Capítulo 34

En la iglesia

La vida en Ithaca —y de la gente de todo el mundo, en realidad— seguía una dinámica que al principio parecía absurda y tal vez incluso delirante, pero a medida que los días y las noches se iban juntando para formar meses y años, se acababa por ver que aquella dinámica tenía cierta semblanza de forma y sentido.

Muchas veces zumbó la caja del telégrafo y el señor Grogan se sentó ante la máquina de escribir para mecanografiar un mensaje de amor o de esperanza, de dolor o de muerte que el mundo les enviaba a sus hijos. «Vuelvo a casa.» «Feliz cumpleaños.» «El Departamento de Guerra lamenta informarle de que su hijo ha muerto.» «Reúnete conmigo en la estación del Southern Pacific.» «Te mando un beso.» «Estoy bien.» «Que Dios te bendiga.» Muchas veces le tocó a Homer Macauley entregar los mensajes.

En el salón de la casa de los Macauley sonaron las cuerdas del arpa y se oyó el mensaje de la canción. Los soldados avanzaron, por tierra, por mar, por aire y por debajo del agua, llegaron a sitios nuevos, alcanzaron días nuevos y noches nuevas, sueños nuevos y momentos nuevos y extraños llenos de ruidos y de peligros increíbles. Las caras de los vivos cambiaron de forma casi imperceptible: Marcus, Tobey, Homer, Spangler, Grogan, la señora Macauley, Ulysses, Diana, Auggie, Lionel, Bess, Mary, la chica de la pensión Bethel, Rosalie Simms-Peabody, el señor Ara y su hijo John, Big Chris, la señorita Hicks e incluso el señor Mecano.

El tren de carga con el negro asomado por el costado de la batea siguió su camino. La ardilla de tierra se asomó a su madriguera. Los albaricoques del señor Henderson adoptaron el color sonriente del sol y de las pecas de los chicos que iban a robarlos. Ulysses lo miró todo. La pierna de Homer se curó. Llegó el Domingo de Pascua a Ithaca. Luego el primer domingo después de Pascua. Luego otro domingo y otro y otro y otro.

Y ese domingo toda la familia Macauley de Ithaca estaba sentada junto con Mary Arena en la Iglesia Presbiteriana de Ithaca. Ulysses estaba sentado junto al pasillo. Directamente delante de él, debido a un accidente religioso, se había sentado un calvo. Aquella bola de billar que constituía la mejor parte de un hombre era algo cuya contemplación fascinaba a Ulysses: solamente la forma ya era digna de estudio, pues no era muy distinta de la forma de un huevo. La media docena de pelos de la cabeza, que crecían en un grupito solitario, resultaban heroicos y carentes de vergüenza. La arruga que dividía la cabeza igual que el Ecuador divide la Tierra era un milagro del diseño.

El reverendo Holly y la congregación estaban enfrascados en un piadoso duelo oral sobre el tema de la vida bienaventurada. Primero el reverendo Holly leía un verso y luego la congregación le respondía al unísono.

—Y al ver a las multitudes —dijo el reverendo Holly—, subió a una montaña, y cuando se sentó, sus discípulos acudieron a Él.

Y Él se dirigió a ellos —respondió la congregación— y les enseñó lo siguiente:

—Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

—Bienaventurados los que sufren, porque serán reconfortados.

—Bienaventurados los dóciles, porque ellos heredarán la Tierra.

—Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

—Bienaventurados los piadosos, porque ellos obtendrán piedad.

—Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.

—Bienaventurada la gente de paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

—Alegraos y llenaos de regocijo, porque sois la sal de la tierra. Y sois la luz del mundo.

—Que vuestra luz brille para los hombres de forma que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro padre que está en el cielo.

Aquel diálogo entre reverendo y feligreses había empezado mientras Ulysses se encontraba examinando la calva. De pronto aquel objeto fue decorado con una mosca que se puso a explorar la cabeza, al parecer en busca de algo que había perdido hacía poco. Ulysses se quedó mirando la mosca y luego extendió el brazo para cogerla, pero la señora Macauley le agarró la mano. Al cabo de un rato de mirar fijamente la calva y la mosca, sin pensar en nada concreto, Ulysses empezó a soñar despierto y pasó a ver la piel lisa de la calva como un desierto. La arruga que cruzaba la cabeza se convirtió en un arroyo, el grupo de siete pelos en palmeras y la mosca en un león. Luego se vio a sí mismo, con su ropa de domingo, separado del león por el arroyo. Permaneció en la orilla mirando al león, que a su vez se acercó a la otra orilla para mirarlo a él. Continuó la lectura de las Escrituras.

