Capítulo vigesimoctavo

Arrastrados por los acontecimientos, no hemos tenido tiempo para hacer ni siquiera un esbozo de la cómica raza de los cortesanos que pululaban por la corte de Parma y que no dejaban de hacer comentarios divertidos sobre los acontecimientos que hemos contado. Lo que en aquel país convertía a un miembro de la pequeña nobleza, adornado de tres o cuatro mil libras de renta, en digno de asistir, enfundado en sus medias negras, al ceremonial del despertar del príncipe era, en primer lugar, no haber leído nunca ni a Voltaire ni a Rousseau, condición nada difícil de cumplir. Tenía también que saber hablar con devoción del catarro del soberano o de la última caja de minerales que hubiera recibido de Sajonia. Si, además de todo esto, no faltaba a misa ni un solo día en todo el año y si entre sus amigos figuraban dos o tres frailes gordos, el príncipe se dignaba dirigirle la palabra una vez al año, quince días antes o quince días después del primero de enero, lo que le daba al sujeto en cuestión un gran prestigio en su parroquia y la tranquilidad de que, si se retrasaba en el pago de los cien francos anuales con que se cargaba su modesto peculio, el recaudador de impuestos no lo humillaría demasiado.

El señor Gonzo era un pobre sujeto de aquellas características, muy linajudo, y que, además de tener alguna propiedad gracias a las influencias del marqués Crescenzi, había conseguido un cargo magnífico que le producía mil ciento cincuenta francos al año. Aquel hombre hubiera podido cenar en su casa, pero tenía una pasión: no estaba a gusto ni era feliz salvo en el salón de algún gran personaje que de vez en cuando le dijera «Cállese, Gonzo, es usted un imbécil». Y solía ser éste un juicio fruto de la irritación, pues normalmente Gonzo era más inteligente que el personaje. Hablaba de todo y con bastante gracia. Además, siempre estaba dispuesto a cambiar de opinión a la menor mueca del dueño de la casa. A decir verdad, aunque muy hábil para gestionar sus intereses, no tenía una sola idea en la cabeza y, en ocasiones, si el príncipe no estaba acatarrado, entraba en los salones con cierto azoramiento.

En realidad la reputación de Gonzo en Parma se debía a un magnífico sombrero de tres picos, adornado con una pluma negra, un poco sobada ya, que se ponía incluso con el frac. Era de ver cómo llevaba aquella pluma, ya fuera en la cabeza, ya fuera en la mano; aquello era verdadero talento, auténtica importancia. Preguntaba con ansiedad sobre el estado de salud del gozquecillo de la marquesa; y si el fuego hubiera hecho presa del palacio Crescenzi, habría expuesto la vida para salvar alguno de los preciosos sillones de brocado de oro, en los que desde hacía tantos años se enganchaba el calzón de seda negra cuando casualmente se atrevía a sentarse un instante en alguno de ellos.

Todas las tardes, a eso de las siete, llegaban al salón de la marquesa Crescenzi siete u ocho personajes de la misma laya. Nada más sentarse, un lacayo, magníficamente vestido con una librea gualda, enteramente cubierta de galones de plata al igual que la chaqueta roja que completaba la magnificencia de su indumentaria, iba a recoger los sombreros y los bastones de aquellos pobres diablos. Inmediatamente llegaba un camarero con unas tacitas de café minúsculas en unos pies de filigrana de plata; cada media hora, un mayordomo, con espadín y magnífico atuendo a la francesa, servía helados.

Media hora después de aquellos cortesanos pobretones, llegaban cinco o seis oficiales hablando en voz muy alta y en tono marcial, generalmente sobre el número y clase de botones de la guerrera del soldado necesarios para que el general en jefe gane las batallas. En aquel salón no hubiera sido prudente citar un periódico francés y ello hasta el extremo de no poder dar la noticia más agradable posible —cincuenta liberales fusilados en España, por ejemplo—, pues darla hubiera implicado revelar que el narrador había leído un periódico cisalpino. Para todos ellos la suma habilidad, su obra maestra, estribaba en conseguir cada diez años un aumento en la pensión de ciento cincuenta francos. Tal es la forma en que el príncipe comparte con su nobleza el placer de reinar sobre campesinos y burgueses.

