Capítulo vigesimoquinto

La llegada de nuestro héroe sumió a Clelia en la desesperación. La pobre muchacha, virtuosa y sincera consigo misma, no podía dejar de reconocerse a sí misma que jamás sería feliz lejos de Fabricio; pero, con ocasión del medio envenenamiento de su padre, había prometido a la Madona que por él haría el sacrificio de casarse con el marqués Crescenzi. Había hecho la promesa de no volver a ver a Fabricio, y ahora sentía unos remordimientos espantosos por la confesión que se había sentido obligada a hacerle en la carta que le había escrito la víspera de su evasión. ¿Cómo describir lo que sucedió en aquel triste corazón, cuando, melancólicamente ocupada en contemplar el revoloteo de sus pájaros, al levantar los ojos, dulcemente y por costumbre, hacia la ventana desde donde en otro tiempo Fabricio la miraba, lo vio allí, otra vez, saludándola con un respeto lleno de ternura?

Creyó que era una visión que el cielo permitía para castigarla. Luego, la atroz realidad se impuso en su razón. «¡Lo han vuelto a coger —se dijo—, está perdido!». Recordaba las cosas que había oído en la fortaleza tras la fuga; hasta el último carcelero se consideraba mortalmente ofendido. Clelia miró a Fabricio, y, muy a su pesar, aquella mirada expresó por entero la pasión que la llevaba a la desesperación.

¿Cree usted —parecía estar diciéndole a Fabricio— que encontraré la felicidad en ese suntuoso palacio que preparan para mí? Mi padre repite hasta la saciedad que usted es tan pobre como nosotros; y, ¡Dios mío!, ¡qué feliz me haría compartir esa pobreza! Pero ¡ay! No debemos volver a vemos nunca más.

Clelia no tuvo fuerzas para utilizar los alfabetos. Al ver a Fabricio se sintió mal y cayó en una silla que estaba junto a la ventana. Su cara reposaba en el alféizar y, como había querido verlo hasta el momento de caer, tenía el rostro vuelto hacia Fabricio, que podía perfectamente contemplarlo. Cuando a los pocos instantes abrió ella los ojos, su primera mirada fue para Fabricio, y lo vio arrasado en lágrimas, pero eran lágrimas de felicidad extrema, las de la constatación de que su ausencia no había hecho que lo olvidara. Los dos pobres jóvenes quedaron algún tiempo como hechizados por la mutua visión. Fabricio se puso a cantar, como si estuviera acompañándose con una guitarra, algunas frases improvisadas que decían:

—Si he vuelto a la cárcel ha sido para verla: van a juzgarme. Estas palabras despertaron, al parecer, toda la virtud de Clelia. Se levantó rápidamente, se tapó los ojos y, mediante gestos vivísimos, trató de decirle que no debía volver a verlo. Se lo había prometido a la Madona y, si lo había mirado hacía un momento, había sido por descuido. Cuando Fabricio se atrevió a volver a expresarle su amor, Clelia se fue indignada, jurándose a sí misma que no volvería a verlo jamás, pues tales eran los términos de su promesa a la Madona: Mis ojos no lo volverán a ver jamás. Había escrito estas palabras en un papelito que su tío César le había dejado quemar en el altar en el momento del ofertorio, cuando decía la misa.

Pero, pese a todas sus juras y promesas, la presencia de Fabricio en la torre Farnesio renovó en Clelia todas las viejas formas de actuar. Por lo común pasaba los días sola en su habitación. Apenas repuesta de la imprevista conmoción que le supuso ver a Fabricio, se puso a recorrer el palacio y, por decirlo así, a renovar las relaciones con todos sus amigos subalternos. Una vieja muy charlatana que trabajaba en la cocina le dijo con aire misterioso:

—Esta vez el señor Fabricio no saldrá de la ciudadela.

—No cometerá el delito de saltar los muros —contestó Clelia—, pero saldrá por la puerta si es absuelto.

—Le digo a Vuestra Excelencia, porque puedo decírselo, que sólo saldrá de la ciudadela con los pies por delante.

Clelia se puso lívida, lo que, observado por la vieja, puso un brusco fin a su locuacidad. Se dijo que había cometido una imprudencia hablando en aquellos términos delante de la hija del gobernador, que, en cumplimiento de su deber, tendría que decir a todo el mundo que Fabricio había muerto de enfermedad. Al subir a su habitación, Clelia se encontró con el médico de la prisión, un buen hombre tímido que, con un semblante extremadamente alarmado, le dijo que Fabricio estaba muy enfermo. Al oír aquello apenas pudo sostenerse; buscó por todas partes a su tío, el bueno de don César, el capellán, y lo encontró en la capilla, rezando fervorosamente. También tenía el rostro demudado. Sonó la llamada a la cena. En la mesa, los dos hermanos mantuvieron silencio. Hacia el final de la comida, el general le dirigió unas palabras muy agrias a su hermano. Éste miró hacia los criados, que salieron de la habitación.

—General —le dijo don César al gobernador—, debo anunciarle que voy a dejar la ciudadela, le presento mi dimisión.

—¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Para que todo el mundo sospeche de mí…! ¿Y cuáles son sus razones, si tiene la bondad?

—Mi conciencia.

—¡Ande, ande, si usted no es más que un beatuco!, usted no tiene ni idea de lo que es el honor.

«Fabricio está muerto —pensó Clelia—, o lo han envenenado con la cena, o lo envenenan mañana». Corrió a la pajarera, con la idea de cantar acompañándose con el piano. «Ya me confesaré —pensó—; si rompo mi promesa me será perdonado, porque es para salvar la vida de un hombre». Su consternación fue tremenda cuando, al llegar a la pajarera, vio que acababan de sustituir las pantallas por unas tablas atadas a los barrotes. Desesperada, trató de avisar al prisionero gritando, más que cantando, unas cuantas frases. No hubo respuesta de ningún tipo. En la torre Farnesio reinaba un silencio de muerte. Todo ha terminado —pensó—. Bajó fuera de sí y volvió a subir a coger algún dinero que tenía y unos pendientes con diamantes; también cogió, al pasar, el pan que había sobrado de la cena y que habían dejado en un aparador. Si aún vive, mi deber es salvarlo. Entró con ademán altivo por el portillo de la torre; aquella puerta estaba abierta; acababan de situar ocho soldados en la sala de columnas de la planta baja. Miró desafiante a los soldados; había pensado dirigirse al sargento que tendría que estar al frente de aquel destacamento, pero se había marchado. Se lanzó por la escalera de hierro que subía abrazando en una espira una de las columnas. Los soldados la miraron asombrados, pero, al parecer, más por el chal de puntilla y el sombrero que llevaba que por otra cosa. No le dijeron nada. En el primer piso no había nadie. Al llegar al segundo, a la entrada del corredor que, como recordará el lector, estaba cerrado por tres puertas de barrotes de hierro y llevaba a la celda de Fabricio, se encontró con un centinela a quien no conocía y que le dijo con un tono medroso:

—No ha cenado todavía.

—Ya lo sé —dijo Clelia con arrogancia—. El hombre no se atrevió a detenerla. Veinte pasos más allá, sentado en el primero de los seis escalones de madera que llevaban a la celda de Fabricio, estaba otro centinela, muy viejo y colorado, que le preguntó con firmeza:

—¿Tiene usted una orden del gobernador, señorita?

—¿Es que no sabe quién soy?

En aquel momento, Clelia se sentía animada por una fuerza sobrenatural, estaba fuera de sí. «Voy a salvar a mi marido» —se decía.

Perseguida por los gritos del viejo centinela: «Mi deber no me permite…», Clelia subió raudamente los seis escalones. Se precipitó hacia la puerta. Había una llave enorme en la cerradura y necesitó de todas sus fuerzas para hacerla girar. En aquel momento, el viejo centinela, medio borracho, agarró los bajos de su falda; ella entró velozmente en la celda y cerró la puerta desgarrándose la falda. El centinela empujaba para entrar tras ella, pero Clelia pudo correr un candado que tenía justo al alcance de la mano. Miró al interior de la celda y vio a Fabricio sentado ante una mesita sumamente pequeña donde tenía la cena puesta. Se precipitó hacia la mesa, la volcó y, cogiéndole el brazo, le dijo:

—¿Has comido?

Aquel tuteo encantó a Fabricio. En su consternación, Clelia olvidaba por primera vez el recato femenino, y dejaba ver su amor.

Fabricio no había empezado todavía aquella comida fatal: la cogió en sus brazos y la cubrió de besos. «Esta comida está envenenada —pensó—; si le digo que no la he tocado, la religión recuperará su jurisdicción y Clelia huirá. Si, en cambio, me ve como un moribundo, conseguiré que no me deje. A Clelia le gustaría encontrar un medio para romper su execrable boda, el azar nos lo presenta: se juntarán los carceleros, echarán la puerta abajo y habrá tal escándalo que quizá el marqués Crescenzi se asuste y rompa el compromiso».

En aquel instante de silencio que Fabricio dedicó a estas reflexiones, notó que ya Clelia trataba de librarse de su abrazo.

—Aún no siento los dolores —le dijo—, aunque muy pronto me arrojarán a tus pies: ayúdame a morir.

—¡Ay! ¡Mi único amigo! ¡Moriré contigo! —exclamó ella, estrechándolo entre sus brazos convulsivamente.

Estaba tan guapa, medio desnuda, en aquel estado de apasionamiento extremo, que Fabricio no pudo resistirse a un impulso casi involuntario. No encontró ninguna resistencia.

En el entusiasmo de pasión y de generosidad que sigue a una felicidad suma, Fabricio cometió la torpeza de decirle:

—No es bueno que una indigna mentira empañe los primeros instantes de nuestra felicidad. Si no llega a ser por tu valentía, no sería más que un cadáver, o me estaría debatiendo en medio de atroces dolores; pero, en realidad, iba a empezar a cenar cuando has entrado, no he tocado los platos.

