Capítulo vigesimoséptimo

Esta seria conversación tuvo lugar al día siguiente del regreso de Fabricio al palacio Sanseverina; la duquesa estaba aún irritada por la alegría que brillaba en todo lo que hacía Fabricio. «¡De modo —se decía— que esa piadosita me ha engañado! ¡No ha sabido resistir a su amante ni tres meses!».

Al príncipe, que era un ser sumamente pusilánime, la certeza de un desenlace feliz le había dado valor para amar. Cuando se enteró de los preparativos de viaje que se hacían en el palacio Sanseverina, su ayuda de cámara francés, que creía poco en la virtud de las grandes señoras, lo animó en lo concerniente a la duquesa. Ernesto V se atrevió a dar un paso que fue severamente criticado por la princesa y por todas las personas sensatas de la corte, mientras que el pueblo vio en ello la confirmación oficial del asombroso favor que tenía la duquesa: fue a visitarla en su palacio.

—Se marcha usted —le dijo con un tono serio que le pareció odioso a la duquesa—; se marcha; ¡me traiciona, incumple su juramento!, mientras que, si yo hubiera tardado diez minutos en concederle la merced de Fabricio, ahora estaría muerto. ¡Me deja usted desconsolado! ¡Si no hubiera sido por su juramento, no hubiera tenido valor para amarla como la amo! ¡Carece usted de honor!

—Considere las cosas con sensatez, mi señor. ¿Ha sido alguna vez tan feliz en toda su vida como en estos cuatro últimos meses? Ni su gloria como soberano, ni su felicidad como hombre digno de ser amado —me atrevería yo a creer— han rayado nunca a tal altura. Le voy a proponer lo siguiente: si usted tiene a bien consentirlo, yo no seré su amante de un momento fugaz, en virtud de un juramento robado bajo la presión del miedo; a cambio, yo consagraré todos los instantes de mi vida a su felicidad, seré para siempre la que he sido durante estos cuatro meses, y, ¿quién sabe?, quizá el amor venga a coronar esa amistad; yo no podría jurar que tal cosa fuera imposible.

—¿Y por qué no asume usted un nuevo papel? —argüyó el príncipe entusiasmándose—; vaya más allá: reine usted sobre mí y también sobre mis Estados, sea mi primer ministro; le ofrezco el único matrimonio que permiten las tristes conveniencias de mi rango. Tenemos un ejemplo cerca, el rey de Nápoles acaba de casarse con la duquesa de Partana. Le ofrezco todo lo que está en mi mano, un casamiento de ese mismo tipo. Y añadiré una consideración de triste política para demostrarle que ya no soy un niño y que lo he pensado todo: jamás le echaré en cara la circunstancia que me impongo de ser el último soberano de mi estirpe, jamás le reprocharé a usted el disgusto de ver, viviendo aún, a las grandes potencias disponer mi sucesión. Bendigo tales amarguras, nada imaginarias, porque me sirven para demostrarle mi estima y mi pasión.

A la duquesa no se le ocurrió dudar ni un solo instante; el príncipe la hastiaba, mientras el conde le parecía perfectamente digno de ser amado. Con una sola excepción, no había otro hombre en el mundo a quien preferir. Además, ella reinaba en el conde, mientras el príncipe, sometido a las exigencias de su rango, acabaría por reinar en ella de un modo u otro. Podía volverse frívolo, además, y tomar amantes; en muy pocos años, la diferencia de edad parecería darle derecho a ello.

En ningún momento había albergado la menor duda; la perspectiva del aburrimiento la había decidido absolutamente; sin embargo la duquesa, que no quería dejar de parecer agradable, le pidió permiso para pensárselo.

Se haría muy largo reproducir aquí los matices de las frases, casi tiernas, y los términos, infinitamente delicados, con que supo envolver su negativa. El príncipe se enfureció, veía que toda su felicidad se le iba de las manos. ¿Qué sería de él cuando la duquesa se hubiera ido de la corte? Además, ¡qué humillación, ser rechazado! «¿Qué dirá, en fin, mi ayuda de cámara francés, cuando le cuente mi fracaso?».

La duquesa tuvo la habilidad de calmar al príncipe y de llevar, poco a poco, la negociación a sus verdaderos términos.

