Capítulo 16

De vuelta a casa

En el mostrador de entregas vio a los hermanos Macauley, Homer y Ulysses: el mensajero doblaba telegramas y los metía en sobres y el hermano menor lo miraba con admiración silenciosa.

—¿Ha ido usted a Sunripe Raisin, señor Spangler? —dijo Homer.

—Sí —dijo Spangler—. Ciento veintinueve telegramas. —Le enseñó los telegramas al mensajero.

—¡Ciento veintinueve! ¿Cómo ha conseguido llegar el primero?

—Corriendo.

—¿Ha llegado a Sunripe Raisin antes que Western Union corriendo?

—Claro. Eso no es nada. Hasta me he parado por el camino para rendir tributo a la belleza y la inocencia. —Homer no entendió aquello, pero Spangler continuó de todos modos—. Llévate a Ulysses a casa.

—Sí, señor —dijo Homer—. Hemos recibido una llamada de Guggenheim’s. Nos coge de camino, así que voy a acompañar a Ulysses a casa, luego pasaré por Guggenheim’s, de allí iré a Ithaca Wine, después a Foley’s y después volveré aquí. No tardaré nada.

El mensajero salió de la oficina y colocó con cuidado a su hermano sobre el manillar de la bicicleta mientras Spangler los miraba. El hermano mayor se montó en el sillín y empezó a pedalear calle abajo. Cuando estuvieron fuera de la ciudad, Ulysses se volvió para mirar a su hermano. Por primera vez en lo que iba de día asomó en su cara la sonrisa de los Macauley.

—¿Homer?

—¿Qué?

—No sé cantar.

—Eso está bien.

Ulysses empezó a cantar: «We will sing one song». Se interrumpió y empezó de nuevo: «We will sing one song». Pero volvió a interrumpirse.

—Eso no es una canción. Solamente es una parte. Ahora escúchame y luego canta conmigo.

El hermano mayor se puso a cantar mientras el pequeño escuchaba:

Weep no more my lady, O weep no more today

We will sing one song for the old Kentucky home

For the old Kentucky home far away

—Vuélvela a cantar, Homer —dijo Ulysses.

—Muy bien —dijo Homer, y empezó a cantar de nuevo, pero esta vez su hermano cantó con él, y mientras cantaban Ulysses volvió a acordarse del tren de carga y del negro asomado por el costado de la batea, sonriendo y saludando con la mano. Aquélla era una de las cosas más prodigiosas que le habían pasado a Ulysses Macauley en sus cuatro años de vida en el mundo. Había saludado a un hombre y el hombre le había devuelto el saludo. No una vez, sino muchas. No iba a olvidarlo nunca.

Homer se apeó de la bicicleta delante de la casa de los Macauley y dejó a Ulysses en el suelo con cuidado. Se quedaron juntos un momento, escuchando cómo su madre y su hermana tocaban respectivamente el arpa y el piano y cómo cantaba su vecina, Mary Arena.

—Muy bien —dijo Homer—, ya estás en casa. Ahora entra, que tengo que irme a trabajar.

—¿Te vas a trabajar? —dijo Ulysses.

—Sí —dijo Homer—, pero llegaré a casa por la noche. Entra, Ulysses.

El hermano menor empezó a subir los escalones del porche. Cuando llegó a la puerta, el mayor se alejó pedaleando calle abajo.