En medio de aquel arrebato general, sólo el arzobispo Landriani se mostró leal a la causa de su joven amigo; se atrevía a repetir, incluso en la corte de la princesa, la máxima jurídica según la cual en todo proceso hay que mantener el oído limpio de todo prejuicio para oír las justificaciones de un ausente.
Desde el día siguiente a la evasión de Fabricio, distintas personas fueron recibiendo un soneto bastante malo que celebraba la fuga como una de las hazañas más hermosas del siglo y comparaba a Fabricio con un ángel que llegara a la tierra con las alas extendidas. Dos días más tarde, toda Parma repetía por la noche un soneto sublime. Presentaba el monólogo de Fabricio mientras se deslizaba por la cuerda considerando los distintos incidentes de su vida. Este soneto lo prestigió ante la opinión por dos versos magníficos; todos los entendidos reconocieron el estilo de Ferrante Palla.
En este punto de la narración tendría que buscar un estilo épico. ¿En qué paleta encontrar los colores para pintar los torrentes de indignación que anegaron de súbito a todos los corazones bienpensantes cuando se tuvo noticia de aquella espantosa insolencia de la iluminación del castillo de Sacca? Un grito unánime se alzó contra la duquesa; incluso a los liberales auténticos les pareció que aquello comprometía de un modo atroz a los pobres sospechosos retenidos en las distintas cárceles y exasperaba inútilmente al soberano. El conde Mosca declaró que a los viejos amigos de la duquesa no les quedaba otro remedio que olvidarla. El acuerdo en el anatema fue unánime. A un extranjero que se encontraba casualmente en la ciudad le sorprendió la energía de la opinión pública. Pero en este país, donde se sabe apreciar el placer de la venganza, la iluminación de Sacca y la magnífica fiesta dada en el parque a más de seis mil lugareños tuvieron un éxito inmenso. Todo el mundo comentaba en Parma que la duquesa había mandado repartir mil cequíes entre sus obreros, lo que explicaría la acogida algo desabrida que hicieron a la treintena de gendarmes que la policía había tenido la torpeza de enviar al pueblecito treinta y seis horas después de la sublime velada y de la borrachera general que la había seguido. Los gendarmes, recibidos a pedradas, emprendieron la huida, y a dos de ellos, que se cayeron del caballo, los tiraron al Po.
En cuanto a la rotura de la gran alberca del palacio Sanseverina, había pasado prácticamente desapercibida. La inundación, más o menos grande, de algunas calles tuvo lugar durante la noche; el efecto, al día siguiente, era semejante al que podría haber producido la lluvia. Ludovico había tenido la precaución de romper los cristales de una ventana, con lo que la entrada de ladrones quedaba explicada. Se encontró, incluso, una pequeña escalera de mano. Sólo el conde reconoció en todo ello el genio de su amiga.
Fabricio estaba absolutamente decidido a volver a Parma en cuanto le fuera posible. Encargó a Ludovico que llevara una larga carta al arzobispo, y este mismo fiel servidor fue a llevar a la posta del primer pueblo del Piamonte, Sannazaro, al oeste de Pavía, una epístola en latín que el digno prelado enviaba a su protegido. Haremos constar aquí un detalle que, como tantos otros sin duda, parecerá innecesario en los países donde no se requieren precauciones de esta clase: el nombre de Fabricio del Dongo no aparecía jamás; todas las cartas a él destinadas estaban dirigidas a Ludovico San Micheli, de Locarno, Suiza, o de Belgirate, Piamonte. El sobre era de papel basto, el sello estaba mal puesto, la dirección apenas legible y, algunas veces, rodeada de recomendaciones propias de una cocinera. Todas las cartas estaban fechadas en Nápoles, seis días antes de la fecha verdadera.
Desde Sannazaro, cerca de Pavía, en el Piamonte, Ludovico volvió a toda prisa a Parma. Tenía que llevar a cabo una misión a la que Fabricio daba la mayor importancia. Se trataba nada menos que de hacer llegar a Clelia Conti un pañuelo de seda en el que se había impreso un soneto de Petrarca; el soneto tenía una palabra cambiada. Clelia lo encontró en su mesa dos días después de haber recibido el agradecimiento del marqués Crescenzi, que se consideraba el más dichoso de los hombres. No es necesario decir la impresión que hizo en Clelia, en lo más hondo de su corazón, esta señal de un recuerdo constante.
Ludovico tenía que enterarse, lo más detalladamente posible, de cuanto sucedía en la ciudadela. Él fue quien informó a Fabricio de la triste noticia de que la boda del marqués Crescenzi parecía ya algo decidido. Casi no había día en que no le diera una fiesta a Clelia dentro de la ciudadela. Que la boda iba a realizarse lo probaba definitivamente el dato de que el marqués, inmensamente rico y consecuentemente muy avaro, como es habitual entre la gente opulenta del norte de Italia, hacía preparativos exorbitantes, aunque se casaba con una joven sin dote. En su vanidad, el general Fabio Conti, muy molesto con el hecho de que el primer comentario de todos sus compatriotas fuera aquella circunstancia de la dote, acababa de comprar una finca de más de trescientos mil francos y la había pagado al contado, él que no tenía un céntimo, al parecer con dinero del marqués. El propio general se había encargado de hacer notar que le daba a su hija aquella finca como dote matrimonial. Pero los gastos del registro y demás, que ascendían a más de doce mil francos, le parecieron al marqués, que era un hombre eminentemente lógico, un gasto completamente absurdo. Por su parte, el marqués había encargado en Lyon la ejecución de unos magníficos tapices, de colores muy bien dispuestos y pensados para el recreo de la vista por Pallagi, el célebre pintor boloñés. Los tapices, con escenas tomadas de los blasones de la familia Crescenzi, que, como todo el mundo sabe, desciende del famoso Crescentius, cónsul de Roma en 985, estaban destinados a decorar los diecisiete salones que formaban la planta baja del palacio del marqués. Los tapices, los relojes y las lámparas traídos a Parma costaron más de trescientos cincuenta mil francos; el precio de los nuevos espejos, que iban a añadirse a los que ya había en la casa, ascendió a doscientos mil francos. Salvo dos salones, obras célebres del Parmigiano, el gran pintor del país después del divino Correggio, todas las estancias del primer y segundo piso estaban ocupadas en aquellos días por pintores célebres de Florencia, Roma y Milán que las decoraban con frescos. Fokelberg, el gran escultor sueco, Tenerani de Roma, y Marchesi de Milán, estaban trabajando desde hacía un año en diez bajorrelieves que representaban otros tantos hechos famosos de Crescentius, aquel auténtico gran hombre. En la mayoría de los techos, pintados al fresco, se representaban también escenas alusivas a su vida. Era muy admirado el techo en que Hayez, de Milán, había representado a Crescentius recibido en los Campos Elíseos por Francisco Sforza, Lorenzo el Magnífico, el rey Roberto, el tribuno Cola de Rienzi, Maquiavelo, Dante y otros grandes hombres de la Edad Media. En la admiración por aquellas almas extraordinarias cabe ver una crítica a los poderosos del momento.