—Si Vuestra Alteza tiene a bien ceder y no precipitar el cumplimiento de una promesa, para mí fatal y horrible —pues hará que me desprecie a mí misma—, pasaré el resto de mis días en su corte, que será para siempre lo que ha sido este invierno. Consagraré todos los instantes de mi vida a contribuir a su felicidad como hombre y a su gloria como soberano. Ahora bien, si Vuestra Alteza exige que cumpla mi juramento, habrá envilecido el resto de mi vida y me verá abandonar inmediatamente sus estados para no volver jamás. El día en que pierda mi honra también será el último en que vea a Vuestra Alteza.

El príncipe, como todos los seres pusilánimes, era obstinado; además su orgullo de hombre y de soberano estaba ofendido por el rechazo de su ofrecimiento de matrimonio; pensaba en todas las dificultades que hubiera tenido que superar para hacerse aceptar aquel matrimonio y que él, no obstante, se había propuesto vencer.

A lo largo de tres horas, uno y otro repitieron los mismos argumentos, sembrados, aquí y allá, de palabras vehementes. El príncipe exclamó:

—¿Quiere que crea, señora, que carece usted de honor? Si yo hubiera dudado tanto tiempo el día en que el general Fabio Conti envenenaba a Fabricio, ahora estaría usted dedicada a construirle una tumba en alguna de las iglesias de Parma.

—Seguro que en Parma no, en este país de envenenadores seguro que no.

—¡Está bien! Váyase, señora duquesa —replicó el príncipe irritado—, y llévese consigo todo mi desprecio.

Cuando se iba, la duquesa le dijo en voz baja:

—¡En fin! Venga usted aquí a las diez de la noche, en el más riguroso incógnito, y hará usted un mal negocio. Me habrá visto por última vez, cuando yo hubiera dedicado mi vida a hacerlo tan feliz como pueda serlo un príncipe absoluto en este siglo de jacobinos. Y piense qué será de su corte cuando no esté yo en ella para sacarla de su sandez y de su maldad naturales.

—¿Y usted? Usted rechaza la corona de Parma, y más que la corona, porque usted no hubiera sido una princesa al uso, casada por razones políticas, y a la que no se ama. Mi corazón es todo suyo, y usted hubiera sido para siempre la dueña absoluta tanto de mis actos como de mi gobierno.

—Sí, pero la princesa, su madre, hubiera tenido razones para despreciarme como una vulgar intrigante.

—Hubiera desterrado a la princesa con una pensión.

Aún siguieron durante tres cuartos de hora lanzándose réplicas acres. El príncipe, que tenía delicadeza de espíritu, no era capaz de decidirse ni a hacer uso de su derecho ni a dejarla marchar. Le habían dicho que tras haber logrado una primera ocasión, las mujeres siempre vuelven.

Tras ser echado por la duquesa indignada, se atrevió a volver tembloroso y desventurado a las diez menos tres minutos. A las diez y media, la duquesa subía al coche, y partía hacia Bolonia. En cuanto estuvo fuera de los estados del príncipe, escribió al conde:

El sacrificio se ha consumado. Durante un mes no me pida que esté contenta. No volveré a ver a Fabricio. Lo espero en Bolonia y, cuando usted quiera, seré la condesa Mosca. Sólo le ruego una cosa: no me obligue nunca a volver al país que ahora abandono, tampoco deje de considerar que en vez de ciento cincuenta mil libras de renta, no verá usted más que treinta o cuarenta mil, y eso en el mejor de los casos. Antes, todos los idiotas lo miraban a usted con la boca abierta; a partir de ahora, no gozará de otra consideración que la que consiga rebajándose a escuchar sus ideíllas. ¡Tú lo has querido, George Dandin[43]!

A los ocho días, se casaron en Perusa, en una iglesia donde están los enterramientos de los antepasados del conde. El príncipe estaba desesperado. La duquesa había recibido tres o cuatro correos suyos y se los había devuelto sin abrir las cartas. Ernesto V le había concedido al conde unos magníficos emolumentos y a Fabricio la gran cruz de su orden.

—Lo que más me ha gustado de su despedida ha sido eso —le decía el conde a la nueva condesa Mosca della Rovere—, que nos hayamos separado como los mejores amigos del mundo; me ha concedido una gran cruz española y me ha regalado unos diamantes que valen tanto como la condecoración. Me ha dicho que me habría hecho duque, si no hubiera sido porque se guardaba esa baza para hacerla volver a usted a sus estados. Quedo encargado de comunicarle a usted, ¡bonita misión para un marido!, que si se dignara volver a Parma, aunque no fuera más que por un mes, a mí me haría duque con el nombre que usted eligiera y a usted le regalaría una hermosa heredad.

