Capítulo vigesimocuarto

Aquel invierno, la duquesa organizó en palacio unas veladas deliciosas, nunca había habido allí una alegría semejante ni nunca había sido ella tan encantadora y, sin embargo, vivía en medio de peligros gravísimos. Tampoco en aquella temporada crítica pensó más de dos veces con disgusto en el extraño cambio de Fabricio. El joven príncipe acudía muy temprano a las agradables veladas de su madre, que siempre le decía:

—Vaya usted a gobernar; apostaría cualquier cosa a que encima de su mesa hay más de veinte informes esperando un sí o un no; no quiero yo que Europa me acuse de que lo convierto a usted en un rey holgazán para reinar yo en su lugar.

Aquellas advertencias tenían el inconveniente de que se las hacía siempre en los momentos más inoportunos, es decir, cuando Su Alteza, tras haber vencido su timidez, participaba en alguna charada que se estuviera representando y que le divirtiera especialmente. Dos veces por semana se hacían excursiones al campo, a las que, con el pretexto de ganar para el príncipe el afecto de su pueblo, la princesa invitaba a las mujeres más guapas de la burguesía. La duquesa, que era el alma de aquella corte feliz, esperaba de aquellas guapas burguesas —mortalmente envidiosas todas de la inmensa fortuna del burgués Rassi— que le contaran al príncipe alguna de las innumerables trapacerías del ministro. Pues, entre otros planteamientos infantiles, el príncipe pretendía tener un gobierno moral.

Rassi era demasiado listo como para no darse cuenta de lo peligrosas que eran para él aquellas brillantes veladas de la corte de Aquel invierno, la duquesa organizó en palacio unas veladas deliciosas, nunca había habido allí una alegría semejante ni nunca había sido ella tan encantadora y, sin embargo, vivía en medio de peligros gravísimos. Tampoco en aquella temporada crítica pensó más de dos veces con disgusto en el extraño cambio de Fabricio. El joven príncipe acudía muy temprano a las agradables veladas de su madre, que siempre le decía:

—Vaya usted a gobernar; apostaría cualquier cosa a que encima de su mesa hay más de veinte informes esperando un sí o un no; no quiero yo que Europa me acuse de que lo convierto a usted en un rey holgazán para reinar yo en su lugar.

Aquellas advertencias tenían el inconveniente de que se las hacía siempre en los momentos más inoportunos, es decir, cuando Su Alteza, tras haber vencido su timidez, participaba en alguna charada que se estuviera representando y que le divirtiera especialmente. Dos veces por semana se hacían excursiones al campo, a las que, con el pretexto de ganar para el príncipe el afecto de su pueblo, la princesa invitaba a las mujeres más guapas de la burguesía. La duquesa, que era el alma de aquella corte feliz, esperaba de aquellas guapas burguesas —mortalmente envidiosas todas de la inmensa fortuna del burgués Rassi— que le contaran al príncipe alguna de las innumerables trapacerías del ministro. Pues, entre otros planteamientos infantiles, el príncipe pretendía tener un gobierno moral.

Rassi era demasiado listo como para no darse cuenta de lo peligrosas que eran para él aquellas brillantes veladas de la corte de La respuesta del príncipe no podía dejar lugar a dudas.

A los pocos días de aquello, Chekina informó a la duquesa de que le habían ofrecido una gran suma a cambio de que dejara que un orfebre examinara los diamantes de la duquesa. Ella se había negado indignada. La duquesa la riñó por aquella negativa, y, a los ocho días de aquello, Chekina tenía dos diamantes para mostrarlos. El día fijado para el examen, el conde Mosca puso a dos hombres de confianza a vigilar a cada uno de los orfebres de Parma, y a eso de las doce de la noche fue a decirle a la duquesa que el orfebre curioso no era otro que el hermano de Rassi. Aquella noche la duquesa estaba muy contenta (se representaba en palacio una comedia dell’arte, o sea una comedia en la que cada personaje improvisa su papel a medida que lo va diciendo, siguiendo un plan esquemático que está colgado entre bastidores); la duquesa tenía un papel en la comedia y su amante en la obra era el conde Baldi, el antiguo amante de la marquesa Raversi, que también estaba allí. El príncipe —el hombre más tímido de sus estados, aunque muy guapo y con un corazón muy tierno— estudiaba el papel del conde Baldi, pues quería representarlo en una segunda representación.

—Tengo muy poco tiempo —le dijo la duquesa al conde—, salgo en la primera escena del segundo acto; vamos a la sala de guardias.

Allí, rodeados de veinte guardias de corps, muy despabilados todos y muy atentos a la conversación del conde y la camarera mayor, le dijo entre risas la duquesa a su amigo:

—Siempre me riñe usted por contar secretos inútilmente. A mí se debió la llegada al trono de Ernesto V; tenía que vengar a Fabricio a quien quería entonces mucho más que ahora, aunque siempre del modo más inocente. Ya sé que usted no se cree esa inocencia, pero poco importa porque usted me quiere igual a pesar de mis faltas. Pues bien, le contaré un auténtico crimen: le di todos mis diamantes a una especie de loco de lo más interesante que se llama Ferrante Palla, llegué incluso a abrazarlo para que hiciera perecer al hombre que quería que envenenaran a Fabricio. ¿Dónde está el mal?

