Capítulo vigesimosexto

Los únicos momentos en que Fabricio podía salir de su profunda tristeza eran los que pasaba escondido tras el vidrio con que había sustituido el papel aceitado de la ventana de su apartamento, situado justo enfrente del palacio Contarini, donde, como se sabe, se había refugiado Clelia. Las pocas veces que la había visto, después de haber salido de la ciudadela, se había quedado sumamente preocupado por el extraño cambio que se había operado en ella y que no auguraba nada bueno para él. Desde que incurriera en su falta, la cara de Clelia había tomado un aire de nobleza y seriedad verdaderamente notable. Se hubiera dicho que tenía treinta años. En aquel cambio tan extraordinario, Fabricio creyó ver el reflejo de alguna firme resolución. «A cada instante del día —se decía— se jura a sí misma ser fiel a la promesa que le hizo a la Madona y no volver a verme nunca».

Sólo en parte adivinaba Fabricio las desdichas de Clelia. Consciente ésta de que su padre, definitivamente caído en desgracia, no podía volver a Parma ni presentarse en la corte (sin lo cual no podía vivir) hasta el día en que se casara con el marqués Crescenzi, le había escrito diciéndole que deseaba aquella boda. El general estaba entonces en Turín, enfermo del disgusto. Como consecuencia de tan importante resolución, Clelia había envejecido diez años.

Se había dado cuenta perfectamente de que Fabricio tenía una ventana enfrente del palacio Contarini; pero sólo había tenido la desgracia de mirarlo una vez; en cuanto creía ver un rostro o una figura masculina que le recordara a la suya, cerraba los ojos. No tenía ahora otros recursos que su piedad profunda y su confianza en la ayuda de la Madona. Tenía el pesar de no sentir afecto por su padre; el carácter de su futuro marido le parecía perfectamente insustancial, muy a la medida del modo de ver las cosas de la alta sociedad. Y, por último, adoraba a un hombre al que no debía volver a ver jamás, y que, sin embargo, tenía derechos sobre ella. El futuro en su conjunto se le presentaba como una desgracia completa, y hemos de confesar que no se engañaba. Le hubiera convenido irse a vivir a doscientas leguas de Parma tras su boda.

Fabricio conocía la sincera modestia de Clelia; sabía muy bien que cualquier acto extraordinario que pudiera convertirse en comidilla en caso de ser descubierto la disgustaría con toda seguridad. Aun así, empujado por aquella extremada melancolía suya y por aquellas miradas de Clelia sistemáticamente apartadas de él, intentó ganarse a dos criados de la señora Contarini, la tía de Clelia. Un día, a la caída de la tarde, Fabricio, vestido de labrador rico, se presentó en la puerta del palacio, donde le esperaba uno de los criados sobornados. Se anunció como procedente de Turín y portador de dos cartas del padre de Clelia. El criado lo condujo a una inmensa antesala del primer piso del palacio y fue a llevar el recado. Probablemente fue en aquella estancia donde Fabricio pasó el cuarto de hora de mayor ansiedad de toda su vida. Si Clelia lo rechazaba, ya no habría nunca esperanza ni tranquilidad para él. «Cortaré de raíz con las inoportunas cargas con que me agobia mi nueva dignidad y libraré a la iglesia de un mal sacerdote; me refugiaré en una cartuja con un nombre supuesto». Finalmente volvió el criado y le anunció que la señorita Clelia Conti lo recibiría Nuestro héroe perdió completamente el valor; a punto estuvo de caerse de miedo cuando subía las escaleras del segundo piso.

Clelia estaba sentada ante una mesita, sin otra luz que la de una vela. En cuanto reconoció a Fabricio tras su disfraz, corrió a esconderse al fondo del salón.

—¿Así es como vela usted por mi salvación? —le gritó, tapándose la cara con las manos—. Sabe muy bien que; cuando mi padre estuvo a punto de morir envenenado, prometí a la Madona no volver a verlo. Sólo he faltado a mi promesa un día, el más desdichado de mi vida, cuando creí en conciencia que debía arrebatarlo a usted a la muerte. Ya es mucho, si, por una interpretación forzada y, sin duda, inicua, consiento en oírle a usted.