La duquesa rechazó todo aquello con una especie de horror.

Después de la escena del baile de palacio —de la que hubiera cabido pensar que era bastante decisiva—, pareció como si Clelia hubiera olvidado el amor que habría compartido durante un instante. Los más violentos remordimientos se habían apoderado de aquella alma virtuosa y creyente. Fabricio comprendía esto muy bien y, pese a todas las esperanzas que él mismo trataba de forjarse, una sombría desventura se apoderó de su alma. Esta vez, sin embargo, la infelicidad no lo indujo al retiro, como con ocasión de la boda de Clelia.

El conde le había rogado a su sobrino que le informara con exactitud de cuanto ocurriera en la corte, y Fabricio, que empezaba a darse cuenta de todo lo que le debía, se había propuesto llevar a cabo aquella misión con la mayor puntualidad.

Como todo el mundo en la ciudad y en la corte, Fabricio estaba convencido de que su amigo pensaba volver al gobierno, y con más poder que nunca. Las previsiones del conde no tardaron en cumplirse; no había pasado un mes y medio de su marcha, cuando Rassi ya era primer ministro; Fabio Conti, ministro de la guerra, y las cárceles, que el conde había casi vaciado, estaban otra vez llenas. Cuando el príncipe llamó a estas personas al gobierno, creyó vengarse de la duquesa. Estaba loco de amor y, sobre todo, odiaba al conde Mosca como a un rival.

Fabricio estaba muy ocupado. Monseñor Landriani, que tenía setenta y dos años, había caído en un estado de profunda postración y casi no salía de su palacio; era su coadjutor quien se ocupaba de casi todos sus quehaceres.

La marquesa Crescenzi, torturada por los remordimientos y aterrorizada por su director espiritual, había encontrado un medio muy oportuno para evitar las miradas de Fabricio. Usando como pretexto el final de su primer embarazo, se había encerrado en su palacio como en una cárcel. Pero el palacio tenía un jardín inmenso y Fabricio halló el medio de entrar en él y, en el paseo que más le gustaba a Clelia, puso ramilletes de flores, dispuestos de forma que tuvieran una significación, en la misma clave que ella había utilizado cuando también le hacía llegar flores todas las noches en los últimos días de su encarcelamiento en la torre Farnesio.

A la marquesa le irritó mucho aquella tentativa. Los impulsos de su alma oscilaban entre los remordimientos y la pasión. Durante varios meses no se permitió ni una sola vez salir al jardín del palacio; sentía, incluso, escrúpulos de echarle una mirada.

Fabricio empezaba a pensar que ya no la iba a volver a ver jamás, y de nuevo la desesperación amenazaba a su espíritu. La alta sociedad en que se movía lo irritaba muchísimo; si no hubiera estado convencido de que el conde no podía encontrar la paz del espíritu fuera del gobierno, se habría retirado a su pequeño apartamento del arzobispado. Le habría gustado vivir entre sus pensamientos, sin oír otras voces humanas que las que requiriera el ejercicio de sus funciones oficiales.

«Pero —se decía— nadie puede sustituirme en la atención a los intereses del conde y de la condesa Mosca».

El príncipe seguía tratándolo con una consideración que lo situaba en la categoría más alta de aquella corte y este favor se lo debía en gran parte a sí mismo. Su extremada reserva, que provenía de una indiferencia rayana en el asco por los apetitos o pequeñas pasiones que llenan la vida de los hombres, había picado la vanidad del joven príncipe, quien a menudo decía de él que era tan inteligente como su tía. El alma cándida del príncipe captaba sólo a medias el hecho cierto de que nadie se acercaba a él con la misma disposición de ánimo que Fabricio. Y ni al más vulgar de los cortesanos se le podía escapar que la consideración en que era tenido Fabricio no era la de un simple coadjutor, iba más allá incluso que la que se daba al arzobispo. Fabricio le escribió al conde informándole de que si algún día el príncipe conseguía darse cuenta del caos al que los ministros Rassi, Fabio Conti, Zurla y otros del mismo jaez estaban llevando sus asuntos, él, Fabricio, sería el canal natural para hacer alguna gestión que no comprometiera mucho su amor propio. Y a la condesa Mosca:

