El señor Mecano
Después de su aventura en la biblioteca pública, Lionel y Ulysses siguieron explorando Ithaca. Al ponerse el sol se encontraron en medio de un pequeño grupo de gente ociosa y transeúntes, mirando a un hombre que estaba en el escaparate de una tienda destartalada. Aunque era un ser humano, el hombre se movía como si fuera una máquina. Parecía no estar hecho de carne sino de cera. Tenía un aspecto inhumano, y de hecho a lo que más se parecía era a un cadáver insepulto y erguido que todavía pudiera moverse. Aquel hombre era lo más increíble que Ulysses había visto en sus cuatro años de vida en el mundo. De sus ojos no salía ninguna luz. Sus labios tenían aspecto de no abrirse nunca.
El hombre se dedicaba a anunciar el Tónico del Doctor Bradford. Trabajaba entre dos caballetes. Uno de los caballetes sostenía un letrero que tenía impreso el siguiente mensaje: «El señor Mecano. El hombre máquina. Mitad máquina y mitad humano. Más muerto que vivo. Le damos 50 dólares si consigue hacerlo sonreír. 500 dólares si consigue hacerlo reír». En el otro caballete el señor Mecano iba colocando tarjetas de cartón que cogía con gesto extremadamente mecánico de la mesilla que había delante del caballete. En aquellas tarjetas había impresos diversos mensajes que animaban a la gente a comprar la medicina patentada que había inventado el doctor Bradford y de esa forma cobrar más vida. Después de colocar cada nueva tarjeta en el caballete, el señor Mecano señalaba cada palabra del mensaje con un puntero. Cuando las diez tarjetas estaban en el caballete, el señor Mecano las quitaba todas, las volvía a colocar sobre la mesilla y empezaba otra vez todo el proceso.
—Es un hombre —dijo Lionel—. Lo veo. No es una máquina, Ulysses. ¡Es un hombre! ¿Le ves los ojos? Está vivo. ¿Lo ves?
La tarjeta que el señor Mecano acababa de colocar en el caballete decía: «No se arrastre medio muerto por ahí. Disfrute de la vida. Tome el Tónico del Doctor Bradford y siéntase un hombre nuevo».
—Hay otra tarjeta —dijo Lionel—. En esa tarjeta hay algo escrito. —De pronto se hartó y se puso nervioso—. Vamos, Ulysses. Vámonos. Ya le hemos visto repasar todas las tarjetas tres veces. Vámonos a casa. Es casi de noche. —Cogió de la mano a su amigo, pero Ulysses se soltó—. ¡Vamos, Ulysses! Me tengo que ir a casa. Tengo hambre.
Pero Ulysses no quería irse. Parecía que ni siquiera oía las palabras de Lionel.
—Yo me voy, Ulysses —dijo Lionel en tono desafiante. Esperó a que Ulysses se diera media vuelta y se marchara con él, pero el niño no se movió. Un poco dolido y asombrado por aquella traición a su amistad, Lionel echó a andar hacia su casa, volviéndose cada tres o cuatro pasos para asegurarse de que su amigo no acabara yendo con él después de todo. Pero no, Ulysses quería quedarse y ver un poco más al señor Mecano. Lionel emprendió el regreso a casa sintiéndose profundamente herido.
Ulysses se quedó entre el puñado de gente que miraba al señor Mecano hasta que solamente estaban él y un anciano. El señor Mecano continuó recogiendo las tarjetas y colocándolas en el caballete. Siguió señalando todas las palabras de todas las tarjetas. Pronto el anciano se marchó también y solamente quedó Ulysses en la acera contemplando al extraño ser humano del escaparate de la tienda. Cuando se encendieron las farolas Ulysses salió del trance de fascinación en que lo había sumido la visión del señor Mecano. Era como si la imagen de aquel hombre lo hubiera hipnotizado. Ahora, al salir del trance, miró a su alrededor. El día se había terminado y todo el mundo se había marchado. Lo único de lo que quedaba algún rastro era algo para lo que él no tenía palabras: la Muerte.
De repente el niño volvió a mirar al hombre mecánico. Pareció entonces, y por primera vez, que el hombre lo estaba mirando directamente a él. Al niño lo acometieron un pánico súbito y una sensación de terror, y de pronto se encontró a sí mismo corriendo. La poca gente que había por las calles ahora también le parecían llenos de muerte, igual que el señor Mecano. Ulysses corrió hasta quedar casi agotado. Por fin se detuvo, jadeando. Miró a su alrededor, presa de un horror profundo, silencioso y firme hacia todas las cosas. ¡El horror del señor Mecano! ¡De la Muerte! Era la primera vez que experimentaba miedo de cualquier clase, ya no digamos un miedo como aquél, y le resultaba inconmensurablemente difícil decidir qué hacer. Su aplomo había desaparecido, hecho añicos por el miedo al horror que lo estaba alcanzando, y echó a correr de nuevo. Ahora mientras corría iba diciendo para sí mismo, casi llorando: «¡Papá, mamá, Marcus, Bess, Homer!».
