Capítulo 7

La señora Macauley

La señora Macauley estaba sentada en la vieja mecedora del salón de la casa de Santa Clara Avenue esperando a que su hijo regresara. El chico entró en el salón poco después de medianoche. Estaba sucio, cansado y tenía sueño, pero ella se dio cuenta de que también estaba asustado e inquieto. Supo que cuando hablara sería en voz baja, tal como solía hablar su marido, el padre del chico. Homer se quedó un buen rato en la sala a oscuras, sin hacer nada. Y luego, en vez de empezar con las cosas de las que era más importante hablar, dijo:

—Todo va bien. No quiero que te quedes despierta aquí todas las noches. —Hizo una pausa y tuvo que decirlo de nuevo—. Todo va bien.

—Ya lo sé —dijo su madre—. Ahora siéntate.

El chico fue a sentarse en el viejo sillón demasiado relleno, pero terminó por desplomarse. Su madre sonrió.

—Bueno —dijo ella—. Sé que estás cansado, pero también veo que estás preocupado. ¿Qué pasa?

El chico esperó un momento y luego empezó a hablar muy deprisa, pero también en voz muy baja.

—He tenido que llevarle un telegrama a una señora de la calle G —dijo—. Era una señora mexicana. —Se calló de pronto y se puso en pie—. No sé cómo contarte esto —dijo—, porque… Bueno, el telegrama era del Departamento de Guerra. A su hijo lo habían matado, pero ella se negaba a creerlo. Simplemente no se lo quería creer. Nunca he visto a nadie que se pusiera así por culpa del dolor. Me ha hecho comer unos dulces, hechos de cactus. Me ha abrazado y me ha dicho que yo era su niño. Y a mí no me importaba si con eso podía ayudarla. Ni siquiera me importaban los dulces. —Hizo otra pausa—. Ella no paraba de mirarme como si yo fuera su hijo, y al cabo de un rato me sentía tan mal que ya no sabía si lo era o no. Cuando he vuelto a la oficina el viejo telegrafista, el señor Grogan, estaba borracho, tal como ya me había avisado. Y he hecho lo que él me dijo que hiciera: le he echado agua en la cara y le he dado una taza de café solo para mantenerlo despierto. Si no hace su trabajo lo van a jubilar, y él no quiere. Así que le he ayudado a que se le pasara la borrachera y él ha hecho su trabajo y luego me ha contado su vida, y al final nos hemos puesto a cantar.

Dejó de hablar y caminó un momento por la sala. Por fin continuó, de pie frente a la puerta abierta y sin mirar a su madre.

—De pronto —dijo— me siento distinto. Nunca me había sentido así. Ni siquiera cuando papá murió me sentí así. En dos días todo ha cambiado. Me siento solo y no sé por qué me siento así.

Su madre no dijo nada, se limitó a esperar a que continuara.

—No sé lo que está pasando ni por qué está pasando, pero no importa lo que suceda, no dejaré que nadie te haga pasar ese dolor a ti.

La mujer esperó a ver si el chico tenía algo más que decir, y como no fue así, empezó a hablar ella:

—Todo ha cambiado para ti —dijo ella—. Y al mismo tiempo todo sigue igual. La soledad que sientes te ha llegado porque ya no eres un niño. Pero el mundo siempre ha estado lleno de esa soledad. Si me llegara un mensaje como el que le ha llegado esta noche a la mujer mexicana, no puedo decirte lo que haría. Porque no lo sé. —Se detuvo en seco y continuó al cabo de un instante, en tono casi jovial—: ¿Qué has cenado?

—Tarta —dijo Homer—. De manzana y de crema de coco. Las ha pagado el director de la oficina. Es el tipo más genial que he conocido nunca.

—Mañana te mandaré a Bess con la cena.

—No quiero cena. Nos gusta salir a comprar algo y luego sentarnos a comérnoslo juntos. No te molestes en preparar cena. —Hizo una pausa—. Este trabajo es lo mejor que me ha pasado nunca, pero hace que la escuela parezca una tontería.

—Por supuesto —dijo la señora Macauley—. La escuela solamente sirve para evitar que los niños estén en la calle, pero tarde o temprano tienen que salir al mundo real, les guste o no. Es natural que a los padres y a las madres les dé miedo que sus hijos salgan al mundo, pero no hay de qué tener miedo. El mundo está lleno de criaturas asustadas. Y como están asustadas, se asustan entre ellas. Intenta entender —continuó—. Intenta amar a todo el mundo que te encuentres. Yo estaré esperándote en este salón todas las noches. Pero no hace falta que entres y hables conmigo a menos que necesites hacerlo. Yo lo entenderé. Sé que habrá veces en que el corazón será incapaz de darle a tu lengua una sola palabra que pronunciar. —Se detuvo y miró al chico—. Estás cansado, ahora tienes que irte a dormir —dijo la señora Macauley.

—Muy bien —dijo el chico, y se fue a su habitación.