Si no fuera por el recuerdo de aquella expresión fatal, este niño, dicha por un hombre de genio a una augusta persona, esa augusta persona habría ya rogado: «Vuelva pronto y écheme a todos estos muertos de hambre». Incluso hoy, si la mujer de ese hombre genial adoptara alguna iniciativa al respecto, por mínima que fuera, el conde sería llamado con entusiasmo. Aunque, si quiere esperar a que el fruto esté maduro, volverá por la puerta grande. Por lo demás, los salones de la princesa están mortalmente aburridos; la única diversión que hay es la locura de Rassi que, desde que es conde, se ha hecho un maniático de la nobleza. Acaba de ordenar severamente que quien no pueda probar ocho cuarteles de nobleza se abstenga de volver a presentarse en las veladas de la princesa (cito textualmente la orden). Quienes tienen ya el derecho a acceder por las mañanas a la gran galería para asistir al paso del soberano cuando acude a misa seguirán gozando de tal privilegio, pero quienes quieran acceder a ti por primera vez tendrán que probar los ocho cuarteles. Se hacen chistes con ello; se dice que la guerra de Rassi es sin cuartel.

Naturalmente tales cartas no las enviaba por la posta. En su contestación, la condesa Mosca decía desde Nápoles:

Tenemos concierto los jueves, y tertulia los domingos; apenas cabe un alfiler en nuestros salones. El conde está encantado con sus excavaciones, les dedica mil francos mensuales; acaba de traer obreros de la sierra de los Abrazos que sólo le salen a un franco quince por jornal. Deberías venir a visitarnos. Ya son más de veinte las veces que te lo he dicho, ¡señor descastado!

Fabricio no pensaba obedecerla. Sólo la carta que todos los días le escribía al conde o a la condesa le parecía ya un gaje insoportable. No será difícil perdonarle tal actitud cuando se sepa que pasó un año entero sin poder dirigirle ni una palabra a la marquesa. Todos sus intentos de establecer alguna forma de correspondencia habían sido rechazados con horror. El silencio que, por su aburrimiento de la vida, mantenía Fabricio en todo momento, salvo en el ejercicio de sus funciones y en la corte, junto con la pureza sin mácula de sus costumbres, lo habían convertido en objeto de una veneración tan extraordinaria que finalmente se decidió a obedecer los consejos de su tía.

El príncipe tiene por ti tal veneración —le había escrito ésta—, que debes esperar caer en desgracia de un momento a otro; te prodigará desaires y a éstos les seguirán los desprecios atroces de los cortesanos. Esos pequeños déspotas, por honrados que sean, son cambiantes como las modas y por la misma razón que lo son las modas, por el hastío. Sólo en la predicación encontrarás fuerzas contra el capricho del soberano. ¡Improvisas tan bien en verso! Trata de hablar durante media hora de religión; al principio dirás herejías; lo mejor es que pagues a un teólogo experto y discreto para que vaya a tus sermones y te dé cuenta de tus errores; al día siguiente los corregirás.

La desazón que un amor contrariado causa en el alma convierte en una tarea insoportable todo aquello que exija acción y cuidado. Pero Fabricio se dijo que si conseguía prestigio entre el pueblo, algún día esa reputación podría serles útil a su tía y al conde, a quien de día en día, a medida en que los asuntos mundanos le iban enseñando a conocer la maldad de los hombres, veneraba más. Se decidió a predicar, y su éxito, auspiciado por su delgadez y sus hábitos raídos, no tuvo precedentes. Había en sus sermones un aroma de honda tristeza que, unido a su rostro encantador y a las habladurías sobre el alto favor de que gozaba en la corte, arrebató todos los corazones de las mujeres. Ellas fueron quienes inventaron que había sido uno de los más valientes capitanes del ejército de Napoleón. Inmediatamente tan absurda anécdota fue considerada fuera de toda duda. Había que reservar el sitio en las iglesias en que iba a predicar; y allá iban los menesterosos desde las cinco de la mañana para especular con los sitios.

