El atracador
A solas en la oficina de telégrafos, el señor Grogan, que una vez fue joven, que una vez fue el telegrafista más rápido del mundo, empezó lentamente a dar cuenta del trabajo pendiente que tenía sobre la mesa. Estaba silbando para sus adentros un tema musical que se le había quedado en la memoria durante su juventud. Mientras el anciano hacía su trabajo, Thomas Spangler, recién llegado del bar de Corbett y ligeramente bajo los efectos del alcohol y de una felicidad medio aturdida y medio solemne, entró en la oficina y fue a su mesa. Echó un vistazo al viejo telegrafista, pero no dijo nada. Tenían un entendimiento. Muy a menudo no era ningún problema pasar una hora o dos en el trabajo sin intercambiar una palabra. Spangler levantó su huevo de la suerte de encima de un montón de telegramas y examinó su asombrosa simetría. Luego volvió a dejarlo sobre el montón de telegramas y, recordando a la joven con agrado, hizo un mohín con los labios para hablar como ella.
—Tú me quieres, ¿verdad?
El viejo telegrafista echó un vistazo al director de la oficina.
—¿Qué has dicho, Tom?
—Willie, ¿qué pensarías tú de una joven que cada vez que te ve te dice: «Tú me quieres, ¿verdad?»?
—Me preguntaría cómo demonios lo ha descubierto.
—A mí me pasa lo mismo. —Spangler se frotó la cara como para deshacerse de su felicidad y luego dijo—: ¿Algo se mueve esta noche?
—Todo como siempre, salvo por la lluvia.
—¿Y qué tal el nuevo mensajero? ¿Está bien?
—Es el mejor que he visto. ¿Qué piensas tú de él?
—Me gustó desde el momento en que vino y me pidió trabajo —dijo Spangler. «¿Tú me quieres, verdad?» No podía olvidar la forma extraordinaria en que Diana Steed había pronunciado aquella frase—. Ya puedes irte a casa, Willie. Voy a cerrar la oficina. Me queda un poco de trabajo por hacer.
—¿A casa? —dijo el señor Grogan—. Si no te importa, Tom, me gustaría sentarme un rato y estar contigo. No tengo nada que hacer después del trabajo más que dormir, y no puedo dormir. Supongo que tengo miedo.
—No hay por qué tener miedo, Willie. Yo no podría hacer nada en esta oficina sin ti. Vas a llegar a los cien años y vas a trabajar hasta el último día de tu vida.
—Gracias —dijo el viejo telegrafista. Hizo una pausa y luego dijo en voz baja—: Esta noche he tenido otro pequeño ataque. Nada serio. He pasado un rato notando que se acercaba. El chico estaba aquí. Lo he mandado a por la medicina. Se supone que tengo que ir todos los días al médico, pero me da miedo ir. Y se supone que tengo que descansar.
—Los médicos no lo saben todo, aunque tal vez sí que tendrías que descansar un poco.
—Oh, ya descansaré, Tom, voy a dormir el sueño eterno.
—Ve a la esquina, al bar de Corbett, y tómate una copa. Escucha la pianola. Vuelve y hablaremos de los viejos tiempos, de Wolinsky y de Tomlinson y del viejo Davenport. De Harry Bull, el técnico de mantenimiento de cables, de Fred McIntyre el loco y del maravilloso Jerry Beattie. Vete, Willie. Tómate una copa y cuando vuelvas charlamos de los viejos tiempos.
—Tengo prohibido beber, Tom.
—Ya sé que lo tienes prohibido, pero también sé que te gusta, y lo que le gusta a un hombre a veces es más importante que lo que tiene permitido, así que ve y tómate una copa.
—Muy bien, Tom —dijo el señor Grogan, y salió de la oficina.
Había un joven que llevaba tres o cuatro minutos pasando una y otra vez por delante de la oficina y mirando el interior. Por fin entró y fue al mostrador. Spangler lo vio y salió a atenderlo.
—¿Cómo estás? —dijo Spangler, recordando al joven—. Pensaba que ya estarías a medio camino de Pennsylvania. Tu madre te envió el dinero. No hacía falta que volvieras a pagarme.
—No he vuelto a pagarle —dijo el joven—. He venido a por más, y tampoco he venido a mendigarlo. He venido a cogerlo.
