Capítulo 1

Ulysses

El niño llamado Ulysses Macauley estaba un día delante de la nueva madriguera de ardillas de tierra del jardín de su casa de Santa Clara Avenue en Ithaca, California. La ardilla de aquella madriguera levantó un poco de tierra fresca y húmeda y se asomó para mirar al niño, que ciertamente era un desconocido pero tal vez no un enemigo. Antes de que el niño tuviera tiempo de disfrutar plenamente de aquel milagro, uno de los pájaros de Ithaca voló hasta el viejo nogal del jardín y después de posarse en una rama entró en éxtasis, trasladando la fascinación del chico de la tierra al árbol. Luego, y eso fue lo mejor de todo, un tren de carga resopló y bramó a lo lejos. El niño escuchó y sintió que la tierra temblaba bajo sus pies debido al avance del tren. Por fin echó a correr, moviéndose (o eso le parecía a él) más deprisa que ningún otro ser vivo del mundo.

Llegó al cruce justo a tiempo de ver pasar el tren entero, de la locomotora al furgón de cola. Saludó con la mano al maquinista, pero el maquinista no le devolvió el saludo. Saludó a otras cinco personas que iban en el tren, pero ninguna le devolvió el saludo. Podrían haberlo hecho, pero no lo hicieron. Por fin apareció un negro asomado por el costado de una batea. Por encima del traqueteo del tren, Ulysses oyó cantar al hombre:

Weep no more my lady, O weep no more today

We will sing one song for the old Kentucky home

For the old Kentucky home far away[1]

Ulysses saludó también al negro y entonces sucedió algo prodigioso e inesperado. Aquel hombre, negro y distinto a todos los demás, le devolvió el saludo a Ulysses y le gritó:

—¡Me voy a casa, chico! ¡Me voy al sitio del que soy!

El niño y el negro se siguieron saludando con la mano hasta que el tren casi hubo desaparecido a lo lejos.

Luego Ulysses miró a su alrededor. Allí estaba, rodeándolo, raro y solitario: el mundo en que él vivía. Aquel mundo extraño, infestado de maleza, abandonado, maravilloso, absurdo pero hermoso. Por la vía se acercaba caminando un anciano con un hatillo a la espalda. Ulysses también lo saludó con la mano, pero el hombre era demasiado viejo y estaba demasiado cansado para que le complaciera la simpatía de un niño. El anciano echó una mirada a Ulysses como si tanto él como el chico ya estuvieran muertos.

El niño se dio media vuelta despacio y echó a andar hacia su casa. Mientras caminaba, seguía oyendo el ruido del tren, la canción del negro y sus palabras llenas de dicha: «¡Me voy a casa, chico! ¡Me voy al sitio del que soy!». Se paró a pensar en todo aquello, merodeando detrás de un cinamomo y dando patadas a sus frutos caídos, amarillos y malolientes. Al cabo de un momento sonrió con la sonrisa de los Macauley, aquella sonrisa amable, sabia y secreta que decía «hola» a todas las cosas.

Cuando dobló la esquina y vio la casa de los Macauley, Ulysses empezó a dar brincos y hasta entrechocó los talones en el aire. Por culpa de aquel jolgorio tropezó y se cayó, pero volvió a levantarse y siguió su camino.

Su madre estaba en el jardín, echando pienso a los pollos. Vio que el niño tropezaba y se caía, luego se levantaba y volvía a dar brincos. Ulysses llegó enseguida y sin decir nada se plantó a su lado, después fue al nido de la gallina en busca de huevos. Encontró uno. Se lo quedó mirando un momento, se lo llevó a su madre y se lo entregó con mucho cuidado, con lo cual quería decir lo que ningún hombre puede adivinar y ningún niño recuerda para contarlo.