Tres soldados
Cuando la familia Steed y sus invitados, entre ellos Tilomas Spangler, se sentaron a cenar, caía una lluvia pesada sobre Ithaca. Bess Macauley y Mary Arena, con impermeables y chanclos de goma, iban caminando a la oficina de telégrafos para darle a Homer su fiambrera. Al pasar por delante del Owl Drugstore, un joven que estaba en la puerta se las quedó mirando con expresión lobuna.
—Hola, guapa —le dijo a Bess—. ¿Qué tal?
Bess no hizo caso del joven, se acercó más a Mary y las dos siguieron su camino. Ahora se les acercaron tres soldados. Se dedicaban a jugar por la calle a un juego que se habían inventado movidos por la pura felicidad de tener la noche libre y por la lluvia refrescante. Se empujaban y se perseguían entre ellos, riendo a carcajadas y llamándose por los apodos que se habían adjudicado ellos mismos, Fat, Texas y Horse. Cuando los tres vieron a Mary y a Bess se detuvieron con aire de veneración. Hicieron sendas reverencias, uno detrás de otro. A las chicas les hizo gracia, pero no sabían muy bien qué hacer ni qué actitud adoptar.
—No son más que soldados, Bess —susurró Mary—, lejos de su casa.
—Parémonos —dijo Bess.
El soldado llamado Fat dio un paso adelante en calidad de representante oficial del grupo.
—Chicas norteamericanas —dijo—, nosotros, los miembros del gran Ejército Democrático, vuestros humildes sirvientes, los soldados, puesto que estamos aquí y confiamos en durar unos días más, os damos las gracias por vuestras hermosas caras, en tiempo de sequía no menos que en tiempo de lluvia como el presente. Quiero presentaros a mis camaradas y devotos admiradores vuestros. Éste es Texas, de Nueva Jersey. Éste es Horse, de Texas. Y yo soy Fat, y estoy hambriento. Y ahora más que nada en el mundo estoy hambriento de la compañía de mujeres norteamericanas hermosas. ¿Qué me decís?
—Bueno —dijo Bess—, íbamos al Kinema.
—¡Al Kinema! —dijo Fat en tono dramático—. ¿Podemos los soldados, duremos unos cuantos días más o no, acompañaros a vosotras, chicas norteamericanas, al cine? Esta noche es esta noche y mañana es mañana, pero mañana regresamos al cuartel, al horrible pero inevitable negocio de la guerra. Esta noche somos vuestros hermanos, lejos de sus hogares y solitarios, puesto que Ithaca no es nuestra tierra natal. Yo llegué dando tumbos hasta este uniforme de soldado norteamericano procedente de las callejuelas de la feroz ciudad de Chicago, en la vieja nación de Illinois. Devolvedme a esa ciudad y a esa nación esta noche a modo de conmemoración, y devolved a cada uno de mis hermanos al sitio del que viene, pues somos todos de la misma familia, y si no fuera por la guerra no nos habríamos conocido nunca. —El soldado llamado Fat hizo una reverencia y luego se irguió—. ¿Cuál es vuestra decisión?
—¿Está loco? —susurró Mary.
—No —dijo Bess—, solamente se siente solo. Vamos al cine con ellos.
—Vale —dijo Mary—, pero habla tú con él. Yo no sé qué decir.
Bess sonrió al soldado:
—Vale —dijo.
—Gracias, chicas norteamericanas —dijo Fat. Le ofreció el brazo a Bess.
—Primero tengo que llevarle la cena a mi hermano a la oficina de telégrafos.
—¿Telégrafos? —dijo Fat—. Pues yo enviaré un telegrama. —Se volvió hacia los otros—. ¿Tú qué dices, Texas?
—¿Cuánto cuesta enviar un telegrama a Nueva Jersey? —dijo Texas.
—No lo sé, pero vale la pena —dijo Fat—. ¿Horse?
—Sí —dijo Horse—. Creo que me gustaría enviarles un telegrama a mi madre y a Joe y a Kitty. Kitty es mi chica —le dijo a Bess.
—Todas las chicas del mundo son mi chica —dijo Fat—, y como no puedo enviarles telegramas a todas, le enviaré un telegrama a una sola. A ésa le enviaré millones de telegramas.
