La clase de Historia Antigua
En la pista de atletismo de la Escuela Secundaria de Ithaca las vallas estaban colocadas para la carrera de doscientos metros con vallas bajas. Ahora, por la mañana, había cuatro chicos corriendo una carrera de entrenamiento. Todos corrían bien, bajo control, todos saltaban con estilo. El entrenador Byfield, cronómetro en mano, se acercó al ganador.
—Eso ha estado bien, Ackley —le dijo a un chico que ciertamente no era ordinario, pero que estaba igual de claro que tampoco era tremendamente extraordinario. Era un chico con los modales resignados de alguien a cuya familia no le había faltado comida, ropa ni casa durante las últimas décadas y que en ocasiones invitaba a su casa a otros de fortuna similar—. Todavía tienes mucho que aprender —le dijo el entrenador al chico—. Pero creo que podrás ganar la carrera de esta tarde.
—Haré lo que pueda, señor.
—Hoy no vas a tener ningún competidor serio, pero dentro de dos semanas en el Campeonato del Valle no te van a faltar. Ahora ve a la ducha y descansa hasta esta tarde.
—Sí, señor —dijo el chico.
Los otros tres corredores estaban a un lado, mirando y escuchando.
—Puede que actúe como un mariquita —dijo uno de los chicos—, pero siempre llega el primero. ¿Qué te pasa, Sam?
—¿Qué me pasa a mí? —dijo Sam—. ¿Qué te pasa a ti? ¿Por qué no le ganas tú?
—Yo he llegado segundo.
—Lo único que importa es llegar primero —dijo el último chico.
—¡Hubert Ackley Tercero, derrotándonos! —dijo Sam—. Tendría que darnos vergüenza.
—Claro —dijo el segundo chico—, pero no tenemos excusa. Simplemente él corre mejor, no hay más.
El entrenador se volvió hacia aquellos tres y, cambiando por completo el tono de voz, dijo:
—Muy bien, vosotros. No sois tan buenos como para quedaros ahí, orgullosos de vosotros mismos. Id a vuestras marcas e intentadlo de nuevo.
Sin decir una palabra los chicos fueron a sus marcas y el entrenador los hizo salir de nuevo. Cuando ya estaban corriendo, decidió hacerlos correr un par de veces más antes de las pruebas de la tarde. Parecía decidido a hacer que Hubert Ackley III ganara la carrera.
La clase de historia antigua se fue llenando deprisa, mientras la profesora, la vieja señorita Hicks, esperaba el último timbre y el tipo de orden y de silencio que en su clase era la señal de que empezaba otro intento de impartir educación, si no entretenimiento, a los chicos y chicas de Ithaca que ahora estaban en la escuela y que pronto, por lo menos en teoría, estarían listos para el mundo. Homer Macauley miró cómo una chica llamada Helen Eliot iba de la puerta a su pupitre. No había duda de que era la chica más guapa del mundo. También era una esnob, algo que Homer se negaba a aceptar. Después de ella entró Hubert Ackley III. Cuando Hubert alcanzó a Helen los dos se quedaron un momento hablando en voz baja, lo cual llenó a Homer de envidia y rabia. Sonó el último timbre y la señorita Hicks dijo:
—Muy bien. Silencio, por favor. ¿Quién falta?
—Yo —dijo un chico.
Se llamaba Joe Terranova y era el humorista de baja estofa de la clase. Los cuatro o cinco fieles de Joe, los miembros del culto religioso a su comedia, sus discípulos, no demoraron ni un instante su respuesta ni su aplauso al ingenio rápido y tontorrón del chico. Pero Helen Eliot y Hubert Ackley se volvieron y miraron con el ceño fruncido a aquellos idólatras ignorantes de la clase, a aquellos descendientes maleducados de los habitantes de los barrios bajos. Su reacción irritó tanto a Homer que cuando todos los demás ya habían dejado de reírse mandó un «ja, ja, ja» artificial prácticamente a las caras de Hubert, a quien despreciaba, y de Helen, a quien adoraba. Luego se volvió rápidamente hacia Joe y dijo:
—Y tú, Joe, cállate cuando hable la señorita Hicks.
—Basta ya de tus tonterías, Joseph Terranova —dijo la señorita Hicks. Luego se volvió a Homer—: Y de las tuyas, Homer Macauley. —Hizo una pausa breve para escrutar a la clase—. Vamos a seguir con los asirios donde los dejamos ayer. Quiero que todo el mundo preste atención, quiero la atención continua y absoluta de todo el mundo. Primero leeremos de nuestro libro de texto de historia antigua. Luego haremos un comentario oral de lo que hemos leído.
El humorista de baja estofa no pudo resistir aquella oportunidad para hacer guasa.