Todos aquellos detalles magníficos ocupaban por entero la atención de la nobleza y de los burgueses de Parma y se clavaron en el corazón de nuestro héroe cuando tuvo noticia de ellos, contados con ingenua admiración en una carta de más de veinte páginas que Ludovico había dictado a un aduanero de Casal-Maggiore.
«¡Y yo, tan pobre —se decía Fabricio—, con nada más que cuatro mil libras de renta por toda fortuna! Verdaderamente ha sido una insolencia por mi parte haber osado enamorarme de Clelia Conti, para quien se hacen tantos y tales milagros».
En un párrafo de la larga carta de Ludovico, el único que estaba escrito con su mala letra, le contaba a su señor que se había encontrado una noche con Grillo, su antiguo carcelero; había estado en la cárcel, lo habían liberado luego, y ahora vivía oculto. El hombre le había pedido un cequí por caridad y Ludovico le había dado cuatro en nombre de la duquesa. Los antiguos carceleros, hasta doce, a quienes acababan de poner en libertad, estaban dispuestos a darles una fiesta de cuchilladas (un trattamento di cortellate) a los nuevos carceleros, sus sucesores, si se los encontraban fuera de la ciudadela. Grillo le había comentado que casi todos los días había serenata en la fortaleza, que la señorita Clelia Conti estaba muy pálida, a menudo enferma, y otras cosas semejantes. Aquella ridícula frase final fue la causa de que Ludovico recibiera, a vuelta de correo, orden de volver a Locarno. Ya de regreso, los detalles que le contó de viva voz fueron aún más tristes para Fabricio.
Su actitud con la pobre duquesa no podía ser más amable. Hubiera preferido mil veces morir antes que pronunciar el nombre de Clelia Conti en su presencia. La duquesa odiaba Parma; pero para Fabricio, todo lo que le recordara aquella ciudad era sublime y, a la vez, enternecedor.
La duquesa no había olvidado en absoluto su venganza, ¡era tan feliz antes del incidente de la muerte de Giletti! Y ahora, ¡qué triste sino el suyo!, vivía esperando un acontecimiento terrible, del que nunca le diría nada a Fabricio; aun cuando en otro tiempo, en el momento de su acuerdo con Ferrante, había estado convencida de que para Fabricio sería motivo de gran alegría saber que un día iba a ser vengado.
La armonía que reinaba ahora en los encuentros de Fabricio con la duquesa consistía en un deprimente silencio. Para aumentar aún dicha armonía en sus relaciones, la duquesa había cedido a la tentación de jugarle una mala pasada a aquel sobrino demasiado querido. El conde escribía a la duquesa casi todos los días. Al parecer, como en los buenos tiempos de sus amores, enviaba correos, pues sus cartas llevaban siempre el sello de algún pueblecito suizo. El pobre hombre atormentaba su inteligencia para no hablarle demasiado abiertamente de sus sentimientos y para componer unas cartas divertidas, sobre las que ella, luego, apenas paseaba una mirada distraída. ¿Qué vale, ¡ay!, la fidelidad de un amante, tan sólo apreciado, cuando se tiene el corazón desgarrado por la frialdad de aquel otro a quien se prefiere?
En dos meses, la duquesa no le contestó más que una vez, y fue para pedirle que tanteara el terreno con la princesa, para ver si, pese a la insolencia de los fuegos artificiales, tendría la bondad de recibir una carta suya. La carta que, si no le parecía mal, llevaría él mismo, era para pedir la plaza de caballero de honor de la princesa, vacante desde hacía poco, para el marqués Crescenzi; le pedía que le concediera aquel honor en consideración a su próxima boda. La carta era una obra maestra, no se podía expresar mejor el más tierno respeto; escrita en un depurado estilo cortesano, no había en ella una sola palabra que no estuviera destinada, aun remotamente, a agradar a la princesa. Y, así, también la respuesta alentaba una delicada amistad y el dolor por la ausencia:
Ni mi hijo ni yo —escribía la princesa— hemos vuelto a pasar una sola velada medianamente aceptable desde su brusca partida. ¿Ha olvidado ya mi querida duquesa que fue usted quien consiguió que yo fuera oída en el nombramiento de los oficiales de mi casa? ¿Y se siente en la obligación de exponer motivos para que se le conceda la plaza al marqués, como si la mera expresión de su deseo no fuera para mí el primero de los motivos? A poco que yo pueda, el marqués tendrá ese puesto (siempre habrá uno en mi corazón, el primero de todos, para mi amable duquesa). Mi hijo se sirve absolutamente de estas mismas expresiones, aunque no dejen de resultar excesivas en un mozo que cuenta ya con veintiún años, y le pide a usted muestras de los minerales del valle de Orta, cercano a Belgirate. Puede usted enviarme sus cartas, que espero frecuentes, a través del conde, quien, como siempre, la sigue detestando (por eso lo aprecio yo tanto). También el arzobispo le sigue siendo fiel. Todos nosotros esperamos volver a verla un día. Conviene que lo recuerde. La marquesa Ghisleri, mi camarera mayor, se dispone a abandonar este mundo por otro mejor, la pobre mujer me ha hecho mucho daño; ahora me da un último disgusto partiendo inoportunamente. Su enfermedad me hace pensar en el nombre que, en otro momento, yo hubiera puesto con sumo placer en lugar del suyo, si hubiera podido conseguir tal sacrificio de la independencia de esa mujer única que, yéndose de nuestro lado, se llevó con ella toda la alegría de mi pequeña corte, etcétera, etcétera.