Esta última frase sorprendió de tal modo a Fabricio que necesitó unos segundos para alegrarse con ella. Se había esperado un estallido de ira y la huida de Clelia. Finalmente recuperó la presencia de ánimo y apagó aquella única vela. Aunque creía haber interpretado bien los deseos de Clelia, temblaba como un azogado mientras se acercaba al fondo del salón donde se había escondido ella tras un canapé. Vacilaba pensando si la ofendería besándole la mano, cuando ella, estremecida de amor, se arrojó en sus brazos.

—¡Fabricio querido! —le dijo—, ¡cuánto has tardado en venir! Sólo puedo hablar contigo un instante, porque estoy convencida de que esto es un pecado muy grande; estoy segura de que cuando prometí no verte nunca estaba prometiendo también no hablar contigo en absoluto. ¿Cómo has podido perseguir con tanta saña la idea de venganza que tuvo mi pobre padre si, a fin de cuentas, fue a él a quien casi envenenan para facilitar con ello tu huida? ¿No te parece que tendrías tú que hacer algo por mí, después de que he expuesto tanto mi buen nombre para salvarte? Además, ahora ya estás totalmente vinculado a las órdenes sagradas; no podrías casarte conmigo, aun cuando yo encontrara un modo de alejar a ese odioso marqués. ¿Y cómo te atreviste a verme a plena luz, la tarde de la procesión, violando del modo más escandaloso la santa promesa que había hecho yo a la Madona?

Fabricio, estrechándola entre sus brazos, no cabía en sí de asombro y felicidad.

Un encuentro que empezaba con tal cantidad de cosas que decirse tenía que durar mucho tiempo. Fabricio le contó la verdad exacta del destierro de su padre. La duquesa no se había inmiscuido en absoluto en aquel asunto, por la sencilla razón de que en ningún momento había creído que la idea del veneno fuera del general Fabio Conti; siempre había pensado que aquella había sido una argucia estratégica de la facción Raversi con el propósito de expulsar al conde Mosca. Esta verdad histórica, minuciosamente desarrollada, dejó a Clelia muy contenta; la apenaba tener que odiar a alguien que fuera tan cercano a Fabricio. Ya no tenía celos de la duquesa.

La felicidad que obró aquella velada sólo duró unos pocos días.

Don César, aquel excelente sacerdote, volvió de Turín y, sacando coraje de la absoluta honestidad de su corazón, se atrevió a presentarse ante la duquesa. Tras haberle pedido que no abusara de la confidencia que le iba a hacer, le confesó que su hermano, engañado por un falso concepto del honor, habiéndose creído desafiado y deshonrado por la evasión de Fabricio, había creído que era su deber vengarse.

No había hablado dos minutos don César, y ya tenía ganada la causa. Su virtud sin fisuras había emocionado a la duquesa, nada acostumbrada a un espectáculo semejante. Aquella novedad le encantó.

—Adelante usted la boda de la hija del general con el marqués Crescenzi, y yo le doy mi palabra de que haré cuanto esté en mi mano para que el general sea recibido como si volviera de un viaje. Lo invitaré a cenar, ¿le parece a usted bien? Indudablemente habrá cierta frialdad al principio, y el general no deberá tener prisa en pedir su cargo de gobernador de la ciudadela. Pero ya sabe usted que tengo amistad con el marqués y no voy a guardarle ningún rencor a su suegro.

Armado con estas palabras, don César fue a decirle a su sobrina que tenía en sus manos la vida de su padre, enfermo de desesperación. Llevaba varios meses sin aparecer por ninguna corte.

Clelia fue a ver a su padre, que se había refugiado en una aldea de las proximidades de Turín con un nombre supuesto, pues se había imaginado que la corte de Parma pedirla su extradición a la de Turín para juzgarlo. Se lo encontró enfermo y casi loco. Aquella misma noche escribió a Fabricio una carta de ruptura definitiva. Cuando recibió la carta, Fabricio, que iba teniendo un carácter sumamente parecido al de su amante, se retiró al convento de Velleja, en el monte, a diez leguas de Parma. Clelia le había enviado una carta de diez páginas; anteriormente le había jurado que nunca se casaría con el marqués Crescenzi sin su consentimiento, ahora se lo pedía. Fabricio, desde su recóndito retiro en Velleja, se lo concedió en una carta impregnada de la más pura amistad.

