A lo largo de aquel día, a Fabricio lo asaltaron algunas ideas serias y desagradables, pero, a medida que oía sonar las horas que lo acercaban al momento de la acción, iba sintiéndose más alegre y decidido. La duquesa le había avisado en una carta de que el contacto con el aire libre lo sorprendería, y que, nada más salir de su celda, le sería imposible caminar; en tal caso, era preferible correr el riesgo de que lo volvieran a coger preso a caerse desde lo alto de un muro de sesenta metros de altura. «Si tuviera la mala suerte de que me pasara eso —se decía Fabricio— me echaré, bien pegado al parapeto, y dormiré una hora, luego seguiré adelante, porque, puesto que así se lo he jurado a Clelia, debo preferir caer de un muro, por alto que sea, a pasarme la vida haciéndome cébalas sobre el gusto del pan que haya comido. ¡Deben de ser terribles los dolores antes de llegar al final, cuando se muere envenenado! Fabio Conti no se andará con chiquitas, mandará que me den el arsénico con que mata a las ratas de su ciudadela».
Alrededor de medianoche cayó una de esas nieblas espesas y blancas con que el Po cubre a veces sus orillas que se extendió primero por la ciudad para alcanzar, después, la explanada y los bastiones entre los que se alza la gran torre de la ciudadela. A Fabricio le pareció que desde el parapeto de la plataforma ya no se veían las pequeñas acacias que rodeaban los huertos que cultivan los soldados al pie del muro de sesenta metros. «Magnifico» —pensó.
Un poco después de que sonaran las doce y media apareció en la ventana de la pajarera la señal de la lámpara. Fabricio estaba preparado; hizo la señal de la cruz y ató a su cama la cuerda pequeña con que iba a bajar los once metros que lo separaban de la plataforma donde estaba el palacio. Llegó sin dificultad hasta el tejado del cuerpo de guardia que, desde el día anterior, estaba ocupado por los doscientos soldados de refuerzo de los que ya hemos hablado. Desgraciadamente, a aquella hora, la una menos cuarto, los soldados no estaban dormidos todavía. Mientras andaba tratando de no hacer ruido por el tejado de gruesas tejas árabes, Fabricio les oía decir que el diablo andaba en el tejado y que había que intentar matarlo de un tiro. Algunas de las voces aseguraban que decir aquello era un grandísimo pecado, otras advertían de que si se disparaba algún fusil sin matar nada, el gobernador los metería a todos en el calabozo por haber alarmado a la guarnición inútilmente. Aquella sorprendente discusión inducía a Fabricio a andar lo más deprisa posible por el tejado, con lo que hacía mucho más ruido todavía. El caso es que, cuando estaba ya colgado de su cuerda, bajando por delante de las ventanas (afortunadamente a metro o metro y medio de distancia a causa de un alero del tejado), aquellas ventanas estaban erizadas de bayonetas. Hay quien ha dicho que el siempre alocado Fabricio tuvo entonces la ocurrencia de fingir que era el diablo y que les arrojó un puñado de cequíes a los soldados. Lo que sí es cierto es que había dejado sembrado de cequíes el suelo de su celda, y que, en el recorrido desde la torre Farnesio hasta el parapeto, dejó asimismo sembrada de cequíes la plataforma, con idea de darse la posibilidad de que los soldados se distrajeran en recoger el dinero, en caso de que lo persiguieran.
Cuando llegó a la plataforma, en medio de centinelas que de ordinario gritaban cada cuarto de hora «Sin novedad en mi puesto», se dirigió hacia el parapeto de poniente y buscó la piedra nueva.
Lo que parece increíble, hasta el punto de que cabría dudar del hecho si no fuera porque toda una ciudad fue testigo de su conclusión, es que los centinelas situados a lo largo del parapeto no vieran ni arrestaran a Fabricio. Es, verdad que la niebla, que ya hemos mencionado, empezaba a subir (Fabricio comentaba después que, cuando estaba en la plataforma, le pareció que la niebla llegaba hasta la mitad de la torre Farnesio), pero era una niebla muy poco densa, y él sí vio bien a los centinelas, algunos de los cuales estaban paseando. También contaba que, como si lo empujara una fuerza sobrenatural, fue a colocarse resueltamente entre dos centinelas que estaban muy cerca el uno del otro. Desenrolló tranquilamente la cuerda grande que llevaba alrededor del cuerpo y que se le enredó en dos ocasiones. Necesitó mucho tiempo para desenredarla y desovillarla entera en el parapeto. Por todas partes oía hablar a los soldados; estaba decidido a apuñalar al primero que se le echara encima. «Estaba muy tranquilo —seguía contando—, tenía la sensación de estar celebrando una ceremonia».
