La señora Macauley
La señora Macauley tenía la mesa de la cocina puesta para uno y estaba esperando a que su hijo Homer bajara a desayunar. Estaba poniendo un cuenco de avena cuando el chico entró en la cocina. Le bastó con mirarlo un momento para saber que la extraña experiencia del sueño de la noche anterior seguía pesando en él. Aunque el chico tal vez no supiera que había estado llorando en sueños, su espíritu parecía silencioso igual que es silencioso el espíritu de un hombre desconsolado. Incluso su voz parecía más profunda y amable.
—No quería dormir hasta tan tarde —dijo—. Son casi las nueve y media. ¿Qué ha pasado con el despertador?
—Estás trabajando duro —dijo la señora Macauley—. También tienes que descansar.
—No estoy trabajando tan duro. Además, mañana es domingo.
El chico dijo su oración matinal, aunque esta vez pareció el doble de larga que de costumbre. Luego cogió la cuchara y estaba a punto de empezar a comer cuando se detuvo y examinó la cuchara de un modo extraño. Miró a su madre, que estaba ocupada en el fregadero.
—¿Mamá?
—¿Sí, Homer?
—Anoche no hablé contigo al llegar a casa porque pasó lo que tú dijiste. No podía hablar. Estaba de camino a casa cuando de pronto me eché a llorar. Ya sabes que nunca lloraba cuando era pequeño ni cuando tenía problemas en la escuela. Siempre me daba vergüenza llorar. Ulysses tampoco llora nunca. Pero anoche no pude evitarlo, y ni siquiera recuerdo si me daba vergüenza. Creo que no. Y tampoco pude venir directamente a casa. Fui en bicicleta hasta Ithaca Wine y luego crucé la ciudad hasta la escuela. De camino hacia allí pasé por delante de una casa donde una gente había estado celebrando una fiesta por la tarde y la casa estaba a oscuras. Yo les había llevado un telegrama. Ya sabes qué clase de telegrama. Luego volví a la ciudad y recorrí todas las calles mirándolo todo: todos los edificios, todos los lugares que he conocido toda mi vida, todos llenos de gente. Y entonces vi por fin realmente Ithaca y conocí realmente a la gente que vive en Ithaca. Me dieron pena todos ellos e incluso recé para que no les pasara nada. Después de eso dejé de llorar. Yo pensaba que los hombres dejaban de llorar cuando se hacían mayores, pero parece que es entonces cuando uno empieza, porque es entonces cuando uno empieza a darse cuenta de todo. —Se interrumpió un momento y su voz se volvió todavía más sombría—. Casi todo lo que descubre un hombre es malo o triste. —Esperó un momento a que su madre le dijera algo, pero ella no dijo nada ni tampoco dejó sus tareas—. ¿Por qué pasa eso? —dijo.
La señora Macauley empezó a hablar, todavía dándole la espalda:
—Ya lo descubrirás por ti mismo. Nadie te lo puede explicar. Todos los hombres lo descubren por ellos mismos, cada uno a su manera, porque todos los hombres son el mundo.
—¿Por qué lloré? Y después de dejar de llorar, ¿por qué no podía hablar? ¿Por qué no tenía nada que decir, nada que decirle a nadie? Ni a ti ni a mí mismo.
—La pena. Supongo que fue la pena lo que te hizo llorar. Un hombre no es un hombre de verdad si no tiene pena. Si a un hombre no le ha hecho llorar el dolor del mundo solamente es medio hombre, y en el mundo siempre habrá dolor. Saber esto no quiere decir que un hombre tenga que desesperar. Un buen hombre busca que las cosas le causen dolor. Un hombre necio ni siquiera verá el dolor, salvo en sí mismo. Y el pobre desgraciado que sea un mal hombre infligirá más dolor a las cosas y lo extenderá donde quiera que vaya. Pero ninguno tiene culpa, me temo, porque ninguno pidió venir aquí y ninguno vino sin antecedentes, ninguno salió de la nada. Salieron de otras personas. La verdad es que no creo que los malos sepan que son malos. Es sólo que tienen mala suerte. Cómete el desayuno como un jovencito sensato.
De pronto el chico sintió que podía comer.