Cuando recibió esta carta, de la que, preciso es admitirlo, aquello de la amistad la irritó, la propia Clelia fijó la fecha de su boda, cuyas fiestas aumentaron aún más el esplendor con que brilló aquel invierno la corte de Parma.

Ranucio Ernesto V, que era un hombre avaro en el fondo, pero que estaba perdidamente enamorado y esperaba retener a la duquesa en su corte, rogó a su madre que aceptara una suma muy considerable para fiestas. La camarera mayor supo sacar un excelente partido de tal incremento de fondos; las fiestas de Parma de aquel invierno hicieron recordar los buenos días de la corte de Milán, los días de aquel amable príncipe Eugenio, virrey de Italia, cuya bondad dejó tan largo recuerdo.

Los deberes del coadjutor lo habían llamado a Parma; pero declaró que, por motivos de piedad, continuaría su retiro en el pequeño apartamento que monseñor Landriani, su protector, le había obligado a tomar en el arzobispado. Y allí fue a encerrarse, acompañado únicamente de un criado. De manera que no asistió a ninguna de aquellas fiestas tan brillantes de la corte, lo que le valió en Parma y en su futura diócesis una extraordinaria reputación de santidad. Como efecto inesperado de aquel retiro, inspirado únicamente por su honda tristeza y su desesperanza, el buen arzobispo Landriani, que siempre había querido a Fabricio —de hecho, había sido él quien había tenido la idea de hacerlo su coadjutor—, empezó a tener celos de él. El arzobispo creía atinadamente que debía asistir a todas las fiestas de la corte, como es costumbre en Italia. En tales ocasiones se ponía sus ropajes de gran ceremonia, que eran, poco más o menos, los mismos que se le podían ver en el coro de la catedral. Los centenares de criados, reunidos en la antecámara de las columnas del palacio, no dejaban de levantarse y pedir la bendición a monseñor, que se complacía en detenerse e impartirla. En uno de aquellos momentos de solemne silencio, monseñor Landriani oyó una voz que decía: «¡Nuestro arzobispo se va al baile, y monsignore del Dongo no sale de su cuarto!».

A partir de aquel momento, se acabó para Fabricio el inmenso favor que había tenido en el arzobispado, pero él podía volar ya con sus propias alas. Todo aquel proceder suyo, exclusivamente debido a la desesperación en que lo sumía la boda de Clelia, fue tomado como manifestación de una piedad sencilla y sublime; y las devotas leían, como si se tratara de una lectura edificante, la traducción italiana de la genealogía de su familia, en la que rezumaba la vanidad más extravagante. Los libreros editaron una litografía con su retrato, que se agotó a los pocos días, comprada sobre todo por la gente del pueblo. El grabador, por ignorancia, había reproducido en torno a la efigie de Fabricio ciertos ornamentos que sólo podían figurar en los retratos de los obispos y nunca en los de un coadjutor. Cuando el arzobispo vio uno de aquellos grabados su furor no tuvo límites. Mandó llamar a Fabricio y le dirigió las invectivas más duras, en unos términos que la pasión convirtió a veces en muy groseros. Como cabe imaginar, no tuvo Fabricio que hacer ningún esfuerzo para reaccionar como lo hubiera hecho Fénelon en una circunstancia parecida; escuchó al arzobispo con la mayor humildad y respeto posibles y, cuando el prelado terminó de hablar, le contó toda la historia de la traducción de la genealogía, hecha por orden del conde Mosca en la época de su primer encarcelamiento. Había sido publicada con una finalidad mundana que en ningún momento le había parecido a él conveniente para un hombre de su condición. En cuanto al retrato, él había estado absolutamente al margen tanto de la segunda edición, como de la primera. Cuando aún estaba en su retiro, el librero le había remitido al arzobispado veinticuatro ejemplares de la segunda edición; él había enviado a su criado a comprar el que haría el número veinticinco, para enterarse, así, de que el retrato se vendía a franco y medio el ejemplar; tras lo cual, había mandado al librero cien francos como pago de los veinticuatro ejemplares.

Todas estas razones, si bien expuestas en el más razonable de los tonos y por un hombre que tenía un disgusto de muy distinta índole en el corazón, no hicieron sino incrementar hasta el paroxismo la cólera del arzobispo, que llegó, incluso, a acusar a Fabricio de hipocresía.

«Así son los de las clases bajas —pensó Fabricio—, aun cuando sean inteligentes».

