Capítulo 25

El señor Ara

Uno a uno los miembros de la Sociedad Secreta de August Gottlieb regresaron tras su huida del anciano Henderson y se reunieron delante de la Tienda de Ara a esperar la llegada de su líder. Por fin el gran hombre fue divisado por sus devotos seguidores viniendo por el callejón y trayendo de la mano a Ulysses Macauley. Los miembros de la Sociedad esperaron en silencio a que llegara el líder, que pronto estuvo entre ellos. Todos los seguidores escrutaron la cara del líder y luego el que se llamaba Alf Rife dijo:

—¿Has cogido un albaricoque, Auggie?

El líder miró a aquel descreído y dijo:

—No hace falta que lo preguntes. Ya me has visto en el árbol. Ya sabes que he cogido un albaricoque.

Ahora todos los miembros hablaron al unísono (todos, es decir, salvo Lionel, que no era miembro). Y dijeron con gran admiración:

—Déjanos verlo, Auggie. Déjanos ver el albaricoque.

El pequeño Ulysses lo vio todo, todavía no muy seguro de los misteriosos valores presentes en aquello, pero aun así convencido de que fueran cuales fueran aquellos valores probablemente eran más importantes que cualquier otra cosa del mundo: por lo menos en aquel momento.

—A ver el albaricoque que has robado, Auggie —dijeron de nuevo los miembros de la Sociedad—. Venga, déjanos verlo.

August Gottlieb hurgó tranquilamente en el bolsillo de sus vaqueros, sacó un puño cerrado y extendió el brazo hacia delante. Cuando todo el mundo guardó el debido silencio respetuoso, August Gottlieb abrió el puño.

En la palma de la mano tenía un albaricoque pequeño y verde del tamaño de un huevo de codorniz.

Los seguidores del gran líder religioso sonrieron al ver el objeto milagroso que tenía en la palma de la mano y Lionel —el más amable de todos, aunque no fuera un miembro genuino de la secta religiosa— levantó a Ulysses para que él también pudiera ver el pequeño objeto verde. Después de ver el albaricoque verde, Ulysses se escurrió, bajó al suelo y echó a correr a casa, no decepcionado, simplemente ansioso por contárselo a alguien.

Entonces salió de su tienda el señor Ara en persona, el hombre que había fundado la Tienda de Ara en el vecindario de Ithaca, California, hacía siete años. Era un hombre alto, de cara delgada, melancólico pero cómico, que llevaba un delantal blanco de verdulero por encima de un sobrio traje. Se quedó un momento en el pequeño porche de la tienda mirando al nuevo mesías y a sus discípulos y escuchando sus manifestaciones de adoración hacia la Imagen Sagrada.

—¡Tú, Auggie! —dijo—. ¡Tú, Shag! ¡Nickie! ¡Tú, Alf! ¡Lionel! ¿Cómo llamáis a esto? ¿El Congredso de Estados Unidos en Wadsington? Id a otro sitio a celebrar vuestras importantes reuniones. Esto es una tienda, no el Congredso.

—Oh, claro, señor Ara —dijo August Gottlieb—. Vamos al solar del otro lado de la calle. ¿Quiere ver un albaricoque?

—¿Tienes un albarricoque? —dijo el tendero—. ¿De dónde lo habéis sacado?

—De un árbol. ¿Quiere verlo?

—Todavía no hay albarricoques. Los habrá dentro de dos medses. En mayo.

—Éste es un albaricoque de marzo —le dijo el líder de los derviches giratorios al tendero. Volvió a abrir el puño, revelando aquel objeto pequeño, verde y duro—. Mírelo, señor Ara —dijo Auggie, luego hizo una pausa—. Bonito, ¿verdad?

—Muy bien, muy bien —dijo el señor Ara—. Bonito. Un albarricoque fantástico. Ahorra irros a celebrar el Congredso de Estados Unidos en Wadsington a otra parte. Es sábado. Tengo la tienda abierta. No me abarrotéis una tienda tan pequeña a primerra horra de la mañana. Dadme una oportunidad. Me adsustáis a los clientes, largaos.

—Muy bien, señor Ara —dijo Auggie—, no le abarrotaremos la tienda. Nos vamos al otro lado de la calle. Vamos, chicos.

El señor Ara contempló la pequeña migración de fanáticos religiosos. Estaba a punto de volver a entrar en la tienda cuando un niño que se le parecía salió de la tienda y fue a su lado.

—¿Papá?

—¿Sí, John?

—Dame una manzana —le dijo el chico al hombre. Hablaba en tono serio, casi triste.

