La señorita Hicks
El entrenador del equipo de atletismo de la Escuela Secundaria de Ithaca estaba en el despacho del director, que se apellidaba Ek, circunstancia debidamente señalada por el señor Robert Ripley en una tira cómica del periódico titulada «Créanlo o no». El nombre propio del señor Ek era Oscar, lo cual no resultaba nada llamativo.
—La señorita Hicks —le dijo el director al entrenador— es la mejor profesora y la más veterana que hemos tenido en esta escuela. Era profesora mía cuando yo estudiaba aquí, y también fue profesora de usted, señor Byfield. Me temo que no voy a pasar por encima de ella si ha decidido castigar a un par de chicos revoltosos.
—Hubert Ackley Tercero no es un chico revoltoso —dijo el entrenador—. Homer Macauley lo es, pero Hubert Ackley no. Es todo un joven caballero.
—Bueno, viene de una familia acomodada, está claro. Pero si la señorita Hicks le ha dicho que se quede después de clase, se ha de quedar. Tal vez sea todo un joven caballero. Pero la señorita Hicks es la profesora de la clase de historia antigua y es sabido que no ha castigado nunca a nadie que no se lo mereciera. Hubert Ackley tendrá que correr la carrera en otra ocasión.
El director tuvo la impresión de que el asunto había quedado zanjado. El entrenador dio media vuelta y salió de su despacho. Pero no se dirigió a la pista de atletismo. Lo que hizo fue ir al aula de historia antigua. Allí se encontró con Homer, Hubert y la señorita Hicks. Saludó con una inclinación de cabeza a la vieja profesora y sonrió.
—Señorita Hicks —dijo—, acabo de hablar con el señor Ek sobre esta cuestión.
Lo que dijo a continuación dio a entender que había sido autorizado para venir a liberar a Hubert Ackley III. Fue Homer Macauley quien se puso en pie de un salto, sin embargo, como si hubieran venido a liberarlo a él.
—Usted no —dijo el entrenador—. El señor Ackley.
—¿Qué quiere decir? —dijo la profesora de historia antigua.
—El señor Ackley se va a poner su ropa de atletismo de inmediato y va a correr los doscientos metros con vallas bajas. Le estamos esperando.
—¿Ah, sí? —dijo Homer. Rezumaba indignación moral—. ¿Y qué pasa con el señor Macauley?
El entrenador no respondió, sino que salió de la sala seguido de un joven algo preocupado y confuso: Hubert Ackley III.
—¿Ha visto usted eso, señorita Hicks? —dijo Homer.
La profesora de historia antigua estaba tan disgustada que apenas podía hablar. Por fin consiguió susurrar:
—El señor Byfield es un mentiroso.
A Homer le asombró ver tan enfadada a la señorita Hicks. Aquello le convenció de que era la mejor profesora de todos los tiempos.
—Llevo treinta y cinco años enseñando historia antigua en la Escuela Secundaria de Ithaca. He conocido a cientos de chicos y chicas de esta ciudad. Di clase a tu hermano Marcus y a tu hermana Bess, y si tienes hermanos o hermanas menores en tu casa también les daré clase algún día.
—Sólo un hermano, Ulysses. ¿Cómo era Marcus en la escuela?
—Marcus y Bess eran los dos buenos estudiantes: honrados y civilizados. Sí, civilizados. La conducta de los pueblos de la antigüedad los hacía civilizados de nacimiento. Marcus hablaba a veces cuando no debía, igual que tú, pero nunca dijo una mentira. Ese hombre ha entrado aquí y me ha mentido deliberadamente. Igual que me mentía a veces cuando se sentaba de chico en esta aula. No ha aprendido nada más que a dar coba a los que considera superiores. ¡Los doscientos metros con vallas bajas! ¡El único bajo es él! —La profesora de historia antigua se sonó la nariz y se secó los ojos.
—No se sienta mal, señorita Hicks —dijo Homer—. Yo no sabía que los profesores eran seres humanos como todo el mundo, ¡y hasta mejores! Yo me quedaré, señorita Hicks. Puede castigarme a mí.
—No te he hecho quedarte como castigo —dijo la profesora—. Siempre he hecho quedarse a los alumnos que significaban más para mí. Sigo sin creer que me haya equivocado con Hubert Ackley. Iba a enviaros a la pista de atletismo a los dos al cabo de un momento. No estabais aquí retenidos como castigo, sino por razones educativas. Yo veo el crecimiento del espíritu en los chicos que vienen a mi clase. Tú te has disculpado con Hubert Ackley. Y aunque a él le daba vergüenza, porque tu disculpa le hacía indigno, él ha aceptado con elegancia tu disculpa. He hecho que os quedarais después de la clase porque quería hablar con los dos: uno de vosotros es de familia acomodada y el otro viene de una familia pobre y honrada. Salir adelante en este mundo va a ser todavía más difícil para él que para ti. Quería que os conocierais un poco mejor. Es muy importante. Quería hablar con los dos.