Willie Grogan estaba solo en la oficina cuando entraron las dos jóvenes y los tres soldados. El viejo se acercó al mostrador.
—Soy Bess, la hermana de Homer. Le he traído la cena. —La chica dejó la fiambrera sobre el mostrador.
—Y estos chicos quieren enviar telegramas —dijo Bess.
—Muy bien, muchachos —dijo Grogan—. Coged vosotros mismos los telegramas en blanco y los lápices.
—¿Cuánto cuesta mandar un telegrama a Jersey City? —dijo Texas.
—Cincuenta centavos cada veinticinco palabras, más un pequeño impuesto. Pero no entra la dirección ni la firma. El telegrama se entregará mañana por la mañana.
—¿Cincuenta centavos? No está nada mal. —Texas empezó a escribir su telegrama.
—¿Cuánto cuesta uno a San Antonio? —dijo Horse—. La mitad que a Jersey City. San Antonio está más cerca de Ithaca que Jersey City.
El soldado llamado Fat, que había estado ocupado escribiendo su telegrama, se lo dio ahora al anciano. Grogan leyó el telegrama mientras lo contaba.
EMMA DANA
C/O UNIVERSIDAD DE CHICAGO
CHICAGO, ILLINOIS
CARIÑO, TE QUIERO, TE ECHO DE MENOS, PIENSO SIEMPRE EN TI. SIGUE ESCRIBIENDO. SIGUE ESTUDIANDO. SIGUE ESPERANDO. SIGUE CREYENDO. NO ME OLVIDES. NUNCA ME OLVIDES PORQUE YO NO TE OLVIDARÉ NUNCA.
NORMAN
Luego, el soldado llamado Texas le dio su telegrama a Grogan.
SEÑORA EDITH ANTHONY
1702 l/2 WILMINGTON STREET
JERSEY CITY, NUEVA JERSEY
¿CÓMO ESTÁS, MAMÁ? YO ESTOY BIEN. RECIBÍ TU CARTA Y EL PAQUETE DE HIGOS SECOS. GRACIAS. NO TE PREOCUPES POR NADA. HASTA PRONTO. TE QUIERE,
BERNARD
Luego, el soldado llamado Horse le dio al viejo telegrafista su telegrama.
SEÑORA DE HARVEY GUILFORD
211 SANDYFORD BOULEVARD
SAN ANTONIO, TEXAS
HOLA, MAMÁ. SOLAMENTE QUIERO DECIR HOLA DESDE ITHACA EN LA SOLEADA CALIFORNIA. AUNQUE LLUEVE, JA, JA. RECUERDOS A TODOS. DILE A JOE QUE SE QUEDE MI ARMA Y MIS CARTUCHOS. TE QUIERE,
QUENTIN
Los soldados y las chicas salieron de la oficina y el señor Grogan se fue a su mesa a enviar los telegramas.
En la pantalla del Kinema Theatre, mientras los tres soldados y las dos chicas norteamericanas caminaban por el pasillo central, el señor Winston Churchill, primer ministro de Inglaterra en el año de Nuestro Señor 1942, estaba apareciendo ante la sede del Parlamento canadiense. Para cuando los jóvenes estuvieron sentados, el señor Churchill había dicho tres cosas, una detrás de otra, lo cual había causado gran diversión entre los miembros del Parlamento canadiense y también entre los miembros del público del Kinema Theatre de Ithaca. El soldado llamado Fat se inclinó hacia Bess Macauley.
—Ése —dijo— es uno de los grandes hombres de nuestra época. Y un gran norteamericano.
—Yo creía que Churchill era inglés —dijo Horse.
—Claro —dijo Fat—, pero también es norteamericano. —Se acercó un poco más a la chica que tenía al otro lado, Mary Arena—. Muchas gracias por dejarnos venir al cine con vosotras —dijo—. Es más agradable tener chicas cerca. Huelen mejor que los soldados.
—Íbamos a venir al cine de todos modos —dijo Mary.