—No, señorita Hicks —sugirió—. No hagamos un comentario oral. Hagamos un comentario silencioso. Discutámoslo en silencio para que yo pueda dormir.
Nuevamente los fieles soltaron la carcajada y los esnobs apartaron la vista, disgustados. La señora Hicks no respondió de inmediato al humorista. Era difícil no disfrutar de su ingenio, y ella no deseaba pararlo, pero al mismo tiempo era absolutamente necesario meterlo en vereda. Así que finalmente habló:
—No tienes que ser desagradable, sobre todo cuando resulta que tienes razón.
—Bueno, lo siento, señorita Hicks. Supongo que no puedo evitarlo. ¡Comentario oral! ¿Qué otra clase de comentario hay? Pero vale, lo siento. —Ahora, con una especie de parodia de sí mismo y de su propia presuntuosidad, le hizo una señal con la mano y le dijo en tono paternalista—: Continúe, señorita Hicks.
—Gracias —dijo la profesora—. Ahora, todo el mundo, ¡despertad!
—¿Despertad? —dijo Joe—. Pero mírelos. Si están profundamente dormidos con los ojos abiertos.
—Otra interrupción —dijo la profesora— y tendré que mandarte al despacho del director.
—Solamente estoy intentando cultivarme un poco —dijo Joe.
—Oh, cállate —le dijo Homer a su amigo—. No hace falta que te hagas el listillo todo el tiempo. Todo el mundo sabe que eres listo.
—Ni una palabra más —dijo la señorita Hicks—. Ni una palabra de ninguno de los dos. Página ciento diecisiete, párrafo dos. —Todo el mundo fue a la página indicada y encontró el sitio—. La historia antigua —continuó la profesora— puede parecer una asignatura aburrida e innecesaria. En un momento como el presente, en que están pasando tantos sucesos históricos en nuestro mundo, la historia de otro mundo que acabó hace mucho tiempo puede parecer algo cuyo estudio y comprensión son inútiles. Esa idea, sin embargo, es incorrecta. Es muy importante para nosotros aprender cosas de otras épocas y de otras culturas, de otra gente y de otros mundos. ¿Quién se ofrece voluntario para venir aquí delante de la clase y leer?
Levantaron la mano dos chicas y Hubert Ackley III.
Joe el humorista miró disimuladamente a Homer y dijo:
—No te pierdas a ese tío.
De las dos chicas que se habían ofrecido voluntarias, la profesora eligió a Helen Eliot. Homer la vio caminar hacia el frente de la clase. Se quedó allí, preciosa, y con la voz más pura y líquida que se pueda imaginar empezó a leer, mientras Homer permanecía maravillado ante el increíble milagro de una persona como aquélla y una voz como aquélla.
—Los asirios —leyó Helen—, gente de narices largas, pelo largo y barbas largas, convirtieron Nínive, en el norte, en un enclave de gran poder. Después de muchas vicisitudes con los hititas y los egipcios entre otros, conquistaron Babilonia durante el reinado de Tiglatpileser Primero, en el año 1100 antes de Cristo. Durante los siglos posteriores, el poder estuvo entre Nínive, construida con piedra, y Babilonia, construida con ladrillos. No hay ninguna relación entre las palabras «sirios» y «asirios», y los asirios fueron a la guerra contra los sirios hasta que Tiglatpileser Tercero los conquistó y mandó al exilio a las diez tribus perdidas de Israel.
Helen hizo una pausa para recobrar el aliento y leer el párrafo siguiente, pero antes de que pudiera retomar la lectura, Homer Macauley dijo:
—¿Y qué hay de Hubert Ackley Tercero? ¿Qué ha conquistado, o que ha hecho?
El chico de buena familia se puso en pie con aire de irritación decorosa:
—Señorita Hicks —dijo con solemnidad—, no puedo permitir que estas diabluras maliciosas no sean corregidas ni castigadas. Tengo que pedirle que mande al señor Macauley al despacho del director, o bien —dijo en tono muy pausado— tendré que hacerme cargo personalmente del asunto.
Homer se puso en pie de golpe:
—¡Oh, cállate! Te llamas Hubert Ackley Tercero, ¿no? Pues bueno, ¿qué has hecho tú, o que hizo Hubert Ackley Segundo, o Hubert Ackley Primero? —Hizo una pausa y luego miró a la señorita Hicks y a Helen Eliot—. Creo que es una pregunta válida e inteligente. —Luego se volvió hacia Hubert Ackley y repitió la pregunta—: ¿Qué hicieron?
—Bueno —dijo Hubert—, por lo menos ningún Ackley ha sido un vulgar… —se detuvo para buscar una palabra que fuera lo bastante hiriente—… baladrón —una palabra que nadie había oído nunca en Ithaca.