Así pues, la duquesa veía todos los días a Fabricio con la conciencia de haber intentado apresurar en la medida de sus posibilidades el matrimonio que lo llevaba a la desesperación. A veces, pasaban cuatro o cinco horas navegando por el lago sin decirse una sola palabra. El talante de Fabricio era siempre muy cariñoso; pero tenía otras cosas en la cabeza, y su alma ingenua y sencilla no le sugería hablar de nada. La duquesa lo comprendía así, y en ello radicaba su tormento.
Hemos olvidado contar en su lugar oportuno que la duquesa había tomado una casa en Belgirate, un pueblo encantador que tiene todo lo que promete su nombre (es decir, un bello recodo del lago). Desde la puerta acristalada de su salón, la duquesa podía embarcarse directamente. Había alquilado una barca pequeña, para la que hubieran bastado cuatro remeros; pero contrató a doce, y se las arregló para que procedieran de cada uno de los pueblos de los alrededores de Belgirate. La tercera o cuarta vez que se encontró en medio del lago con todos aquellos hombres bien elegidos, mandó que dejaran de remar:
—Os considero a todos mis amigos —les dijo— y voy a confiaros un secreto. Mi sobrino Fabricio se ha evadido de la cárcel y cabe la posibilidad de que sea traicionado; tratarán de volver a cogerlo aunque esté en este lago vuestro, acogido en un país neutral. Tened el ojo avizor y avisadme de cualquier cosa que llegue a vuestros oídos. Tenéis mi permiso para entrar en mi cuarto a cualquier hora del día o de la noche.
Los remeros respondieron con entusiasmo. Sabía hacerse querer. De todas formas, no temía que quisieran volver a coger a Fabricio. En realidad, todas aquellas prevenciones eran para ella misma, y nunca se le hubieran ocurrido si no hubiera dado la orden fatal de desbordar la alberca del palacio Sanseverina.
Su prudencia la había inducido también a tomar un apartamento para Fabricio en el puerto de Locarno. Venía éste a verla todos los días, o bien iba ella a Suiza. Se puede juzgar la armonía de aquellos constantes encuentros a solas por el siguiente detalle: la marquesa y sus hijas fueron a visitarlos en dos ocasiones: pues bien, les encantó la presencia de aquellas extrañas; porque, pese a los lazos de sangre, cabe llamar extraña a una persona que desconoce nuestros intereses más apreciados y a quien no se la ve más que una vez al año.
Una noche estaba la duquesa en Locarno, en casa de Fabricio, con la marquesa y sus dos hijas; hablan ido también a presentarles sus respetos a aquellas señoras el arcipreste del lugar y el cura. El arcipreste, que tenía intereses en una casa comercial y estaba muy informado de todas las novedades, les dio la noticia:
—¡El príncipe de Parma ha muerto!
La duquesa se puso muy pálida y apenas se atrevió a preguntar:
—¿Se conocen los detalles?
—No —contestó el arcipreste—, la noticia se limita a dar cuenta de la muerte, que es segura.
La duquesa miró a Fabricio. «¡Lo he hecho por él —se dijo—; hubiera hecho mil cosas peores, y ahí está, delante de mí, indiferente y pensando en otra!». No podía soportar aquella idea espantosa y cayó en un profundo desvanecimiento. Todos se precipitaron en su ayuda; y cuando volvió en sí pudo darse cuenta de que Fabricio se mostraba menos diligente que el arcipreste y el cura; como de costumbre, estaba perdido en sus sueños.
«Está pensando en volver a Parma —se dijo la duquesa— y, quizá, en romper el matrimonio entre Clelia y el marqués; pero yo lo impediré». Luego, acordándose de la presencia de los dos curas, se apresuró a añadir:
—Era un gran príncipe y lo han calumniado mucho. ¡Para nosotros es una inmensa pérdida!
Los dos curas se despidieron, y la duquesa, que quería estar sola, dijo que se iba a la cama.