Hasta entonces el mundo había sido maravilloso y había estado lleno de cosas buenas que se podían contemplar una y otra vez, pero ahora el mundo era algo de lo que escapar, y lo peor era que no se le ocurría en qué dirección correr. Quería encontrar rápidamente a alguien de su familia. Se detuvo, presa del pánico, luego empezó a moverse unos cuantos pasos en una dirección y unos cuantos en otra, sintiendo a su alrededor la presencia de un desastre increíble, un desastre del que solamente podía escapar alcanzando a su padre, a su madre, a uno de sus hermanos o a su hermana. Y luego, en vez de alcanzar a una de aquellas personas, vio a lo lejos en la calle al líder de la pandilla del vecindario, August Gottlieb. El repartidor de periódicos estaba en la esquina de una calle desierta, voceando el titular del día como si la zona que tenía a su alrededor estuviera llena de gente a quien hubiera que informar de lo que había pasado aquel día en el mundo. Vocear los titulares siempre le había parecido algo un poco ridículo a August Gottlieb, ya que, para empezar, siempre eran titulares sobre alguna clase de asesinato, y en segundo lugar le parecía un poco maleducado ir por las calles de Ithaca levantando la voz delante de la gente. En consecuencia, el repartidor se alegraba cuando por fin descubría que las calles estaban desiertas. Sin saber siquiera que estaba haciendo aquello, siempre que las calles de Ithaca se vaciaban de gente, August Gottlieb, como si diera gracias por ser casi el único habitante de la ciudad, levantaba la voz más que nunca y declamaba las noticias desgraciadas del día. ¿Qué puede hacer un hombre con las noticias? ¿Vender un periódico y ganar unos centavos? ¿Era eso lo que él podía hacer? ¿Acaso no era una tontería que fuera voceando el mensaje diario de equivocación como si se tratara de buenas nuevas? ¿No era una vergüenza que a la gente nunca le impresionaran los nuevos crímenes que se cometían todos los días? A veces incluso cuando estaba dormido el repartidor de periódicos soñaba que voceaba los titulares de las noticias del mundo, pero allí, en aquella zona interior de la experiencia, la naturaleza de las noticias lo llenaba de desprecio, y cuando gritaba, siempre era desde una gran altura, y por debajo de sí siempre había multitudes entregadas a frenéticas equivocaciones y fechorías. Pero en cuanto la gente oía su voz, se paraban en seco para mirarlo, y entonces él siempre gritaba: «¡Volved! ¡Volved a vuestras casas! ¡Dejad de matar! ¡Poneos a plantar árboles!». Siempre le había encantado la idea de los árboles.
Cuando Ulysses vio a August Gottlieb en la esquina, una parte del terror que tenía en el corazón se disipó. Quiso llamarlo a gritos, pero no consiguió emitir ningún sonido. Al final echó a correr con toda su energía hacia el repartidor de periódicos y se abalanzó sobre él con un abrazo tan fuerte que casi lo derribó al suelo.
—¡Ulysses! —dijo el repartidor—. ¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?
Ulysses miró al repartidor de periódicos a los ojos pero seguía sin poder hablar.
—Estás asustado por algo. Bueno, pues no lo estés. No hay nada que temer. Deja de llorar. —Auggie esperó y Ulysses puso todo su empeño en calmarse. Pronto empezó a sollozar a intervalos infrecuentes, y cada sollozo era como un hipo. Luego Auggie dijo—: Vamos, Ulysses, te llevaré con Homer.
Al oír aquel nombre, el nombre de su hermano, Ulysses sonrió por fin, luego soltó otro sollozo parecido a un hipo.
—¿Con Homer?
—Claro. Vamos.
Era casi demasiado bonito para que el niño se lo creyera.
—¿Vamos a ver a Homer?
—Claro. La oficina de telégrafos está a la vuelta de la esquina.
August Gottlieb y Ulysses Macauley entraron en la oficina de telégrafos. Encontraron a Homer sentado detrás del mostrador de las entregas. Cuando Ulysses vio a su hermano, le pasó una cosa maravillosa en la cara. El terror abandonó su mirada, porque acababa de llegar a casa.