Indiscutiblemente, la persona más importante del salón Crescenzi era el caballero Foscarini, un hombre absolutamente honrado, como lo demostraba el hecho de que hubiera pasado algún tiempo en la cárcel bajo todos los regímenes. Era uno de los miembros de la famosa cámara de los diputados que, en Milán, rechazó la ley de registro presentada por Napoleón, un gesto sorprendente en la historia. El caballero Foscarini, tras haber sido veinte años el amigo de la madre del marqués, había seguido siendo el hombre influyente en la casa. Siempre tenía alguna anécdota divertida que contar, y nada se escapaba a su perspicacia; la joven marquesa, que en el fondo del corazón se sentía culpable, temblaba en su presencia.

Del mismo modo que a Gonzo lo dominaba la pasión por los grandes señores que le dijeran groserías y le hicieran llorar una o dos veces al año, lo dominaba la manía de tratar de hacerles pequeños servicios, y si no lo hubieran tenido paralizado las costumbres que impone la extrema pobreza, hubiera alcanzado algún éxito, pues, junto a no carecer de cierto ingenio, disponía de una gran desfachatez.

Como será fácil colegir tras nuestra descripción, a Gonzo le inspiraba bastante desprecio la marquesa Crescenzi, pues jamás le había dirigido una sola palabra descortés. Pese a ello, era la esposa del famoso marqués Crescenzi, caballero de honor de la princesa y que, una o dos veces al mes, le decía: «¡Cállate, Gonzo, eres un animal!».

Gonzo se dio cuenta de que en cuanto se contaba algo de la pequeña Anetta Marini, la marquesa salía por un instante del estado de ensueño y ensimismamiento en que habitualmente estaba sumida hasta que sonaban las once, momento en que preparaba té y lo servía a cada uno de los presentes llamándolo por su nombre. Después, en el momento de retirarse, parecía recuperar unos instantes de alegría; era el momento que alguno de los visitantes aprovechaba para recitarle sonetos satíricos.

En Italia son excelentes tales sonetos; es el único género literario que aún alienta un poco, probablemente porque no está sometido a censura. Los cortesanos de la casa Crescenzi anunciaban siempre el soneto con las mismas palabras: «¿Marquesa, tiene la bondad de permitirme recitar ante su presencia un soneto muy malo?». Y si el soneto hacía reír y llegaba a repetirse dos o tres veces, siempre había algún oficial que exclamaba: «¡El señor ministro de policía tendría que ocuparse de ahorcar un poco a los autores de semejantes infamias!». La sociedad burguesa, no obstante, acoge estos sonetos con la admiración más franca y los oficiales de los procuradores venden copias de los mismos.

Dada la curiosidad que mostraba la marquesa, Gonzo se imaginó que se había celebrado demasiado la belleza de la pequeña Marini, que además tenía una fortuna de un millón, o sea, que estaba celosa. Y como, con su sonrisa fija y su absoluta desfachatez con quien no fuera noble, Gonzo entraba en todas partes, al día siguiente se presentó en el salón de la marquesa, con el sombrero de plumas colocado del modo triunfal que sólo cuando el príncipe le había dicho «Adiós, Gonzo», o sea, una o dos veces al año, podía vérsele.

Tras saludar respetuosamente a la marquesa, Gonzo no se retiró, como era costumbre, para ir a sentarse a la butaca que acababan de adelantarle. Se puso en mitad del círculo y exclamó brutalmente:

—He visto el retrato de monseñor del Dongo.

Clelia se quedó tan sorprendida que tuvo que apoyarse en el brazo de la butaca. Trató de enfrentarse a aquel temporal, pero muy pronto se vio obligada a abandonar la estancia.

—Hay que reconocer, mi pobre Gonzo, que posee usted una extraña torpeza —exclamó desdeñosamente un oficial que iba ya por su cuarto helado—. ¿No sabe usted que el coadjutor —por cierto, uno de los coroneles más valientes de Napoleón— le jugó tiempo atrás una malísima pasada al padre de la marquesa, marchándose de la ciudadela que mandaba el general Fabio Conti como si se marchara de la Steccata (la principal iglesia de Parma)?

—Es verdad, mi querido capitán, ignoro muchísimas cosas, no soy más que un pobre imbécil que me paso el día metiendo la pata.

Esta réplica, tan italiana, hizo que todos se rieran a costa del brillante oficial. La marquesa regresó enseguida; se había armado de valor, no sin cierta esperanza de poder admirar también ella aquel retrato de Fabricio, que, según decían, era magnífico. Habló elogiosamente del talento de Hayez, que lo había pintado. Sin darse cuenta, le dirigía a Gonzo sonrisas encantadoras y éste, a su vez, miraba socarronamente al oficial. Como el resto de los cortesanos de la casa se dedicaba al mismo placer, el oficial optó por marcharse, no sin jurarle un odio mortal a Gonzo; éste triunfaba, y, por la noche, cuando se despidió, fue invitado a comer al día siguiente.