«No hay duda —se decía— de que lo prudente es esperar un mes o dos antes de volver a Parma. Pero me parece que no tendré paciencia para ello. Aquí estoy sufriendo demasiado. ¡Me resulta imposible seguir asistiendo a ese constante ensueño de Fabricio, a ese silencio suyo! ¡Quién iba a decirme a mí que me iba a aburrir paseando a solas con él por este lago encantador y en un momento en que, para vengarlo, he hecho mucho más de lo que puedo confesarle! Tras esto, la muerte no es nada. Estoy pagando los arrebatos de gozo y de alegría infantil que tuve en el palacio de Parma cuando recibí a Fabricio a su vuelta de Nápoles. Si entonces hubiera dicho una sola palabra, se habría resuelto todo y, seguramente, estando conmigo, no hubiera pensado nunca en esa jovencita Clelia; pero aquella palabra me inspiraba una terrible repugnancia. Ahora ella gana la partida. ¿Puede haber algo más natural? Tiene veinte años, y a mí los disgustos me han cambiado, estoy enferma, le doblo la edad… ¡Más vale morir, más vale acabar! A los cuarenta años, una mujer ya no es nada, salvo para los hombres que la amaron en su juventud. Ahora ya no me quedan otros placeres que los de la vanidad. ¿Merece la pena vivir para eso? Razón de más para ir a Parma y tratar de divertirme. Si las cosas fueran mal, me quitaré la vida. ¿Qué mal hay en ello? Tendré una muerte magnífica, y antes de morir, justo en ese momento, le diré a Fabricio: “¡Ingrato! ¡Hago esto por ti!”… Sí, sólo en Parma puedo encontrar algo que hacer para lo poco que me queda de vida. Desempeñaré el papel de gran dama. ¡Qué alegría si pudieran complacerme todas aquellas distinciones que en otro tiempo hacían sufrir tanto a la Raversi! Entonces, para poder ver mi felicidad tenía que mirar los ojos de la envidia… Mi vanidad tiene un consuelo; con la excepción del conde, quizá, nadie habrá adivinado qué acontecimiento ha matado mi corazón… Seguiré queriendo a Fabricio, me entregaré a la tarea de labrar su fortuna; pero no puede romper el matrimonio de Clelia para casarse con ella… ¡No, eso no puede ser!».
En aquel punto de su triste monólogo, la duquesa oyó un gran ruido en la casa. «Bueno —se dijo—, ya están aquí, vienen a detenerme. Habrán cogido a Ferrante y le habrán hecho hablar. ¡Mejor para mí! Voy a tener en qué ocuparme; les disputaré mi cabeza. Y, lo primero de todo, no hay que dejarse coger».
A medio vestir, la duquesa corrió al fondo del jardín. Estaba pensando en saltar por encima de un murete y escapar por los campos, cuando se fijó en quiénes entraban en su cuarto. Reconoció a Bruno, el hombre de confianza del conde. Estaba solo con su doncella. Se acercó a la puerta acristalada. El hombre estaba hablando con la muchacha de las heridas que tenía. La duquesa entró; Bruno poco menos que se arrojó a sus pies rogándole que no le dijera nada al conde a propósito de lo improcedente de la hora a que llegaba.
—A raíz de la muerte del príncipe —siguió diciendo—, el señor conde ha dado la orden a todas las postas de que no facilitaran ningún caballo a los súbditos de los Estados de Parma. Así que fui hasta el Po con los caballos de casa, pero al salir del lanchón, mi coche ha volcado, se ha roto, se ha deshecho; y yo tengo golpes tan fuertes que no he podido montar a caballo, como hubiera debido.
—¡Bueno! —dijo la duquesa—, aunque son las tres de la mañana, diré que has llegado al mediodía, pero no vayas, luego, a contradecirme.
—Le agradezco mucho todas sus bondades, señora.
En una obra literaria la política es como un pistoletazo en mitad de un concierto, una grosería y, sin embargo, no es posible dejar de prestarle atención[36].
Vamos a hablar aquí de cosas muy desagradables y que, por más de una razón, nos gustaría callar; pero no tenemos más remedio que abordar ciertos acontecimientos que nos afectan en la medida en que tienen como marco el corazón de los personajes.
—Pero ¡por Dios! ¿Cómo ha muerto ese gran príncipe? —le preguntó la duquesa a Bruno.
—Estaba cazando aves de paso, en los pantanos del Po, a dos leguas de Sacca. Se cayó en un hoyo que tenía la boca tapada por la maleza; estaba muy sudado y cogió frío. Lo llevaron a una casa solitaria, donde murió a las pocas horas. Hay quien dice que los señores Catena y Borone también han muerto, y que el mal procedería de las cazuelas de cobre de la casa del labriego en que entraron, que tenían cardenillo; comieron todos allí. Y, bueno, los exaltados, los jacobinos, que cuentan lo que quieren, hablan de veneno. Lo que sí sé es que mi amigo Toto, que es furriel de la corte, hubiera muerto de no ser por los generosos cuidados de un campesino que parecía tener grandes conocimientos de medicina y que le dio unos remedios muy singulares. Pero ya no se habla de la muerte del príncipe; era un hombre cruel. Cuando salí de Parma, la gente se agrupaba ya para acabar con el fiscal Rassi; también querían pegar fuego a las puertas de la ciudadela para tratar de salvar a los prisioneros. Había quien decía que Fabio Conti sacaría los cañones. Otros aseguraban que los artilleros de la ciudadela habían mojado la pólvora, que no querían matar a sus conciudadanos. Pero, le contaré, lo más interesante ha sido que, mientras el cirujano de Sandolaro me curaba el brazo, ha llegado uno de Parma y ha contado que la gente ha encontrado en la calle a Barbone, el conocido funcionario de la ciudadela; le han dado la gran paliza y luego lo han colgado del árbol del paseo que queda más cerca de la ciudadela. La gente estaba enardecida y dispuesta a ir a tirar por tierra esa preciosa estatua del príncipe que está en los jardines de palacio. Pero el señor conde ha sacado un batallón de la guardia, lo ha formado delante de la estatua y ha mandado decir al pueblo que nadie que entrara en el jardín saldría vivo; la gente se ha asustado. Aunque lo más raro de todo, lo que ha repetido varias veces ese hombre de Parma, un antiguo gendarme, es que el señor conde le ha dado de puntapiés al general P***, que estaba al frente de la guardia del príncipe, y ha mandado que lo echaran del jardín dos fusileros, tras arrancarle los galones.