Tenía por entonces una preocupación más seria: unas cartas de su tía, exigiéndole perentoriamente que volviera a sus habitaciones del palacio Sanseverina, o que, por lo menos, fuera a visitarla alguna vez. Fabricio estaba seguro de que en casa de su tía oiría hablar de las fiestas espléndidas que daba el marqués Crescenzi con ocasión de su boda y no tenía ninguna seguridad de que fuera capaz de oír aquello sin dar un espectáculo.

Ya desde ocho días antes de la ceremonia del matrimonio, Fabricio se había entregado al silencio más absoluto, tras haber ordenado a su criado y a las otras personas del arzobispado con que se relacionaba que no le dirigieran la palabra de ninguna manera.

Cuando monseñor se enteró de aquella nueva genialidad hizo llamar a Fabricio con mucha más frecuencia que de ordinario, y se empeñó en mantener con él largas conversaciones. Le obligó, incluso, a entrevistarse con ciertos canónigos rurales, que pretendían que el arzobispado había actuado en contra de sus privilegios. Fabricio se tomó todo aquello con la indiferencia de quien tiene el pensamiento en otra parte. «Más me valdría —pensaba— hacerme cartujo; sufriría menos entre las peñas de Velleja».

Fue a ver a su tía y no pudo contener las lágrimas cuando la abrazó. Ella lo encontró sumamente cambiado; le pareció que sus ojos, agrandados por efecto de su extremada delgadez, se le iban a salir de las órbitas; toda su persona tenía una apariencia enfermiza y desdichada, con su hábito negro y ajado de simple cura, hasta el punto de que, en un primer momento, tampoco la duquesa pudo contener las lágrimas. Un momento después, cuando se hubo dicho que todo aquel cambio en la apariencia de aquel joven tan guapo se debía a la boda de Clelia, experimentó unos sentimientos casi tan vehementes como los del arzobispo, aunque ella tuvo más habilidad para contenerse; sí tuvo la crueldad de extenderse detenidamente en los detalles pintorescos que habían distinguido las encantadoras fiestas dadas por el marqués Crescenzi. Fabricio no decía nada, pero sus ojos se entrecerraron como en un movimiento convulsivo y, lo que hubiera parecido imposible, se puso aún más pálido de lo que estaba. En aquellos momentos de intensísimo dolor, su palidez tomaba un tono verde.

En aquel momento llegó el conde Mosca y lo que vio, que le pareció increíble, lo curó definitivamente de los celos que hasta entonces le había inspirado Fabricio. Aquel hombre inteligente recurrió a los comentarios más delicados e ingeniosos para tratar de devolver a Fabricio algún interés por las cosas de este mundo. Siempre lo había apreciado mucho y sentido por él bastante afecto; ahora, aquel afecto, que había dejado de estar contrarrestado por los celos, se convirtió casi en devoción. «Muy cara le ha costado tan alta posición», se decía, pensando en sus desdichas. Con el pretexto de enseñarle el cuadro del Parmigiano que el príncipe le había regalado a la duquesa, el conde se lo llevó aparte.

—¡Vamos, vamos, amigo mío! Hablemos de hombre a hombre: ¿puedo hacer algo por usted? No tema de mí preguntas indiscretas; pero si el dinero o el poder pueden servirle de algo, no dude en decírmelo; estoy a sus órdenes, y si prefiere escribirme, escríbame.

Fabricio lo abrazó afectuosamente y se puso a hablar del cuadro.

—Su comportamiento es una obra maestra de alta política —le dijo el conde volviendo al tono trivial de la conversación—; está usted creándose un futuro muy agradable, el príncipe lo respeta, el pueblo lo venera y su hábito negro y ajado le quita el sueño a monseñor Landriani. Yo sé un poco de estas cosas, créame, y puedo jurarle que no sabría qué consejo darle para mejorar lo que veo. El primer paso que da usted en el mundo, a los veinticinco años, lo lleva a conseguir la perfección. Se habla mucho de usted en la corte, ¿y sabe usted a qué debe esta distinción única a su edad? A esas ropillas negras y ajadas que lleva. Como sabe, la duquesa y yo disponemos de la casa de Petrarca que se alza en una deliciosa colina, en medio de un bosque, muy cerca del Po; he pensado que, si en algún momento se cansa usted de las pequeñas mezquindades de la envidia, podría convertirse en el sucesor de Petrarca con cuya fama aumentaría usted la suya.