Y al día siguiente, después de comer, tras retirarse los criados, Gonzo exclamó:

—¡Aún hay más que contar! ¡Pues no va nuestro coadjutor y se enamora de la pequeña Marini!…

No será difícil imaginar la consternación que atenazó el corazón de Clelia cuando oyó algo tan extraordinario. Hasta el propio marqués se quedó muy sorprendido.

—¡Pero Gonzo, amigo mío, está usted diciendo un disparate, como de costumbre! ¡Tendría que hablar con un poco más de respeto de un señor que ha tenido el honor de jugar al whist con Su Alteza once veces!

—Pues verá, señor marqués —contestó Gonzo con la grosería que caracteriza a la gente de su clase—, yo puedo jurarle que también le gustaría jugar con la Marini. Pero basta que a usted le molesten tales pormenores para que dejen de existir para mí, que lo último que querría sería ofender a mi adorable marqués.

Todos los días, después de comer, el marqués se retiraba a dormir la siesta. Aquel día no lo hizo; y, aunque Gonzo se habría dejado cortar la lengua antes de decir una sola palabra más sobre la pequeña Marini, a cada instante le daba a su conversación algún giro que le hiciera esperar al marqués que iba a referirse otra vez a los amores de la rica muchacha. Gonzo poseía en grado sumo esa habilidad italiana de demorar con gracias lo que el interlocutor espera oír. El pobre marqués, que se moría de curiosidad, se vio obligado a lisonjearle un poco: le dijo a Gonzo que, cuando tenía el placer de comer con él comía dos veces más. Gonzo no se dio cuenta, y se puso a describir una magnífica colección de pintura que estaba reuniendo la marquesa Balbi, la amante del difunto príncipe; en tres o cuatro ocasiones se refirió a Hayez, con lentitud inspirada en la admiración más honda. El marqués pensaba «¡Vaya! ¡Parece que va a llegar al retrato de la Marini!», pero Gonzo no tenía la menor intención de hacerlo. Dieron las cinco, y el marqués se puso de muy mal humor, pues a las cinco y media, después de la siesta, tenía la costumbre de ir al Corso en coche.

—¡Mire lo que ha conseguido con sus tonterías! —le dijo destempladamente a Gonzo—, voy a llegar al Corso después que la princesa, y seguro que tiene órdenes que darme a mí, a su caballero de honor. ¡Vamos, vamos! Cuénteme en pocas palabras, si es que puede, qué hay de esos pretendidos amores de monseñor el coadjutor.

Pero Gonzo tenía reservado aquel relato para los oídos de la marquesa, que le había invitado a comer; así que ventiló en muy pocas palabras la historia reclamada, y el marqués, medio traspuesto, se fue corriendo a dormir su siesta. Gonzo adoptó una actitud muy distinta con la pobre marquesa. Seguía siendo tan joven e ingenua, aun en su alta posición, que se creyó en la obligación de reparar la grosería con que el marqués había tratado a Gonzo. Entusiasmado con aquella honra, recuperó toda su elocuencia, y fue para él un placer, no menos que un deber, descender a infinidad de detalles de la historia.

La pequeña Anetta Marini llegaba a dar un cequí por que le guardaran sitio para oír el sermón. Iba siempre con dos de sus tías y el antiguo cajero de su padre. Los sitios, que reservaba desde la víspera, estaban en general enfrente del púlpito, aunque un poco desplazados hacia el lado del altar mayor, pues había observado que el coadjutor se volvía a menudo hacia aquel altar. Pues bien, lo que también había observado el público era que, no pocas veces, aquellos ojos tan expresivos del joven predicador se detenían complacidamente en la joven heredera de sugestiva belleza, y al parecer con alguna emoción, porque en cuanto fijaba sus ojos en ella su sermón se hacía erudito, proliferaban las citas, desaparecían los transportes que partían el corazón, y las señoras, para quienes el interés cesaba entonces casi de inmediato, se ponían a mirar a la Marini y a maldecirla.