El padre cogió al hijo de la mano y los dos juntos entraron en la tienda y fueron al mostrador donde la fruta fresca estaba colocada en montones.

—¿Una mandsana? —le dijo el padre al chico. Cogió una manzana del montón, la mejor manzana del montón, y se la dio al chico—. Aquí tienes, una mandsana.

El padre se puso tras el mostrador de su tienda a esperar a los clientes y entretanto a vigilar a su hijo, que era seguramente un chico tan melancólico como él, aunque se llevaran por lo menos cuarenta años. El hijo dio un mordisco enorme a la manzana, masticó despacio, tragó y por un momento pareció pensar en todo ello. La manzana no hacía feliz al chico. La dejó sobre el mostrador delante de su padre y luego levantó la vista hacia el hombre. Allí estaban, en Ithaca, California, a más de diez mil kilómetros del que había sido durante siglos su hogar en el mundo. Era natural que hubiera melancolía en ambos, pero nadie podía saber a ciencia cierta si no estarían sintiendo la misma soledad de vivir todavía en su tierra natal, a diez mil kilómetros. El hijo del dueño estaba allí en la tienda y su padre se lo quedó mirando: miró a aquel niño que tenía su cara, que tenía sus ojos y que probablemente más allá de los ojos tenía su mismo carácter. Se trataba del mismo hombre pero más joven. El padre cogió la manzana rechazada, le asestó un mordisco enorme y crujiente y se quedó allí masticando y tragando. Podría haber sido el trágico Lear en personaba juzgar por la rapidez y el estruendo de su estentórea masticación. Una manzana era algo demasiado bueno para dejar que se echara a perder, y era por eso que si su hijo no se la quería comer, entonces se la comería él, aunque no le gustaran las manzanas ni su sabor. Continuó mordiendo la manzana, masticando y tragando como si estuviera pronunciando un soliloquio dramático. Por fin, sin embargo, le resultó un poco demasiado: la manzana era un poco demasiado grande. Iba a ser necesario que una parte se echara a perder. De forma temeraria y tal vez con cierto pesar, tiró lo que quedaba de manzana al cubo de basura.

El hijo volvió a hablar:

—¿Papá?

—¿Sí, John?

—Dame una naranja.

El padre eligió la mejor naranja del montón y se la dio al chico.

—¿Una narranja? Muy bien, una narranja.

El niño hincó los dientes en la piel de la naranja y continuó pelándola con los dedos, trabajando al principio despacio pero con eficacia y al cabo de un momento acelerando su esfuerzo con tanta intensidad que incluso el padre empezó a sentir, seguramente igual que el hijo, que debajo de la piel de aquel simple fruto de un árbol no iba a haber simplemente la pulpa de una naranja, sino la satisfacción total de su corazón. El niño dejó las mondas de la naranja en el mostrador delante del hombre, partió la fruta por la mitad, peló una parte, se la metió en la boca, masticó y se la tragó. Pero ay, no. Era ciertamente una naranja, pero no era la satisfacción total del corazón. El hijo esperó un momento y por fin dejó el resto de la naranja delante de su padre. De nuevo el padre retomó la tarea inacabada y se puso en silencio a intentar acabarla. Pero pronto llegó a su límite y poco menos que media naranja acabó en el cubo de la basura.

—¿Papá? —dijo el chico al cabo de un momento, y de nuevo el padre replicó:

—¿Sí, John?

—Dame una chocolatina.

—¿Una chocolatina? Muy bien, una chocolatina.

El padre fue a la vitrina de los dulces y eligió la chocolatina más popular de cinco centavos. El chico examinó aquella sustancia manufacturada, le quitó el papel de cera, dio un mordisco enorme al caramelo recubierto de chocolate y nuevamente se puso a masticar y a tragar. Pero otra vez resultó que allí no había nada especial. Solamente caramelo, dulce, sí, pero nada más, nada de nada. Una vez más el niño le devolvió al padre otra sustancia del mundo que no había conseguido contentarlo. El padre aceptó pacientemente la responsabilidad de evitar que se echara a perder. Cogió la chocolatina, empezó a morderla y cambió de opinión. Se dio la vuelta y tiró la chocolatina al cubo de la basura. Se sentía irritado, y en su interior maldijo a varias personas situadas a diez mil kilómetros de distancia que en el pasado le habían parecido gente inhumana, o por lo menos ignorante. «¡Esos perros!», se dijo.

—¿Papá?

—¿Sí, John?

—Dame un plátano.

Esta vez el padre suspiró pero no perdió la fe.

—¿Un plátano? Muy bien, un plátano. —Examinó el manojo de plátanos que colgaba sobre los montones de fruta hasta que descubrió el que le pareció el más maduro y el más dulce de todos. Separó aquel plátano del resto y se lo dio al niño.