—¡Ése era, entonces, el origen del dinero de Ferrante para su levantamiento! —dijo el conde, con cierta estupefacción—; ¡y me lo cuenta usted en la sala de guardias!

—Es que tengo prisa, y ya tenemos a Rassi tras las huellas del crimen. De todas formas, yo jamás he hablado de insurrección, pues detesto a los jacobinos. Piense en estas cosas que le he contado, y dígame lo que piensa de ello cuando termine la función.

—Se lo digo ahora mismo: tiene que enamorar al príncipe… ¡Pero sólo en el sentido más inocente de la palabra!

En aquel momento llamaron a la duquesa para su entrada a escena y se fue corriendo.

Unos días después, la duquesa recibió por correo una larga y ridícula carta. Estaba firmada por una antigua doncella suya. Aquella mujer le pedía un empleo en la corte, pero al primer vistazo la duquesa se dio cuenta de que aquellos no eran ni su letra ni su estilo. Cuando abrió el pliego para leer la segunda página, cayó a sus pies una estampita milagrosa de la Madona, envuelta en la hoja impresa de un libro viejo. Tras echar una mirada a la imagen milagrosa, se puso a leer la vieja hoja impresa; a las pocas líneas se le iluminó la mirada, decía lo siguiente:

El tribuno sólo ha cogido cien francos al mes, nada más; con el resto se ha intentado reavivar el fuego sagrado en las almas heladas por el egoísmo. El zorro está tras mis huellas; no he intentado, por ello, volver a ver al ser adorado una última vez. Me he dicho: ella no ama la república, ella que está muy por encima de mí tanto por su inteligencia como por sus dones y por su belleza. Además, ¿cómo construir una república sin republicanos?, ¿no estaré yo equivocado? Dentro de seis meses, recorreré, a pie, microscopio en mano, las pequeñas ciudades de América y comprobaré si debo seguir amando a la única rival que tiene usted en mi corazón. Si recibe usted esta carta, señora baronesa, y ningún ojo profano ha podido leerla antes que usted, mande romper uno de los fresnos que han plantado recientemente a veinte pasos del sitio en que me atreví a hablarle por primera vez. En tal caso, yo enterraré junto al gran boj del jardín, ese que usted me hizo ver en cierta ocasión durante mis días felices, una caja en la que habrá ciertas cosas de esas que dan pie a que se calumnie a la gente de mis ideas. Créame que me hubiera guardado mucho de escribirle si el zorro no hubiera estado tras mis pasos y me hubiera sido posible llegar hasta ese ser celestial. Vea el boj dentro de quince días.

«Al parecer, dispone de una imprenta —se dijo la duquesa—, pronto tendremos un libro de sonetos, ¡sabe Dios qué nombre me dará!».

La duquesa, en su coquetería, quiso hacer una prueba. Durante ocho días estuvo indispuesta; dejaron, entonces, de celebrarse en la corte aquellas amables veladas. La princesa, muy escandalizada por todo aquello que el miedo a su hijo le había obligado a hacer ya desde los primeros días de su viudedad, fue a pasar aquellos ocho días al convento anejo a la iglesia en que estaba inhumado el extinto príncipe. Aquella interrupción de las veladas arrojó a los brazos del príncipe una carga enorme de tiempo libre y supuso un notable hundimiento del crédito del ministro de justicia. Ernesto V se dio cuenta del aburrimiento que le esperaba si la duquesa abandonaba la corte o, simplemente, dejaba de irradiar en ella su alegría. Las veladas se reanudaron, y el príncipe se interesó más y más en las comedias dell’arte. Tenía el proyecto de interpretar un papel, pero no se atrevía a confesar aquel deseo. Un día, ruborizándose mucho, le dijo a la duquesa:

—¿No podría actuar yo también?

—Estamos todos a la disposición de Vuestra Alteza. En cuanto lo ordene, mandaré disponer un plan para una comedia; todas las escenas brillantes del papel de Vuestra Alteza serán conmigo, y como los primeros días todo el mundo se confunde un poco, si Vuestra Alteza quiere mirarme con atención, yo le diré las respuestas que tiene que darme. Se organizó todo extraordinariamente bien. Al príncipe, muy tímido, le daba vergüenza ser tímido, y los esfuerzos que la duquesa hizo para que no sintiera aquella timidez innata produjeron una profunda impresión en el joven soberano.

