El telegrama
Mientras Spangler y Diana corrían bajo la lluvia hacia el bar de Corbett, Homer Macauley, empapado, paraba su bicicleta delante de la oficina de telégrafos y entraba. Examinó la situación en el mostrador de entregas. No había que ir a buscar nada, pero sí tenía un telegrama por entregar.
El señor Grogan terminó de mecanografiar un telegrama y se puso en pie:
—Tu hermana Bess te ha traído la cena, hijo.
—Ah, no hacía falta que me la trajera. Yo iba a buscar dos tartas. —Homer cogió la fiambrera y dijo—: Hay de sobras. ¿Quiere usted cenar conmigo, señor Grogan?
—Gracias, hijo. No tengo hambre.
—Tal vez si empieza usted a comer algo, le vendrá el apetito, señor Grogan.
—No, muchas gracias. Pero estás empapado. Mira, aquí tenemos impermeables.
—La lluvia me ha pillado. —Homer dio un mordisco a un sándwich—. Me como este sándwich y luego entrego el telegrama. —Masticó un momento y luego miró al viejo telegrafista—. ¿Qué clase de telegrama es?
Por la forma en que el señor Grogan no contestó, Homer supo que el telegrama era otro aviso de muerte. Dejó de masticar y se tragó la comida sin más.
—Ojalá no tuviera que entregar esa clase de telegramas —dijo.
—Sí, ya lo sé —dijo el señor Grogan. Y se quedó medio minuto callado, mientras el mensajero sostenía el sándwich a medio comer en la mano—. Tu hermana ha venido con otra chica muy guapa.
—Es Mary. La chica de Marcus. Se van a casar después de la guerra.
—Estaban con tres soldados que han enviado telegramas.
—¿En serio? ¿Puedo ver los telegramas?
El señor Grogan señaló el gancho en que se colgaban los telegramas ya enviados. Homer cogió los telegramas del gancho y los leyó uno por uno. Después de leerlos, se quedó mirando al viejo telegrafista.
—Si un hombre muere de esa forma, señor Grogan —dijo—, alguien a quien uno conoce o alguien desconocido, su muerte no es en balde, ¿verdad?
El viejo telegrafista esperó un momento antes de hablar y luego, como si hubiera tantas cosas que decir que no era capaz de decirlas solo, fue al cajón de su mesa y sacó la botella. Dio un trago largo, se sentó y trató de pensar en una respuesta.
—He estado mucho tiempo en el mundo —dijo—, pero no conozco la respuesta a esa pregunta, hijo. Ni siquiera estoy seguro de que haya respuesta. Es la pregunta de un joven, y yo soy viejo.
El señor Grogan suspiró más profundamente que nunca y al cabo de un momento se sacó un papel del bolsillo del chaleco y se lo entregó al mensajero.
—¿Quieres ir a hacer un encargo para mí a la farmacia?
Homer asintió y salió a toda prisa de la oficina.
El señor Grogan se quedó a solas en la oficina de telégrafos, mirando todo lo que le rodeaba con un extraño afecto mezclado con una especie de furia afectuosa. Luego se agarró el cuello de la camisa, de forma casi pausada, como si llevara tanto tiempo esperando el ataque repentino que éste ya no pudiera sorprenderlo. Regresó a la silla y se sentó presa de una terrible rigidez hasta que pasó lo peor del ataque.
El mensajero regresó de la farmacia y le entregó la cajita al telegrafista.
—Agua —dijo el anciano.
Homer llenó de agua un vaso de plástico y se lo llevó. El señor Grogan sacó tres píldoras de la cajita y se las metió en la boca, cogió el vaso que le ofrecía Homer y se tragó las píldoras.
—Gracias, hijo.
Homer miró al anciano para asegurarse de que estaba bien, después fue al mostrador de entregas y cogió el aviso de muerte. Se quedó un momento mirando el telegrama que tenía en la mano, luego abrió el sobre y sacó el mensaje de dentro para leerlo. Volvió a meter el telegrama en otro sobre, lo selló y por fin dio media vuelta y salió de la oficina a la calle bajo la lluvia. El viejo telegrafista se levantó de la silla y siguió al chico hasta la calle. Se quedó allí en la acera y vio cómo el chico avanzaba venciendo la resistencia del viento y de la lluvia. Dentro de la oficina la caja del telégrafo empezó a zumbar, pero el anciano no la oyó. Luego sonó el teléfono, pero el anciano tampoco lo oyó. No entró de nuevo en la oficina hasta que el teléfono hubo dado siete timbrazos.