—Supongo que me cae bien Hubert —dijo Homer—, pero es que parece que se cree mejor que los demás chicos.
—Sé cómo te sientes, pero todo hombre en este mundo es mejor que alguien. Y no tan bueno como alguien más. Joseph Terranova es más listo que Hubert, pero Hubert es igual de honrado a su manera. En un estado democrático todo hombre es igual a los demás hombres hasta que empieza a ejercitar sus capacidades, y a partir de ese momento todo el mundo es libre de ejercitar las capacidades que prefiera. Estoy ansiosa porque mis chicos y chicas empiecen a esforzarse por actuar de forma honorable. No me importa lo que mis criaturas parezcan en la superficie. No me engañan ni los modales elegantes ni los malos modos. Me interesa lo que hay debajo de los modales de cada clase. No me importa si una de mis criaturas es rica o pobre, brillante o lenta, genial o obtusa, con tal de que tenga humanidad, de que tenga corazón, de que ame la verdad y el honor, de que respete tanto a sus inferiores como a sus superiores. Y si las criaturas de mi clase son humanas, no quiero que todas sean humanas del mismo modo. Con tal de que no sean corruptas, no me importan sus diferencias. Quiero que cada una de mis criaturas sea ella misma. No quiero que seáis otra persona solamente para complacerme o para facilitar mi trabajo. Me hartaría muy pronto de una clase llena de jóvenes damas y caballeros perfectos. Quiero que mis criaturas sean gente, todos distintos, todos especiales, que cada uno de ellos sea una variación agradable y excitante de los demás. Quería que Hubert Ackley estuviera aquí para escuchar esto contigo, que entendiera junto contigo que aunque en el presente él no te caiga bien y tú no le caigas bien, eso es perfectamente natural. Quería que él supiera que los dos empezaréis a ser verdaderamente humanos cuando, a pesar del hecho de que no os caéis bien, os respetéis mutuamente. Eso es lo que significa ser civilizados, eso es lo que tenemos que aprender del estudio de la historia antigua. Me alegro de haber hablado contigo más que con ninguna otra persona que conozco. Cuando te marches de esta escuela, mucho después de haberme olvidado a mí, estaré buscando señales tuyas en el mundo. —La señorita Hicks volvió a sonarse la nariz y se secó los ojos con el pañuelo—. Ahora ve corriendo a la pista de atletismo.
El segundo hijo de la familia Macauley de Santa Clara Avenue en Ithaca, California, se levantó de su pupitre y abandonó la sala.
En la pista de atletismo Hubert Ackley y los tres chicos que ya habían corrido aquel día con él estaban ocupando sus lugares en los carriles para la carrera de doscientos metros con vallas bajas. Homer llegó al quinto carril justo cuando el hombre de la pistola levantaba la mano para dar inicio a la carrera. Homer fue a su marca junto a los demás. Se sentía bien, pero furioso, y creía que nada en el mundo podría evitar que ganara aquella carrera: ni los zapatos inadecuados, ni la ropa inadecuada para correr, ni la falta de entrenamiento ni nada.
En el carril contiguo al de Homer, Hubert Ackley se volvió hacia él y dijo:
—No puedes correr esta carrera así vestido.
—¿No? —dijo Homer—. Espera y verás.
El señor Byfield, sentado en la tribuna, se preguntó: «¿Quién es ése que está en el carril exterior sin ropa de atletismo?». Entonces recordó quién era.
Decidió detener la carrera para poder sacar de allí al quinto corredor, pero ya era demasiado tarde. La pistola ya había dado la señal y los corredores estaban corriendo. Homer y Hubert saltaron la primera valla un poco por delante de los demás y los dos pasaron el obstáculo sin dificultades. Homer se adelantó un poco a Hubert en la segunda valla y siguió sacándole ventaja en la tercera, la cuarta, la quinta, la sexta, la séptima y la octava. Pero Hubert Ackley le seguía de cerca.
Homer llegó a la novena valla en el preciso momento en que el entrenador de la Escuela Secundaria de Ithaca la estaba alcanzando también, pero en sentido opuesto, de modo que Homer saltó directo a los brazos extendidos del entrenador de atletismo y los dos cayeron juntos al suelo. Hubert Ackley dejó de correr y detuvo a los demás corredores:
—Quedaos donde estáis —gritó—. Dejad que se levante.