Clelia hizo que le repitiera hasta tres veces tan sorprendentes detalles. A la tercera se quedó ensimismada; pensaba que hacía exactamente catorce meses que no había visto a Fabricio. «¿Seria tan grave —se decía— pasar una hora en una iglesia, no para ver a Fabricio, sino para oír a un predicador famoso? Además, me pondré lejos del púlpito y no miraré a Fabricio más que una vez cuando entre y otra cuando termine el sermón… ¡No —seguía diciéndose—, no voy a ver a Fabricio, voy a oír a un predicador asombroso! Pese a todos estos razonamientos, la marquesa tenía remordimientos». ¡Había sido tan hermosa su conducta desde hacía catorce meses! «Bueno —acabó por decirse, para darse alguna paz a sí misma—, si la primera mujer que venga esta noche ha oído predicar a monsignore del Dongo, yo también iré, y, si no ha ido, tampoco iré yo».

Una vez tomada esta decisión, la marquesa hizo feliz a Gonzo diciéndole:

—Procure enterarse de cuál es el próximo día en que va a predicar el coadjutor y en qué iglesia. Quizá esta noche, antes de que se vaya, le haga un encargo.

Nada más irse Gonzo al Corso, Clelia se fue a tomar el aire al jardín del palacio. No se argumentó a sí misma que hacía seis meses que no ponía allí los pies. Estaba viva, animada; le había salido el color. Por la noche, cada vez que entraba uno de sus aburridos visitantes, su corazón palpitaba emocionado. Finalmente anunciaron a Gonzo, a quien le bastó un vistazo para darse cuenta de que durante ocho días iba a ser el hombre imprescindible. «La marquesa está celosa de la Marini, y aquí vamos a tener una buena comedia —se dijo—; ¡la marquesa tendrá el primer papel; la joven Anetta, el de criadita joven, y monsignore del Dongo, el de enamorado! La verdad es que a dos francos no seria muy cara una entrada». No cabía en sí de gozo, y, durante toda la velada, estuvo quitándole la palabra a todo el mundo, contando anécdotas picantes (como la de la actriz célebre y el marqués de Pequigny, que le había oído la víspera a un viajero francés). Por su parte, la marquesa no podía estarse quieta; o se paseaba por el salón, o pasaba a una galería que estaba al lado del salón, donde el marqués no había dejado que colgaran ningún cuadro que costara menos de veinte mil francos. Aquellos cuadros le decían tantas cosas aquella noche a la marquesa, le transmitían tantas emociones que le extenuaban el corazón. Finalmente oyó que se abrían los dos batientes de la puerta, acudió deprisa al salón, ¡era la marquesa Raversi! Cuando le dirigía las atenciones de rigor, Clelia sentía que le faltaba la voz. La marquesa le hizo repetir dos veces la pregunta que le había dirigido y que no había conseguido oír:

—¿Qué me dice usted del predicador de moda?

—Lo tenía por un pequeño intrigante, digno sobrino de la ilustre condesa Mosca; pero en su último sermón en la iglesia de la Visitación, delante de su casa precisamente, estuvo tan sublime que se me olvidó todo el odio que pudiera tenerle y lo considero el hombre más elocuente que haya oído jamás.

—Entonces, ¿ha ido usted a uno de sus sermones? —preguntó la marquesa, temblando de gozo.

—¿Pero es que no me escucha usted? —dijo la marquesa riéndose—. No me los perdería por nada del mundo. Dicen que está enfermo del pecho y que muy pronto dejará de predicar.

Nada más salir la marquesa, Clelia llamó a Gonzo a la galería.

—Estoy casi decidida a oír a ese predicador tan celebrado, ¿cuándo predicará?

—El próximo lunes, o sea, dentro de tres días; y es como si le hubiera adivinado las intenciones a Vuestra Excelencia, porque predica en la Visitación.

Aún no estaba todo dicho, pero Clelia se había quedado sin voz; dio cinco o seis vueltas por la galería, sin decir palabra. Gonzo se decía: «Eso es la venganza que la consume. ¡Hace falta ser insolente para escaparse de la cárcel, sobre todo si se tiene el honor de estar custodiado por un héroe como el general Fabio Conti!».

—Pues hay que darse prisa —añadió Gonzo con fina ironía—; porque está enfermo del pecho. Le he oído decir al doctor Rambo que no le queda ni un año de vida. Es un castigo de Dios por haber quebrantado su sentencia escapándose a traición de la ciudadela.

La marquesa se sentó en el diván de la galería y le hizo seña a Gonzo para que la imitase. A los pocos instantes, ella le dio una bolsita en la que había metido unos cequíes.

—Haga que me reserven cuatro sitios.