—¡Eso es tan propio del conde! —exclamó la duquesa con un alborozo que no hubiera podido prever un minuto antes—: jamás habría consentido que se ultrajara a nuestra princesa. En cuanto al general P***, nunca quiso servir al usurpador por lealtad a sus legítimos señores, mientras que el conde, menos remilgado, hizo todas las campañas de España, lo que le han reprochado a menudo en la corte.
La duquesa había abierto la carta del conde, pero dejaba de leer cada poco para hacerle den preguntas a Bruno.
Era una carta muy divertida; el conde empleaba las palabras más lúgubres y, sin embargo, cada palabra reventaba de pura alegría. Evitaba dar detalles sobre la muerte del príncipe y terminaba su carta con estas palabras:
Vas a volver, sin duda alguna, ¡ángel mío!, pero te aconsejo que aguardes aún un día o dos, hasta que llegue el correo que te enviará la princesa —espero— hoy o mañana. Tu vuelta tiene que ser magnífica, tanto como atrevida fue tu partida. En cuanto a ese gran criminal que tienes a tu lado, tengo la idea de hacer que lo juzguen doce jueces procedentes de todas las partes de este Estado. Aunque para poder castigar a semejante monstruo como merece, lo primero que hace falta es que yo pueda hacer pajaritas de papel con la primera sentencia, si es que existe.
El conde había vuelto a abrir su carta y había añadido:
Te hablo ahora de cosas muy distintas: acabo de mandar que se distribuya munición a los dos batallones de la guardia; voy a combatir; voy a hacer todo lo posible por merecerme el sobrenombre de Cruel con que me honran los liberales desde hace tanto tiempo. Esa vieja momia del general P*** ha tenido la osadía de andar diciendo en el cuartel que convendría entrar en conversaciones con el pueblo que está medio sublevado. Te escribo en mitad de la calle; me dirijo a palacio, donde no entrarán sino es por encima de mi cadáver. ¡Adiós! ¡Si muero, será adorándote a pesar de todo, como he vivido! No dejes de mandar retirar trescientos mil francos depositados a tu nombre en D***, en Lyon.
Tengo delante a ese pobre diablo de Rassi, pálido como la muerte y sin peluca. ¡No te puedes hacer ni idea de la cara que se le ha puesto! El pueblo quiere colgarlo a toda costa, y sería un gran error si lo hiciera, pues se merece que lo descuarticen. Iba a refugiarse en mi palacio, y se ha puesto a correr detrás de mí por la calle. No sé muy bien qué hacer… no quiero llevarlo detrás de mí hasta palacio, pues sería llevar los disturbios hacia aquella parte. Ya le puedes comentar a F. cuánto lo quiero: lo primero que le he dicho a Rassi ha sido: «Necesito la sentencia contra el señor del Dongo, y todas las copias que tenga, y les va a decir a esos tres jueces inicuos, que son la causa de esta revuelta, que los haré colgar, a ellos y a usted, mi querido amigo, si susurran una sola palabra de esa sentencia, que, por otra parte, no ha existido jamás». En nombre de Fabricio, le envío una compañía de granaderos al arzobispo. ¡Adiós, ángel mío! Van a quemar mi casa, perderé mis maravillosos retratos tuyos. Corro a palacio a destituir a ese infame general P***, que está haciendo de las suyas. Ahora adula rastreramente al pueblo, como adulaba antes al difunto príncipe. Todos estos generales están muertos de miedo; me parece que me voy a hacer nombrar general en jefe.
La duquesa cometió la pequeña maldad de no despertar a Fabricio. Se encontraba en un arrebato de admiración por el conde que se parecía mucho al amor. «Bien mirado —se dijo—, tengo que casarme con él». Le escribió sin más dilación y envió a uno de sus hombres. Aquella noche, la duquesa no tuvo tiempo de pasarlo mal.
Al día siguiente, a eso de las doce, vio una barca con diez remeros que surcaba rápidamente las aguas del lago. Enseguida distinguieron Fabricio y ella a un hombre con la librea del príncipe de Parma. Era, en efecto, uno de sus correos, que, antes de bajar a tierra, le gritó a la duquesa: «¡La revuelta está dominada!». Aquel correo le traía varias cartas del conde, una carta admirable de la princesa y una disposición del príncipe Ranucio Ernesto V, escrita en pergamino, por la que la nombraba duquesa de San Giovanni y camarera mayor de la princesa madre. El joven príncipe, experto en mineralogía, y a quien ella consideraba un imbécil, le había escrito una nota inteligente, aunque al final había alguna palabra de amor. Decía así:
Dice el conde, señora duquesa, que está contento de mí. Lo cierto es que me he enfrentado a su lado a unos cuantos disparos y que han herido a mi caballo, Vista la importancia que dan a tan poca cosa, me gustaría muchísimo asistir a una batalla de verdad, siempre que no fuera contra mis súbditos. Se lo debo todo al conde; mis generales, que no han ido nunca a la guerra, se han portado como liebres. Me parece que dos o tres han llegado en su huida hasta Bolonia. Desde que un acontecimiento tan importante como lamentable me ha dado el poder, no he firmado una sola disposición con tanto gusto como la que la nombra a usted camarera mayor de mi madre. Mi madre y yo nos hemos acordado de que en cierta ocasión admiró usted la hermosa vista que se contempla desde el palazzeto de San Giovanni, que, según dicen, perteneció a Petrarca. Mi madre ha querido regalarle esa pequeña propiedad, y yo, no sabiendo bien qué regalarle y no atreviéndome a ofrecerle lo que ya le pertenece, la he hecho duquesa de mi país, pues no sé si sabe que Sanseverina es un título romano. Acabo de conceder el gran cordón de mi orden a nuestro digno arzobispo, que ha manifestado una firmeza excepcional en un hombre de setenta años. Espero que no le moleste que haya llamado a todas las señoras desterradas. Me dicen que, a partir de ahora, no puedo firmar sin haber escrito antes la fórmula su afectísimo; me disgusta que me hagan prodigar una afirmación que sólo es cierta cuando le escribo a usted.