Fabricio se entretuvo en las imágenes espantosas para conjurar la indignación que leía ya en los ojos de Clelia. Ella se quedó mirándolo durante unos instantes, debatiéndose entre dos sentimientos tan intensos como opuestos; luego se arrojó a sus brazos. Se oyó un estruendo en el corredor, abrían y cerraban violentamente las tres puertas de hierro, hablaban a gritos.

—¡Ay! ¡Si al menos tuviese armas! —exclamó Fabricio—; me obligaron a entregarlas para dejarme entrar. ¡Vienen a matarme, no hay duda! ¡Adiós, Clelia mía! Bendigo mi muerte porque ha sido ocasión de mi felicidad.

Clelia lo abrazó y le dio un puñalito con mango de marfil y una hoja que no era más larga que la de un cortaplumas.

—No te dejes matar —le dijo—; defiéndete hasta el último momento; si mi tío el capellán oye el ruido, te salvará; es valiente y bueno; voy a buscarlo —y, dicho esto, se precipitó hacia la puerta. Tenía ya la manija del cerrojo en la mano, cuando volvió la cabeza hacia él y prosiguió exaltada—: Si no te matan, déjate morir de hambre antes de probar nada. No dejes de llevar este pan encima.

El ruido se acercaba, Fabricio la cogió por la cintura y la apartó de la puerta; la abrió con furia y se lanzó por la escalerilla de los seis peldaños. Llevaba en la mano el puñalito del mango de marfil, y a punto estuvo de atravesar con él el chaleco del general Fontana, el ayudante de campo del príncipe, que se echó hacia atrás rápidamente y gritó espantado:

—¡Pero si vengo a salvarle, señor del Dongo!

Fabricio volvió a subir los seis peldaños y dijo hacia el interior de la celda:

¡Viene Fontana a salvarme!

Luego, volviendo a donde estaba el general en la escalerilla de madera, habló con él muy tranquilamente. Le rogó muy cumplidamente que le perdonara aquel arrebato de cólera.

—Han intentado envenenarme; esa comida de ahí, que han puesto para que me la comiera, está envenenada; he tenido la prudencia de no tocar nada, aunque he de confesarle que ese proceder me ha indignado. Cuando le he oído subir a usted, he pensado que venían a matarme a puñaladas… Señor general, le ruego que ordene que no entre nadie en la celda, pues retirarían el veneno y nuestro buen príncipe debe saberlo todo.

El general, muy pálido y desconcertado, transmitió las órdenes de Fabricio a los escogidos carceleros que lo seguían. Aquellos hombres, inquietos ante el descubrimiento del veneno, se apresuraron a bajar. Se adelantaron a toda prisa, aparentemente para no estorbar al ayuda de campo del príncipe en una escalera tan estrecha, pero, de hecho, para escapar de allí y desaparecer. Para gran extrañeza del general Fontana, Fabricio se entretuvo un cuarto de hora largo en la escalerita de hierro que se ceñía a la columna de la planta baja. Quería darle tiempo a Clelia para esconderse en el primer piso.

Había sido la duquesa quien, tras varias tentativas, a cual más loca, había conseguido que el general Fontana fuera enviado a la ciudadela. Lo había logrado por casualidad. Al dejar al conde Mosca, que estaba tan asustado como ella, había corrido a palacio. La princesa, que sentía una manifiesta repugnancia por la energía, que consideraba una vulgaridad, pensó que estaba loca, y no pareció dispuesta a dar un solo paso que se saliera de lo habitual en su favor. La duquesa, fuera de sí, lloraba amargamente; no hacía más que repetir:

—¡Pero, señora, antes de que pase un cuarto de hora Fabricio habrá muerto envenenado!

Al ver la perfecta indiferencia de la princesa, la duquesa se volvió loca de dolor. En ningún momento se hizo la reflexión moral que se hubiera hecho cualquier mujer educada en una de esas religiones del Norte que admiten el examen personal: «Yo he sido la primera en emplear el veneno y muero envenenada». En Italia, las reflexiones de este tipo en momentos apasionados se consideran propias de una inteligencia roma, como se consideraría en París un juego de palabras hecho en circunstancias similares.

La duquesa, desesperada, fue a ver quién había en el salón; se encontró allí al marqués Crescenzi, que estaba de servicio aquel día. Al regreso de la duquesa a Parma el marqués le había agradecido efusivamente el cargo de caballero de honor al que, sin su intervención, no hubiera podido nunca aspirar. No habían faltado entonces las promesas de sometimiento absoluto. La duquesa lo abordó sin preámbulos:

—Rassi va a envenenar a Fabricio, que está en la ciudadela. Métase en el bolsillo el chocolate y la botella de agua que le voy a dar; suba a la ciudadela, y devuélvame la vida diciéndole al general Fabio Conti que, si no le permite a usted darle en persona a Fabricio esta agua y este chocolate, rompe con su hija.

El marqués se puso pálido; no sólo no se sintió aguijoneado con estas palabras, sino que se le puso una cara de apuro absolutamente necia. No podía creer que fuera a cometerse un crimen tan espantoso en una ciudad tan moral como Parma, donde reinaba un príncipe tan grande, etcétera. Todas estas simplezas las iba diciendo lentamente. En suma, la duquesa había dado con un buen hombre, pero débil a más no poder e incapaz de actuar. Tras veinte frases semejantes interrumpidas por los gritos de impaciencia de la señora Sanseverina, dio con la excelente idea de que el juramento que había hecho como caballero de honor le impedía mezclarse en maniobras contra el gobierno.