Una vez desenredada, ató la cuerda al parapeto pasándola por una boca de desagüe; subió a aquel mismo parapeto y rezó fervorosamente; luego, como un héroe de los tiempos de las caballerías, pensó un instante en Clelia. «¡Qué distinto soy del Fabricio frívolo y libertino que entró aquí hace nueve meses!», se dijo y, finalmente, se puso a bajar aquella asombrosa altura. Actuaba mecánicamente —contó luego—, como si lo hubiera hecho en pleno día, como si estuviera bajando delante de unos amigos para ganar una apuesta. Hacia la mitad del descenso, sintió súbitamente que sus brazos perdían fuerzas; cree que hasta llegó a soltar la cuerda por un instante, aunque la volvió a coger inmediatamente. Es probable —dice— que lo sujetaran los matojos por los que se deslizaba y que lo arañaban. De vez en cuando sentía un dolor atroz entre los hombros, que llegaba, incluso, a dejarlo sin respiración. Estaba sometido a un movimiento pendular sumamente incómodo, que lo lanzaba constantemente contra los matorrales. Lo rozaron algunos pájaros bastante grandes, que, al despertarlos, se arrojaban contra él cuando echaban a volar. Las primeras veces pensó que eran hombres que bajaban de la ciudadela por la misma vía que él para apresarlo y se dispuso a la defensa. Finalmente llegó al pie de la gran torre sin más complicación que la de tener las manos ensangrentadas. Después contó que, desde la mitad de la torre, la inclinación del muro en forma de talud le fue muy útil; bajó rozando la pared y las plantas que crecían entre las piedras lo sujetaron mucho. Al llegar abajo, a los huertos de los soldados, cayó en una acacia, que, vista desde arriba, le pareció que no tendría más de metro o metro y medio de altura, aunque luego resultó tener entre cinco y seis metros. Un borracho que estaba allí dormido lo tomó por un ladrón. Al caer del árbol casi se rompe el brazo izquierdo. Echó a correr hacia la muralla, pero, según contó, las piernas le parecían de trapo; no tenía fuerzas. Pese al peligro, se sentó y bebió un poco de aguardiente que le quedaba; durmió unos minutos tan profundamente, que no sabía dónde estaba cuando despertó, no podía entender por qué veía árboles desde su celda; al fin, recordó la terrible verdad. Inmediatamente se dirigió hacia la muralla; allí subió por una escalera grande. Pasó al lado de un centinela que roncaba en su garita. Había un cañón entre la hierba al que ató su tercera cuerda, que se quedó un poco corta, y cayó en una zanja con cieno en el fondo, donde podía haber como un palmo de agua. Cuando se estaba levantando y trataba de orientarse, sintió que lo cogían dos hombres; en un primer momento se asustó, pero enseguida oyó que pronunciaban su nombre en voz muy baja junto a su oído. ¡Eh, monsignore, monsignore! Vagamente se dio cuenta de que eran hombres de la duquesa; luego cayó en un profundo desvanecimiento. Sintió, más tarde, que era llevado por unos hombres que iban en silencio y muy deprisa; súbitamente se detuvieron, lo que lo inquietó mucho. No tenía fuerzas para hablar ni para abrir los ojos. Sentía que alguien lo apretaba, e inmediatamente reconoció el perfume de los vestidos de la duquesa. Aquel olor lo reanimó; abrió los ojos, pudo pronunciar las palabras «¡Ah! ¡Querida amiga!» y volvió a caer en un desmayo profundo.
El fiel Bruno, con un destacamento de policías fieles al conde, vigilaba a unos doscientos pasos. El propio conde aguardaba escondido en una casita muy cerca del sitio en donde había estado esperando la duquesa. Si hubiera hecho falta, no hubiera dudado en echar mano a la espada seguido de unos cuantos oficiales retirados, amigos íntimos suyos. Se sentía obligado a salvar la vida de Fabricio, a quien veía en un serio peligro y para quien hubiera podido hacía un tiempo conseguir el perdón firmado del príncipe, si él, Mosca, no hubiera cometido la estupidez de quererle evitar al soberano una estupidez escrita.