A lo lejos Ulysses vio a un árabe, con su túnica ondeante, dormido sobre la arena. Al lado del árabe había una mandolina o un instrumento musical parecido y una jarra de agua. Con una paz y una inocencia parecidas a las del hombre dormido, Ulysses vio que el león se acercaba a la cabeza del hombre y se inclinaba para olerlo, pero no para hacerle daño. De hecho, aquella imagen la había visto en uno de los libros que Lionel había abierto en la biblioteca pública.

Terminó la lectura de las Escrituras. El órgano de la iglesia respiró profundamente y el coro y la congregación empezaron a cantar una canción cuyas palabras Ulysses podía oír. «Y él camina conmigo y habla conmigo.» Se refería al león del desierto, claro. Y luego «Rock of Ages».

La visión del león caminando y hablando en el desierto se desvaneció del sueño del niño. En su lugar apareció un océano. Aferrado a una roca que sobresalía a un metro escaso por encima de la superficie de aquel yermo de agua estaba el propio Ulysses. Solamente tenía la cabeza y las manos fuera del agua. Miró a su alrededor en busca de alguna posibilidad de escapatoria o de rescate, pero lo único que vio fue agua. Aun así, se sintió paciente y lleno de fe. Por fin, muy a lo lejos, caminando sobre las aguas, Ulysses vio al gran hombre, a Big Chris. Big Chris se acercó a Ulysses y sin decir palabra extendió el brazo en su dirección, lo cogió de la mano, lo sacó del agua y lo dejó en la superficie. Al cabo de un momento, sin embargo, Ulysses se volvió a hundir, chapoteando, y una vez más Big Chris lo pescó y lo volvió a dejar de pie. Cogiendo al niño de la mano, Big Chris echó a andar sobre las aguas con Ulysses. A lo lejos se hicieron visibles las torres de una gran ciudad blanca y rodeada de tierra y vegetación. El hombre y el chico caminaron hacia la ciudad.

La canción terminó. De pronto alguien zarandeó a Ulysses. El niño se despertó, sobresaltado. Era Lionel, con el cepillo. Ulysses encontró su moneda de cinco centavos, la colocó en la bandeja y le pasó el cepillo a su madre.

Lionel le susurró a Ulysses, con aire de piedad y de misterio:

—¿Estás salvado, Ulysses?

—¿Qué?

—Lee esto —dijo Lionel, y le dio un panfleto religioso a su amigo.

Ulysses examinó el panfleto, pero por supuesto no pudo leer las letras enormes que formaban las palabras: «¿Está usted salvado? Nunca es tarde».

Al otro lado del pasillo Lionel le hizo a un señor anciano la misma pregunta:

—¿Está usted salvado?

El hombre miró con dureza al chico y luego le dijo en voz baja:

—Sigue tu camino, hijo.

Antes de seguir, sin embargo, y un poco al estilo de un misionero despreciado por el jefe de una tribu africana, Lionel le ofreció al anciano caballero uno de los panfletos. El anciano caballero, irritado, cogió con brusquedad el panfleto que le ofrecía.

La esposa del caballero anciano murmuró:

—¿Qué pasa, cariño?

—El chico me ha preguntado si yo estaba salvado. Luego me ha ofrecido esto.

El hombre le dio el panfleto a su mujer, que le dio unas palmaditas en la mano y le dijo:

—¿Cómo va a saber el chico que has pasado treinta años de misionero en China?

Durante el ritual del cepillo, el órgano sonó por lo bajo y una soprano estuvo cantando. Lionel, Auggie, Shag y una serie de chicos de Ithaca se quedaron al fondo del pasillo central, cada uno con una bandeja en la mano, hasta que la música dejó de sonar. Luego, en medio de un silencio ritual y con gran seriedad, los chicos desfilaron por el pasillo hasta la mesa situada directamente debajo del púlpito, donde colocaron las bandejas una encima de la otra, y luego volvieron a sentarse junto a sus padres.