Cuando Homer vio a su hermano, se dirigió a Auggie.
—¿Qué está haciendo Ulysses en la ciudad a estas horas?
—Supongo que se ha perdido. Estaba llorando.
—¿Llorando? —dijo Homer, luego levantó a su hermano y lo abrazó, justo mientras Ulysses hipaba otro sollozo—. Muy bien, te llevaré a casa con la bicicleta.
Desde su mesa el director de la oficina de telégrafos, Thomas Spangler, miró a los tres chicos, y el viejo telegrafista, William Grogan, hizo una pausa en su trabajo para mirarlos también. Se miraron varias veces entre ellos. Homer dejó a su hermano en el suelo. Supo que el niño volvía a estar bien cuando Ulysses fue al mostrador de las entregas para mirar lo que había allí. Homer rodeó con el brazo a August y le dijo:
—Gracias, Auggie.
Spangler se levantó y fue con los chicos.
—Dame un periódico, Auggie.
—Sí, señor —dijo Auggie, y emprendió la rutina de doblar el periódico y hacer la venta, pero Spangler lo detuvo para poder ver la portada con los brazos extendidos. El director de la oficina de telégrafos echó un vistazo al titular y tiró el periódico a la papelera.
—¿Cómo te va?
—Ya he sacado cincuenta centavos, pero he empezado a Ja una de la tarde. Cuando tenga setenta y cinco centavos me voy a casa.
—¿Por qué? —dijo Spangler—. ¿Por qué quieres ganar setenta y cinco centavos?
—No lo sé —dijo Auggie—. Simplemente se me ha ocurrido que el sábado tenía que ganar setenta y cinco centavos. Apenas queda nadie en las calles, pero creo que puedo vender los que me quedan en un par de horas más. Muy pronto la gente empezará a volver al centro después de la cena, o del cine.
—Bueno, al infierno la gente que va al cine. Dame el resto de periódicos y vete a casa ya. Aquí tienes veinticinco centavos.
Aunque el repartidor de periódicos le agradecía aquel gesto al director, por alguna razón no le acababa de parecer bien. De lo que se trataba era de vender los periódicos de uno en uno y cada uno a una persona distinta, y había que permanecer de pie en una esquina de la calle y vocear el titular y conseguir que la gente quisiera comprar un periódico y leer las noticias. Estaba cansado y quería volver a casa a cenar, y no había conocido nunca a alguien como Spangler, pero por alguna razón aquello no le parecía bien.
—No quiero sacarle veinticinco centavos a usted, señor Spangler.
—No importa —insistió Spangler—. Dame los periódicos y vete a casa.
—Sí, señor —dijo Auggie—. Pero tal vez me deje usted algún día hacer algo por usted.
—Claro —dijo Spangler, y tiró los periódicos a la papelera.
Auggie dio media vuelta para irse a casa, pero Homer lo detuvo.
—Espera un momento, te llevo a casa. ¿Hay algún problema, señor Spangler? Tengo una recogida en Ithaca Wine y me viene de camino a casa. Así que si no hay problema me llevo a Ulysses y a Auggie a casa y luego voy a hacer la recogida de Ithaca Wine. ¿Hay algún problema?
—Adelante —dijo Spangler, y se volvió a su mesa.
—No hace falta que me lleves a casa —dijo Auggie—. Llevar a dos personas a la vez es demasiado. Andando llego en un momento.
—No se llega en un momento. Son casi tres kilómetros. Os puedo llevar a los dos sin problema. Tu puedes sentarte en el cuadro y Ulysses en el manillar. Vamos, anda.
Los tres chicos fueron a la bicicleta de Homer. La carga era considerable, sobre todo para alguien que iba cojo, pero Homer dejó a sus pasajeros sanos y salvos en sus casas. Primero pararon en la casita de al lado de la Tienda de Ara, la casa de Auggie. Ara estaba delante de su tienda, con su hijo cogido de la mano. Estaban mirando el cielo. Calle abajo, junto al solar vacío, la señora Macauley estaba en el jardín bajo el viejo nogal recogiendo la ropa tendida. Mary y Bess estaban en el salón tocando y cantando, y el sonido del piano y de la voz de Mary llegaban débilmente hasta allí.
Auggie se bajó de la bicicleta y entró en su casa. Homer se quedó un momento en la calle, sosteniendo la bicicleta. Miró el cielo y luego en dirección a la casa de los Macauley. Luego Auggie salió de su casa y fue a hablar con Ara, el tendero.
—¿Ha hecho mucho negocio hoy, señor Ara?
