Capítulo 33

Marcus

Aquel sábado fue uno de los más largos y llenos de acontecimientos de la vida de Homer Macauley. Las pequeñas cosas habían empezado a asumir una nueva importancia y a adoptar un significado que él podía entender. El sueño de la noche anterior, angustioso y lleno de tristeza, sería para siempre una parte de su estado de vigilia. Había intentado con todas sus fuerzas impedir que el mensajero de la Muerte llegara a Ithaca y a sus habitantes. Lo había soñado, pero ahora era más que un sueño.

La carta de su hermano Marcus estaba en el bolsillo de su chaqueta azul de mensajero esperando a ser abierta y leída.

Homer entró en la oficina de telégrafos cojeando, cansado y ansioso por descansar. Miró el registro de llamadas y vio que no había que hacer ninguna recogida. Miró el gancho de los telegramas entrantes y no había ningún telegrama que entregar. Todo estaba tranquilo. Se acercó al viejo telegrafista y dijo:

—Señor Grogan, ¿le importaría poner algo de dinero para dos tartas de ayer, de manzana y crema de coco?

—Pondré dinero, hijo, pero no quiero tarta. Gracias de todos modos.

—Si usted no quiere tarta, señor Grogan, entonces yo tampoco quiero. Pensé que usted tendría hambre. Yo no tengo. No he tenido un momento para descansar en todo el día, pero no tengo hambre. Es raro. Lo normal sería que a uno le entrara hambre de trabajar todo el día y toda la noche, pero a veces no pasa.

—¿Cómo va tu pierna?

—Bien, ya me he olvidado de ella. No tengo problemas para moverme. —Miró al anciano con curiosidad y luego dijo en voz muy baja—: ¿Está usted borracho, señor Grogan? —lo dijo en tono serio y el anciano no se sintió ofendido ni dolido.

—Sí, hijo. —El señor Grogan fue a su silla y se sentó. Al cabo de un momento miró al chico que estaba al otro lado de la mesa, no sentado sino de pie—. Me siento mucho mejor cuando estoy borracho. —Luego sacó la botella y dio un buen trago—. No voy a decirte que no bebas nunca. No voy a decir, como dicen algunos tontos, «Aprende la lección de mí. Mira lo que me ha hecho la bebida». Ahora estás yendo de un sitio para otro, viendo muchas cosas que no habías visto nunca. Pues bien, déjame decirte algo. Ten mucho cuidado con todo lo que tenga que ver con las personas. Si ves algo que estás seguro de que está mal, no estés seguro. Si se trata de personas, ten mucho cuidado. Me perdonarás, pero tengo que decírtelo, porque eres un hombre a quien respeto, así que no me importa decirte que no está bien criticar la forma en que es nadie. A medida que un hombre se acerca al final de su época se alegra por las personas a las que conoce que van a continuar en el mundo cuando él se vaya. ¿Puedes entender lo que te estoy diciendo?

—No estoy seguro, señor Grogan.

—Te estoy diciendo algo que no podría decirte si no estuviera borracho.

»Te estoy diciendo esto: da gracias por ser quien eres. Sí, por ser quien eres. Da gracias. Entiende que un hombre es algo por lo que él mismo puede dar gracias y tiene que dar gracias. Da gracias porque el hombre que eres tendrá la confianza de unos totales desconocidos.

Homer volvió a acordarse de la chica de la pensión Bethel y de la forma ansiosa en que le había hablado, como si él fuera un viejo amigo.

—Ellos sabrán que no los vas a traicionar ni a hacer daño. Sabrán que no los vas a despreciar. Que verás en ellos lo que nadie más ha conseguido ver. Tienes que saber eso de ti mismo. Y no tienes que avergonzarte de ello. Eres un hombre, tienes catorce años. No sé quién te ha hecho esa clase de hombre, pero como es cierto, tienes que saber que es cierto y dar gracias por ser quien eres. ¿Lo entiendes?

El mensajero tragó saliva.

—Supongo que sí, señor Grogan.

—Entonces te doy las gracias. ¿Qué es eso que tienes en la mano?, ¿una carta? Ya he terminado con esto. Adelante. Lee tu carta, chico.

—Es de mi hermano Marcus. Todavía no he tenido tiempo de abrirla.

—Ábrela, pues. Lee la carta de tu hermano. Léela en voz alta.