Tal fue el éxito, que Fabricio acabó por concebir una idea que lo cambió todo en su alma; consistía ésta en que, quizá, aunque sólo fuera por pura curiosidad, la marquesa Crescenzi asistiera un día a alguno de sus sermones. De súbito el público observó entusiasmado que su talento se acrecentaba. Cuando se emocionaba, se permitía imágenes tan atrevidas que habrían estremecido a los oradores más experimentados; en ocasiones, olvidándose de sí, se dejaba llevar por una inspiración apasionada y todo el auditorio se deshacía en lágrimas. Pero en vano su ojo aggrottato[44] buscaba, entre tantos rostros vueltos hacia el púlpito, aquella cara cuya presencia hubiera constituido para él tan gran acontecimiento.

«Si un día tengo esa dicha —se decía—, o me pondré malo o me quedaré mudo sin saber qué decir». Y para conjurar esa última contingencia, había compuesto una especie de oración tierna y apasionada que colocaba siempre en el púlpito, en un taburete. Tenía previsto leer aquel fragmento si en algún momento la presencia de la marquesa lo turbara tanto que no supiera qué decir.

Un día, los criados del marqués que Fabricio había sobornado le informaron de que se habían dado órdenes para que al día siguiente se preparara el palco de la Casa Crescenzi del gran teatro. Hada un año que la marquesa no había apareado en ningún espectáculo. La sacaba de tales costumbres la actuación de un tenor famosísimo que llenaba el teatro todas las noches. La primera reacción de Fabricio fue de alegría infinita. «¡Por fin podré verla durante toda una velada! Dicen que está muy pálida». Y trataba de representarse aquella preciosa cabeza con el color casi perdido por los combates del alma.

Su amigo Ludovico, consternado por lo que él llamaba la locura de su amo, encontró, con muchas dificultades, un palco en el cuarto piso, casi enfrente del de la marquesa. A Fabricio se le ocurrió una idea: «Espero inspirarle la idea de venir al sermón; elegiré una iglesia muy pequeña para poder verla bien». Ordinariamente predicaba a las tres. El día en que la marquesa iba a ir al teatro, ya desde por la mañana, hizo anunciar que, excepcionalmente, en razón de un cometido de su ministerio que lo retendría en el arzobispado durante todo el día, predicaría a las ocho y media de la tarde en Santa María de la Visitación, una pequeña iglesia situada precisamente frente a una de las alas del palacio Crescenzi. Ludovico les llevó a las monjas de la Visitación, de su parte, una enorme cantidad de velas, con el ruego de que iluminaran su iglesia de un modo especial. Se envió una compañía entera de granaderos de la guardia y delante de cada capilla se colocó un centinela con la bayoneta calada para evitar los robos.

El sermón estaba anunciado a las ocho y media; a las dos, la iglesia estaba completamente llena; es fácil imaginar la barahúnda que se formó en aquella calle solitaria que dominaba la noble arquitectura del palacio Crescenzi. Fabricio había hecho anunciar que, en honor de Nuestra Señora de la Piedad, predicaría sobre la piedad que el desventurado, aun siendo culpable, debe inspirar en un alma generosa.

Disfrazado con todo cuidado, Fabricio llegó a su palco del teatro en el momento en que se abrieron las puertas; aún no se habían encendido las luces. El espectáculo empezó a eso de las ocho; unos minutos después, vio abrirse la puerta del palco Crescenzi y tuvo esa alegría que ningún espíritu puede concebir si no la ha experimentado antes; poco después, entró la marquesa Crescenzi; no había podido verla tan bien desde el día en que ella le había dado su abanico. Fabricio creyó que tanta alegría lo iba a asfixiar; era tan intensa su emoción que pensó: «¡Quizá muera! ¡Qué modo tan maravilloso de concluir esta vida tan triste! ¡Quizá me desplome en este palco y los fieles de la Visitación esperen en vano mi llegada; mañana se enterarán de que su futuro arzobispo se ha desmayado en un palco de la Ópera, y, para mayor ignominia, vestido de criado con librea! ¡Adiós mi reputación! ¡Y qué me importa mi reputación!».