Por fin entró un cliente en la tienda. El cliente era un hombre al que el señor Ara no había visto nunca. El tendero y el cliente se saludaron con la cabeza y luego el cliente dijo con un acento bastante particular:

—¿Tiene galletas?

—¿Galietas? —dijo el tendero en tono solícito—. ¿Qué cladse de galietas quierre?

Entró otro cliente en la tienda. Se trataba de Ulysses Macauley. Se quedó a un lado, escuchando y mirando, esperando su turno.

—Galletas con pasas dentro —le dijo el hombre al tendero.

—¿Galietas con padsas dentro? —dijo el tendero. Aquello era un problema—. Galietas con padsas dentro —repitió, casi en un susurro—. Galietas con padsas dentro —repitió una vez más.

El tendero escrutó la tienda. El hijo del tendero dejó el plátano sobre el mostrador delante de su padre, rechazado.

—¿Papá?

El padre miró al niño y habló en tono apresurado:

—Me pides una mandsana y te la doy. Me pides una narranja y te la doy. Me pides una chocolatina y te la doy.

Me pides un plátano y te lo doy. ¿Qué quierres ahorra?

—Galletas —dijo el chico.

—¿Qué cladse de galietas? —le dijo el padre al chico, sin olvidarse del cliente, y de hecho, dirigiéndose al cliente, pero al mismo tiempo dirigiéndose a su hijo, y al mismo tiempo dirigiéndose a todo el mundo, a todas partes, a todo el mundo que quería cosas.

—Galletas con pasas dentro —dijo el niño.

Conteniendo la furia, el padre respondió a su hijo casi entre dientes, pero en lugar de mirar a su hijo estaba mirando al cliente:

—No tengo galietas —susurró—. De ninguna cladse. ¿Por qué quierre galietas? Tengo de todo menos galietas. ¿Qué galietas? ¿Qué quierre?

—Galletas —dijo pacientemente el hombre—. Son para un niño.

—No tengo galietas —repitió el tendero—. Y yo también tengo un niño. —El tendero señaló a su hijo—. Le doy mandsanas, narranjas, chocolatinas, plátanos, un montón de codsas buenas. —Miró al cliente a los ojos, y casi como si estuviera furioso, le volvió a decir—: ¿Qué quierre?

—El hijo de mi hermano —dijo el cliente—, tiene la gripe. Llora y pide galletas. «Galletas con pasas dentro», dice.

Pero todo el mundo vive su propia vida y todas las vidas tienen su propio tema, así que el hijo del tendero miró a su padre y dijo:

—¿Papá?

Esta vez el padre se negó a mirar siquiera al niño. En cambio, miró al hombre que tenía un sobrino enfermo y quería galletas con pasas dentro. Miró al hombre con expresión comprensiva, apiadándose de él, y sin embargo con una especie de ira campesina, no hacia el hombre sino hacia el mundo entero, hacia la enfermedad, hacia el dolor, hacia la soledad y hacia el corazón que quiere lo que no puede tener. El tendero estaba furioso consigo mismo porque aunque había fundado aquella tienda de comestibles en Ithaca, California, a diez mil kilómetros de su tierra, no tenía galletas con pasas dentro, no tenía lo que quería el niño enfermo. El tendero señaló a su hijo y le dijo al hombre:

—Mandsanas —dijo el tendero—, narranjas, chocolatinas y plátanos, pero no galietas. Éste es mi hijo. Tiene tres años. No está enfermo. Quierre muchas codsas. Yo no sé qué quierre. Nadie sabe lo que quierre. Simplemente quierre. Mirra a Dios y didse: dame esto, dame aquello, pero nunca está satisfecho. Siempre quierre más. Nunca está contento. Y el pobre Dios no tiene nada parra una tristedsa así. Nos lo da todo: el mundo, la luz del sol, la madre, el padre, el hermano, la hermana, los tíos, los primos, la cadsa, la granja, la codsina, la medsa, la cama… El pobre Dios lo da todo, perro nadie está feliz. Todo el mundo es como edse niño enfermo de gripe. Todo el mundo me pide galietas, y con padsas dentro. —El tendero se interrumpió un momento para suspirar profundamente. Cuando soltó el aire, dijo al cliente en voz muy alta—: No hay galietas con padsas dentro.

El tendero empezó a moverse con impaciencia y con una furia que resultaba casi majestuosa. Primero cogió una bolsa de papel y la abrió bruscamente. Luego empezó a echar cosas dentro de la bolsa.