El día de su debut, el espectáculo empezó media hora antes que de ordinario y, cuando se iba a pasar a la sala del espectáculo, no había en el salón más de ocho o diez damas de cierta edad. Aquellos rostros no asustaban al príncipe y, además, educadas en Munich, en los verdaderos principios monárquicos, dichas señoras aplaudían siempre. Haciendo uso de su autoridad como camarera mayor, la duquesa cerró con llave la puerta por la que se solía entrar al espectáculo. El príncipe, que tenía intuición literaria y era muy guapo, salió muy airoso en las primeras escenas; repetía con habilidad las frases que leía en los ojos de la duquesa, o que ella le indicaba a media voz. En un momento en que aquellas pocas espectadoras aplaudían con todas sus fuerzas, la duquesa hizo una señal para que abrieran la puerta principal y, al instante, la sala de espectáculos se llenó con todas las hermosas mujeres de la corte; a todas les pareció que el príncipe estaba encantador y que tenía un aspecto feliz; prorrumpieron en un aplauso cerrado; el príncipe enrojeció de felicidad. Representaba el papel de un enamorado de la duquesa. Y, lejos de tener que sugerirle las frases de su papel, ésta se vio obligada enseguida a sugerirle que abreviase las escenas, pues hablaba de amor con tal entusiasmo que, en más de una ocasión, turbaba a la actriz; sus réplicas duraban cinco minutos. La duquesa no tenía ya la deslumbrante belleza del año anterior; el encarcelamiento de Fabricio y, más aún, la temporada pasada en el lago Mayor con aquel Fabricio mohíno y silencioso habían echado diez años encima a la bella Gina. Tenía los rasgos más marcados, ahora revelaban más inteligencia y menos lozanía.

Rara vez mostraban ya aquellas facciones el brillo de la primera juventud; pero en el escenario, con el colorete y todos los recursos que el arte proporciona a las actrices, seguía siendo la mujer más guapa de la corte. Los apasionados parlamentos del príncipe fueron una revelación para los cortesanos; el comentario general de aquella noche era: «Ya sabemos quién es la Balbi del nuevo reinado». El conde estaba irritado en su interior. Una vez terminada la función, la duquesa le dijo al príncipe delante de toda la corte:

—Vuestra Alteza actúa demasiado bien; van a decir que se ha enamorado usted de una mujer de treinta y ocho años, y eso hará fracasar mi compromiso con el conde. No volveré, pues, a actuar con Vuestra Alteza, a menos que el príncipe me jure que se dirigirá a mí como se dirigiría a una mujer de cierta edad, a la señora marquesa Raversi, por ejemplo.

Se repitió tres veces la misma representación; el príncipe estaba loco de contento; pero una noche pareció que estaba muy preocupado.

—O mucho me equivoco —le dijo la camarera mayor a su princesa—, o Rassi intenta jugamos alguna mala pasada; permítame aconsejarle a Vuestra Alteza que anuncie una función para mañana; el príncipe actuará mal y, en su desazón, tal vez le diga algo.

Efectivamente, el príncipe actuó muy mal; apenas se le oía y no sabía cómo terminar sus frases. Al acabar el primer acto, casi tenía lágrimas en los ojos. La duquesa estaba a su lado, pero fría e inmóvil. En un momento en que se quedaron solos en la salita de actores, él cerró la puerta.

—Nunca podría —le dijo— hacer el segundo y tercer acto. No quiero de ningún modo que me aplaudan por educación. Los aplausos de antes se me clavaban en el corazón. Aconséjeme, ¿qué puedo hacer?

—Me adelantaré hasta el proscenio, le haré una profunda reverencia a Su Alteza, otra al público, como un verdadero director de escena, y diré que el actor que interpreta el papel de Lelio se ha sentido súbitamente indispuesto y que el espectáculo terminará con unos números musicales. Al conde Rusca y la pequeña Ghisolfi les encantará poder lucir sus vocecitas chillonas.

El príncipe tomó la mano de la duquesa y la besó con unción.

—¿Por qué no será usted un hombre —le dijo— para darme un buen consejo? Rassi acaba de dejar en mi mesa ciento ochenta y dos alegaciones contra los presuntos asesinos de mi padre. Aparte de los testimonios, hay un acta de acusación de más de doscientas páginas; y tengo que leérmelo todo; le he dado, además, mi palabra de que no diré nada al conde. Todo esto acaba en torturas; ya quiere que haga secuestrar en Francia, cerca de Antibes, a Ferrante Palla, ese gran poeta a quien admiro tanto. Vive allí con el nombre de Poncet.

—El día en que usted mande ahorcar a un liberal, Rassi quedará ligado al ministerio mediante cadenas de hierro; eso es lo que él busca por encima de todo, y Vuestra Alteza no podrá ya anunciar un paseo con dos horas de adelanto. Yo no les diré nada ni a la princesa ni al conde de ese grito de dolor que se le acaba de escapar. Pero como, por el juramento que le hice, no debo tener ningún secreto con la princesa, Vuestra Alteza me haría muy feliz si tuviera a bien decirle a su madre las mismas cosas que se le ha escapado contarme a mí.

En medio del disgusto por el fracaso artístico que lo tenía mortificado, al príncipe le pareció divertida aquella idea.

—¡Muy bien! Vaya y dígale a mi madre que yo me dirijo a su gabinete grande.