—¿Baladrón? —dijo Homer—. ¿Qué quiere decir eso, señorita Hicks? —Como ella no pudo darle una definición de la palabra, Homer se volvió rápidamente hacia Hubert Ackley y continuó—. Escucha, número tres, no me llames algo que no he oído en mi vida.
—Un baladrón —dijo Hubert— es un matón, un fanfarrón. —Y se detuvo para encontrar otra palabra más baja.
—Oh, cállate —dijo Homer. Miró a Helen Eliot y sonrió con la famosa sonrisa de los Macauley—. ¡Baladrón! —repitió—. ¿Qué clase de palabrota es ésa? —Luego se volvió a sentar.
Helen Eliot esperó una señal de la profesora para seguir leyendo. La señorita Hicks, sin embargo, no le dio la señal. Por fin Homer lo entendió. Se puso en pie y le dijo a Hubert Ackley Tercero:
—Muy bien, me disculpo, lo siento.
—Gracias —dijo el chico de buena familia, y se sentó.
La profesora de historia antigua miró un momento el aula y dijo:
—Homer Macauley y Hubert Ackley se quedarán en sus pupitres después de clase.
—Pero señorita Hicks —dijo Homer—, ¿qué pasa con el encuentro de atletismo?
—El desarrollo de vuestras mentes es tan importante como el desarrollo de vuestros cuerpos. Tal vez más.
—Señorita Hicks —dijo Hubert Ackley—, me temo que el entrenador Byfield va a insistir en que yo tome parte en el encuentro de atletismo.
—No sé si el entrenador Byfield va a insistir en eso —dijo Homer—, pero yo voy a correr los doscientos metros con vallas bajas, eso está claro.
Hubert Ackley miró a Homer:
—No sabía que te fueras a presentar a esa carrera.
—Pues sí. Señorita Hicks, si nos deja irnos hoy después de clase, le prometo que nunca volveré a causar ningún problema ni a desobedecer ni nada. Y Hubert también, ¿verdad?
—Sí, se lo prometo, señorita Hicks —dijo Hubert.
—Los dos os vais a quedar después de clase. Helen, por favor, continúa leyendo.
—Los ejércitos aliados —leyó Helen— de los caldeos del sur y los medas y los persas del norte vencieron al imperio asirio y Nínive se doblegó a su poder. Nabucodonosor Segundo reinó durante el Segundo Imperio Babilonio. Luego llegó Ciro el Grande, rey de Persia, con sus hordas de invasores. Su conquista, sin embargo, solamente fue una más entre un ciclo de conquistas, porque más adelante los descendientes de su ejército serían subyugados por Alejandro Magno.
Homer, ahora disgustado, agotado por el trabajo de la noche anterior y arrullado por la dulce voz de la chica que estaba convencido de que solamente era para él, dejó caer lentamente la cabeza sobre los brazos cruzados y empezó a disfrutar de algo casi equivalente al sueño. Aunque todavía la oía leer.
—De este crisol —leyó ella— el mundo obtuvo una herencia de gran valor. El código mosaico de la Biblia debe algunos de sus principios a las leyes formuladas por Hamurabi, que fue apodado el Legislador. De su sistema aritmético, en el que usaban no solamente múltiplos de diez como nosotros sino también de doce, hemos derivado los sesenta minutos que componen nuestra hora y los trescientos sesenta grados que componen el círculo. Arabia nos dio nuestros numerales, que todavía se llaman arábigos para distinguirlos del sistema de notación romano. Los asirios inventaron el reloj de sol. Los símbolos apotecarios modernos y los signos del zodíaco tienen su origen en Babilonia. Excavaciones comparativamente recientes de Asia Menor han revelado que allí hubo un imperio magnífico.
«¿Un imperio magnífico?», soñó Homer. «¿Dónde? ¿En Ithaca, California? ¿En este rincón olvidado de la mano de Dios? ¿Sin una gente grandiosa, sin descubrimientos grandiosos, sin relojes de sol, sin numerales, sin zodíaco, sin humor y sin nada?». Decidió incorporarse y mirar nuevamente a su alrededor. Lo único que vio fue la cara de Helen Eliot, tal vez el más grandioso de todos los imperios, y oyó su voz líquida, tal vez el logro más grandioso de la patética humanidad.
—Los hititas —dijo ella— bajaron por la costa y llegaron a Egipto. Mezclaron su sangre con la de las tribus hebreas y les legaron a los hebreos la nariz hitita. —Helen dejó de leer y se volvió hacia la profesora de historia antigua—: Aquí termina el capítulo, señorita Hicks.
—Muy bien, Helen. Gracias por tu excelente lectura. Puedes sentarte.