Por más que el conde se rompió la cabeza para conseguir que apareciera una sonrisa en aquel rostro de anacoreta, no lo pudo conseguir. Aquel cambio era más sorprendente por cuanto, si anteriormente la cara de Fabricio tenía algún defecto, era el de ofrecer a veces expresiones de gozo y alegría sin que viniera a cuento.

El conde no lo dejó marchar sin decirle que, aun estando de retiro, podría parecer una excentricidad no acudir a la corte el sábado siguiente, que era el cumpleaños de la princesa. Aquella última frase fue como una puñalada para Fabricio. «Dios mío —pensó—, ¿qué se me habrá perdido a mí en esta casa?». Cada vez que pensaba en el encuentro que podría tener si acudía a palacio, se estremecía. Aquel pensamiento se impuso a todos los demás; se le ocurrió que su única posibilidad era llegar a palacio en el preciso momento en que se abrieran las puertas de los salones.

Y, en efecto, el nombre de monsignore del Dongo fue uno de los primeros que se anunciaron en la recepción de gran gala. La princesa lo recibió con la mayor consideración. Fijó la mirada en el reloj y en el mismo instante en que marcó el vigésimo minuto de su presencia en aquel salón, se levantó para despedirse; en aquel preciso momento, entraba el príncipe en los salones de su madre. Tras haberle presentado sus respetos durante unos instantes, iniciaba ya Fabricio una sabia maniobra de aproximación a la puerta, cuando una de las naderías de la corte, que la duquesa sabía disponer con tanto acierto, estalló en su contra: el chambelán de servicio corrió tras él para decirle que había sido escogido para formar parte de la mesa de whist del príncipe. Era éste en Parma un honor muy distinguido y muy por encima del rango que el coadjutor tenía en la sociedad. Formar parte de la mesa del whist hubiera sido un honor muy señalado incluso para el arzobispo. Cuando oyó al chambelán, Fabricio sintió que le atravesaban el corazón y, aunque enemigo mortal de toda escena, estuvo a punto de decirle que se sentía súbitamente indispuesto, pero también pensó que entonces se expondría a preguntas y atenciones aún más intolerables que el juego. Tenía horror a hablar aquel día.

Felizmente, entre los grandes personajes que habían ido a presentar sus respetos a la princesa, estaba el general de los franciscanos. Este fraile, un sabio, digno émulo de los Fontana y los Duvoisin[39], se había quedado en un rincón retirado del salón. Fabricio se había colocado de pie ante él, con objeto de no ver la puerta de entrada, y había entablado una conversación de teología. No pudo evitar, no obstante, que llegara a sus oídos el anuncio de la entrada del señor marqués y la señora marquesa Crescenzi. Fabricio, en contra de lo que él mismo hubiera esperado, sintió que una ira violenta crecía en él. «Si yo fuera Borso Valserra —se dijo— (uno de los generales del primer Sforza), apuñalaría ahora mismo a ese estúpido marqués, precisamente con el puñalito de mango de marfil que Clelia me dio aquel bendito día, y le enseñaría a tener la desfachatez de presentarse con esa marquesa en el mismo sitio en que esté yo».

Su cara cambió de tal modo, que el general de los franciscanos le dijo:

—¿Le ha incomodado algo a Vuestra Excelencia?

—Tengo un terrible dolor de cabeza… esta luz me molesta mucho… me quedo porque me han elegido para la partida de whist del príncipe.

Esta última frase desconcertó al general de los franciscanos, que era de origen burgués, y, sin saber bien qué hacer, se puso a felicitar a Fabricio, quien, por su parte, con una alteración de índole muy diferente a la del general de los franciscanos, se lanzó a hablar con extraña volubilidad. Hubo un momento en que notó que se hacía un gran silencio detrás de él, pero no quiso mirar. Luego un arco de violín golpeó un atril; se oyó un ritornelo, y la célebre señora P*** cantó aquel aria de Cimarosa que fue tan célebre:

¡Quelle pupille tenere![40]

Fabricio aguantó bien los primeros compases; luego, súbitamente, su cólera se desvaneció y sintió unas ganas incontenibles de llorar. «¡Dios mío —pensó—, qué escena más ridícula!; ¡y más con este hábito!». Le pareció más prudente ponerse a hablar de sí mismo.