El príncipe dejó los bastidores y cruzó el salón que había que atravesar para llegar al teatro; despidió con brusquedad al gran chambelán y al ayudante de campo de servicio que le seguían. Por su parte la princesa abandonó a toda prisa la sala de las representaciones. Cuando llegó al gabinete grande, la camarera mayor hizo una profunda reverencia a la madre y al hijo y los dejó solos. Imagínese el lector la agitación de la corte; tales cosas son las que la hacen tan divertida. Al cabo de una hora, el propio príncipe se asomó a la puerta del gabinete y llamó a la duquesa; la princesa tenía el rostro bañado en lágrimas, su hijo estaba visiblemente alterado.

«Dos personas débiles y disgustadas —pensó la duquesa— a la búsqueda de un pretexto para enfadarse con alguien». Al principio, madre e hijo se quitaban la palabra para contarle el asunto a la duquesa, que puso el mayor cuidado en no aventurar ninguna idea en sus respuestas. Durante dos mortales horas, los tres actores de tan tediosa escena no se apartaron de los papeles que acabamos de indicar. El príncipe fue a buscar en persona las dos enormes carpetas que Rassi había dejado en su mesa; al salir del gabinete de su madre se encontró con toda la corte que estaba esperando.

—¡Váyanse, déjenme en paz! —les gritó, en un tono muy descortés que hasta entonces nadie le había oído.

No quería el príncipe que lo viera nadie llevando él mismo las dos carpetas. Un príncipe no tiene que llevar nada. Los cortesanos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Cuando volvió, el príncipe no vio más que a los criados que estaban apagando las velas. Los despachó furioso, a ellos y al pobre Fontana, ayudante de campo de servicio, que había tenido la torpeza de quedarse, por celo.

—Todo el mundo se ha empeñado en molestarme esta noche —le dijo de mal humor a la duquesa al entrar en el gabinete.

El príncipe pensaba que ella era muy lista y le ponía furioso su evidente obstinación en no opinar. Y era verdad, estaba decidida a no decir nada mientras no se le pidiera de un modo explícito. Aún pasó una media hora larga antes de que el príncipe, que tenía un sentimiento muy vivo de la propia dignidad, se atreviera a decirle:

—¿No dice usted nada, señora?

—Yo estoy aquí para servir a la princesa y olvidar inmediatamente todo lo que se diga delante de mí.

—Bien, señora —dijo el príncipe ruborizándose intensamente—, le ordeno que me diga qué piensa de todo esto.

—Los crímenes se castigan para impedir que se vuelvan a cometer. ¿Ha sido envenenado el príncipe? Es más que dudoso. ¿Lo envenenaron los jacobinos? Eso es lo que a Rassi le gustaría probar, porque, en tal caso, se convertiría para siempre en un instrumento necesario a Vuestra Alteza; y, entonces, puede estar seguro Vuestra Alteza, ahora que empieza su reinado, de que gozará de muchas veladas como ésta de hoy. Sus súbditos en general dicen, y es absolutamente cierto, que Vuestra Alteza tiene un carácter bondadoso. Mientras no mande ahorcar a algún liberal gozará de esa reputación y podrá tener la seguridad de que a nadie se le ocurrirá envenenarlo.

—Su conclusión es evidente —exclamó la princesa enfadada—, ¡usted no quiere que se castigue a los asesinos de mi marido!

—Es que, al parecer, señora, me une a ellos una estrecha amistad. En la mirada del príncipe percibió la duquesa que estaba persuadido de que ella y su madre se habían puesto de acuerdo para dictarle un plan de conducta. Hubo una serie de réplicas y contrarréplicas ácidas entre las dos mujeres, hasta que la duquesa dijo enfadada que no volvería a pronunciar una palabra más, y fue fiel a su decisión. Pero el príncipe, tras una larga discusión con su madre, volvió a ordenarle que diera su opinión.

—¡Eso, se lo juro a Vuestras Altezas, no pienso hacerlo de ninguna manera!

—¡Eso es una auténtica chiquillada! —exclamó el príncipe.

—Le ruego que hable, señora duquesa —dijo la princesa con aire digno.

—Y yo le suplico que me dispense de hacerlo, señora; pero Vuestra Alteza —añadió la duquesa dirigiéndose al príncipe— lee perfectamente el francés; ¿tendría la bondad de leernos una fábula de La Fontaine para calmar nuestros ánimos agitados?

A la princesa aquel nos le pareció muy insolente, pero en su rostro se pintó un gesto entre asombrado y divertido cuando su camarera mayor, que se había acercado a la librería con mucha tranquilidad, volvió con un volumen de las Fábulas de La Fontaine; lo hojeó unos momentos y luego le dijo al príncipe, ofreciéndoselo:

—Suplico a Vuestra alteza que lea toda la fábula:

LE JARDINIER ET SON SEIGNEUR

Un amateur de jardinage

Demi-bourgeois, demi-manant,

Possédait en certain village

Un jardín assez propre, et le clos attenant.