—Pero ¿qué te pasa? —dijo Spangler.
—Esto es lo que me pasa —dijo el joven. Sacó un revólver del bolsillo derecho del abrigo y lo sostuvo con mano temblorosa. Spangler, todavía un poco borracho, no pudo entender—. Vamos. Déme todo el dinero que tenga en este sitio. Todo el mundo está matando a todo el mundo, así que no me importa matarlo a usted. Ni tampoco me importa que me maten. Estoy nervioso y no quiero problemas, así que déme todo el dinero y dése prisa.
Spangler abrió el cajón del dinero y sacó el dinero de los diversos compartimentos. Colocó el dinero, billetes, paquetes de monedas y monedas sueltas, sobre el mostrador, delante del chico.
—Te daría el dinero de todos modos —dijo Spangler—, pero no porque me estés apuntando con un arma. Te lo daría porque lo necesitas. Ten. Éste es todo el dinero que hay. Cógelo y luego coge un tren a casa. Vuelve con los tuyos. Yo no informaré del robo. Pondré el dinero de mi bolsillo. Aquí hay unos setenta y cinco dólares.
Esperó a que el chico cogiera el dinero pero el chico no lo tocó.
—Lo digo en serio —dijo Spangler—. Coge el dinero y vete. Lo necesitas. No eres ningún criminal y no estás tan enfermo como para no poder curarte. Tu madre te está esperando. Este dinero es un regalo que yo le hago. Si lo coges no serás un ladrón. Tú coge el dinero, guarda ese arma y vete a casa. Tira el arma en alguna parte, así te sentirás mejor.
El joven volvió a guardarse el arma en el bolsillo del abrigo. Luego se tapó la boca con la mano temblorosa que había estado sosteniendo el arma.
—Lo que tendría que hacer es pegarme un tiro —dijo.
—No digas locuras —dijo Spangler. Juntó todo el dinero y se lo dio al joven—. Ten. Aquí está todo el dinero que hay. Cógelo, vete a casa y ya está. Si quieres, deja el arma aquí conmigo. Ten tu dinero. Si necesitas usar un arma para conseguir dinero, entonces es tuyo. Sé cómo te sientes porque yo me he sentido igual. Todos nos hemos sentido igual. Los cementerios y las prisiones están llenos de buenos chicos norteamericanos que han tenido mala suerte y han vivido malas épocas. No son criminales. Ten —dijo con amabilidad—. Coge este dinero y vete a casa.
El joven se sacó el arma del bolsillo y se la pasó por encima del mostrador a Spangler, que la metió en el cajón del dinero.
—No sé quién es usted —dijo—, pero nadie me ha hablado nunca como me ha hablado usted. No quiero el arma y no quiero el dinero, y sí, me voy a casa. Vine hasta aquí gorreando el dinero y volveré gorreando. —Tosió un momento y luego dijo—: No sé de dónde ha sacado mi madre los treinta dólares. Sé que no le sobra el dinero. Una parte del dinero me lo he gastado en bebida, otra parte me la he jugado y…
—Ven aquí y siéntate —dijo Spangler.
Al cabo de un momento el joven fue a la silla contigua a la mesa de Spangler. Éste se sentó sobre la mesa.
—¿Cuál es el problema? —dijo.
—No lo sé exactamente —dijo el joven—. Tal vez tuberculosis. No estoy seguro. Si no la tengo, supongo que debería tenerla, tal como he estado viviendo. No me gusta quejarme. He tenido bastante mala suerte, pero sé que es culpa mía. Ahora me voy a marchar. Muchas gracias. Intentaré acordarme de usted algún día. —El joven se volvió para marcharse de la oficina.
—Espera un momento —dijo Spangler—. Siéntate. Tómatelo con calma. Ahora tienes tiempo de sobras. Vas a dejar de andarte con prisas. A partir de ahora, ve un poco más despacio. ¿Qué le interesa a un tipo como tú?
—No lo sé. No sé hacia dónde ir ni qué hacer cuando llegue, no sé qué creer, no sé nada. Mi padre era predicador, pero murió cuando yo tenía tres años. Simplemente no sé qué hacer. —Miró a Spangler—. ¿Qué hay que hacer?
—Nada en concreto. Cualquier cosa. No importa a qué se dedique un hombre. Cualquier trabajo honrado.
