Capítulo 30

En la pensión Bethel

Media hora más tarde el mensajero se bajó de su bicicleta ante la puerta de la pensión Bethel de Eye Street y subió el largo tramo de escaleras. No había recepción, solamente un pequeño mostrador en la esquina del amplio pasillo. Sobre el mostrador había un timbre solitario y un letrero en la pared junto al timbre que decía: «Llamen». El mensajero miró a su alrededor y vio las muchas puertas cerradas de la pensión. Luego miró el telegrama, que iba dirigido a Dolly Hawthorne. En una de las habitaciones había un fonógrafo encendido, y oyó reír y hablar a dos mujeres jóvenes y a dos hombres. Al cabo de un momento un hombre de unos cuarenta años salió de una de las habitaciones y se quedó en la puerta hablando con una joven a quien solamente se le veía la cabeza. Luego la puerta se cerró deprisa y el hombre bajó las escaleras. Homer pulsó el timbre del mostrador. La puerta que acababa de cerrarse se volvió a abrir y la chica dijo levantando la voz:

—Ya voy.

Cuando apareció la chica, el mensajero se quedó asombrado de que fuera tan joven y tan guapa. No parecía muy distinta de Mary o de Bess.

—Telegrama para Dolly Hawthorne —dijo Homer.

—Ahora no está. ¿Lo puedo firmar por ella?

—Sí, señora.

La joven firmó el telegrama y se quedó mirando a Homer con curiosidad.

—Espera un momento, ¿quieres?

Se fue corriendo por el pasillo hasta otra habitación. Mientras ella no estaba, un hombre subió las escaleras y se detuvo ante el mostrador. Él y Homer se miraron varias veces. Cuando la chica regresó corriendo y vio al hombre, cogió a Homer de la mano y lo llevó a la habitación de la que había salido la primera vez. La habitación tenía un olor extraño que el mensajero no había olido nunca antes.

La joven le dio una carta al mensajero.

—¿Puedes mandarme esta carta? —Miró a los ojos al mensajero—. Es muy importante, es para mi hermana. Llévala a la oficina de correos: por correo aéreo, entrega especial, certificada. En la carta hay dinero. No tengo sellos. —La joven se detuvo un momento para que Homer pudiera tener tiempo de entender lo importante que era que enviara la carta de la forma adecuada.

Por alguna razón que no entendía, el mensajero se encontró mal. Era la misma clase de malestar que había sentido en casa de la mujer mexicana a quien le habían matado un hijo en la guerra.

—Sí, señora —dijo Homer—. Llevaré la carta a la oficina de correos. Por correo aéreo, entrega especial, certificada.

—Ten un dólar. Ponte la carta en la gorra. Que no la vea nadie. No le hables a nadie de esto.

—Sí, señora. No se lo diré a nadie. —Se metió la carta en la gorra—. La llevaré directamente a la oficina de correos. Luego le traigo el cambio.

—No, no vuelvas. ¡Va, date prisa! Y recuerda: que no se entere nadie.

—Tranquila —dijo Homer, y salió de la habitación.

Llegó a las escaleras justo cuando la chica estaba llegando junto al hombre del mostrador. En el primer rellano de la escalera Homer se encontró cara a cara con una mujer enorme y elegante de unos cincuenta o cincuenta y cinco años de edad. La mujer se detuvo al ver al mensajero y sonrió.

—¿Telegrama para mí? —dijo—. ¿Para Dolly Hawthorne?

—Sí, señora —dijo Homer—. Lo he dejado arriba.

—Buen chico —dijo Dolly Hawthorne. Miró un momento a Homer y dijo—: Eres nuevo, ¿verdad? Oh, conozco a todos los chicos. Son todos muy amables y simpáticos, los de Western Union y los de Postal Telegraph. Todos me tratan bien y yo los trato bien a ellos. —Dolly Hawthorne abrió un bolso de aspecto caro con joyas incrustadas y sacó unas cuantas tarjetas de visita—. Ten —dijo. Y le dio unas veinte tarjetas a Homer—. Con esto de los telegramas vas a muchos sitios. Bares y sitios por el estilo. Tú deja una tarjeta en cada bar antes de salir. Déjala cerca de gente que viaje, soldados o marineros que puedan necesitar una habitación para pasar la noche. Con esta guerra tan terrible, tenemos que intentar hacer felices a nuestros chicos mientras los tengamos con nosotros. Nadie sabe mejor que yo lo solo que puede sentirse un soldado, sin saber nunca qué va a pasar ni si al día siguiente va a estar vivo o muerto.

—Sí, señora —dijo Homer. Siguió bajando las escaleras hasta la calle y Dolly Hawthorne reanudó su ascenso a la pensión Bethel.