Il avait de plant vif fermé cette étendue:

La croissaient à plaisir l’oseille et la laitue,

De quoi faire à Margot pour sa fête un bouquet,

Peu de jasmin d’Espagne et force serpolet.

Cette félicité par un lièvre troublée

Fit qu’au seigneur du bourg notre homme se plaignit.

Ce maudit animal vient prendre sa goulée

Soir et matin, dit-il, et des pièges se rit;

Les pierres, les bâtons y perdent leur crédit:

Il est sorcier, je crois. —Sorcier! Je l’en défie,

Repartit le seigneur: fût-il diable, Miraut,

En dépit de ses tours, l’attrapera bientôt.

Je vous en déferai, bonhomme, sur ma vie.

—Et quand? —Et des demain, sans tarder plus longtemps.

La partie ainsi faite, il vient avec ses gens.

—Ça, déjeunons, dit-il; vos poulets sont-ils tendres?

L’embarras des chasseurs succède au déjeuner.

Chacun s’anime et se prépare;

Les trompes et les cors font un tel tintamarre

Que le bonhomme est étonné.

Le pis fut que l’on mit en piteux équipage

Le pauvre potager. Adieu planches, carreaux;

Adieu chicorée et poireaux;

Adieu de quoi mettre au potage.

Le bonhomme disait: Ce sont là jeux de prince.

Mais on le laissait dire; et les chiens et les gens

Firent plus de dégát en une heure de temps

Que n’en auraient fait en cent ans

Tous les lièvres de la province.

Petits princes, videz vos débats entre vous;

De recourir aux rois vous seriez de grands fous.

Il ne les faut jamais engager dans vos guerres,

Ni les faire entrer sur vos terres.[37]

A esta lectura siguió un largo silencio. Tras llevar él mismo el libro a su sitio, el príncipe se paseaba por el gabinete.

—¡Bueno, señora! —dijo la princesa—, ¿se dignará usted decirnos algo?

—¡No, ciertamente, señora! A no ser que Su Alteza me nombrara ministra. Si yo hablara aquí, correría el riesgo de perder mi puesto de camarera mayor.

Hubo un nuevo silencio de más de un cuarto de hora. Luego, la princesa recordó el ejemplo de María de Médicis, la madre de Luis XIII. Precisamente en los días anteriores, la camarera mayor había ordenado a la lectora que leyera la excelente Historia de Luis XIII de M. Bazin. La princesa, aunque muy enfadada, temió que la duquesa decidiera abandonar el país; entonces Rassi, que le inspiraba un miedo atroz, podría muy bien imitar a Richelieu y hacer que su hijo la desterrara. En aquellos momentos, la princesa hubiera dado cualquier cosa con tal de humillar a su camarera mayor; pero no podía. Se levantó y, acercándose a la duquesa, con una sonrisa un poco exagerada, la tomó de la mano y le dijo:

—¡Vamos, señora, demuéstreme su amistad, hábleme!

—¡Está bien, dos frases nada más: quemar en esa chimenea de ahí todos los papeles reunidos por esa víbora de Rassi y no decirle nunca que han sido quemados!

Y en voz baja, con un tono de familiaridad, añadió al oído de la princesa:

—¡Rassi puede ser Richelieu!

—¡Demonios! ¡Esos papeles me cuestan más de ochenta mil francos! —gritó el príncipe desabridamente.

—¡Eso, mi príncipe —replicó la duquesa con energía—, es lo que cuesta emplear a traidores de origen plebeyo! ¡Quiera Dios que pudiera Su Alteza perder un millón y no dar nunca crédito a los indignos canallas que impidieron dormir a su padre en los seis últimos años de su reinado!

La expresión origen plebeyo había complacido mucho a la princesa, que pensaba que el conde y su amiga apreciaban en exceso la inteligencia, siempre un poco prima hermana del jacobinismo.

Siguió un breve silencio, durante el cual la princesa estuvo perdida en sus pensamientos; luego el reloj de palacio dio las tres. La princesa se levantó, hizo una profunda reverencia a su hijo y le dijo:

—Mi salud no me permite prolongar por más tiempo esta discusión. ¡Nunca un ministro de origen plebeyo!; no podrá usted quitarme de la cabeza la idea de que Rassi se ha quedado con la mitad del dinero que le ha hecho gastar en esos espionajes.

La princesa cogió dos velas de los candelabros y las puso en la chimenea con cuidado de que no se apagaran. Luego, acercándose a su hijo, añadió:

—La enseñanza de la fábula de La Fontaine vale más en mi opinión que el justo deseo de vengar a un marido. ¿Me permite Vuestra Alteza quemar esos escritos?

El príncipe estaba muy quieto.

«La verdad es que tiene una cara estúpida —pensó la duquesa—; el conde tiene razón: el difunto príncipe no nos hubiera hecho estar despiertos hasta las tres de la mañana para tomar una decisión».

La princesa, que seguía de pie, añadió:

—Ese procuradorzuelo estaría muy orgulloso si supiera que sus papelotes, cargados de mentiras y preparados para su medro personal, les han dado la noche a las dos personas más importantes del Estado.