—¿En voz alta?

—Sí, me gustaría oírla, si puede ser. Mucho.

Homer rasgó el sobre, sacó la carta, la desdobló y empezó a leer, muy despacio.

—«Querido Homer: en primer lugar, todo lo que tengo en casa es para ti. Dáselo a Ulysses cuando ya no lo quieras: mis libros, mi fonógrafo, mis discos, mi ropa para cuando sea de tu talla, mi bicicleta, mi microscopio, mis cosas de pescar, mi colección de rocas de Piedra y todas las demás cosas que tengo en casa. Son tuyas porque ahora tú eres el hombre de la familia Macauley de Ithaca. El dinero que gané el año pasado en la planta de embalaje se lo di a mamá, claro, para ayudar. Pero no hay bastante. No sé cómo vas a ser capaz de mantener a nuestra familia e ir a la escuela al mismo tiempo, pero estoy seguro de que encontrarás una manera. Mi paga del ejército es para mamá, excepto unos pocos dólares que tengo que quedarme, pero ese dinero tampoco es suficiente. No me resulta fácil pedirte tantas cosas cuando yo no empecé a trabajar hasta los diecinueve años, pero por alguna razón creo que tú serás capaz de hacer lo que yo no hice.

»Te echo de menos, por supuesto, y pienso en ti todo el tiempo. Estoy bien, y aunque nunca he creído en las guerras, y sé que son estúpidas, incluso cuando son necesarias, estoy orgulloso de estar en ella, ya que hay tanta gente que está, y estamos haciendo historia. No cuento a ningún ser humano entre mis enemigos, ya que ningún ser humano puede ser enemigo mío. Sea quien sea, es mi amigo. No tengo nada contra él, sino contra esa parte desafortunada de él que intento destruir primero en mí mismo.

»No me siento un héroe. No se me dan bien esos sentimientos. No odio a nadie. Tampoco me siento un patriota, porque siempre he amado a mi país, a su gente, a sus ciudades, a mi hogar y a mi familia. Preferiría no estar en el ejército. Preferiría que no hubiera guerra. No tengo ni idea de qué me espera, pero sea lo que sea, me encontrará resignado y listo. Tengo un miedo terrible, te lo tengo que decir, pero estoy convencido de que cuando llegue el momento haré lo que crea correcto. No obedeceré más órdenes que las de mi corazón. Conmigo habrá muchachos de toda América, de miles de poblaciones como Ithaca. Puede que me maten, claro. Todos lo sabemos. La idea no me gusta nada. Quiero volver a Ithaca más que nada en el mundo. Quiero volver con Mary y a una casa y una familia que sean mías. Nos vamos pronto: hacia la acción, aunque nadie sabe dónde será la acción. Por tanto, ésta puede ser la última carta que te escriba por un tiempo. Confío en que no sea mi última carta, pero si lo es, hazte cargo de la familia. Le he hablado a mi amigo Tobey George de Ithaca y de nuestra familia. Un día confío en llevarlo a Ithaca. Me alegro de ser yo el Macauley que ha ido a la guerra, porque sería una pena y un error que hubieras sido tú.

»En una carta puedo decir lo que nunca podría decir hablando. Eres el mejor de los Macauley. Nada tiene que detenerte. Ahora escribiré aquí tu nombre, para recordártelo: Homer Macauley. Ése eres tú. Te echo de menos. Me muero de ganas de verte. Que Dios te bendiga. Hasta la vista. Tu hermano, Marcus».

El mensajero leyó la carta sentado. Leyó muy despacio, tragando saliva y encontrándose mal muchas veces, tal como se había encontrado mal en la casa de la mujer mexicana. Al terminar se puso en pie. Le temblaban las manos. Se mordió la comisura del labio inferior y miró al viejo telegrafista. Habló en voz muy baja:

—Si matan a mi hermano en esta guerra estúpida, voy a escupir al mundo. Voy a odiarlo para siempre.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Fue apresuradamente al armario que había detrás del panel de repetidores, se quitó el uniforme y se puso la ropa de calle. Ya había salido corriendo a la calle casi antes de tener bien puesta la ropa.

El viejo telegrafista se quedó sentado un largo rato. Reinaba un silencio total cuando por fin salió de su ensimismamiento, se terminó el resto de la botella, se puso en pie y escrutó la oficina.