Homer se puso en pie y la carrera se reanudó.
Todo el mundo en la tribuna, incluso Helen Eliot, se quedó asombrada por lo sucedido. Ahora la profesora de historia antigua estaba en la línea de meta de la carrera.
—¡Venga, Homer! —dijo—. ¡Venga, Hubert! ¡Corre, Sam! ¡George! ¡Henry!
En la penúltima valla Hubert alcanzó a Homer.
—Lo siento —le dijo.
—Adelante —dijo Homer.
Hubert Ackley se puso un poco por delante de Homer y ya casi estaban llegando a la meta. Homer golpeó con el pie la última valla, pero a punto estuvo de alcanzar a Hubert. El final de la carrera fue tan apretado que nadie vio con claridad quién había ganado. Sam, George y Henry entraron muy poco después.
Furioso y amargado, y un poco aturdido por la caída que acababa de protagonizar, el entrenador de la Escuela Secundaria de Ithaca fue corriendo hasta el grupo que la señorita Hicks había reunido a su alrededor.
—¡Macauley! —gritó desde una distancia de quince metros.
Cuando alcanzó al grupo se quedó jadeando y fulminando con la mirada a Homer Macauley. Luego dijo:
—Durante el resto del semestre no va a participar usted en ninguna actividad atlética de la escuela.
—Sí, señor —dijo Homer.
—Ahora vaya a mi despacho y quédese allí.
—¿A su despacho? —Homer se acordó de repente de que tenía que estar en el trabajo a las cuatro en punto—. ¿Qué hora es? —dijo.
Hubert Ackley se miró el reloj de pulsera:
—Las cuatro menos cuarto.
—¡A mi despacho! —gritó Byfield.
—Pero usted no lo entiende, señor Byfield —dijo Homer—. Tengo que ir a un sitio, y no puedo llegar tarde.
Joe Terranova se unió al grupo.
—¿Por qué tiene que ir a su despacho? ¡No ha hecho nada malo!
El pobre entrenador ya había sufrido bastante.
—¡Mantén cerrada tu sucia boca de italiano de mierda! —gritó, y empujó al chico, que cayó despatarrado. Pero antes incluso de tocar el suelo, Joe gritó:
—¿Italiano de mierda?
Joe se puso en pie otra vez y se lanzó sobre Byfield como si lo estuviera placando en un partido de fútbol americano.
El señor Ek llegó corriendo, jadeante y perplejo.
—¡Caballeros! —dijo—. ¡Chicos, chicos! —Separó a Joe Terranova del entrenador de atletismo, que no se volvió a levantar—. Señor Byfield —dijo el director—. ¿Qué significa este comportamiento inusual?
Sin habla, Byfield señaló a la señorita Hicks.
—El señor Byfield debe una disculpa a Joe Terranova —dijo ella.
—¿Es eso cierto? ¿Es cierto, señor Byfield? —dijo el señor Ek.
—La familia de Joe es de Italia, no hay duda, pero no hay que referirse a ellos como italianos de mierda —dijo la señorita Hicks.
Joe Terranova dijo:
—No necesita disculparse conmigo. Si me insulta, le atizo en la boca. Si me pega, voy a buscar a mis hermanos.
—Joseph —dijo la señora Hicks—, tienes que permitir al señor Byfield que se disculpe. Tienes que concederle el privilegio de intentar ser norteamericano otra vez.
—Sí, es cierto —dijo el director—. Esto es América, y los únicos extranjeros aquí son los que se olvidan de que esto es América. —Se volvió hacia el hombre que seguía caído en el suelo—. Señor Byfield —dijo en tono imperioso.
El entrenador de atletismo se puso en pie. Sin dirigirse a nadie en particular, dijo:
—Me disculpo. —Y se fue a toda prisa.
Joe Terranova y Homer Macauley se fueron juntos. Joe caminaba bien pero Homer cojeaba. Se había hecho daño en la pierna izquierda cuando Byfield lo intentó detener.
La señorita Hicks y el señor Ek se volvieron hacia los treinta o cuarenta chicos y chicas que se habían congregado. Eran de muchos tipos y de muchas nacionalidades.
—Muy bien, pues —dijo la señorita Hicks—. Id a casa con vuestras familias. —Y como todos los chicos y chicas estaban un poco desconcertados, añadió—: Animaos, animaos, que no ha pasado nada.
—Sí —dijo el director—, animaos todos, por favor.
Los niños formaron grupos y se alejaron.