—¿Le será permitido al pobre Gonzo deslizarse tras Vuestra Excelencia?

—¿Cómo no? Mande reservar cinco plazas… No tengo el menor interés —añadió— en estar cerca del púlpito; pero sí me gustaría poder ver a la señorita Marini, que dicen que es tan guapa.

En los tres días que faltaban para el famoso lunes, día del sermón, la marquesa no vivió. Gonzo, para quien ser visto en público entre los acompañantes de una señora tan importante era un señalado honor, lucía su traje francés, con espada, y esto no fue todo: aprovechando la proximidad del palacio, hizo llevar a la iglesia un magnífico sillón dorado para la marquesa, lo que pareció a los burgueses una insolencia intolerable. Es fácil imaginar lo qué sintió la pobre marquesa cuando vio aquel sillón, que habían colocado precisamente frente al púlpito. Clelia estaba tan abochornada, refugiada en una esquina del sillón y con los ojos bajos, que ni siquiera tuvo valor para mirar a la Marini, a quien Gonzo le señalaba con el dedo, con un descaro que confundía aún más a la marquesa. Para aquel cortesano nadie que no fuera noble existía realmente.

Apareció Fabricio en el púlpito. Estaba tan delgado, tan pálido, tan consumido, que los ojos de Clelia se arrasaron en lágrimas al instante. Fabricio dijo algunas palabras; luego se detuvo, como si de repente se hubiera quedado sin voz; en vano trató de empezar alguna frase; se volvió y cogió un papel escrito.

—Queridos hermanos —dijo—, un alma desventurada y muy digna de vuestra compasión os ruega, por mi boca, que recéis para que acabe su tormento, que no cesará sino con su vida.

Fabricio leyó el resto de su papel muy despacio; pero el tono de su voz era tal, que, a mitad de la oración, todo el mundo lloraba, incluido Gonzo. «Por lo menos no llamaré la atención» —pensaba la marquesa anegada en lágrimas.

Mientras leía el papel, a Fabricio se le ocurrieron dos o tres ideas sobre la situación de aquel hombre desdichado para quien acababa de pedir las oraciones de los fieles. E inmediatamente se le agolparon otras muchas más. Aunque aparentemente se dirigía al público, no hablaba más que para la marquesa. Terminó su plática un poco antes que de costumbre, porque, intentara lo que intentase, le sobrevenía el llanto de tal forma que no podía hablar de forma inteligible. A los entendidos aquel sermón les pareció raro, pero de un patetismo igual, por lo menos, al del famoso sermón del día de las luces. A Clelia, por su parte, antes de haber oído las diez primeras líneas de la oración leída por Fabricio, le parecía ya un crimen atroz haber pasado catorce meses sin verlo. Al llegar a casa, se metió en la cama para poder pensar libremente en Fabricio; y al día siguiente, muy temprano, Fabricio recibió una nota que decía así:

Confiando en su honor, busque cuatro valientes, de cuya discreción esté usted seguro, y mañana, cuando den las doce en la Steccata, vaya junto a una puertecilla que tiene el número 19 de la calle San Pablo. Piense que pueden atacarle, no vaya usted solo.

Cuando Fabricio reconoció aquella letra divina, cayó de rodillas y se deshizo en lágrimas. «¡Por fin —exclamó—, después de catorce meses y ocho días! ¡Se acabaron los sermones!».

Seria muy largo describir todas las locuras a que se entregaron aquel día los corazones de Fabricio y de Clelia. La puertecilla indicada en la nota no era otra que la del invernadero de los naranjos del palacio Crescenzi; hasta diez veces se le ocurrieron a Fabricio pretextos para ir a verla. Un poco antes de las doce cogió sus armas y, solo, con paso rápido, se dirigió al lugar indicado. Estaba ya cerca de la puerta cuando, para inexpresable alegría suya, oyó aquella voz tan bien conocida que le decía en un tono muy bajo:

—Entra por aquí, amigo de mi corazón.

Fabricio entró con precaución y se encontró en el invernadero, aunque frente a una ventana enrejada, que estaba a un metro, o poco más, del suelo. Estaba muy oscuro. Había oído algún ruido en aquella ventana y la estaba palpando con la mano, cuando sintió que otra mano, desde el otro lado de la reja, le cogía la suya y la llevaba a unos labios que le besaron.

—Soy yo —le dijo aquella voz amada—, que he venido aquí a decirte que te amo y a preguntarte si estás dispuesto a obedecerme.