Desde las doce de la noche, la duquesa, encerrada en un absoluto mutismo y rodeada de hombres armados hasta los dientes, iba de aquí para allá delante de las murallas de la ciudadela. No podía estarse quieta, pensaba que tendría que combatir para rescatar a Fabricio de sus perseguidores. Su ardiente imaginación le había dictado cien precauciones, a cual más imprudente, que sería tedioso detallar aquí. Parece ser que hubo allí más de ochenta hombres dispuestos a luchar por algo extraordinario. Afortunadamente, a la cabeza de toda aquella operación estaban Ferrante y Ludovico, y el ministro de Policía no se había opuesto. El conde mismo observó que nadie traicionó a la duquesa y que él, como ministro, no supo nada.
Cuando vio a Fabricio, la duquesa perdió completamente la cabeza; lo estrechaba convulsivamente entre sus brazos; luego, al verlo cubierto de sangre, se hundió en la desesperación; era sangre de las manos, pero ella pensó que estaba gravemente herido. Con la ayuda de uno de sus hombres, le quitó la ropa para vendarlo. Pero entonces, Ludovico, que afortunadamente se encontraba allí, mandó meter a la duquesa y a Fabricio en uno de los cochecillos que estaban escondidos en un huerto cerca de la puerta de la ciudad y salieron a galope tendido para pasar el Po cerca de Sacca. Ferrante, con veinte hombres bien armados, cubría la retaguardia, y había prometido por su vida detener cualquier persecución. El conde, solo y a pie, no dejó los alrededores de la ciudadela hasta pasadas dos horas, cuando vio que nadie se movía por allí. «Aquí estoy, incurriendo en alta traición» —se decía, loco de contento.
Ludovico tuvo la magnífica idea de meter en un coche a un cirujano joven, vinculado a la casa de la duquesa, y que se parecía mucho a Fabricio.
—Emprenda usted la huida —le dijo— hacia Bolonia; y sea todo lo torpe que pueda, haga todo lo posible para que lo detengan, y, cuando esté detenido, vacile en las respuestas, finalmente, confiese que es Fabricio del Dongo; sobre todo, gane tiempo. Ponga toda su habilidad en ser torpe, le costará un mes de cárcel y la señora le dará cincuenta cequíes.
—¿Quién piensa en el dinero cuando se sirve a la señora?
Partió, y fue detenido algunas horas más tarde, lo que produjo un alborozado contento en el general Fabio Conti y en Rassi, quien con el alejamiento del peligro para Fabricio, veía alejarse su baronía.
Hasta las seis de la mañana no fue advertida la evasión en la ciudadela, y hasta las diez no se le comunicó al príncipe. La duquesa había estado tan bien asistida que, pese al profundo sueño de Fabricio —que ella tomaba por desvanecimiento mortal, lo que hizo que mandara detener el coche hasta tres veces—, cruzó el Po en una barca cuando daban las cuatro. Contaban con dos relevos en la orilla izquierda y aún corrieron mucho durante dos leguas, después estuvieron detenidos una hora larga en el control de pasaportes. La duquesa tenía pasaportes de todas clases para ella y para Fabricio; pero aquel día tenía la cabeza tan perdida que se le ocurrió darle diez napoleones al agente de la policía austríaca y cogerle la mano, deshecha en lágrimas. Aquel agente, muy asustado, volvió a repetir todos los trámites del control. Tomaron la posta; la duquesa pagaba de un modo tan extravagante, que no hacía sino suscitar sospechas en aquel país en que todo extranjero es sospechoso. Una vez más, acudió Ludovico en su ayuda. Dijo que la señora duquesa estaba enloquecida de dolor por la fiebre continua del joven conde Mosca, el hijo del primer ministro de Parma, a quien ella llevaba a Pavía para consultar con los médicos.
Habían recorrido diez leguas más allá del Po cuando el prisionero se despertó del todo; tenía una luxación en un hombro y muchísimos arañazos y desgarrones. La duquesa seguía mostrando unas maneras tan extraordinarias, que el dueño de una posada de pueblo, en donde pararon a comer, pensó que se trataba de una princesa de sangre imperial, y fue a rendirle los honores que le eran debidos en su fantasía, ante lo cual Ludovico le dijo que si se le ocurría mandar tocar las campanas, la princesa lo metería indefectiblemente en la cárcel.