—Estos terribles dolores de cabeza, cuando, como esta noche, no consigo aliviarlos —le dijo al general de los franciscanos—, acaban siempre en crisis de lágrimas, que en un hombre de nuestro estado podrían dar pábulo a la maledicencia. Ruego, pues, a Vuestra Reverencia Ilustrísima que me permita llorar mirando en su dirección y que no haga caso de ello.

—Nuestro padre provincial de Catanzara está aquejado del mismo mal —dijo el general de los franciscanos. Y se puso a contar en voz baja una historia interminable.

Los aspectos ridículos de aquella historia, que había discurrido hasta por los detalles de las cenas de aquel padre provincial, hizo sonreír a Fabricio, lo que no le había pasado desde hacía mucho tiempo; pero dejó enseguida de escuchar al general de los franciscanos. En aquel momento la señora P*** estaba cantando, con un talento divino, un aria de Pergolese (a la princesa le gustaba la música pasada de moda). Sonó un leve ruido a tres pasos de Fabricio y, por primera vez en la noche, volvió la cabeza. La butaca que acababa de producir aquel crujido en la tarima era la de la marquesa Crescenzi, y sus ojos arrasados en lágrimas se encontraron de lleno con los de Fabricio, que apenas estaban en mejor estado. La marquesa bajó la cabeza; Fabricio siguió mirándola unos segundos: escrutaba aquella cabeza cuajada de diamantes, y su mirada expresaba cólera y desdén. Luego, diciéndose a sí mismo y mis ojos no te volverán a ver jamás, se volvió a su padre general y le dijo:

—Fíjese que este mal mío me ataca ahora más fuerte que nunca.

Y, en efecto, Fabricio estuvo llorando amargamente durante más de media hora. Afortunadamente, una sinfonía de Mozart, ferozmente degollada, como es habitual en Italia, vino en su auxilio y contribuyó a que se le secaran las lágrimas.

Se mantuvo firme y no volvió la cabeza a la marquesa Crescenzi. Luego la señora P*** cantó otra vez, y el alma de Fabricio, aliviada por el llanto, alcanzó un estado de calma perfecta. Se imaginó la vida bajo una nueva luz. «¿Cómo puedo pretender —se dijo— olvidarla de golpe? ¿Acaso es posible?». Y concluyó en la siguiente idea: «¿Podría ser más desgraciado de lo que he sido en los dos últimos meses? Y, si nada puede aumentar mi angustia, ¿por qué negarme el placer de verla? Ha olvidado sus juramentos, es ligera; ¿no lo son todas las mujeres? Pero ¿puede negársele una belleza celestial? Mientras que mirar a las mujeres con fama de ser las más bellas me cuesta un verdadero esfuerzo, su mirada me lleva al éxtasis. Pues bien, ¿por qué no permitirme a mí mismo esa maravilla? Al menos, será un momento de alivio».

Fabricio tenía algún conocimiento de los hombres, pero ninguna experiencia de las pasiones. Si la hubiera tenido habría sabido que aquel placer momentáneo que iba a permitirse, iba a convertir en inútiles todos sus esfuerzos de dos meses por olvidar a Clelia.

La pobre joven había ido a la fiesta obligada por su marido. Hubiera preferido retirarse a la media hora, pretextando que no se encontraba bien, pero el marqués dijo que sacar el coche para salir cuando aún estuvieran entrando muchos coches sería algo completamente fuera de lo normal, que incluso podría interpretarse como una crítica indirecta a la fiesta de la princesa.

—En mi calidad de caballero de honor —añadió el marqués— debo quedarme en el salón a disposición de la princesa hasta que todo el mundo se haya ido. Puede haber —seguro que habrá— órdenes que dar a los criados, ¡son tan negligentes!, ¡y no querrá usted que me usurpe tal honor algún simple caballerizo de la princesa!