Sin embargo, hacia las nueve menos cuarto, Fabricio se sobrepuso y dejó su palco del cuarto piso. Tuvo que hacer todos los esfuerzos del mundo para llegar a pie al sitio en que tenía que desprenderse de su uniforme de media librea y cambiarlo por una ropa más adecuada. Serían las nueve cuando llegó a la Visitación, tan pálido y en un estado de tal debilidad, que inmediatamente se corrió la voz por el templo de que el señor coadjutor no podría predicar aquella noche. Cabe imaginar los cuidados que le prodigaron las monjas, en cuyo locutorio, tras la reja, se había refugiado. Aquellas mujeres hablaban mucho; Fabricio pidió que lo dejaran solo unos instantes y, enseguida, se fue al púlpito. Uno de sus ayudantes le había informado, a eso de las tres, de que la iglesia de la Visitación estaba totalmente llena, aunque de gente de la clase baja, probablemente atraída por el espectáculo de la iluminación. Al subir al púlpito, Fabricio se sintió agradablemente sorprendido al ver todas las sillas ocupadas por los jóvenes de moda y la gente más distinguida de la sociedad.

Empezó su sermón con unas palabras de excusa, que fueron recibidas con exclamaciones reprimidas de admiración. Siguió, luego, con la apasionada descripción del desventurado de quien hay que apiadarse para honrar dignamente a la Madona de la Piedad, que tanto sufrió en esta tierra. El orador estaba muy emocionado; había momentos en que apenas podía pronunciar las palabras con voz suficiente para ser oído en toda aquella iglesia tan pequeña. Tal era su palidez, que para todas las mujeres, y buena parte de los hombres, él mismo encamaba al desventurado de quien hay que apiadarse. Unos minutos después de aquellas palabras de excusa con que había empezado su plática, pudo percibirse que aquella noche no tenía el talante de siempre; tenía una tristeza más honda y más dulce que de costumbre. Hubo, en un momento, lágrimas en sus ojos, e inmediatamente se alzó de la congregación un sollozo general tan clamoroso, que el sermón se interrumpió del todo.

Esta primera interrupción fue seguida de diez más. Se alzaban exclamaciones admiradas, hubo crisis de llanto; a cada instante, se oían gritos como «¡Ay, santa Madona!», «¡Ay, Dios mío!». En aquel público selecto era tan general la emoción y tan irreprimible que a nadie le daba vergüenza lanzar aquellos gritos y tampoco les parecían ridículas a sus vecinos las personas que se veían arrebatadas a tal estado.

En el descanso que suele tener lugar a mitad del sermón, le dijeron a Fabricio que todo el mundo había abandonado la ópera, salvo una señora que aún podía verse en su palco, la marquesa Crescenzi. También durante aquel descanso se oyó mucho ruido en la sala; eran los fieles que decidían por votación elevar una estatua al señor coadjutor. Tan loco fue el éxito de la segunda parte de su discurso, fue tan mundano, hasta tal punto los arranques de contrición cristiana se trocaron en exclamaciones de admiración absolutamente profanas, que, cuando abandonaba el púlpito, Fabricio se creyó en el deber de dirigir una especie de reprimenda a sus oyentes. Con lo cual salieron todos en un estado de ánimo que era a un tiempo singular y afectado; y nada más llegar a la calle, se pusieron a aplaudir furiosamente y a gritar: ¡E viva del Dongo!

Fabricio miró su reloj con impaciencia y corrió a una ventanita enrejada que iluminaba el estrecho paso del órgano en el interior del convento. Por deferencia a la muchedumbre insólita e increíble que llenaba la calle, el portero del palacio Crescenzi había puesto una docena de antorchas en esas manos de hierro que se ven salir de los muros de fachada de los palacios construidos en la Edad Media. Tras unos minutos, mucho antes aún de que cesaran las aclamaciones, tuvo lugar el acontecimiento que con tanta ansiedad esperaba Fabricio: apareció en la calle el coche de la marquesa, de vuelta del teatro. El cochero tuvo que parar y sólo a fuerza de gritos y muy poco a poco pudo llegar a la puerta.

A la marquesa le había conmovido la música sublime —como suele sucederles a los corazones desdichados—, pero también, y mucho más cuando supo la causa, el absoluto vacío de la sala. En medio del segundo acto, con el admirable tenor en escena, hasta el público del patio de butacas había abandonado su sitio de repente para ir a intentar entrar en la iglesia de la Visitación. Cuando la marquesa se vio detenida por la multitud delante de su puerta, se echó a llorar. «¡No había sido mala mi elección!» —se dijo.

Este momento de ternura fue precisamente la causa de que se resistiera con firmeza ante la insistencia del marqués y de los amigos de la casa, que no entendían que no quisiera ir a oír a un predicador tan extraordinario. «¡Pero si le quita el público al mejor tenor de Italia!» —le decían—, «¡Si lo veo, estoy perdida!» —pensaba la marquesa.