Finalmente, a eso de las seis de la tarde, llegaron al Piamonte.
Sólo allí podía Fabricio considerarse completamente seguro. Lo llevaron a un pueblecito apartado de la carretera general; le vendaron las manos y siguió durmiendo durante algunas horas.
En aquel mismo pueblo la duquesa cometió un acto no sólo horrible desde el punto de vista moral, sino además funesto para la tranquilidad de su alma durante el resto de su vida. Algunas semanas antes de la evasión de Fabricio, un día en que toda Parma había ido a las puertas de la ciudadela a ver el patíbulo que en su honor estaban alzando en el patio, la duquesa le había mostrado a Ludovico, que se había convertido en el factótum de su casa, el secreto mediante el cual se hacía saltar de un pequeño marco de hierro, muy bien escondido, una de las piedras que formaban el fondo de la famosa alberca del palacio Sanseverina, obra del siglo XIII, que ya hemos mencionado. Mientras Fabricio dormía en la trattoria del pueblecito, la duquesa mandó llamar a Ludovico. A éste le pareció que la duquesa se había vuelto loca, tan rara era la mirada que le dirigió.
—Seguramente está usted esperando —le dijo ella— que le vaya a dar algunos miles de francos. Pues bien, no se los voy a dar. Lo conozco a usted; es un poeta, y estoy convencida de que si le doy dinero, se lo come enseguida; le voy a dar la pequeña finca de la Ricciarda, que está a una legua de Casal-Maggiore.
Ludovico se arrojó a sus pies loco de alegría, y haciendo las más sinceras protestas de que si había contribuido a salvar a monsignore Fabricio no había sido en absoluto por dinero; que lo quería de corazón y de un modo muy especial desde que había tenido el honor de llevarlo una vez en su calidad de tercer cochero de la señora. Cuando a aquel hombre, verdaderamente bueno, le pareció que había ocupado ya suficientemente el tiempo de una señora tan importante, se despidió. Pero ella, brillándole los ojos de un modo especial, le dijo:
—No se vaya.
Se paseaba sin decir nada por aquel cuarto de la fonda, dirigiéndole a Ludovico unas miradas increíbles. Finalmente el hombre, viendo que aquellos paseos no acababan nunca, se sintió obligado a dirigirle a su señora la palabra.
—Señora, el regalo que me ha hecho es tan excesivo, tan por encima de lo que un pobre hombre como yo podía imaginar, tan superior, sobre todo, a los pobres servicios que he tenido el honor de prestarle, que, en conciencia, creo yo que no debo aceptar la finca de la Ricciarda. Me tengo por muy honrado devolviéndole esa posesión a la señora, y rogándole que me conceda una pensión de cuatrocientos francos.
—¿Ha oído usted decir alguna vez en su vida —le preguntó ella con la más sombría altivez— que me haya vuelto atrás de una decisión que hubiera tomado?
Tras estas palabras, la duquesa siguió paseándose aún unos minutos. Luego se detuvo bruscamente y exclamó:
—¡Si Fabricio ha salvado la vida ha sido por casualidad y porque ha sabido gustarle a esa chiquilla! Si no llega a ser amable, habría muerto. ¿Me lo puede usted negar? —dijo, acercándose a Ludovico con una mirada en la que estallaba una furia sombría.
Ludovico retrocedió unos pasos; pensó que se había vuelto loca, lo que le hizo concebir serios temores sobre aquel regalo de la Ricciarda.
—Bueno —siguió diciendo la duquesa, ahora con un tono radicalmente distinto, dulce y alegre—, quiero que mi buena gente de Sacca tenga una fiesta loca, una fiesta de la que se acuerden durante mucho tiempo. Va usted a volver a Sacca, ¿tiene algún inconveniente?, ¿cree que correrá peligro?
—Muy poco, señora. Nadie de Sacca dirá nunca que yo era uno de los hombres de monsignore Fabricio. Además, si me lo permite la señora, me muero de ganas de ver mi finca de la Ricciarda. ¡Se me hace tan raro ser propietario!