Su afectísimo
RANUCIO ERNESTO
¿Cabía alguna duda, tras leer aquella carta, de que la duquesa fuera a gozar del más alto favor? Y, sin embargo, en las siguientes cartas del conde, las que recibió dos horas más tarde, había algo muy singular. Sin darle ninguna explicación, le aconsejaba que retrasara algunos días su regreso a Parma; que escribiera a la princesa diciéndole que estaba muy indispuesta. No por ello dejaron la duquesa y Fabricio de salir hacia Parma después de comer. El objetivo de la duquesa, que ni a sí misma se confesaba, era apresurar el matrimonio del marqués Crescenzi. Por su parte, Fabricio hizo el viaje dando muestras de una alegría loca que a su tía le pareció ridícula. Tenía la esperanza de ver pronto a Clelia; estaba decidido a raptarla, aun en contra de su voluntad, si no había otro modo de impedir su boda.
El viaje de la duquesa y de su sobrino fue muy alegre. En una posta antes de llegar a Parma, Fabricio se detuvo unos instantes para volver a ponerse el hábito eclesiástico, pues normalmente vestía simplemente de luto. Cuando volvió a la habitación de la duquesa, ésta le dijo:
—Hay algo inquietante e inexplicable en las cartas del conde. Yo que tú, me quedaría aquí unas horas. Te enviaré un correo en cuanto haya hablado con el gran ministro.
No sin un gran esfuerzo, terminó Fabricio por acatar aquel consejo razonable. El recibimiento que le hizo el conde a la duquesa, a la que trató de esposa, estuvo marcado por unas manifestaciones de alegría más dignas de un chico de quince años. Estuvo un gran rato sin querer hablar de política y cuando finalmente tocó el triste asunto le comentó a la duquesa:
—Has hecho muy bien en impedirle a Fabricio que llegara de un modo ostensible; estamos en plena reacción. ¡Adivina qué colega me ha dado el príncipe en justicia! ¡Rassi, querida, Rassi, a quien el día de los grandes acontecimientos traté como al miserable que siempre ha sido, es el nuevo ministro de justicia! A propósito, como te decía, todo lo que ha pasado aquí ha sido suprimido por decreto. Si lees la gaceta, comprobarás que el funcionario de la ciudadela, de nombre Barbone, murió tras caerse de un coche. En cuanto a los sesenta y tantos bandidos que mandé matar a tiros cuando pretendían derribar la estatua del príncipe de los jardines, gozan de buena salud, y ahora están de viaje. El conde Zurla, el ministro del interior, ha ido en persona a las casas de cada uno de esos héroes desventurados y les ha dado a sus familiares o a sus amigos quince cequíes, con la orden de que digan que el difunto está de viaje y la explícita amenaza de cárcel si se les ocurriera insinuar que los han matado. Un funcionario de mi propio ministerio de asuntos exteriores ha sido enviado a Turín y a Milán con la misión de convencer a los periodistas para que no hablen del desafortunado acontecimiento, como se ha dado en llamarlo oficialmente. Ese funcionario debe ir luego a París y a Londres con objeto de desmentir en todos los periódicos, más o menos oficialmente, cuanto puedan informar de nuestros disturbios. A Bolonia y a Florencia también han enviado a otro agente. Yo me he encogido de hombros.
Lo que no deja de ser divertido es que, a pesar de mi edad, me entusiasmé cuando me dirigí a los soldados de la guardia y cuando le arranqué los galones a ese cobarde del general P***. En aquellos momentos no hubiera vacilado en dar la vida por el príncipe. Ahora reconozco que hubiera sido un modo muy tonto de morir. Hoy por hoy, el príncipe, con todo lo buen chico que es, daría cien escudos con tal de que me muriera de alguna enfermedad. No se atreve a pedirme que dimita, y apenas nos hablamos; le envío multitud de pequeños informes por escrito, como hacía con el difunto príncipe tras el encarcelamiento de Fabricio. A propósito de Fabricio, no he hecho las pajaritas con la sentencia dictada contra él, por la sencilla razón de que ese sinvergüenza de Rassi no me la ha enviado. Ha hecho usted muy bien, pues, impidiéndole a Fabricio llegar aquí oficialmente. La sentencia sigue siendo ejecutoria; no creo, sin embargo, que se atreva a detener a nuestro sobrino hoy, pero sí es posible que se atreva a hacerlo dentro de quince días. Si Fabricio se empeña en volver a la ciudad, que venga a vivir a mi casa.
—¿Y la causa de todo esto? —preguntó la duquesa asombrada.
—Han convencido al príncipe de que me doy aires de dictador y de salvador de la patria, que pretendo manejarlo a él como a un niño, y, lo que es más, que, refiriéndome a él, yo habría pronunciado la fórmula fatal: ese niño. Y puede que haya sido así; aquel día yo estaba exaltado; por ejemplo, yo lo veía como un gran hombre, porque no había tenido demasiado miedo ante los primeros disparos que oía en su vida. No carece de inteligencia, y tiene mejor estilo que su padre. En fin, y no me cansaré de repetirlo, en el fondo de su corazón es honrado y bueno. Pero ese corazón sincero y joven se crispa en cuanto le cuentan alguna ruindad, y cree, además, que para poder darse cuenta de tales cosas también hay que tener un alma negra; ¡piense en la educación que ha recibido!…
—Vuestra Excelencia debía haber pensado que un día iba a ser el soberano, y haber puesto a algún hombre inteligente junto a él.