Imagínese la respuesta, el gozo, el asombro de Fabricio. Tras los primeros arrebatos, Clelia le dijo:

—Ya sabes que le he prometido a la Madona que no te vería; por eso te recibo en esta oscuridad tan cerrada. Tienes que saber que si en algún momento me obligaras a verte a la luz del día, todo habría acabado entre nosotros. Antes de nada, he de decirte que no quiero que vuelvas a predicar delante de Anetta Marini, y no vayas a creer que he sido yo quien ha hecho la tontería de mandar que llevaran un sillón a la casa de Dios.

—Ángel mío, no volveré a predicar delante de nadie; sólo predicaba movido por la esperanza de verte un día.

—No hables así, piensa que a mí no me está permitido verte.

Llegados a este punto, hemos de pedir permiso para dar un salto de tres años sin decir ni una sola palabra.

En el momento en que continúa nuestro relato, hacía ya mucho tiempo que el conde Mosca había vuelto a Parma en calidad de primer ministro, más poderoso que nunca.

Tras estos tres años de felicidad divina, en el alma de Fabricio brotó un capricho, inspirado por el cariño, que lo cambió todo. La marquesa tenía un precioso niño de dos años, Sandrino, que era la alegría de su madre; se pasaba el día con ella o en las rodillas del marqués Crescenzi. Fabricio, en cambio, no lo veía casi nunca. Y no quería que se acostumbrara a querer a otro padre. Concibió, entonces, la idea de raptar al niño antes de que fraguaran sus primeros recuerdos.

En las largas horas del día en que la marquesa no podía ver a su amante, la presencia de Sandrino la consolaba. A este propósito, hemos de confesar algo que parecerá increíble al norte de los Alpes, y es que, a pesar de todas sus faltas, Clelia había sido fiel a su promesa. Como probablemente recordará el lector, le había prometido a la Madona no ver nunca a Fabricio, tales habían sido sus palabras exactas; en consecuencia, sólo lo recibía de noche, y nunca había luz en sus habitaciones.

Todas las noches, él era recibido por su amiga. Y lo que no deja de ser sorprendente, en aquella corte devorada por la curiosidad y por el hastío, es que, gracias a las precauciones de Fabricio, muy hábilmente urdidas, nadie llegó a sospechar nunca tal amicizia, como dicen en Lombardía. Aquel amor era demasiado intenso como para que no hubiera riñas en él; Clelia era muy celosa, pero las querellas procedían casi siempre de otra causa. En más de una ocasión, Fabricio había aprovechado alguna ceremonia pública para estar en el mismo sitio que la marquesa y mirarla, entonces ella pretextaba cualquier cosa para irse inmediatamente, luego desterraba a su amante por una buena temporada.

En la corte de Parma, a todo el mundo le extrañaba no conocer la menor intriga de una mujer como aquella, de belleza e inteligencia tan extraordinarias; inspiró pasiones que generaron muchas locuras y, muy a menudo, también Fabricio sintió celos.

Hacía mucho tiempo que había muerto el buen arzobispo Landriani, y la piedad, las costumbres ejemplares y la elocuencia de Fabricio habían hecho que fuera olvidado; también su hermano mayor había muerto, y todo el patrimonio familiar estaba ahora en sus manos. A partir de entonces, todos los años, los ciento y pico mil francos que rentaba el arzobispado de Parma los distribuía entre los vicarios y los curas de su diócesis.

Hubiera sido difícil imaginar una vida más honrada, más honorable y más útil que la que Fabricio se había construido, hasta que aquel desdichado capricho, suscitado por la ternura, lo trastornó todo.

—Esa promesa tuya, que yo respeto, aunque el hecho de que no quieras verme de día es la desventura de mi vida —le dijo un día—, me obliga a vivir constantemente solo; no tengo más distracción que el trabajo, y ni aun el trabajo me sirve. En medio de este duro y triste pasar las interminables horas de mis días, se me ha ocurrido una idea que me atormenta y con la que en vano me enfrento desde hace seis meses: mi hijo no me querrá; no oye nunca hablar de mí. Educado en el lujo amable del palacio Crescenzi, apenas me conoce. Las pocas veces que lo veo, me hace pensar en su madre, pues me recuerda aquella belleza divina suya que no puedo contemplar. Debe verme una cara seria en esas ocasiones, lo que para los niños equivale a triste.

—¿Adónde quieres ir a parar con todas esas cosas que me espantan?

