La pesadilla
Homer Macauley estaba por fin en la cama, dando vueltas. Soñaba que estaba corriendo los doscientos metros vallas otra vez, pero que cada vez que tenía que saltar una valla, Byfield estaba allí para detenerlo. Él saltaba de todos modos y los dos rodaban por el suelo. En cada valla a saltar estaba Byfield. Por fin la herida de la pierna de Homer se hizo tan dolorosa que cuando intentó echar a correr se cayó. Se puso en pie y atizó a Byfield en la boca. Y le gritó:
—¡No puede detenerme! ¡No puede detenerme, ni en las vallas bajas ni en las altas ni en ninguna clase de vallas!
Echó a correr una vez más, cojeando al principio y recuperándose enseguida, pero la siguiente valla tenía una altura inhumana, dos metros y medio. A pesar de todo, Homer Macauley, tal vez el hombre más ilustre de Ithaca, California, la saltó con un estilo perfecto.
A continuación en el sueño se vio vestido de uniforme y pedaleando a toda prisa en su bicicleta por una callejuela. De pronto Byfield apareció en su camino. Pero Homer avanzó hacia el hombre más deprisa que nunca.
—¡Se lo dije: no puede usted detenerme! —Tiró del manillar hacia arriba y la bicicleta empezó a elevarse y a volar. Voló directamente por encima de la cabeza de Byfield y aterrizó suavemente al otro lado de él. Y, sin embargo, nada más posarse de nuevo en el pavimento, ¡Byfield volvía a estar delante de él! Nuevamente la bicicleta se elevó sobre la calle y pasó por encima del hombre. Pero esta vez se quedó en el aire, flotando a unos seis metros encima de la cabeza de Byfield. El hombre seguía en la calle, asombrado y disgustado.
—¡No puedes hacer eso! —gritó—. ¡Estás violando la ley de la gravedad!
—¿Qué me importa la ley de la gravedad? —le gritó Homer al hombre que estaba en la calle—. ¿O la ley de los promedios? ¿O la ley de la oferta y la demanda, o cualquier otra ley? ¡No puede detenerme! Mugre y podredumbre, no tengo tiempo para vosotros. —El mensajero siguió pedaleando por el vacío, dejando a aquel hombre feo a solas en la calle, en la mayor situación de inferioridad que uno pudiera imaginar.
Ahora Homer voló alto, entre nubes oscuras. Mientras el mensajero pedaleaba por el cielo, vio salir de una nube oscura a otro ciclista con un uniforme de mensajero muy parecido al suyo pero que iba mucho más deprisa que él. El segundo mensajero, era extraño, parecía ser el mismo Homer, pero al mismo tiempo parecía ser alguien a quien Homer temía. Homer salió disparado detrás del segundo mensajero para averiguar quién era en realidad.
Los dos ciclistas recorrieron una larga distancia antes de que Homer empezara a acortar distancias. De pronto el otro mensajero se dio la vuelta y Homer se quedó asombrado de lo mucho que se le parecía, a pesar de lo cual no cabía ninguna duda, no solamente en materia de apariencia sino también de sensaciones, de que era el mensajero de la Muerte, mucho más veloz ahora que nunca. Muy a lo lejos vio las luces solitarias de la ciudad y las calles y las casas solitarias. Homer estaba decidido a adelantar al otro mensajero, a evitar que se acercara a su ciudad. No había nada en el mundo más importante que impedir que aquel mensajero llegara a Ithaca.
Los dos ciclistas corrieron con empeño y de forma limpia, sin trucos de ninguna clase. Los dos se estaban cansando, pero por fin Homer alcanzó al otro y empezó a llevarlo lejos de Ithaca. Luego, con un acelerón repentino, el otro mensajero se alejó y dio media vuelta hacia la pequeña ciudad. Profundamente decepcionado consigo mismo pero todavía pedaleando con toda su voluntad, Homer vio que el otro mensajero ponía rumbo a Ithaca y lo dejaba a él muy atrás. Ahora Homer ya no podía pedalear. Ya no le quedaba energía con que perseguir al mensajero de la Muerte. El chico casi se desmayó montado en su bicicleta, que empezó a caer, y se puso a gritarle al otro mensajero:
—¡No vayas a Ithaca! ¡Déjalos en paz!
En la casa de Santa Clara Avenue el hermano pequeño del soñador, Ulysses, se colocó junto a Homer y escuchó. Luego cruzó la casa a oscuras hasta la cama de su madre y la zarandeó. Cuando la madre se incorporó, él le cogió la mano y los dos caminaron sin decir una palabra hasta la cama de Homer. La señora Macauley escuchó un momento a su hijo, luego volvió a meter en la cama a Ulysses, lo arropó y se sentó al lado del chico lloroso. Le habló en voz muy baja:
—Tranquilo, Homer. Descansa. Estás muy cansado. Tienes que descansar. Duerme. Duerme en paz. —Los sollozos del mensajero empezaron a remitir y pronto su expresión preocupada se desvaneció—. Duerme —dijo su madre—. Duerme en paz.
El chico se quedó dormido. La madre miró a su hijo menor, que también se había quedado dormido. Luego le pareció ver en el rincón de la habitación a Matthew Macauley de pie, mirando, sonriente. Se levantó sin hacer ruido, cogió el despertador y regresó a su habitación.
El sueño del mensajero se desplazó del reino del terror negro al reino de la luz y la paz. Homer Macauley, en su nuevo sueño, se encontró a sí mismo tumbado de espaldas bajo una higuera y junto a un arroyo. «Esto», se dijo a sí mismo, «debe de ser aquella parte de Riverview donde vi la higuera junto al arroyuelo, debajo de aquel sol que brillaba con una especie de risa que provocaba que todas las cosas rieran. Recuerdo este sitio. Fue el verano pasado y Marcus y yo vinimos aquí a nadar y luego nos sentamos en la orilla del río y hablamos de lo que haríamos en la vida». Y ahora, consciente de lo agradable que era el sitio al que había llegado y sintiendo la calidez de sus recuerdos, se desperezó cómodamente sobre la hierba que crecía al pie del árbol. Y se olvidó por completo de que estaba dormido.
Llevaba la misma ropa vieja que aquel día de verano con su hermano Marcus. Delante de él, clavada en la tierra blanda, vio la caña de pescar, pero aquello no procedía del mismo día de verano, sino de una ocasión muy, muy lejana. Ahora, mucho más allá de la espesura de hierba y ramas, Homer Macauley vio a la hermosa Helen Eliot, descalza como él, vestida con un sencillo vestido de tela de algodón a cuadros y andando hacia él por un caminillo. «Ésa es Helen Eliot», se dijo a sí mismo. «Ésa es la chica a la que quiero.» Se incorporó a medias, sonriente, miró cómo caminaba y por fin se puso en pie y fue a darle la bienvenida. Sin decir una palabra, y con algo parecido a la solemnidad, Homer cogió a la chica de la mano y los dos caminaron juntos hasta la higuera. Luego él se quitó la camisa y los pantalones y se zambulló en el agua dulce. La chica fue detrás de un arbusto y allí se quitó el vestido. Homer la vio acercarse a la orilla, quedarse allí un momento y luego tirarse al agua. Estuvieron nadando juntos en aquellas aguas que fluían plácidamente y luego salieron juntos para acostarse en la arena bajo el sol y quedarse dormidos.