—En primer lugar, tenemos el ejemplo del abate de Condillac, que, llamado por el marqués de Felino, mi predecesor, hizo de su discípulo el rey de los necios. Iba a las procesiones y, en 1796, no supo tratar con el general Bonaparte, que hubiera triplicado la extensión de sus estados. En segundo lugar, nunca pensé que iba a ser ministro durante más de diez años seguidos. Ahora, desde hace un mes, estoy desengañado de todo y lo único que quiero es reunir un millón antes de dejar este pandemónium y que se las arreglen como mejor puedan. Yo salvé Parma, sin mí hubiera sido una república durante dos meses con el poeta Ferrante Palla al frente, de dictador.
Al oír esta última frase, la duquesa se puso colorada; el conde no sabía nada.
—Vamos a volver a la monarquía del siglo XVIII: el confesor y la amante. En el fondo, al príncipe lo único que le interesa es la mineralogía y, quizá, también usted, señora. Desde que tiene el poder, su ayuda de cámara —y acabo de hacer capitán a su hermano, un hombre que no llevaba más que nueve meses en el servicio—, su ayuda de cámara, decía, se ha encargado de meterle en la cabeza que tiene que ser más feliz que nadie porque su perfil estará en los escudos. Tras esta hermosa idea, el tedio ha hecho su aparición.
Ahora necesita un ayuda de campo que ponga remedio a su aburrimiento. Pues bien, aun cuando me ofreciera ese famoso millón que necesitamos para vivir bien en Nápoles o en París, no querría ser su remedio al aburrimiento y pasar con Su Alteza cuatro o cinco horas todos los días. Además, como soy más listo que él, al cabo de un mes me tendría por un monstruo.
El difunto príncipe era envidioso y mala persona, pero había hecho la guerra y mandado cuerpos de ejército, y eso le había conferido maneras. Tenía madera de príncipe y yo, mejor o peor, podía ser su ministro. Con este recatado hijo suyo, cándido y ciertamente bueno, me veo obligado a ser un intrigante. Hete aquí que me convierto en rival de la última mujercita de palacio, y rival muy inferior, pues a mí se me pasarían mil detalles necesarios. Hace tres días, sin ir más lejos, una de las muchachas que cambian las toallas de las habitaciones por las mañanas tuvo la mala ocurrencia de perderle al príncipe la llave de uno de sus escritorios ingleses. Con lo cual, Su Alteza se ha negado a ocuparse de ninguno de los asuntos cuyos papeles están guardados en ese escritorio. Pues bien, por más que desmontar los paneles del fondo no costaría ni veinte francos o que siempre se podrían utilizar llaves falsas, Ranucio Ernesto V me ha dicho que eso sería enseñarle malas costumbres al cerrajero de palacio.
Hasta hoy, le ha sido absolutamente imposible mantener durante tres días la misma decisión. Si hubiera sido simplemente un marqués, con fortuna, este joven príncipe habría sido uno de los hombres más estimables de su corte, una especie de Luis XVI; pero con esa ingenuidad piadosa suya, ¿cómo va a sortear las sutiles trampas que lo rodean? El salón de su enemiga, la Raversi, tiene más poder que nunca. Allí han descubierto que yo (yo que he mandado disparar contra el pueblo y que estaba dispuesto a matar a tres mil hombres si hubiera sido necesario, antes que consentir que ultrajasen la estatua del príncipe que había sido mi señor) soy un liberal furibundo, que quería forzar la firma de una constitución y cien absurdos parecidos. Con tales planteamientos republicanos, los locos nos impedirían gozar de la mejor de las monarquías… En fin, señora, es usted la única persona del partido liberal actual (del que mis enemigos me hacen jefe) de quien el príncipe no ha hablado en términos molestos. El arzobispo, que sigue siendo el hombre intachable de siempre, ha caído en desgracia por haber hablado de lo que hice yo el desafortunado día en términos razonables.
Al día siguiente del que no se llamaba todavía desafortunado, cuando aún era verdad que había existido la revuelta, el príncipe le dijo al arzobispo que, para que no fuera usted a tener un titulo inferior al que ya tenía casándose conmigo, me haría duque. Hoy, según parece, es Rassi, a quien yo ennoblecí cuando me vendía los secretos del difunto príncipe, el que va a ser hecho conde. Ante semejante progreso yo voy a parecer un majadero.
—Y el pobre príncipe se manchará de caca.
—Sin duda, pero, a fin de cuentas, él es el amo, y ésa es una condición que hace olvidar el ridículo en menos de quince días. Así que, mi querida duquesa, como se dice vulgarmente, ahuequemos el ala.
—Pero no tendremos mucho dinero.
—En el fondo, ni usted ni yo necesitamos el lujo. A mí en Nápoles una plaza en un palco en San Cario y un caballo me bastan para estar más que satisfecho. No será nunca el mayor o menor lujo lo que nos dé una posición a usted y a mí, sino el gusto que quizá encuentren las personas inteligentes en venir a tomar una taza de té a su casa.
—¿Y qué habría pasado —insistió la duquesa— el desafortunado día si usted se hubiera mantenido al margen, como, según espero, hará en el futuro?
—Las tropas habrían fraternizado con el pueblo, habría habido tres días de matanzas e incendios (aún le faltan cien años a este país para que la república no sea un absurdo), luego quince días de saqueo, hasta que dos o tres regimientos traídos del extranjero vinieran a poner orden. Ferrante Palla estaba en medio de la multitud, con el coraje y la furia de siempre; no hay la menor duda de que tenía una docena de amigos actuando de acuerdo con él —lo que Rassi convertirá en una inmensa conspiración—. Lo que es seguro es que, aunque iba vestido con unos andrajos increíbles, repartía oro a manos llenas.
Maravillada con todas aquellas noticias, la duquesa se apresuró a ir a darle las gracias a la princesa.