En vano Fabricio, cuyo talento parecía brillar más de día en día, predicó aún unas cuantas veces en aquella misma iglesita junto al palacio Crescenzi; nunca vio a Clelia, y ésta acabó por enfadarse con aquel loco empeño de ir a alterar su solitaria calle tras haberla echado de su jardín.

Hacía ya tiempo que, al recorrer los rostros de las mujeres que le escuchaban, se había fijado Fabricio en una cara pequeña, morena, muy bonita y con unos ojos ardientes. Normalmente aquellos ojos soberbios estaban arrasados en lágrimas ya desde la octava o décima frase del sermón. Cuando Fabricio se veía obligado a decir cosas largas y tediosas, incluso para él mismo, dejaba descansar su mirada en aquella cabeza cuya juventud le agradaba. Acabó por enterarse de que la joven se llamaba Anetta Marini, que era hija única y heredera del comerciante de paños más rico de Parma, muerto unos meses antes.

Muy pronto, el nombre de esta Anetta Marini, la hija del pañero, estuvo en boca de todo el mundo. Estaba locamente enamorada de Fabricio. Cuando empezaron los famosos sermones, tenía concertado matrimonio con Giacomo Rassi, el hijo mayor del ministro de justicia, un joven que a la muchacha le gustaba. Pero bastó que oyera dos veces a monsignore Fabricio para que dijera que ya no quería casarse. Y cuando le preguntaron por la causa de aquel cambio tan singular, contestó que no era digno de una chica honrada casarse con un hombre estando perdidamente enamorada de otro. La familia buscó en vano, al principio, quién podía ser aquel otro.

Pero las ardientes lágrimas que Anetta vertía en los sermones les pusieron en la senda de la verdad. Cuando su madre y sus tíos le preguntaron si estaba enamorada de monsignore Fabricio, ella contestó valientemente que, puesto que habían descubierto la verdad, no iba ella a envilecerse con una mentira. Añadió que, ya que no tenía ninguna esperanza de casarse con el hombre al que adoraba, no quería, al menos, que le ofendiera la vista la ridícula cara del contino[45] Rassi. El hecho de que ridiculizara al hijo de un hombre envidiado por toda la burguesía se convirtió inmediatamente en la comidilla general. La respuesta de Anetta Marini tuvo éxito y estaba en boca de todo el mundo. También en el palacio Crescenzi, como en todas partes, se habló de la ocurrencia.

Clelia se guardó mucho de abrir la boca sobre aquel asunto en su salón, pero interrogó a propósito de ello a su doncella y, el domingo siguiente, tras oír misa en la capilla de su palacio, mandó a la doncella que subiera al coche con ella y se fue a oír una segunda misa a la parroquia de la señorita Marini. Estaban allí reunidos todos los petimetres de la ciudad atraídos por el mismo motivo. Aquellos caballeros estaban de pie, cerca de la puerta. Muy pronto, por el bullicio que se suscitó entre ellos, supo la marquesa que aquella señorita Marini entraba en la iglesia. Estaba en una situación muy buena para poderla observar y, pese a su piedad, apenas prestó atención a la misa. A Clelia le pareció que aquella belleza burguesa tenía cierto aire atrevido que, en su opinión, le hubiera convenido más a una mujer que llevara ya algunos años casada. Por lo demás, aun siendo de poca estatura, tenía una figura admirable, y sus ojos parecían conversar con las cosas que miraban, como dicen en Lombardía. La marquesa se fue antes de que acabara la misa.

Al día siguiente los amigos de los Crescenzi, que iban todas las noches a pasar la velada a su casa, contaron una nueva anécdota ridícula de Anetta Marini. Su madre, que temía que cometiera alguna locura, apenas dejaba dinero a su disposición. Anetta, no obstante, había ido a ver al célebre Hayez, que se encontraba entonces en Parma decorando los salones del palacio Crescenzi, para ofrecerle un magnífico anillo con diamantes que le había regalado su padre, y encargarle el retrato del señor del Dongo; le pidió que no lo figurara vestido de sacerdote sino sencillamente de negro. Pues bien, el día anterior, la madre de la pequeña Anetta se había quedado atónita, escandalizada más bien, cuando descubrió en el cuarto de su hija un magnífico retrato de Fabricio del Dongo en el más hermoso marco que se hubiera dorado en Parma desde hacía veinte años.