y al mensajero.
—¿Qué pasa, Homer? ¿Qué le pasa al viejo?
—Está muerto —dijo Homer.
—Oh, estás loco —dijo Félix.
—No —dijo Homer—. Está muerto. Y es posible que yo también.
—Voy a llamar al señor Spangler —dijo Félix. Marcó un número de teléfono, esperó y luego colgó—. No está en casa. ¿Qué vamos a hacer? —Fue a ver qué era lo que Homer estaba mirando en la máquina de escribir. Después de leer el telegrama, Félix dijo—: No está acabado, Homer. Tal vez tu hermano solamente está herido o desaparecido.
Homer miró al señor Grogan y dijo:
—No, él sí que ha oído el resto del telegrama. No lo ha escrito porque lo ha oído.
—Puede que no —dijo Félix—. Voy a telefonear otra vez al señor Spangler. Quizá ya haya llegado a casa.
Homer Macauley examinó la oficina de telégrafos. De pronto escupió, luego se sentó, como si estuviera en trance, mirando fijamente. No había lágrimas en sus ojos.
Thomas Spangler detuvo su automóvil delante de la oficina de telégrafos después de su excursión al campo. Hizo sonar la bocina y Félix salió corriendo.
—Señor Spangler —dijo Félix—, he estado intentando llamarle por teléfono. ¡Ha pasado algo! ¡Es el señor Grogan! ¡Homer dice que está muerto!
—Vete a casa —le dijo Spangler a Diana—. Yo iré más tarde. Pero no me esperes para cenar. Tal vez tendrías que ir a pasar la noche con tu familia. —Salió del coche y le dio un beso en la mejilla.
Spangler entró corriendo en la oficina. Miró al señor Grogan y luego a Homer.
—Félix, llama al doctor Nelson. Es el 1133. Dile que venga ahora mismo.
Spangler levantó al anciano de la silla y lo llevó al sillón que había al fondo de la oficina. Regresó y miró a Homer.
—No te sientas mal, Homer. Era viejo. Así era como quería que fuera. Vamos, no te sientas mal.
La caja del telégrafo zumbó y Spangler fue a responder la llamada. Cuando se sentó en la silla del señor Grogan vio el telegrama inacabado. Se lo quedó mirando un largo rato y luego miró por encima de la mesa en dirección a Homer. Spangler telegrafió al operador que estaba al otro lado de la línea y le estuvo haciendo preguntas sobre el telegrama inacabado. El telegrafista del otro lado volvió a enviar el mensaje. Spangler le pidió al otro operador que pospusiera durante un rato el envío de más telegramas. Luego se puso en pie, fue a su mesa y se volvió a sentar, mirando a ningún sitio en particular. Dejó caer la mano sobre el huevo duro que guardaba para que le diera buena suerte. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, dio varios golpecitos con el huevo contra la mesa hasta cascarlo, luego sacó lentamente toda la cáscara, se quedó mirando el huevo cascado y lo tiró a la papelera.
—Félix —dijo—, llama a Harry Burke, el telegrafista de día, al 4241 y dile que venga enseguida. Cuando llegue el médico, dile que se haga cargo de todo. Ya hablaré con él más tarde.
Homer Macauley se puso en pie, fue a la máquina de escribir y sacó el telegrama inacabado. Archivó la copia en papel carbón del telegrama incompleto en su sitio, dobló el original y lo metió en un sobre. Se metió el sobre en el bolsillo del abrigo. Spangler fue con el mensajero y lo rodeó con el brazo.
—Ven, Homer, vamos a dar un paseo.
Salieron de la oficina de telégrafos y caminaron dos manzanas en silencio. Por fin Homer empezó a hablar.
—¿Qué puede hacer uno? No sé a quién odiar. No sé qué hacer. ¿Cómo sigue uno viviendo? ¿A quién puede querer?
Entonces, bajando la calle hacia ellos, Homer y Spangler vieron a Auggie, Enoch, Shag y Nickie. Los chicos saludaron a Homer y él saludó a cada uno por su nombre. Ya casi había anochecido. El sol se estaba poniendo, el cielo estaba rojo y la ciudad estaba oscureciendo.
—¿A quién se puede odiar? —dijo Homer—. Byfield me tiró al suelo cuando yo estaba saltando las vallas, pero ni siquiera consigo odiarlo a él. El tipo es así y ya está. ¿Quién es el responsable? No tengo ni idea, pero lo único que quiero saber es: ¿qué hay de mi hermano? Cuando mi padre murió fue distinto. Había tenido una buena vida. Había criado a una buena familia. Estábamos tristes porque se había muerto, pero no estábamos furiosos. Ahora estoy furioso y no tengo a nadie con quien estarlo. ¿Quién es el enemigo? ¿Lo sabe usted, señor Spangler?
Pasó un buen rato antes de que el director de la oficina de telégrafo decidiera que como no había realmente nada que decir, puede que funcionara decir alguna mentira.
—Bueno, no creo que el enemigo sean las personas —dijo—. Si las personas se odian las unas a las otras, es que se odian a sí mismas. No se puede odiar a los demás, siempre es a uno mismo. Y si uno se odia a sí mismo, solamente le queda una cosa por hacer. Marcharse. Marcharse de su cuerpo, marcharse del mundo, dejar atrás a la gente que vive. Tu hermano no quería marcharse, quería quedarse. Y se quedará.
—¿Cómo? —dijo Homer—. ¿Cómo se va a quedar?
—No sé cómo —dijo Spangler—, pero tengo que creer que se va a quedar.
—No —dijo Homer—. Mi hermano está muerto. Está muerto y el resto de nosotros no.
Ahora cruzaron el parque de los tribunales y pasaron frente a la cárcel municipal, donde había gente jugando a lanzar la herradura.
Spangler sabía que había fracasado, pero decidió intentarlo otra vez, seguir intentándolo: mentiras, verdades, cualquier cosa.
—No voy a intentar consolarte —dijo—. Ya sé que no puedo. Nada puede. Pero intenta recordar que un buen hombre nunca puede morir. Volverás a ver a tu hermano muchas veces, en las calles, en casa y en todas partes de la ciudad. La persona de un hombre puede marcharse, pero lo mejor de él se queda. Se queda para siempre —dijo, pero sabía que todo aquello era inútil, y estaba avergonzado—. ¿Se te da bien tirar la herradura?
—No, señor —dijo Homer.
—A mí tampoco —dijo Spangler—. ¿Quieres jugar una partida antes de que se haga oscuro?
—Sí, señor —dijo Homer.