Nada más entrar en el aposento, la camarera le entregó la llavecita de oro que se coloca en la cintura y que es la insignia de autoridad suprema en la parte de palacio que corresponde a la princesa. Clara Paolina hizo salir rápidamente a todo el mundo; tras quedarse a solas con su amiga, siguió durante unos instantes hablando con medias palabras. La duquesa no entendía muy bien qué quería decir y le contestaba con la mayor reserva. Finalmente, la princesa rompió a llorar y, arrojándose a los brazos de la duquesa, exclamó:
—¡Vuelven los malos tiempos para mí: mi hijo me va a tratar peor aún que su padre!
—¡Yo me encargaré de impedirlo! —contestó con pasión la duquesa—. Pero, antes de nada —prosiguió—, quiero que Vuestra Alteza Serenísima tenga la bondad de aceptar todo mi agradecimiento y mi más profundo respeto.
—¿Qué me quiere decir usted? —preguntó la princesa, sumamente inquieta, temiendo una dimisión.
—Que cada vez que, con el permiso de Vuestra Alteza Serenísima, vuelva yo hacia la derecha la barbilla temblorosa de ese chino que está en la chimenea, me dé con ello, permiso para llamar a las cosas por su nombre.
—¿No era más que eso, mi querida duquesa? —exclamó Clara Paolina levantándose, y yendo ella misma a poner el chino en la posición correcta—; hable, pues, con entera libertad, señora camarera mayor —siguió diciendo con un tono encantador.
—Señora —prosiguió entonces la duquesa—, Vuestra Alteza ha visto perfectamente la situación; tanto usted como yo corremos los mayores peligros. La sentencia contra Fabricio no ha sido revocada; en consecuencia, el día en que convenga deshacerse de mí y ultrajar a Vuestra Alteza, bastará con meterlo en la cárcel. Nunca hemos estado en tan mala posición. Por lo que a mí respecta, me caso con el conde y nos instalamos en Nápoles o en París. La última muestra de ingratitud que se le ha dado al conde lo ha terminado de asquear de los asuntos políticos, y, salvo el interés de Vuestra Alteza Serenísima, yo no le aconsejaría que se quedara en este desbarajuste, a no ser que el príncipe le diera una suma enorme. Permítame Vuestra Alteza que le revele que el conde, que tenía ciento treinta mil francos cuando empezó a dedicarse a la política, apenas tiene hoy veintiocho mil libras de renta. En vano lo vengo apremiando, desde hace ya tiempo, para que piense en su patrimonio. Durante mi ausencia se ha enfrentado con los arrendatarios generales de las rentas del Estado, que eran unos bribones, y los ha sustituido por otros bribones que le han dado ochocientos mil francos.
—¡Cómo! —exclamó la princesa asombrada—. ¡Dios mío, eso no me gusta nada!
—¿Vuelvo a poner el chino, Señora —dijo la duquesa con mucha tranquilidad—, con la nariz hacia la izquierda?
—¡No, por Dios! —exclamó la princesa—, pero me disgusta que un hombre con el carácter del conde haya pensado en semejante forma de ganar dinero.
—Si no hubiera cometido ese robo, toda la gente bien lo hubiera despreciado.
—¡Por Dios!; ¿es eso posible?
—Salvo mi amigo, el marqués Crescenzi, que tiene trescientas o cuatrocientas mil libras de renta, aquí todo el mundo roba, señora —contestó la duquesa—; ¿y cómo no se iba a robar en un país en el que el agradecimiento a los más grandes servicios que puedan prestarse no dura ni un mes? Nada hay tan real, ni que permita sobrevivir a la caída en desgracia, como el dinero. Voy a permitirme, señora, decirle alguna verdad terrible.
—Y yo voy a consentir que me las diga —dijo la princesa, con un profundo suspiro— aunque me resulten cruelmente desagradables.
—Pues verá, señora, el príncipe, su hijo, que es un hombre absolutamente íntegro, puede darle muchos más disgustos de los que le dio su padre; el difunto príncipe tenía su carácter, más o menos como todo el mundo. Nuestro soberano actual no sabe bien si quiere la misma cosa tres días seguidos; de tal forma, para tener alguna seguridad con él, hay que estar continuamente encima y no dejar que hable con nadie. Como tales cosas son evidentes, el nuevo partido ultra, dirigido por esas dos preclaras cabezas de Rassi y la marquesa Raversi tratará de buscarle al príncipe una amante. A esa amante se le permitirá hacer fortuna y conceder algún cargo subalterno, pero tendrá que responder ante el partido de la aquiescencia constante del soberano.
Mi seguridad en la corte de Vuestra Alteza depende de que Rassi sea desterrado y denigrado públicamente. Quiero, además, que Fabricio sea juzgado por los jueces más honrados que puedan encontrarse. Si, como espero, tales señores reconocen su inocencia, lo lógico será acceder a la voluntad del señor arzobispo de que sea su coadjutor y futuro sucesor. Si no consigo tales cosas, el conde y yo nos retiramos. En tal caso, aun yéndome, insisto en el consejo a Vuestra Alteza Serenísima: de ninguna manera debe perdonar a Rassi ni debe abandonar jamás los estados de su hijo; estando cerca de él, ese buen hijo no le hará ningún mal mayor.
—He seguido el hilo de sus razonamientos con la debida atención —respondió la princesa sonriendo—; ¿será, entonces, conveniente que me encargue personalmente de buscarle una amante a mi hijo?
—De ningún modo, señora, pero, lo primero de todo, haga de modo que sólo se divierta en su salón.
La conversación se alargó infinitamente por aquellos derroteros; a la inteligente e ingenua princesa se le fue cayendo la venda de los ojos.
Un correo de la duquesa fue a decirle a Fabricio que podía volver a la ciudad, pero que tendría que mantenerse oculto. Apenas se le vio: se pasaba la vida disfrazado de aldeano en la barraca de madera de un castañero, situada frente a la puerta de la ciudadela, bajo los árboles del paseo.