—Aquí va una narranja, fantástica. Aquí una mandsana, marravillodsa. Y un plátano, riquídsimo. —Luego, amablemente, y con una gran cortesía y una piedad sincera hacia aquel hombre y hacia su sobrino enfermo, el tendero le dio la bolsa al cliente—. Llévedselo al niño. No me pague. No quiero dinerro —y nuevamente dijo en voz muy baja—: No tengo galietas con padsas dentro.

—Llora —dijo el hombre—. Se encuentra muy mal. Y dice: «Galletas con pasas dentro». Muchas gracias, pero ya le hemos dado al niño manzanas, naranjas y esas cosas. —El hombre dejó la bolsa sobre el mostrador—. El niño dice: «Quiero galletas con pasas dentro». Las manzanas y las naranjas no le sirven. Lo siento, voy a probar en la franquicia. Tal vez ellos tengan galletas con pasas dentro.

—Muy bien, amigo —murmuró el tendero—. Vaya a ver en la franquidsia, pero ellos tampoco tienen galietas con padsas dentro. Nadie tiene.

Casi con timidez, el desconocido salió de la tienda. Durante un minuto largo el tendero se quedó detrás del mostrador mirando a su hijo. De pronto empezó a hablar su idioma, el armenio:

—El mundo se ha vuelto loco —dijo—. Solamente en Rusia, muy cerca de nuestra tierra, nuestro hermoso y pequeño país, millones de personas, millones de niños pasan hambre todos los días. Pasan frío, viven de forma patética, descalzos. Van por ahí, sin un sitio para dormir. Rezando por un trozo de pan seco, por un sitio donde acostarse para descansar, por una noche de sueño tranquilo. ¿Y nosotros qué? ¿Qué hacemos nosotros? Aquí estamos en Ithaca, California, en este país maravilloso, América. ¿Y qué hacemos? Llevamos ropa buena. Nos ponemos zapatos buenos todos los días cuando nos levantamos de la cama. Caminamos por la calle sin que venga nadie armado ni nadie se dedique a quemar nuestras casas ni a asesinar a nuestros hijos, a nuestros hermanos ni a nuestros padres. Vamos de excursión al campo en automóvil. Comemos la mejor comida. Todas las noches nos vamos a la cama y dormimos, ¿y cómo nos sentimos? Descontentos. A pesar de todo estamos descontentos —el tendero le gritó aquella asombrosa verdad a su hijo, lleno de un amor terrible hacia el niño—. Manzanas —dijo—, naranjas, chocolatinas, plátanos… Por el amor de Dios, hijo, ¡no hagas eso! Aunque yo lo haga, tú eres mi hijo y por tanto eres mejor que yo y no tienes que hacerlo. ¡Sé feliz! ¡Sé feliz! Yo soy infeliz, pero tú tienes que ser feliz. —Señaló la puerta trasera de la tienda que daba a la casa, y obedientemente, con cara muy sombría, el niño salió de la tienda y entró en la casa.

El tendero estuvo un momento intentando recobrar la compostura. Por fin le pareció que estaba lo bastante tranquilo como para hablar con calma con el cliente que quedaba en la tienda, Ulysses Macauley. Se dirigió al niño y trató de mostrarse jovial. Incluso sonrió.

—¿Qué quierres, pequeño Ulydses?

—Sémola de maíz.

—¿Qué cladse de sémola de maíz?

—H-O.

—Hay dos cladses de H-O, pequeño Ulydses. La normal y la de cocsión rápida. Dos cladses. Lenta y rápida. La antigua y la nueva. ¿De qué cladse la quierre tu madre, pequeño Ulydses?

Ulysses lo pensó un momento y luego dijo:

—H-O.

—¿De la vieja o de la nueva?

Pero el niño no lo sabía, así que el tendero decidió por él:

—Muy bien, pues de la nueva, la más moderna. Diedsiocho centavos, por favor, pequeño Ulydses.

Ulysses abrió el puño y extendió el brazo hacia el tendero, que cogió la moneda de veinticinco centavos que el niño tenía en la mano. El tendero le dio el cambio a Ulysses y le dijo:

—Diedsiocho centavos, diedsinueve, veinte y veinticinco. Gradsias, pequeño Ulydses.

—De nada, señor Ara —dijo Ulysses. Cogió el paquete de maicena y salió de la tienda. Era muy difícil entender nada. Primero los albaricoques en el árbol, luego las galletas con pasas dentro y por último el tendero hablando a su hijo en un idioma extraño, pero a pesar de todo había sido emocionante. En la calle el niño hizo chocar los talones en el aire como hacía siempre que estaba contento y echó a correr hacia su casa.