Imposible describir la ansiedad y la desesperación de la duquesa, que veía que el tiempo volaba.

—¡Al menos, vaya a ver al gobernador y dígale que perseguiré hasta el infierno a los asesinos de Fabricio!…

La desesperación aumentaba la natural elocuencia de la duquesa, pero todo aquel ardor no servía más que para asustar cada vez más al marqués y multiplicar su indecisión. Al cabo de una hora estaba aún menos dispuesto a actuar que al principio.

Aquella mujer desventurada, que había llegado al límite de la desesperación, y que estaba convencida de que el gobernador no se opondría a nada que le propusiera un yerno rico, llegó a ponerse de rodillas; entonces la pusilanimidad del marqués pareció hacerse aún mayor; ante aquel extraño espectáculo llegó a pensar que él mismo estaba comprometido sin saberlo y pasó algo singular: el marqués, que en el fondo era un buen hombre, se conmovió con las lágrimas y la posición, a sus pies, de una mujer tan guapa y, sobre todo, tan poderosa.

«Yo mismo, incluso —pensó—, por noble y rico que sea, puedo verme un día de rodillas ante un republicano cualquiera». El marqués se puso a llorar. Finalmente, la duquesa lo convenció de que ella, en su condición de camarera mayor, lo llevaría ante la princesa para que ésta le permitiera llevar a Fabricio un cestillo cuyo contenido declararía ignorar.

El día anterior por la noche, antes de que la duquesa se enterase de la locura de Fabricio de ir a la ciudadela, se había representado en la corte una comedia dell’arte; y el príncipe, que siempre se reservaba para sí los papeles de enamorado que hubiera que compartir con la duquesa, había estado tan apasionado hablándole de la ternura que sentía, que hubiera caído en el ridículo, si fuera posible el ridículo en Italia para un hombre o un príncipe apasionados.

El príncipe, que era muy tímido, pero que se tomaba muy en serio las cosas del amor, se encontró en uno de los corredores de palacio con la duquesa cuando arrastraba al muy turbado marqués Crescenzi a los aposentos de la princesa. Se quedó tan sorprendido y tan deslumbrado por la belleza cargada de emoción que la desesperación confería a la camarera mayor, que, por primera vez en su vida, se mostró enérgico. Con un gesto más que autoritario despidió al marqués y se dispuso a hacer una declaración de amor a la duquesa en toda regla. Sin duda alguna la tenía preparada desde mucho tiempo atrás, pues había en lo que dijo cosas bastante razonables.

—En la medida en que las conveniencias de mi posición me impiden alcanzar la suprema felicidad de casarme con usted, yo le juraré sobre la santa hostia consagrada que no me casaré sin un permiso suyo por escrito. Me doy perfecta cuenta —añadió— de que deshago su boda con un primer ministro, hombre inteligente y amabilísimo; pero, a fin de cuentas, él tiene cincuenta y seis años y yo no he cumplido todavía los veintidós. La injuriaría a usted, creo yo, y me haría merecedor de su rechazo si le hablara de intereses ajenos al amor; aunque todos los que valoran el dinero en mi corte hablan con admiración de la prueba de amor que le hace el conde al convertirla en depositaría de cuanto le pertenece. Me haría muy feliz imitarlo en este aspecto. Usted hará mucho mejor uso de mis bienes que yo mismo, tendrá la entera disposición de la suma anual que mis ministros envían al intendente general de la corona; de manera que será usted, duquesa, quien decida qué dinero pueda gastar al mes.

A la duquesa le parecía que todos aquellos detalles se alargaban demasiado, mientras se le desgarraba el corazón con los peligros que corría Fabricio.

—¡Pero entonces no sabe usted, mi príncipe —exclamó—, que en este preciso momento están envenenando a Fabricio en su ciudadela! ¡Sálvele! Le creo todo.

La frase no podía ser más torpe. Ante la mera mención de la palabra veneno, todo el abandono, toda la buena fe con que aquel pobre príncipe honrado había abordado la conversación desaparecieron de golpe. La duquesa no se dio cuenta de su descuido hasta que no tuvo remedio; entonces su desesperación fue aún mayor, lo que le parecía imposible. «Si no hubiera hablado de veneno —pensó—, me habría concedido la libertad de Fabricio. ¡Ay, Fabricio —siguió pensando—, debe de estar escrito que sea yo quien te parta el alma con mis estupideces!».

La duquesa necesitó bastante tiempo y bastante coquetería para llevar de nuevo al príncipe a sus proposiciones de amor apasionado; pero él seguía estando muy afectado. Era sólo su mente la que hablaba; su alma se había quedado helada, primero con la idea de veneno, después con una segunda idea que le producía tanto desasosiego como horror le producía la primera: «Se envenena en mis estados. ¡Y sin decirme nada! ¡Rassi quiere deshonrarme a los ojos de Europa! ¡Sabe Dios qué leeré el mes que viene en los periódicos de París!».