—A recuperar a mi hijo; quiero que viva conmigo; quiero verlo todos los días; quiero que se acostumbre a quererme, y también quiero poder quererlo yo sin trabas. Puesto que una insólita fatalidad me priva de la dicha que tantas almas sensibles tienen, y me veo obligado a pasar la vida apartado de lo que adoro, quiero, por lo menos, tener cerca de mí a un ser que le traiga a mi corazón tu imagen, que te reemplace, en cierto modo. En mi forzada soledad, las personas que trato y los asuntos de que me ocupo me resultan insufribles; sabes muy bien que la palabra ambición ha carecido de sentido para mí desde el momento en que tuve la suerte de que Barbone me registrara como prisionero, y, en la melancolía en que lejos de ti estoy sumido, todo, salvo las sensaciones del alma, me parece ridículo.

No es difícil imaginar el dolor que la desazón de su amigo llevó al alma de la pobre Clelia. Su tristeza fue tanto más honda, cuanto que comprendía que, en cierto modo, Fabricio tenía razón. Llegó hasta a considerar la posibilidad de romper su promesa; entonces podría recibir a Fabricio a la luz del día como a cualquier otro miembro de la sociedad, y su reputación de sensatez estaba lo suficientemente fundada como para que ello no suscitara habladurías. Se decía a sí misma que podría hacerse perdonar su promesa a cambio de una buena cantidad de dinero; pero inmediatamente se daba cuenta de que un arreglo tan mundano no tranquilizaría su conciencia, e imaginaba que quizá el cielo, enojado, la castigara por aquel nuevo pecado.

Por otra parte, si accedía a aquel deseo tan natural de Fabricio, si trataba de no causar la desgracia a aquella alma sensible que ella conocía tan bien, y cuyo sosiego quedaba tan extrañamente comprometido por su promesa inusitada, ¿cómo simular el rapto del único hijo de uno de los más grandes señores de Italia sin que el engaño fuera descubierto? El marqués Crescenzi gastaría sumas enormes, él mismo dirigiría las operaciones de búsqueda, y tarde o temprano se descubriría el secuestro. Sólo había un medio de salvar aquel peligro, había que enviar al niño lejos, a Edimburgo, por ejemplo, o a París, pero aquello era algo que su amor de madre le vedaría. La otra posibilidad propuesta por Fabricio, más razonable al efecto, tenía algo de augurio siniestro y resultaba casi más espantosa para aquella madre atribulada; había que fingir —decía Fabricio— una enfermedad; el niño empeoraría irremediablemente y acabaría por morir aprovechando alguna ausencia del marqués.

La repugnancia que aquel plan causaba en Clelia rayaba en el terror y acabó por ser la causa de una ruptura poco duradera.

Decía Clelia que no había que tentar a Dios; que aquel hijo tan querido era fruto de un pecado, y que si se enconaba más la cólera del cielo, Dios acabaría por reclamarlo para sí. Fabricio volvía a hablar de su destino singular:

—El estado que me ha asignado el azar —le decía a Clelia— y mi amor me imponen una soledad eterna; no puedo, como la mayoría de mis cofrades, gozar de las dulzuras de la intimidad en compañía, pues usted no me quiere recibir si no es en la oscuridad, lo que limita a unos instantes, por decirlo así, la parte de mi vida que puedo pasar con usted.

Derramaron muchas lágrimas. Clelia cayó enferma; pero amaba demasiado a Fabricio como para seguir negándose al terrible sacrificio que le pedía. Sandrino cayó enfermo aparentemente; el marqués llamó inmediatamente a los médicos más célebres y, a partir de aquel momento, Clelia se vio en un terrible aprieto que no había previsto; tenía que impedir que el niño adorado tomara ninguna de las medicinas recetadas por los médicos. Y no era nada fácil.