—Me gusta esa alegría tuya. El rentero de la Ricciarda me debe tres o cuatro años de renta, no lo sé bien. Le perdono la mitad de la deuda y la otra mitad te la doy a ti, con la siguiente condición: vas a ir a Sacca; allí dices que pasado mañana se celebra la festividad de una de mis santas patronas y, esa misma noche, mandas iluminar mi castillo del modo más espléndido. No ahorres dinero ni esfuerzos; piensa que, con ello, me estás dando la mayor alegría de mi vida. Tengo prevista esa iluminación desde hace mucho tiempo; en los sótanos del castillo encontrarás todo lo necesario para la gran fiesta; el jardinero tiene todo lo que hace falta para unos fuegos artificiales espléndidos; mandas que los enciendan en la terraza que da al Po. En la bodega hay ochenta y nueve toneles grandes de vino, así que mandas instalar ochenta y nueve caños de vino en el parque. Si al día siguiente queda una botella sin abrir, pensaré que no quieres a Fabricio. Cuando los caños, la iluminación y los fuegos artificiales estén en su apogeo, tú te vas sin que nadie lo note; pues lo más probable, y lo que espero, es que en Parma todos esos festejos parezcan una insolencia.
—No sólo es probable, es seguro; como también es seguro que el fiscal Rassi, que firmó la sentencia de monsignore, reventará de rabia. Y… —añadió Ludovico con timidez— si la señora quisiera concederle a este humilde servidor suyo algo que le proporcionaría un placer mayor aún que la mitad de los atrasos de la Ricciarda, consentiría que le gastara una bromita a ese Rassi…
—¡Eres un buen hombre! —exclamó la duquesa con entusiasmo—, pero te prohíbo absolutamente que le hagas nada a Rassi, tengo idea de hacerlo ahorcar públicamente, pero más adelante. Y tú, ten mucho cuidado para que no te detengan en Sacca; si te perdiera a ti, se desbarataría todo.
—No se preocupe por mí, señora, en cuanto haya dicho que se trata de celebrar a una de las santas patronas de la señora, ya puede enviar la policía treinta gendarmes para impedir lo que sea, que, antes de que lleguen a la cruz roja que hay en el centro del pueblo, no queda uno a caballo. Se tienen en mucho los de Sacca; todos son buenos contrabandistas y adoran a la señora.
—En fin —prosiguió la duquesa con un tono sorprendentemente trivial—, por lo mismo que le doy vino a mi buena gente de Sacca, se me antoja inundar a los parmesanos; la misma noche en que el castillo esté iluminado, coge el mejor caballo de la cuadra, corre a mi palacio y abre la alberca.
—¡Ah! ¡Qué buena idea, señora! —exclamó Ludovico, riendo como un loco—, vino para la buena gente de Sacca, agua para los burgueses de Parma, tan seguros ellos, los muy miserables, de que monsignore Fabricio iba a ser envenenado como el pobre L***.
La alegría de Ludovico no se acababa; la duquesa le miraba complacida reírse enloquecido; no hacía más que repetir:
—¡Vino para la gente de Sacca y agua para la de Parma! —luego prosiguió—: La señora sabrá mucho mejor que yo, sin duda, que, cuando hace unos veinte años se vació por un descuido la alberca, llegó a haber más de un palmo de agua en algunas de las calles de Parma.
—Y agua para la gente de Parma —le respondió la duquesa riendo—. Si hubieran ejecutado a Fabricio, el paseo de delante de la ciudadela habría estado lleno de gente… Todo el mundo lo llama el gran culpable… Sobre todo, hazlo con el máximo cuidado; que nadie se entere nunca de que esa inundación la has causado tú, ni de que te la he ordenado yo. Ni Fabricio, ni siquiera el conde, deben saber nada de esta broma loca… Pero me olvidaba de los pobres de Sacca; escríbele una carta a mi administrador, que firmaré yo; le dices que, con ocasión de la fiesta de mi santa patrona, distribuya cien cequíes a los pobres de Sacca y que te haga caso en todo lo referente a la iluminación, los fuegos artificiales y el vino; insístele en que al día siguiente no quede una sola botella en la bodega.
—El administrador no va a tener problemas más que en un aspecto: en los cinco años que hace que la señora tiene el castillo no ha dejado ni diez pobres en Sacca.
—¡Y agua para la gente de Parma! —repitió la duquesa, cantando—. ¿Cómo lo harás?