Súbitamente, tras acallarse el alma de aquel joven tímido, se abrió paso una idea en su mente.

—¡Mi querida duquesa! Usted sabe cuánto la quiero. Prefiero creer que esas atroces ideas suyas de veneno no tienen fundamento; aunque no dejan de inquietarme. Por un instante, casi me hacen olvidar la pasión que me inspira usted, la única que he tenido en mi vida. Ya me doy cuenta de que no soy capaz de inspirar amor. No soy más que un niño muy enamorado; pero, por favor, póngame a prueba.

El príncipe volvía a animarse con aquellos conceptos.

—¡Salve a Fabricio y le creeré todo! Es muy probable que me esté dejando arrebatar por temores absurdos de un alma de madre; pero mande inmediatamente que vayan a buscar a Fabricio a la ciudadela, deje que lo vea. Si aún vive, enviadlo del palacio a la cárcel de la ciudad donde permanecerá meses enteros, si Vuestra Alteza lo exige, hasta que sea juzgado.

La duquesa vio con desesperación que el príncipe, en vez de concederle con una simple palabra algo tan sencillo, ponía un gesto hosco; se había puesto muy colorado, miraba a la duquesa, luego bajó los ojos y sus mejillas empalidecieron. La idea de veneno, tan inoportunamente planteada, le había sugerido otra idea digna de su padre o de Felipe II, aunque no se atrevía a exponerla.

—Yo creo, señora —dijo finalmente, como forzándose y con un tono descompuesto—, que usted me desprecia como a un niño y además como a alguien carente de gracia. Bueno, pues voy a decirle algo terrible que se me ha ocurrido ahora mismo y que me lo ha dictado la pasión honda y verdadera que usted me inspira. Si por un instante hubiera creído eso del veneno, habría actuado ya, mi sentido del deber me habría obligado a ello, como obliga una ley; pero en su petición no veo más que una fantasía apasionada, cuyo sentido último —permítame decírselo— no acabo de entender. Usted quiere que yo actúe sin consultar a mis ministros, ¡yo que no hace ni tres meses que reino!; me pide usted que haga una excepción a mi modo ordinario de obrar, que —se lo confieso— me parece sumamente razonable. Usted es, señora, aquí y ahora, el soberano absoluto, me da usted esperanzas en una pretensión que lo es todo para mí; pero, dentro de una hora, cuando esa fantasía del veneno, esa pesadilla, se haya desvanecido, mi presencia volverá a parecerle inoportuna, volveré a estar en desgracia ante usted, señora. Pues bien; necesito un juramento. Jure usted, señora, que si Fabricio le es devuelto sano y salvo, yo obtendré de usted, de aquí a tres meses, toda la dicha que mi amor pueda desear; usted asegurará la felicidad de toda mi vida poniendo a mi disposición una hora de la suya, y usted será mía.

En aquel momento el reloj del palacio dio las dos. «¡Ay, quizá es ya demasiado tarde!» —pensó la duquesa.

—¡Lo juro! —exclamó con la mirada perdida.

Al instante, el príncipe se convirtió en otro hombre. Corrió hasta el final de la galería donde se encontraba la sala de los ayudantes de campo.

—General Fontana, vaya inmediatamente a la ciudadela, suba sin perder un instante a la celda donde está encerrado el Sr. del Dongo y tráigalo a mi presencia, tengo que hablar con él antes de veinte minutos, quince, si es posible.

—¡Ah!, General —gritó la duquesa, que había seguido al príncipe—, un minuto puede decidir mi vida. Cierta información, falsa sin duda, me hace temer que quieren envenenar a Fabricio. Grítele, en cuanto esté al alcance de su voz, que no coma nada. Si ha tocado la comida, hágale vomitar; dígale que soy yo quien lo quiere así. Emplee la fuerza, si hace falta. Dígale que yo llego inmediatamente después de usted; y, créame, le estaré agradecida de por vida.

—Señora duquesa, mi caballo está ensillado; paso por saber manejar un caballo; parto a galope; estaré en la ciudadela ocho minutos antes que usted.

—Y yo, duquesa —exclamó el príncipe—, le pido cuatro de esos ocho minutos.

El ayudante de campo había ya desaparecido, era un hombre que no tenía otro mérito en la vida que el de montar a caballo. Apenas hubo cerrado éste la puerta, el joven príncipe, que parecía ahora un hombre de carácter, cogió la mano de la duquesa:

—Le ruego, señora —le dijo con vehemencia—, que venga conmigo a la capilla.

La duquesa, desconcertada por una vez en su vida, le siguió sin decir nada. El príncipe y ella recorrieron en toda su extensión, a la carrera, la gran galería del palacio, pues la capilla estaba en el otro extremo. Nada más llegar a la capilla, el príncipe se puso de rodillas, tanto ante el altar como ante la duquesa.

—Repita el juramento —le dijo con vehemencia—; si usted hubiera sido justa, si esta malhadada condición mía de príncipe no hubiera jugado en mi contra, usted me hubiera concedido, por compasión a mi amor, lo que ahora me debe por juramento.