El niño, mantenido en la cama durante mucho más tiempo de lo tolerable para la salud, cayó verdaderamente enfermo. ¿Y cómo informarle al médico de la verdadera causa de aquella enfermedad? Desgarrada por dos intereses contrarios e igualmente queridos, Clelia estuvo a punto de perder la razón. ¿Debía admitir una curación aparente, y sacrificar, así, el posible fruto de una simulación tan larga y tan penosa? Fabricio, por su parte, no podía perdonarse la violencia que estaba ejerciendo en el corazón de su amada, pero tampoco podía renunciar a su proyecto. Había encontrado el medio para introducirse todas las noches en la habitación del niño enfermo, lo que había supuesto una nueva complicación. La marquesa iba a cuidar a su hijo y a veces Fabricio no podía evitar verla a la luz de las velas, lo que al pobre corazón enfermo de Clelia le parecía un pecado horrible que presagiaba la muerte de Sandrino. En vano los más celebres casuistas, consultados sobre la conveniencia de cumplimiento de una promesa en el caso de que su observancia fuera evidentemente nociva, habían contestado que romper la promesa no podía considerarse pecado, siempre que las razones para abstenerse de cumplir tal promesa hecha a la divinidad estuvieran fundadas en la evitación de un mal evidente y no en procurarse el vano placer de los sentidos. La marquesa no dejó por ello de desesperarse, y Fabricio sintió vivamente que su extravagante idea iba causar la muerte de Clelia y la de su hijo.

Recurrió a su amigo íntimo, el conde Mosca, quien, aun siendo un ministro tan experimentado como era, se conmovió con aquella historia de amor, que ignoraba en gran parte.

—Yo le puedo conseguir que el marqués esté fuera cinco o seis días, por lo menos. ¿En qué fechas le interesa?

Al poco tiempo, Fabricio fue a decirle al conde que todo estaba ya dispuesto para poder aprovechar la ausencia del marqués.

Dos días después, cuando el marqués volvía a caballo de una de sus propiedades de los alrededores de Mantua, unos bandidos, aparentemente pagados para ejecutar una venganza particular, lo secuestraron sin hacerle el menor daño y lo embarcaron en un bote, que tardó tres días en descender por el Po haciendo el mismo recorrido que había efectuado Fabricio en otro tiempo tras el famoso incidente con Giletti. Al cuarto día, los bandidos abandonaron al marqués en una isla desierta, tras haberse tomado el trabajo de robarle todo el dinero y sus efectos personales, hasta los de menor valor. Al marqués le costó aún dos días enteros llegar a su palacio de Parma, que encontró lleno de colgaduras negras y con todos sus moradores sumidos en la desolación.

Este secuestro, muy hábilmente ejecutado, tuvo un final funesto. Sandrino, instalado en secreto en una gran casa, muy bonita, adonde la marquesa iba a verlo casi todos los días, murió a los pocos meses. Clelia pensó que aquello era un justo castigo por haber sido infiel a su promesa a la Madona: ¡había visto tantas veces a Fabricio a la luz de las velas durante la enfermedad de Sandrino, incluso dos veces a plena luz del día, y con arrobamientos tan dulces! Sólo sobrevivió unos meses a aquel hijo tan querido, aunque tuvo la ventura de morir en los brazos de su amado.

Fabricio estaba demasiado enamorado y era demasiado creyente como para recurrir al suicidio; esperaba encontrarse con Clelia en otro mundo mejor, pero comprendía que tenía mucho que reparar.

Pocos días después de la muerte de Clelia, firmó varios documentos mediante los cuales aseguraba una pensión de mil francos a cada uno de sus criados y se reservaba para él mismo otra igual; a la condesa Mosca le hacía donación de unas tierras que rentaban unas cien mil libras; a su madre, la marquesa del Dongo, le daba una cantidad parecida, y el resto de la fortuna paterna se lo cedía a una de sus hermanas, que estaba mal casada. Al día siguiente, tras haber enviado a la autoridad competente su dimisión del arzobispado y de todos los cargos que el favor de Ernesto V y la amistad del primer ministro le habían procurado, se retiró a la Cartuja de Parma, a dos leguas de Sacca, en medio de los bosques que riega el Po.

En su momento, la condesa Mosca había apoyado con firmeza el retorno de su marido al gobierno, aunque ella no había consentido en volver a los estados de Ernesto V. Tenía su corte en Vignano, a un cuarto de legua de Casal-Maggiore, en la orilla izquierda del Po, o sea, en territorio austríaco. En el magnífico palacio que el conde había construido en Vignano recibía los jueves a la mejor sociedad de Parma, y todos los días a sus muchos amigos. Por nada del mundo hubiera faltado Fabricio ni un solo día de acudir a Vignano. En una palabra, la condesa reunía toda la apariencia de la felicidad, pero sobrevivió muy poco tiempo a Fabricio, a quien adoraba y que sólo pasó un año en su Cartuja.

Las cárceles de Parma estaban vacías, el conde era inmensamente rico, a Ernesto V lo adoraban sus súbditos que comparaban su gobierno con el de los grandes duques de la Toscana.

TO THE HAPPY FEW[46]