Ahora apareció en el noticiario el hombre llamado Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos, dirigiendo un discurso radiofónico a la nación desde su casa de Hyde Park. Habló con su mezcla habitual de humor y solemnidad. Los cinco jóvenes escucharon con atención. Al terminar el discurso apareció en la pantalla la bandera norteamericana y todo el público del cine se puso a aplaudir.
—Cada vez que veo la bandera se me hace un nudo en la garganta —dijo Bess—. Antes me hacía pensar en Washington y en Lincoln, pero ahora me recuerda a mi hermano Marcus. Él también es soldado.
—Ah, ¿tienes un hermano en el ejército?
—La última vez que tuvimos noticias suyas estaba en alguna parte de Carolina del Norte.
En aquel momento Marcus estaba en la barra de un bar llamado The Dive Bomber, en un pueblecito de Carolina del Norte. Su amigo Tobey George y otros tres soldados estaban con él en la barra. Marcus estaba tocando una canción titulada «A Dream» y Tobey estaba cantando. Después de la canción, Tobey se sentó al lado de su amigo Marcus y le pidió que le hablara un poco más sobre Ithaca y sobre la familia Macauley que vivía allí.
Mientras Marcus Macauley empezaba a hablarle a Tobey George de Ithaca, Thomas Spangler y Diana Steed avanzaban por el pasillo del Kinema Theatre. Ahora apareció en pantalla la película. Después de que se sentaran, la pantalla se llenó de palabras en lugar de imágenes. Se trataba del título de la película y de los nombres de la gente que había ayudado a hacerla. Había una cantidad enorme de palabras, se daba una cantidad enorme de crédito a una serie larguísima de gente. Como acompañamiento a aquellos créditos sonaba un tema musical majestuosamente inapropiado que se había compuesto especialmente para la ocasión.
Spangler y Diana estaban sentados muy cerca de la pantalla, en tercera fila, diez filas por delante de Bess, Mary y los tres soldados. Sus asientos estaban en el centro de una fila cuyos únicos ocupantes eran niños. Ahora apareció en la pantalla el vestíbulo con el suelo de linóleo impecable de un hospital. De un altavoz situado en el extremo del vestíbulo salió la voz ronca de una enfermera malhumorada que se puso hablar de forma exageradamente enfática.
—¡Doctor Cavanagh! —gritó—. ¡Acuda a cirugía! ¡Doctor Cavanagh! ¡Acuda a cirugía!
Nada más oír aquellas palabras Thomas Spangler se puso en pie. Se había tomado unas cuantas copas de más y la velada le había resultado agradable pero difícil, llena de complicaciones y de posibilidades que ahora parecía que se estaban resolviendo, y por eso no sentía ninguna necesidad de continuar actuando como si no fuera mayor que el resto de gente de aquella fila.
—¡Ups! —dijo—. ¡Nos hemos equivocado de película! —Cogió a Diana de la mano y le dijo—: Vamos.
—Pero cariño, ¡la película todavía no ha terminado! —susurró Diana.
Spangler la arrastró.
—Para mí se ha acabado. Vamos. —Pasaron por delante de un niño que estaba contemplando la pantalla con total fascinación—. Tú vas a ir al cielo —le dijo Spangler al chico, y luego a Diana—. Vamos, no le tapes la pantalla al chico.
—¿Qué ha dicho, señor? —dijo el chico.
—¡Al Cielo! —dijo Spangler—. He dicho que llegarás a él.
—¿Tiene hora?
—No, pero todavía es temprano.
—Sí, señor —dijo el chico.
Spangler y Diana salieron al pasillo.
—Vamos al bar de Corbett —dijo Spangler—. Nos tomamos un par de copas, escuchamos la pianola y luego ya te puedes ir a casa. —Se volvió para mirar la pantalla y empezó a caminar hacia atrás—. Mira al doctor Cavanagh —dijo—. Le va a sacar a ése uno de los dientes de delante con las tenazas.
En el vestíbulo del cine, Diana le dijo:
—Tú me quieres, ¿verdad?
—¿Que si te quiero? —dijo Spangler—. Te he llevado a ver una película, ¿no?
Salieron a la calle y se dirigieron a toda prisa al bar de Corbett, caminando pegados a los edificios para protegerse de la lluvia.