—Si vuelvo a ver a Fabricio sin que lo hayan envenenado, si aún vive dentro de ocho días, si Su Alteza lo nombra coadjutor y futuro sucesor del arzobispo Landriani, mi honor, mi dignidad femenina, todo, lo pisotearé, y seré de Su Alteza.

—Mi querida amiga —dijo el príncipe con una mezcla muy graciosa de tímida ansiedad y de ternura—, me temo alguna añagaza que no puedo comprender y que podría destruir mi felicidad. Me moriría si así fuera. ¿Qué sería de mí si el arzobispo opone alguna de esas razones eclesiásticas que alargan las cosas años enteros? Usted puede ver que yo actúo con entera buena fe, ¿va usted a ser conmigo un pequeño jesuíta?

—No; de buena fe: si Fabricio se salva, si usted despliega todo su poder para hacerlo coadjutor y futuro arzobispo, yo me deshonro y soy suya. Vuestra alteza se compromete a poner aprobado en el margen de una petición que monseñor el arzobispo le presentará de aquí a ocho días.

—Yo le firmo a usted un papel en blanco, reine en mí y en mis estados —exclamó el príncipe, poniéndose rojo de felicidad, realmente fuera de sí.

Aún le exigió un segundo juramento. Estaba tan emocionado que olvidaba la timidez que le era tan natural y, en aquella misma capilla en que estaban solos, le dijo a la duquesa en voz baja cosas tales, que oídas por ella tres días antes le hubieran cambiado la opinión que sobre él tenía. Pero su desesperación por la suerte de Fabricio no dejaba lugar al horror por la promesa que le había sido arrancada.

La duquesa estaba desquiciada con lo que acababa de hacer. Si aún no tenía clara conciencia de toda la espantosa amargura que encerraba la palabra que acababa de pronunciar era porque toda su atención estaba puesta en saber si el general Fontana podría llegar a tiempo a la ciudadela.

Para librarse de las alocadamente dulces palabras de aquel niño y cambiar un poco de asunto, ella elogió un cuadro famoso del Parmigiano que estaba en el altar mayor de la capilla.

—Tenga usted la bondad de permitirme que se lo envíe —dijo el príncipe.

—Acepto —contestó la duquesa—, pero déjeme que vaya al encuentro de Fabricio.

Con aire de desconcierto, le dijo a su cochero que pusiera los caballos al galope. En el puente levadizo de la ciudadela se encontró con el general Fontana y con Fabricio que salían andando.

—¿Has comido?

—No, de milagro.

La duquesa corrió a abrazar a Fabricio y sufrió un desvanecimiento que duró una hora e hizo temer primero por su vida, y después por su razón.

El gobernador Fabio Conti se había puesto lívido de ira cuando vio al general Fontana. Se tomó tanto tiempo para obedecer la orden del príncipe, que el ayudante de campo, que suponía que la duquesa iba a ocupar el puesto de amante oficial, había acabado por enfadarse. El gobernador contaba con hacer durar la enfermedad de Fabricio dos o tres días, y «Mira por dónde —se dijo—, el general, un cortesano, se va a encontrar a ese insolente debatiéndose en los dolores que me vengan de su fuga».

Fabio Conti, muy pensativo, se detuvo en el cuerpo de guardia de la planta baja de la torre Farnesio y ordenó a los soldados que desalojaran el lugar, no quería testigos de la escena que iba a ofrecerse. Cinco minutos más tarde, cuando oyó hablar a Fabricio y lo vio vivo y despierto, describiéndole al general Fontana la prisión, se quedó petrificado de asombro. Desapareció de allí.

En su encuentro con el príncipe, Fabricio se mostró como un perfecto gentleman. Antes que nada, no quería en absoluto dar la imagen de un niño que se asusta por cualquier insignificancia. Cuando el príncipe le preguntó amablemente cómo se encontraba, le contestó:

—Como un hombre, Alteza Serenísima, que se muere de hambre, pues, afortunadamente, ni he comido ni he cenado.

Tras manifestar que era para él un honor dar las gracias al príncipe, pidió permiso para ver al arzobispo antes de presentarse en la cárcel de la ciudad. En aquel instante, en la infantil inteligencia del príncipe se abrió paso la idea de que la del veneno no había sido más que una quimérica imaginación de la duquesa; se puso mortalmente pálido. Absorto en aquel pensamiento cruel, no respondió enseguida a la petición de ver al arzobispo que le hacía Fabricio; luego, sintiéndose obligado a reparar su distracción, le concedió multitud de gracias.

—Salga solo, señor, vaya por las calles de mi capital sin vigilancia alguna. A eso de las diez o las once, preséntese en la cárcel, donde espero que no esté usted mucho tiempo.

Al día siguiente de aquella gran jornada, la más memorable de su vida, el príncipe se creía un pequeño Napoleón. Había leído que el gran hombre había tenido el favor de algunas de las mujeres más guapas de su corte. Tras sentirse Napoleón por aquella clase de fortuna, se acordó de que también se había enfrentado a las balas. Tenía el corazón aún encandilado con la firmeza de su comportamiento con la duquesa. La conciencia de haber hecho algo muy difícil lo convirtió en otro hombre durante quince días; mostró una especial sensibilidad a los razonamientos generosos; fue un hombre enérgico.