—Ya tengo el plan. A eso de las nueve salgo de Sacca; a las diez y media mi caballo me ha llevado a la venta de los Tres Borricos, en la carretera de Casal-Maggiore y de mi finca de la Ricciarda; a las once estoy en mi cuarto, en el palacio, y a las once y cuarto: agua para la gente de Parma, toda la que quieran y más, para beber a la salud del gran culpable. Diez minutos más tarde, salgo de la dudad por la carretera de Bolonia. Al pasar por delante de la ciudadela, que la valentía de monsignore y la inteligencia de la señora acaban de deshonrar, le hago una profunda reverenda; tomo una senda, que cruza los campos que conozco muy bien, y me presento en la Ricciarda.
Ludovico miró a la duquesa y se asustó. Estaba mirando fijamente la pared desnuda que tenía a seis pasos de ella y, ciertamente, era una mirada atroz. «¡Pobre finca mía! —pensó Ludovico—; la verdad es que se ha vuelto loca». La duquesa lo miró en ese momento y le adivinó el pensamiento.
—¡Ah, Ludovico, poeta insigne!, lo que usted quiere es una donación por escrito. Vaya ahora mismo a por papel.
No se hizo repetir la orden Ludovico, y la duquesa escribió, de su puño y letra, un largo documento, fechado un año antes, por el que reconocía haber recibido de Ludovico San Micheli la suma de ochenta mil francos y haberle dado en garantía la finca de la Ricciarda. Si pasados doce meses, la duquesa no hubiera devuelto los antedichos ochenta mil francos a Ludovico, la finca de la Ricciarda pasaría a ser propiedad de éste. «Es bueno —pensó la duquesa— darle a un servidor leal la tercera parte, más o menos, de lo que me queda a mí».
—¡Bien! —le dijo la duquesa a Ludovico—, tras la broma de la alberca no te doy más que dos días para que te diviertas en Casal-Maggiore. Para que sea válida la venta, di que es un trato de hace más de un año. Vuelve enseguida a Belgirate y no te retrases nada, es muy probable que Fabricio vaya a Inglaterra y tú irás con él.
Al día siguiente, muy temprano, la duquesa y Fabricio estaban ya en Belgirate.
Se instalaron en aquel pueblo encantador. Pero a la duquesa le aguardaba un disgusto mortal junto a aquel hermoso lago. Fabricio estaba muy cambiado. Desde el primer momento, cuando despertó de aquella especie de sueño letárgico en que se sumió tras la fuga, la duquesa pudo comprobar que le pasaba algo muy raro. Escondía con sumo cuidado un hondo sentimiento muy extraño; se trataba de lo siguiente: estaba desesperado por no estar en la prisión. Se guardaba mucho de confesar aquella causa de su tristeza, que hubiera dado lugar a preguntas que no quería contestar.
—Y aquella sensación horrible —le decía la duquesa asombrada—, cuando, para no desfallecer de hambre tenías que comerte alguno de los repugnantes platos de la cocina de la cárcel; aquella sensación de «¿no tiene esto un gusto raro?, ¿no me estaré envenenando en este preciso momento?»; aquella sensación, te pregunto, ¿no te produce aún horror?
—Pensaba en la muerte —le contestaba Fabricio— como me imagino que piensan los soldados: como algo que está ahí, y que yo evitaría gracias a mi habilidad.
¡Qué inquietud, qué dolor para la duquesa! Aquel ser adorado, singular, vivo, original, era presa ahora —ella lo veía— de algún hondo delirio; prefería la soledad al placer de hablar de todo, sin trabas, con la mejor amiga que hubiera podido tener en el mundo. Seguía siendo atento y servicial, seguía mostrándose agradecido a la duquesa; como en otro tiempo, hubiera dado cien veces su vida por ella, pero su alma estaba en otra parte. Recorrían, a veces, cuatro o cinco leguas por aquel lago sublime sin decirse una palabra. Las conversaciones que mantenían, el ahora frío intercambio de ideas, podían parecer agradables a otros; pero ellos, sobre todo la duquesa, recordaban cómo era su conversación antes de que la fatal pelea con Giletti los separara. Fabricio le debía a la duquesa la historia de los nueve meses pasados en una prisión horrible, pero se encontraba con que no tenía nada que decir sobre aquel período salvo algunas palabras breves e incompletas.