El príncipe se arrojó sobre una de las carpetas como un poseso, y vació todo su contenido en la chimenea. El montón de papeles estuvo a punto de apagar las dos velas. El cuarto se llenó de humo. La princesa vio en los ojos de su hijo la tentación de coger una jarra de agua para salvar aquellos documentos que le costaban ochenta mil francos.

—¡Abra la ventana! —gritó a la duquesa bruscamente.

La duquesa se precipitó a obedecerla. Al instante, todos los papeles ardieron a la vez; hubo un fragor en la chimenea e inmediatamente empezó a quemarse la propia chimenea.

El príncipe tenía un espíritu mezquino para las cosas del dinero. Vio su palacio envuelto en llamas y destruidas todas las riquezas que contenía; se precipitó a la ventana y llamó a la guardia con gritos destemplados. A la voz del príncipe los soldados corrieron hacia la sala tumultuosamente; el príncipe volvió a la chimenea que aspiraba el aire de la ventana abierta con un ruido realmente espantoso. Se impacientó, maldijo, dio dos o tres vueltas por el gabinete como un hombre fuera de sí y, finalmente, salió corriendo.

La princesa y su camarera mayor permanecieron de pie, una frente a la otra, en un profundo silencio.

«¿Un nuevo ataque de ira? —se preguntó la duquesa—; pero yo creo que mi pleito está ganado». Y ya se disponía a ser lo más impertinente que pudiera en sus contestaciones, cuando tuvo la perspicacia de observar algo más; vio la segunda carpeta intacta. «¡No, sólo ganado a medias!». Y le dijo a la princesa, con un tono más bien frío:

—¿Me ordena la señora quemar el resto de los papeles?

—¿Y dónde los quemará? —le preguntó la princesa con aspereza.

—En la chimenea del salón; echándolos de uno en uno, no hay peligro.

La duquesa se puso bajo el brazo la carpeta rebosante de papeles, cogió una vela y pasó al salón de al lado. Se entretuvo en comprobar que contenía las declaraciones, se metió bajo el chal cinco o seis legajos y quemó el resto con mucho cuidado; luego se fue sin despedirse de la princesa.

«Ésta sí que es una buena impertinencia —se dijo, riéndose—; aunque ella con su afectación de viuda inconsolable ha estado a punto de hacerme perder la cabeza en un patíbulo».

Cuando oyó el ruido del coche de la duquesa, la princesa se puso fuera de sí contra su camarera mayor.

Pese a lo intempestivo de la hora, la duquesa mandó llamar al conde; había acudido al fuego de palacio, pero llegó enseguida con la noticia de que ya estaba apagado.

—La verdad es que ese principito ha estado muy valiente; lo he felicitado efusivamente.

—Mire cuanto antes estas declaraciones, y quemémoslas inmediatamente.

Las leyó el conde y se puso pálido.

—¡Dios Santo, qué cerca estaban de la verdad! Este procedimiento está muy bien hecho, andan muy cerca de Ferrante Palla; si éste hablara, estaríamos en un aprieto.

—Pero no hablará —exclamó la duquesa—; es un hombre de palabra. ¡Quemémoslas, quemémoslas!

—Aún no. Déjeme que copie los nombres de doce o quince testigos peligrosos, que me permitiré secuestrar, si un día Rassi decide volver a las andadas.

—Le recuerdo a Vuestra Excelencia que el príncipe ha dado su palabra de que no le dirá nada de nuestra expedición nocturna a su ministro de justicia.

—Y la mantendrá, por poquedad y por miedo a una escena, pero la mantendrá.

—¿Se ha dado cuenta, amigo mío, de que ésta ha sido una noche que adelanta mucho nuestro matrimonio? Nunca hubiera querido llevar como dote al matrimonio un proceso criminal y, mucho menos, por una falta que me hubiera hecho cometer mi interés por otro hombre.

El conde, muy enamorado, le tomó la mano y prorrumpió en exclamaciones con el rostro bañado en lágrimas.

—Antes de irse, aconséjeme sobre cuál debe ser mi conducta con la princesa; estoy sumamente cansada; he actuado una hora de comedia en el teatro, y cinco horas en el gabinete.

—Con la impertinencia de su salida ya está suficientemente vengada de las frases desagradables de la princesa, que estaban dictadas sólo por debilidad. Mañana trátela con el mismo tono con que la trataba esta mañana; piense que Rassi no está todavía ni en la cárcel, ni desterrado, y que todavía no hemos roto la sentencia de Fabricio. Usted le pedía a la princesa que tomara una decisión y eso siempre pone de mal humor a los príncipes e, incluso, a los primeros ministros. Y usted no es más que su camarera mayor, o sea, su criadita. Por una de esas veleidades que nunca dejan de darse entre los débiles, dentro de tres días Rassi gozará de más favor que nunca, y tratará de ahorcar a alguien, pues mientras no haya comprometido al príncipe, no tiene la menor seguridad.