Clelia se resignó. No había visto a Fabricio y tenía la esperanza de que no asistiera a aquella recepción. Pero en el momento en que el concierto iba a empezar, cuando ya la princesa había dado permiso a sus damas para que se sentaran, Clelia, muy despistada para todas aquellas cosas, se dejó quitar todos los sitios buenos, cerca de la princesa, y tuvo que ir a buscar uno al fondo de la sala, precisamente en el rincón retirado en que se había refugiado Fabricio. Al llegar a su silla, le llamó la atención el hábito del general de los franciscanos, tan singular en un sitio como aquel, y no reparó en el hombre delgado y vestido con un simple traje negro que hablaba con él; pero una corazonada extraña hizo que detuviera su mirada en aquel hombre. «Aquí todo el mundo lleva uniformes o trajes ricamente bordados, ¿quién será ese joven vestido de negro con tanta sencillez?». Lo estaba mirando con mucha atención, cuando una señora, que se estaba sentando, movió su butaca. Fabricio volvió la cabeza. Había cambiado tanto que no lo reconoció. Lo primero que pensó fue: «Se le parece, será su hermano mayor, aunque yo creía que sólo tenía unos años más que él y ese hombre tendrá unos cuarenta». De repente, en un gesto de la boca, lo reconoció.

«¡Cuánto ha sufrido el desdichado!» —se dijo, y bajó la cabeza abrumada por el dolor, y no para ser fiel a su promesa. Tenía el corazón estremecido por la compasión. «¡Qué aspecto tan diferente tenía tras nueve meses de cárcel!». Pensó y dejó de mirarlo; pero aun sin dirigir los ojos a donde él estaba, veía todos sus movimientos.

Cuando terminó el concierto, vio que se acercaba a la mesa de juego del príncipe, colocada a unos pasos del trono. Respiró cuando lo vio tan lejos de ella.

Pero el marqués Crescenzi, que se había sentido muy molesto al ver a su mujer relegada a un sitio tan alejado del trono, había estado toda la noche tratando de convencer a una señora, cuyo marido le debía dinero y que estaba sentada tres lugares más allá de la princesa, de que le cambiara el sitio a la marquesa. Como es natural, la pobre señora se resistía, así que el marqués fue en busca del marido deudor, quien hizo escuchar a su cara mitad la triste voz de la razón; finalmente, el marqués tuvo la satisfacción de consumar el cambio y fue a buscar a su esposa.

—¿Por qué tiene que ser usted siempre tan modesta? —le dijo—. ¿Por qué ir con la mirada baja? Acabarán por tomarla por una de esas burguesas asombradas de encontrarse aquí y que, a su vez, asombran a todo el mundo con su presencia. ¡Esa loca de camarera mayor no hace otra cosa que traerlas! ¡Y luego dicen que hay que detener los avances del jacobinismo! Debe usted pensar que su marido tiene el más alto rango que pueda tener un hombre en la corte de la princesa; y aun en el caso de que los republicanos llegaran a suprimir la corte e incluso la nobleza, su marido sería el hombre más rico de este país. Es una idea que no llega a meterse en la cabeza.

El sillón en que el marqués se dio el gusto de instalar a su esposa estaba a unos seis pasos de la mesa de juego del príncipe; Clelia sólo podía ver a Fabricio de perfil, pero lo encontró tan delgado y, sobre todo, le pareció que tenía tal aspecto de estar tan por encima de cualquier cosa que pudiera ocurrir —él que antes no dejaba pasar el menor incidente sin dar su opinión—, que terminó por concluir que había cambiado completamente, que se había olvidado de ella y que, si había adelgazado tanto, era por culpa de los severos ayunos a que le había sometido su piedad. Clelia vio confirmada tan triste idea en las conversaciones de todos sus vecinos. El nombre del coadjutor estaba en todas las bocas. Todo el mundo se preguntaba la causa del insigne favor de que estaba siendo objeto: ¡Tan joven y admitido a la mesa del príncipe! Todo el mundo admiraba la indiferencia cortés y el aire altivo con que se descartaba, incluso cuando quien cortaba era el príncipe.