Empezó el día quemando el título de conde extendido a favor de Rassi, que tenía encima de la mesa desde hacía un mes. Destituyó al general Fabio Conti y le pidió al coronel Lange, su sucesor, un informe sobre el asunto del veneno. Lange, un valiente militar polaco, presionó a los carceleros, e informó al príncipe de que habían querido envenenar el almuerzo del Sr. del Dongo, pero para ello hubiera hecho falta que estuvieran en el secreto muchas personas; para la cena se tomaron más hábiles medidas y, sin la llegada del general Fontana, el Sr. del Dongo hubiera estado perdido. El príncipe quedó consternado; pero, como estaba muy enamorado, supuso para él cierto consuelo la posibilidad de decirse: «La realidad es que, a fin de cuentas, le he salvado la vida del Sr. del Dongo, y la duquesa no se atreverá a faltar a la palabra que me ha dado». Aún se le ocurrió esta otra idea: «Este oficio mío es mucho más difícil de lo que pensaba; todo el mundo piensa que la duquesa tiene una inteligencia excepcional, y ello hace que coincidan la conveniencia política y mi corazón. Para mí sería divino que ella quisiera ser mi primer ministro».

Por la noche, el príncipe estaba tan irritado con los horrores que había descubierto que no quiso intervenir en la comedia.

—Me haría muy feliz —le dijo a la duquesa— que aceptara usted reinar en mis estados como reina en mi corazón. Para empezar, le contaré qué he hecho a lo largo de la jornada —y le contó su día minuciosamente: cómo había quemado el título de conde de Rassi, el nombramiento de Lange, su informe sobre el envenenamiento, etcétera, etcétera—. Creo que tengo muy poca experiencia para reinar. El conde me ofende con sus bromas; bromea hasta en el consejo, y en sociedad afirma cosas cuya veracidad usted misma puede negar; dice que soy un crío y que me lleva por donde quiere. No por ser príncipe, señora, soy menos hombre, y esas cosas molestan. Para desmentir esos comentarios del Sr. Mosca, me han hecho nombrar ministro a ese peligroso indeseable de Rassi y, mire por dónde, el general Conti lo cree tan poderoso que no se atreve a confesar que ha sido él o la Raversi quienes le han ordenado dar muerte a su sobrino; me dan ganas de llevar, sin más, a los tribunales al general Fabio Conti, ya dirán los jueces si es culpable de una tentativa de envenenamiento.

—¿Pero, príncipe, tiene usted jueces?

—¿Cómo? —preguntó el príncipe asombrado.

—Tiene usted sabios jurisconsultos que pasean gravemente por las calles; aparte de eso, siempre juzgarán como guste el partido dominante de su corte.

Mientras el joven príncipe, escandalizado, profería frases que, más que sagacidad alguna, dejaban ver todo su candor, la duquesa se decía a sí misma: «¿Me conviene a mí que se deshonre a Conti? No, ciertamente, pues en tal caso, la boda de su hija con ese buen tontorrón del marqués Crescenzi sería imposible».

El príncipe y la duquesa mantuvieron una interminable charla sobre este asunto. El príncipe se quedó deslumbrado de admiración. Con objeto de no entorpecer la boda de Clelia Conti con el marqués Crescenzi, y con tal condición expresa, por él mismo planteada no sin cólera al exgobernador, le perdonó su intento de envenenamiento; aunque, por consejo de la duquesa, lo desterró hasta el momento de la boda. La duquesa pensaba que ya no estaba enamorada de Fabricio, pero seguía deseando apasionadamente aquel matrimonio de Clelia Conti con el marqués; albergaba la vaga esperanza de que con ello desapareciera poco a poco la inquietud de Fabricio.

El príncipe, radiante de alegría, quería destituir aquella misma noche, y con la mayor publicidad, al ministro Rassi. La duquesa le dijo riéndose:

—¿Recuerda aquella frase de Napoleón que dice «Quien ocupa un puesto elevado y es blanco de todas las miradas no puede permitirse gestos bruscos»? Hoy es ya muy tarde, dejemos el asunto para mañana.

Quería darse tiempo para poder consultar al conde, a quien contó minuciosamente todo el diálogo de aquella velada, callándose, no obstante, las frecuentes alusiones del príncipe a la promesa que envenenaba su vida. La duquesa presumía que llegaría a ser tan imprescindible que podría conseguir un aplazamiento indefinido diciéndole al príncipe: «Si es usted tan bárbaro como para querer someterme a semejante vejación, que no le perdonaría jamás, al día siguiente abandono sus estados».

Consultado por la duquesa sobre la suerte de Rassi, el conde se mostró muy cauto. El general Fabio Conti y él se fueron de viaje al Piamonte.