»En el incendio de esta noche ha habido un herido: un sastre, que ha mostrado un valor extraordinario. Mañana invitaré al príncipe a que se apoye en mi brazo y venga conmigo a visitar al sastre. Yo iré armado hasta los dientes y tendré el ojo avizor; aunque todavía no hay nadie que odie a este príncipe. Quiero que se acostumbre a pasear por las calles, es una jugarreta que le hago a Rassi, que nunca podrá permitirse tales imprudencias cuando, con toda seguridad, me suceda. Al volver de casa del sastre, llevaré al príncipe hasta la estatua de su padre; verá roto a pedradas el juboncillo romano que le puso el estúpido del escultor; y muy tonto será si no comenta algo así como: “Eso es lo que se gana ahorcando a jacobinos”, a lo que yo contestaré: “O no se cuelga a nadie o se cuelga a diez mil; la noche de San Bartolomé acabó con los protestantes en Francia”.

»Mañana, amiga mía, antes de que yo dé ese paseo, hágase anunciar al príncipe y dígale: “Ayer por la noche le presté un servicio de ministro: le aconsejé a usted. Y, por seguir sus órdenes, la princesa se ha enfadado conmigo; debe usted compensarme”. Pensará que va a hacerle usted una petición de dinero y fruncirá el ceño. Usted lo dejará sumido en tan desdichada idea todo el tiempo que le sea posible. Luego le dice: “Ruego a Vuestra Alteza que Fabricio sea juzgado contradictoriamente (lo que quiere decir estando él presente) por los doce jueces más respetados de sus estados”. Y, sin más dilación, le presenta usted una orden escrita por su preciosa mano que le voy a dictar ahora mismo. Naturalmente incluiré una cláusula derogatoria de la sentencia anterior. A esto le puede poner una objeción, pero si usted lleva el asunto con calor, al príncipe no se le ocurrirá. Él podría decirle: “Es necesario que Fabricio se entregue como prisionero en la ciudadela”. A lo que usted contestaría: “Se entregará como prisionero en la cárcel de la ciudad” (ya sabe usted que es de mi jurisdicción, o sea, que todas las noches irá su sobrino a verla). Sí el príncipe le respondiera: “No, su fuga ha quebrantado el honor de mi ciudadela y quiero, para salvar las formas, que vuelva a la celda en que estaba”, usted le contestaría entonces: “No, porque allí estaría a disposición de mi enemigo Rassi” y, echando mano de una de esas frases femeninas que tan bien sabe usted utilizar, podría darle a entender que, para imponerse a Rassi, usted podría llegar a contarle el auto de fe de esta noche; y, si insiste, le anuncia usted que se va a pasar quince días al castillo de Sacca.

»Debe usted llamar a Fabricio y consultarle sobre este asunto, que podría llevarlo a la cárcel. Hay que preverlo todo y, si estando él en la cárcel, Rassi se impacienta y me envenena, Fabricio puede correr peligro. Aunque la cosa es poco probable; pues no sé si sabe que he mandado traer a un cocinero francés, un hombre de lo más alegre, que hace juegos de palabras, y —como a nadie se le oculta— el juego de palabras y el asesinato son incompatibles. Ya le he comentado a Fabricio que he encontrado a todos los testigos de su acción, una acción gallarda y valiente, en realidad, pues es evidente que fue Giletti quien intentó asesinarlo a él. No le he hablado a usted de esos testigos, porque quería darle una sorpresa, pero ese plan se ha frustrado; el príncipe no ha querido firmar. También le he comentado a Fabricio que le conseguiré un alto cargo eclesiástico, pero me será muy difícil si sus enemigos pueden objetar en la corte de Roma una acusación de asesinato.

»¿Se da usted cuenta, señora, de que si no es juzgado solemnemente, el nombre de Giletti le supondrá una preocupación de por vida? Sería una cobardía no aceptar un juicio cuando se tiene la seguridad de ser inocente. Por otra parte, si fuera culpable, yo conseguiría la absolución. Cuando le hablé del asunto a Fabricio —ya sabe usted lo ardiente que es— no me dejó terminar, cogió el anuario oficial y, entre los dos, elegimos a los doce jueces más íntegros y más sabios del país. Con la lista hecha, quitamos seis de esos nombres y los intentamos sustituir por seis jurisconsultos que fueran enemigos personales míos; no dimos más que con dos, así que para los otros cuatro elegimos a unos sinvergüenzas amigos de Rassi».

La propuesta del conde produjo a la duquesa una inquietud mortal, y no le faltaba razón. Finalmente admitió su oportunidad y, al dictado del conde, escribió la orden que nombraba a los jueces.

El conde dejó a la duquesa a las seis de la mañana; trató ella de dormir, pero fue en vano. A las nueve desayunó con Fabricio, a quien encontró ardiendo en deseos de ser juzgado. A las diez intentó ser recibida por la princesa, que no estaba visible; a las once vio al príncipe, que se levantaba entonces, y que firmó la orden sin poner la menor objeción. La duquesa envió aquella orden al conde y se fue a la cama.