—Siempre he sido un tipo inquieto e insatisfecho. No sé por qué. Nada tiene sentido para mí. No me gusta la gente. No los quiero cerca de mí. No confío en ellos. No me gusta la forma en que viven ni la forman en que hablan ni las cosas en las que creen ni la forma en que se empujan los unos a los otros.
—Todo el mundo se siente así en un momento u otro de su vida.
—No es que no me entienda a mí mismo. Supongo que sí me entiendo. No tengo coartadas. Soy responsable de todo. Simplemente estoy cansado y harto y asqueado. No me interesa nada. El mundo entero se ha vuelto loco. No puedo vivir la clase de vida que quiero y no me apetece vivir ninguna otra. No es que quiera dinero ni que lo necesite. Sé que podría encontrar trabajo, sobre todo ahora. Pero no me gusta la gente a quien hay que pedirle trabajo. No es buena gente. No me gusta ser humilde con ellos, y no puedo dejar que nadie me humille. Probé algunos trabajos en York, Pennsylvania. Siempre acababa peleándome y me echaban. Tres o cuatro días, una semana o una semana y media. Lo más que me ha durado un trabajo ha sido un mes.
»En York intenté alistarme en el ejército porque pensé que podría estar bien, ir a alguna parte, tal vez que me mataran. Si en el ejército te dan órdenes al menos se supone que es por una causa medio decente. No sé si lo es realmente o no, pero por lo menos se supone que sí. Me rechazaron. No pasé la prueba física. No fueron solamente mis pulmones, también otras cosas. No me molesté en averiguar qué. —El joven empezó a toser de nuevo, pero esta vez se pasó casi un minuto tosiendo.
Spangler sacó un botellín del cajón de la mesa.
—Ten, da un trago de esto.
—Gracias —dijo el joven—. Bebo un poco demasiado, pero ahora me hace falta una copa. —Dio un trago de la botella, luego se la devolvió a Spangler—. Gracias —volvió a decir.
Spangler decidió que tenía que darle cuerda al joven para que siguiera hablando.
—¿Qué lees?
—Oh, de todo. Por lo menos cuando vivía en casa de mis padres. Mi padre tenía muchos libros, no solamente libros religiosos, también buenos autores. Mi favorito era William Blake. Tal vez conozca usted su obra. Leí todos los libros de mi padre, algunos dos veces, incluso hubo alguno que leí tres veces. Antes me gustaba leer, pero ya no. Ahora ni siquiera quiero mirar los periódicos. Ya conozco las noticias. Corrupción y asesinato por todas partes, todos los días, y no hay un solo hombre en el mundo que pueda hacer nada al respecto. —Apoyó la cabeza en las manos y continuó sin levantar la vista—. No puedo darle las gracias lo bastante por lo que ha hecho usted y por la clase de ser humano que es, pero tengo que decirle que si usted me hubiera tenido miedo o hubiera sido hostil le habría pegado un tiro. Ahora sé que no he entrado aquí armado en busca de dinero. No sé si me entenderá usted, pero he entrado aquí con un arma para averiguar de una vez por todas si el único hombre del mundo que he conocido alguna vez que ha sido decente con otro hombre por el mero hecho de serlo, porque era un hombre decente, lo era de verdad. He entrado para asegurarme de que no fuera un accidente. No me podía creer que alguien fuera decente de verdad porque eso invalidaba mis sentimientos hacia todo y hacia todo el mundo, la idea que he tenido desde hace tanto tiempo de que la especie humana es incorregible y corrupta, de que no hay en todo el mundo un solo hombre merecedor del respeto de otro hombre. Durante mucho tiempo he despreciado por igual al patético y al orgulloso, y de pronto, a miles de kilómetros de casa, en una ciudad extraña, he encontrado a un hombre decente. Eso me ha preocupado. Durante todo el día. No me lo podía creer. Tenía que averiguarlo. Quería que fuera cierto. Quería creerlo porque llevo años diciéndome: «Quiero conocer a un solo hombre no corrompido por el mundo para poder estar yo también no corrompido, y así poder vivir y creer». No estaba seguro la primera vez que nos vimos pero ahora sí. No quiero nada más de usted. Ya me ha dado todo lo que quiero. No me puede dar nada más. Yo sé que usted me entiende. Cuando me levante será para decir adiós. No tiene que preocuparse por mí. Me voy a mi casa con los míos. Esta enfermedad no me va a matar. Voy a vivir. Y ahora voy a saber vivir. —El joven permaneció un momento con la cabeza gacha. Luego se puso en pie lentamente y miró a Spangler—. Muchas gracias —dijo.