«¡Es increíble! —exclamaban los viejos cortesanos—, la privanza de su tía lo ha trastornado…, menos mal que esto no puede durar. A nuestro soberano no le gusta que se le trate con esos airecillos de superioridad». La duquesa se acercó al príncipe; los cortesanos, que estaban a una distancia muy respetuosa de la mesa de juego, de forma que no podían oír más que algunas palabras sueltas de la conversación del príncipe, observaron que Fabricio se ponía muy colorado. «Su tía le habrá leído la cartilla a propósito de esos aires suyos de indiferencia» —se dijeron. Fabricio acababa de oír la voz de Clelia; estaba ésta contestando a la princesa, que en su vuelta por el salón de baile, había llegado a donde estaba la esposa de su caballero de honor y le había dirigido la palabra. Luego llegó el momento en que Fabricio tuvo que cambiar de sitio en la mesa de whist y quedó justo enfrente de Clelia. Se entregó, entonces, varias veces, a la dicha de contemplarla. La pobre marquesa, cuando se sentía mirada por él, perdía todo el dominio de sí misma. En distintos momentos olvidó su promesa y, en su deseo de adivinar qué pasaba en el corazón de Fabricio, fijó su mirada en él.

Una vez que terminó la partida del príncipe, las señoras se levantaron para pasar al comedor. Hubo cierta confusión. Fabricio se encontró muy cerca de Clelia; aún estaba muy firme en su postura, pero le llegó el tenue perfume que ella ponía en su ropa y aquella sensación trastrocó todo lo que se había prometido. Se acercó y, a media voz, como hablando consigo mismo, le dijo dos versos del soneto de Petrarca que le había enviado impreso en un pañuelo desde el lago Mayor: «¡Qué ventura la mía cuando todo el mundo me creía desdichado! ¡Cómo ha cambiado ahora mi suerte!».

«No, no me ha olvidado —pensó Clelia arrobada de felicidad— ¡Esta alma bellísima no es inconstante!»

No, vos no me veréis nunca cambiar,

hermosos ojos que me habéis enseñado a amar.

Y Clelia se atrevió a repetirse a sí misma estos versos de Petrarca[41].

La princesa se retiró muy pronto después de la cena; el príncipe, que la había seguido a sus habitaciones, no volvió ya a las salas de recepción. Cuando se supo que iba a ser así, todo el mundo se quiso ir a la vez. Hubo un desorden absoluto en las antesalas; Clelia se encontró al lado de Fabricio. La profunda desventura pintada en su cara la conmovió.

—Olvidemos el pasado; guarde este recuerdo de amistad —le dijo, y puso delante de él su abanico de tal forma que pudiera cogerlo él.

Todo cambió para Fabricio. En un instante, se convirtió en otro hombre. Al día siguiente anunció que su retiro había terminado y se volvió a sus magníficas dependencias del palacio Sanseverina. El arzobispo dijo —y se lo creyó— que la gracia que le había hecho el príncipe admitiéndole en su mesa de juego había hecho perder completamente la cabeza a aquel nuevo santo. La duquesa comprendió que se había reconciliado con Clelia. Esta reflexión contribuyó a aumentar la desazón que le producía el recuerdo de una promesa fatal y todo ello terminó por decidirla a marcharse; aquella locura causó admiración. ¿A quién se le ocurría semejante cosa? ¡Alejarse de la corte cuando el favor de que gozaba parecía no tener límites! El conde, a quien la comprobación de que entre Fabricio y la duquesa no existía ni un asomo de amor lo tenía contentísimo, le decía a su amiga:

—Este nuevo príncipe es la virtud hecha hombre, pero yo me he referido a él llamándolo este niño: ¿Me perdonará alguna vez? No se me ocurre más que un medio para reconciliarme definitivamente con él: marcharme. Me mostraré perfectamente amable y respetuoso con él, para después aducir que estoy enfermo y pedirle mi cese. Usted me lo permitirá, toda vez que el porvenir de Fabricio ha quedado asegurado. ¿Pero hará usted por mí, señora, el inmenso sacrificio —añadió, riendo— de cambiar el título sublime de duquesa por otro muy inferior? Por pura diversión, dejo todos los asuntos en un desorden inextricable; tenía cuatro o cinco hombres laboriosos en cada uno de los distintos ministerios de mi responsabilidad; pues bien, hace dos meses he mandado que los jubilaran a todos por leer periódicos franceses, y los he sustituido por unos perfectos inútiles.

Cuando nos hayamos ido, el príncipe se encontrará con unos problemas tales que, pese al horror que le inspira el carácter de Rassi, se verá obligado a llamarlo de nuevo —estoy seguro de ello—; y yo no espero más que una orden del tirano que dispone de mi suerte para escribirle una carta cariñosa a mi amigo Rassi diciéndole que tengo poderosas razones para creer que muy pronto se hará justicia a sus méritos[42].