Quizá resultara divertido contar la furia de Rassi cuando el conde, en presencia del príncipe, le obligó a confirmar con su rúbrica la orden firmada por éste aquella misma mañana, pero es más acuciante el relato de otros acontecimientos.

El conde discutió el mérito de cada uno de los jueces, y ofreció cambiar algunos nombres. Pero quizá el lector esté ya un poco cansado de todos estos detalles del procedimiento y, no menos, de todas estas intrigas de corte. De todo ello cabe abstraer esta sentencia de orden moral: quien se acerca a la corte, si era dichoso, compromete su dicha y, en cualquier caso, pone su futuro a merced de las intrigas de alguna criada.

Claro que, en América, en la república, tienes que pasarte el día adulando concienzudamente a mediocres tenderos, para convertirte en un tonto como ellos, y allí no hay ópera.

Cuando se levantó por la tarde, la duquesa tuvo un momento de gran inquietud; no se encontraba a Fabricio por ninguna parte. Finalmente, a eso de las doce de la noche, mientras tenía lugar el espectáculo de la corte, recibió una carta suya. En vez de entregarse como prisionero en la cárcel de la ciudad, bajo la jurisdicción del conde, había ido a recuperar su antigua celda de la ciudadela, muy contento de ir a vivir a unos pasos de Clelia.

Era éste un acontecimiento que podía acarrear consecuencias muy graves: en aquel lugar estaba, más que nunca, expuesto al veneno. Esta locura arrojó a la duquesa a la desesperación; perdonaba la causa, el loco amor por Clelia, porque definitivamente, a los pocos días, ésta iba a casarse con el rico marques Crescenzi. Aquella locura devolvió a Fabricio toda la influencia que habla tenido en el alma de la duquesa.

«¡Ha sido el maldito papel que yo misma he llevado a firmar el que lo llevará a la muerte! ¡Están locos estos hombres con sus ideas de honor! ¡Como si se pudiera pensar en el honor en los gobiernos absolutos; en países donde un Rassi es ministro de justicia! Lo que teníamos que haber hecho era aceptar el perdón que el príncipe hubiera firmado con la misma facilidad que la constitución de ese tribunal extraordinario. ¡Qué importa, después de todo, que un hombre de la condición de Fabricio esté más o menos acusado de haber matado con sus propias manos, espada en mano, a un histrión como Giletti!»

Nada más recibir la nota de Fabricio, la duquesa corrió a casa del conde, al que encontró lívido.

—¡Dios mío! Amiga mía, no hago más que equivocarme con este chico, va usted a enfadarse otra vez conmigo. Puedo probarle que ayer llamé al carcelero de la prisión de la ciudad; su sobrino hubiera ido todos los días a tomar el té con usted. Lo más espantoso del caso es que ni usted ni yo podemos decirle al príncipe que tememos el veneno, el veneno de Rassi; tal sospecha le parecería el colmo de la inmoralidad. De todas formas, si usted me lo exige, yo estoy dispuesto a ir a palacio, aunque estoy seguro de la respuesta. Y, más aún, le propongo algo que no haría ni por mí mismo. Desde que tengo el poder en este país, no he mandado matar a nadie, usted sabe bien que soy tan mojigato a ese respecto que algunas veces, a últimas horas del día, vuelvo a pensar en los dos espías que con cierta ligereza mandé fusilar en España. Pues bien, ¿quiere usted que la libere de Rassi? Con él, Fabricio corre un peligro inmenso; con ello Rassi tiene un medio seguro para hacer que me vaya.

Aquella proposición complació sumamente a la duquesa; pero no la aceptó.

—No quiero —le dijo al conde— que, en nuestro retiro, bajo el hermoso cielo de Nápoles, tenga usted pensamientos negros al anochecer.

—Pero, amiga mía, me parece que no tenemos otra opción que la de los pensamientos negros. ¿Qué será de usted, qué será de mí, si a Fabricio lo mata alguna enfermedad?

Siguió una discusión encendida sobre el asunto, y la duquesa la concluyó diciendo:

—Rassi debe la vida a que yo lo quiero a usted más que a Fabricio. No, no quiero envenenar todas las veladas de la vejez que vamos a pasar juntos.

La duquesa corrió a la fortaleza. Y el general Fabio Conti tuvo la satisfacción de poder oponer a sus deseos el texto formal de las leyes militares: nadie puede penetrar en una prisión del Estado sin una orden firmada del príncipe.

—¿No vienen el marqués Crescenzi y sus músicos todas las noches?

—Porque he obtenido para ellos un permiso del príncipe.

La pobre duquesa no conocía toda la dimensión de su desventura. El general Fabio Conti había considerado la fuga de Fabricio como un agravio a su persona y, así, cuando lo vio volver a la ciudadela, aunque no hubiera debido admitirlo porque no tenía ninguna orden en tal sentido, se dijo: «El cielo me lo envía para desagraviar mi honor mancillado y salvarme del ridículo que menoscabaría mi carrera militar. No hay que desaprovechar la ocasión; lo van a perdonar, sin duda, y yo tengo muy pocos días para vengarme».