En el proceso de Fabricio se suscitó una extraña dificultad: los jueces querían declararlo inocente por aclamación ya en la primera sesión. El conde tuvo, incluso, que llegar a las amenazas para que el proceso durara ocho días por lo menos, y para que los jueces se tomaran el trabajo de oír a todos los testigos. «Esta gente siempre será igual» —pensó.

Al día siguiente de su absolución, Fabricio del Dongo tomó posesión de su cargo de vicario general del buen arzobispo Landriani. Aquel mismo día, el príncipe firmó los despachos necesarios para que Fabricio fuera nombrado coadjutor y futuro sucesor, y, antes de que hubieran transcurrido dos meses, obtuvo dicha plaza.

Todo el mundo felicitaba a la duquesa por la seriedad de su sobrino; en realidad, Fabricio estaba desesperado. Coincidiendo con la altísima privanza de la duquesa, al día siguiente de su liberación, a la que siguió la destitución y el destierro del general Fabio Conti, Clelia se refugió en casa de su tía, la condesa Contarini, una mujer muy rica y muy vieja que sólo se ocupaba de su salud. Aunque Clelia habría podido ver a Fabricio, cualquiera que hubiera conocido sus compromisos anteriores y que la viera actuar ahora habría podido pensar que, con los peligros de su amante, su amor por él se había terminado. Fabricio no sólo pasaba cuantas veces podía, dentro de unos límites, por delante del palacio Contarini, sino que, incluso, había conseguido, tras ímprobos esfuerzos, alquilar un pequeño apartamento frente a las ventanas del primer piso del palacio. Un día, Clelia, que atolondradamente se había asomado a la ventana para ver pasar una procesión, se apartó al instante, espantada. Había visto a Fabricio, muy pobremente vestido de negro, con ropas de obrero, mirándola desde una de las ventanas de aquel cuchitril cuyas ventanas cerraban con papel aceitado, como la celda de la torre Farnesio. A Fabricio le hubiera gustado estar convencido de que Clelia lo rehuía a causa de la desgracia de su padre, que todo el mundo atribuía a la duquesa; pero él sabía muy bien que la causa de aquel alejamiento era otra y nada podía distraerlo de su melancolía.

Había sido indiferente a la absolución y a su destino en tan importantes funciones, las primeras que desempeñaría en su vida; tampoco le afectaba su alta posición en la sociedad, ni la asidua corte que le hacían todos los eclesiásticos y todos los devotos de la diócesis. Las bonitas habitaciones que tenía en el palacio Sanseverina no fueron suficientes. Encantada con ello, la duquesa se había visto obligada a cederle entero el segundo piso de su palacio y dos hermosos salones del primero, que estaban constantemente llenos de personajes haciendo antesala para mostrar sus respetos al joven coadjutor. La cláusula de futura sucesión había producido un efecto sorprendente en el país; ahora se consideraban virtudes todas aquellas cualidades firmes de su carácter que no hacía mucho tanto escandalizaban a los pobres y necios cortesanos.

Para Fabricio supuso una gran lección de filosofía sentirse perfectamente insensible a todos aquellos honores, sentirse mucho más desgraciado en aquellos magníficos aposentos, con diez lacayos de librea, que en su celda de madera de la torre Farnesio, rodeado de diez siniestros carceleros y temiendo constantemente por la vida. Su madre y su hermana, la duquesa V***, que fueron a Parma para verlo en su gloria, se quedaron impresionadas con su profunda tristeza. La marquesa del Dongo, ahora la menos novelera de las mujeres, se alarmó tanto que llegó a creer que en la torre Farnesio le habían dado algún veneno lento. Aunque era extremadamente discreta, creyó su deber hablarle de tan rara tristeza, y Fabricio no pudo contestarla porque rompió a llorar.

La multitud de ventajas, que se siguieron a su brillante posición, no le sirvieron sino de disgusto. Su hermano, aquella alma vanidosa y gangrenada por el egoísmo más vil, le escribió una carta de felicitación casi oficial, y, con la carta, un envío de cincuenta mil francos, con objeto de que pudiera —decía el nuevo marqués— comprar caballos y un coche dignos de su nombre. Fabricio le envió aquella suma a su hermana pequeña, que estaba mal casada.

El conde Mosca había mandado hacer una bella traducción al italiano de la genealogía de la familia Valserra del Dongo, publicada antaño en latín por aquel otro Fabricio, arzobispo de Parma. La hizo imprimir magníficamente con el texto latino junto al italiano; los grabados habían sido reproducidos con soberbias litografías hechas en París. Por deseo de la duquesa, enfrentado al del antiguo arzobispo, se había colocado un hermoso retrato de Fabricio. La traducción se publicó como obra de Fabricio llevada a efecto durante su primer encarcelamiento. Pero para nuestro héroe nada tenía ningún valor; ni siquiera la vanidad, tan natural al hombre, lo afectaba. No se dignó ni leer una página de aquella obra que se le atribuía. Su posición social le obligó a regalarle un ejemplar magníficamente encuadernado al príncipe, quien creyéndose en el deber de compensarle en algo por la muerte cruel que había tenido tan cercana, le concedió el privilegio de entrada en su cámara, distinción que lleva aparejado el tratamiento de excelencia[38].