Spangler lo vio salir de la oficina. Fue al cajón de la recaudación y devolvió el dinero a su sitio. Cogió el revólver del joven y lo descargó. Volvió a meter el revólver en el cajón y se guardó los cartuchos en el bolsillo del abrigo. Luego fue al estante metálico donde estaban los telegramas de cada día recogidos en fajos. En uno de los fajos encontró el telegrama que el chico le había mandado a su madre. Cogió un telegrama en blanco y empezó a escribir un mensaje:
SEÑORA MARGARET STRICKMAN
1874 BIDDLE STREET
YORK, PENNSYLVANIA
QUERIDA MADRE: GRACIAS POR EL DINERO. LLEGARÉ A CASA PRONTO. TODO ESTÁ BIEN.
Leyó el texto del telegrama y decidió cambiar «está bien» por «anda bien». Luego recordó un momento al joven y añadió: «Te quiere, John». Fue a la mesa del señor Grogan, donde estaba el telégrafo, y llamó pidiendo un operador. Al cabo de un minuto le llegó la respuesta y entonces transmitió el telegrama, después de lo cual habló con el operador que estaba al otro lado de la línea, sonriendo mientras escuchaba los puntos y las rayas y daba sus respuestas. Cuando terminó de hablar se puso en pie y fue a su mesa.
El señor Grogan entró y se sentó en la silla donde había estado sentado el joven.
—¿Cómo te sientes ahora? —dijo Spangler.
—Mejor, claro —dijo el señor Grogan—. Me he tomado dos copas, Tom. He oído cantar a los soldados. Les encantan esa pianola y esas canciones antiguas, unas canciones que no han oído en su vida.
—«Tú me quieres, ¿verdad?» —dijo Spangler—. Eso es lo que dice todo el tiempo, y así es como lo dice. Creo que me voy a casar con ella. —Dejó de soñar un momento con Diana Steed para examinar la cara de su viejo amigo—. Las canciones antiguas están bien.
—Tom —dijo el señor Grogan—, ¿recuerdas que el viejo Davenport cantaba aquellas baladas antiguas?
—Claro —dijo Spangler—, mientras esta oficina siga aquí yo lo seguiré oyendo. Lo oigo en este mismo momento. Pero no solamente baladas antiguas, también canciones de iglesia. No te olvides de las canciones de iglesia que el viejo Davenport cantaba todos los domingos.
—No las he olvidado. Las recuerdo todas. Por supuesto que le gustaba fingir que era ateo, pero se pasaba el domingo entero cantando himnos: mascando tabaco, enviando telegramas, cantando y escupiendo salivazos de tabaco en la escupidera. Ya a primera hora de la mañana empezaba con «Welcome, delightful morn, thou day of sacred rest».[3] Era un gran hombre, Tom. Luego se ponía a vociferar: «This is the day of light. Let there be light today».[4]
—Me acuerdo —dijo Spangler.
—Luego cantaba: «Lord, God of morning and of night, We thank Thee for Thy gift of light».[5] Menudo descreído, si no había nada que le gustara más que la luz y la vida. Y luego al final del día se levantaba despacio de la silla, se desperezaba y cantaba en voz muy baja, «Now the day is over, night is drawing nigh».[6] Conocía todas aquellas canciones antiguas y amaba todas y cada una de ellas. «Saviour», gritaba, fingiendo ser un ateo que se mofaba. «Saviour, breathe an evening blessing, Ere repose our spirits seal; Sin and want we come confessing, Thou canst save and Thou canst heal».[7]
El telegrafista se quedó callado y recordó a aquel viejo amigo que llevaba tanto tiempo muerto.
—Es la verdad, Tom. Lo que cantaba es la verdad.
El director de la oficina de telégrafos le dedicó una sonrisa a su viejo amigo y le dio unas palmaditas en el hombro mientras se dedicaba a apagar las luces y cerrar la oficina hasta el día siguiente.