—Gradsias, Auggie, estoy satisfecho.
—Tengo setenta y cinco centavos y me los quiero gastar. Quiero comprar un montón de cosas para mañana.
—Muy bien, Auggie. —Pero antes de dar media vuelta y volver a meterse en la tienda señaló las nubes del cielo y luego miró a su hijo—. ¿Ves, John? Ya se hadse de noche. Enseguida nos meterremos en la cama y nos irremos a dormir. A dormir toda la noche. Cuando se haga de día nos levantarremos otra vez. Un nuevo día.
El tendero, su hijo y el hijo del vecino entraron en la tienda. Entretanto, Ulysses, sentado en el manillar de la bicicleta de su hermano, estaba mirando a su madre. Homer volvió a subirse a la bicicleta y empezó a pedalear hacia la casa.
A medida que se acercaban a la mujer que estaba bajo el árbol del jardín, la cara del niño se iluminó, pero al mismo tiempo había en su semblante una profunda tristeza.
Homer cruzó el solar hasta llegar bajo el nogal del jardín. Se bajó de la bicicleta y dejó a Ulysses en el suelo. Ulysses se quedó mirando a su madre. El terror que le había causado el señor Mecano acababa de desaparecer ahora como si se hubiera ido para siempre.
—Se ha perdido —dijo Homer—. Auggie lo ha encontrado y lo ha traído a la oficina de telégrafos. No puedo quedarme, pero entraré a decir hola a Bess y a Mary.
Homer entró en la casa y se quedó en el comedor a oscuras, escuchando a su hermana y a la chica que su hermano amaba. Al terminar la canción, pasó al salón.
Las dos chicas se volvieron.
—Hoy he recibido carta de Marcus —dijo Mary.
—¿Y cómo está?
—Bien, más o menos. Se marchan pronto, pero no saben adónde. Dice que no nos preocupemos si no recibimos más cartas durante un tiempo.
—Nos ha escrito a todos —dijo Bess—. A mamá, a mí, y hasta a Ulysses.
Homer esperó un momento a que se anunciara la llegada de su carta, temeroso de que semejante anuncio no tuviera lugar. Por fin dijo en voz muy baja:
—¿Y a mí no me ha enviado también una carta?
—Ah, claro —dijo Bess—. La tuya es la carta más abultada de todas. Pensé que sabrías que si nos escribía a todos, te escribiría también a ti.
La hermana de Homer cogió una carta de la mesa y se la dio. Homer se quedó un rato mirando la carta y luego su hermana le dijo:
—Bueno, ¿por qué no la abres y la lees? Léenosla.
—No, Bess, me tengo que marchar. Me la llevaré a la oficina y la leeré esta noche cuando tenga más tiempo.
—Nosotras nos hemos pasado el día entero buscando trabajo —dijo Bess—, pero no hemos encontrado.
—Nos lo hemos pasado bien igualmente —dijo Mary—. El hecho de salir a pedir trabajo ha sido divertido.
—Bueno, divertido o no —dijo Homer—, me alegro de que no hayáis encontrado trabajo. Yo gano todo el dinero que esta familia necesita, y el padre de Mary tiene un buen trabajo en Ithaca Wine. No hace falta que vosotras salgáis a buscar trabajo.
—Sí hace falta —dijo Bess—. Y un día de éstos vamos a encontrar uno. En dos sitios nos han pedido que volvamos.
—Olvidaos de encontrar trabajo —dijo Homer. Ahora estaba enfadado—. Cualquier trabajo que haya que hacer, lo pueden hacer los hombres. Las chicas tienen que quedarse en casa cuidando de los hombres y ya está. —Estaba pensando en la chica tan guapa de la pensión Bethel—. Solamente porque haya una guerra en el mundo no es razón para que la gente pierda la cabeza. Quédate en casa, que es donde tienes que estar, y ayuda a mamá, y tú ayuda a tu padre, Mary.
Estaba tan mandón que su hermana Bess se sintió casi orgullosa de él, porque nunca lo había visto tan preocupado por algo.
Homer regresó al comedor a oscuras.
Bess se puso a tocar el piano y pronto Mary empezó a cantar. El mensajero se quedó en el cuarto a oscuras, escuchando, pero mientras la canción estaba todavía a medias salió de la casa sin decir nada. En el jardín se encontró a Ulysses junto al nido de la gallina, mirando un huevo.
—Huevo —dijo Ulysses como si aquella palabra fuera también el mismísimo nombre de Dios.
Homer se subió a la bicicleta y empezó a pedalear hacia Ithaca Wine.