Capítulo 9

El veterano

De camino a la escuela Homer Macauley pasó frente a una cerca que protegía un solar invadido de maleza en San Benito Avenue. La cerca era vieja y estaba podrida y no tenía más utilidad que adornar una pequeña zona de basuras y proteger una serie de especies de maleza que seguramente no necesitaban ser protegidas. El escolar de día y mensajero de telegramas de noche hizo derrapar la bicicleta hasta detenerse, la dejó caer y salió corriendo hasta la cerca como si allí fuera a descubrir algo extremadamente efímero y que se perdería irremisiblemente si no llegaba a tiempo. La cerca era unos treinta centímetros más alta que las vallas bajas de atletismo. Homer examinó la cerca, la zona que había detrás, el espacio para correr que había delante y luego midió la altura de la cerca, que le quedaba considerablemente por encima de la cintura. Retrocedió diez metros y luego, sin previo aviso, se volvió con furia y echó a correr hacia la cerca. Cuando estuvo a la distancia adecuada dio un hermoso salto, golpeó la cerca con el pie, derribó una parte de la misma y se cayó él también sobre la maleza, pero se levantó de inmediato y volvió a probar otra vez. En total Homer hizo siete intentos, ninguno de los cuales tuvo éxito. Solamente lo dejó después de que la valla entera quedara en un estado todavía más ruinoso que antes.

Un anciano con bastón salió de la casa que había en la acera de enfrente, fumando en pipa, y se quedó mirando en silencio a Homer. Cuando el chico se estaba levantando de su última caída y se dedicaba a limpiarse la ropa, el hombre le dijo:

—¿Qué estás haciendo?

—Salto de vallas.

—¿Te has hecho daño?

—Nooo, la cerca es un poco demasiado alta, eso es todo. Y las hierbas resbalan.

El anciano miró un momento las hierbas y luego dijo:

—Son algodoncillos. Van muy bien como comida para conejos. A los conejos les gustan. Yo tenía una conejera hace unos once años, pero alguien abrió la portezuela en plena noche y los conejos se escaparon.

—¿Por qué abrieron la portezuela?

—Pues no lo sé, nunca descubrí quién lo había hecho. Perdí treinta y tres de los conejos más bonitos que puedas imaginar. Ojos de color rosa y caras de gato. Conejos belgas y de un par de especies más. Nunca lo descubrí.

—¿Le gustan los conejos? —dijo Homer.

—Son animalillos mansos. Los conejos domésticos son muy afables. —El anciano miró por entre la maleza del solar—. Treinta y tres conejos que llevan once años sueltos. Es imposible decir cuántos hay ahora, al ritmo que crían. No me sorprendería que la ciudad entera estuviera llena de conejos asilvestrados.

—Yo nunca los he visto.

—Tal vez no. Pero están por aquí, en alguna parte. Lo más probable es que la ciudad entera esté infestada. Un par de años más y será un problema grave.

Aun así, Homer se montó en su bicicleta.

—Bueno, tengo que irme.

—Vuelve cuando quieras —dijo el anciano—. Eres bienvenido.

—Gracias —dijo Homer—. Esta tarde voy a correr los doscientos metros con vallas bajas en la pista de atletismo de la escuela secundaria.

—Yo no hice la secundaria, pero luché en la guerra con España.

—Sí, señor. Bueno, ¡hasta la vista!

—Oh, sí —dijo el anciano, pero ahora hablaba consigo mismo—. Me pasé la mitad del tiempo corriendo como un conejo.

Homer dobló la esquina y desapareció, y el anciano regresó caminando lentamente a su casita desvencijada, dando caladas a su pipa y mirando a su alrededor.