«Esto tenía que pasar antes o después —se decía la duquesa con una tristeza sombría—. Los disgustos me han envejecido o, quizá, él se ha enamorado de verdad y yo no ocupo en su corazón más que un segundo lugar». Humillada, aterrada por aquella, la mayor de las penas posibles, la duquesa se decía algunas veces: «Si el cielo hubiera querido que Ferrante se haya vuelto definitivamente loco o que le falte valor, me sentiré menos desgraciada». Desde entonces, aquel remordimiento a medias envenenó el aprecio que la duquesa tenía por su propio carácter. «¡O sea —se decía mortificada—, que me arrepiento de una decisión tomada: he dejado de ser una del Dongo!».
«El cielo lo ha querido —seguía diciéndose—; Fabricio está enamorado y ¿con qué derecho iba yo a querer que no lo estuviera? ¿Acaso nos hemos dicho nosotros nunca una sola palabra de verdadero amor?».
Aquel pensamiento tan razonable le quitó el sueño, y, finalmente —lo que venía a probar que con la perspectiva de una venganza memorable le habían sobrevenido el envejecimiento y la debilidad de espíritu—, se sentía cien veces peor en Belgirate que en Parma. Por lo que se refiere a la persona que podía ser la causa del estado de ensueño de Fabricio, no cabía tener la menor duda, era Clelia Conti: aquella muchacha tan virtuosa había traicionado a su padre cuando se avino a emborrachar a la guarnición. ¡Y que jamás hablara Fabricio de Clelia! «De todas formas —añadía la duquesa golpeándose el pecho con desesperación—, si la guarnición no se hubiera emborrachado, todas mis maquinaciones, todos mis desvelos hubieran sido inútiles, ¡ella ha sido quien lo ha salvado!».
A la duquesa le costaba muchísimo trabajo que Fabricio le diera detalles de los acontecimientos de aquella noche, «que, antes, habría sido —se decía la duquesa— motivo de una conversación mil veces emprendida. En aquellos tiempos felices, Fabricio habría hablado durante todo un día con una locuacidad y una alegría constantemente renovadas sobre la menudencia más simple que previamente hubiera tenido yo la ocurrencia de plantearle».
Como había que preverlo todo, la duquesa había instalado a Fabricio en el puerto de Locarno, la dudad suiza que está en un extremo del lago Mayor. Y allí iba todos los días a buscarlo en un barco para dar largos paseos por el lago. Pues bien, un día que se le ocurrió subir a su casa, descubrió que tenía el cuarto tapizado con vistas de la ciudad de Parma que habla mandado traer de Milán, o de la misma Parma, país que debería odiar. El saloncito, convertido en estudio, estaba repleto de los materiales que utilizan los pintores para hacer acuarelas; y lo encontró terminando una tercera vista de la torre Farnesio y del palacio del gobernador.
—Lo único que te falta —le dijo en un tono revelador de que se sentía molesta— es pintar de memoria el retrato de aquel gobernador tan amable que sólo quería envenenarte. Se me ocurre —prosiguió la duquesa— que deberías escribirle una carta pidiéndole excusas por haberte tomado la libertad de escapar y haber dejado en ridículo su ciudadela.
No sabía la pobre mujer que estaba poniendo en palabras lo que realmente había sucedido. Nada más encontrarse a salvo, la primera preocupación de Fabricio había sido escribirle a Fabio Conti una carta absolutamente correcta y, en cierto sentido, absolutamente ridícula. Le pedía perdón por haberse escapado, y alegaba como excusa que había creído, con algún fundamento, que a cierto subalterno de la prisión se le había encargado suministrarle un veneno. De hecho le importaba poco lo que escribía; lo que Fabricio esperaba era que los ojos de Clelia vieran aquella carta y, mientras la escribía, tenía el rostro cubierto de lágrimas. La terminó con una frase harto jocosa: se atrevía a decir que, una vez en libertad, se sorprendía, a menudo, añorando su cuartito de la torre Farnesio. Aquélla era la idea central de su carta; esperaba que Clelia la entendiera. Dejándose llevar de aquel impulso epistolar, y también en la esperanza de ser leído por cierta persona, Fabricio expresaba su agradecimiento a don César, el buen capellán que le había prestado libros de teología. Unos días más tarde, Fabricio le encargó al pequeño librero de Locarno que viajara a Milán, donde le compró a Reina, el famoso bibliófilo, que era amigo suyo, las ediciones más espléndidas que pudo encontrar de los libros que don César le había prestado. El buen capellán recibió estos libros y una bella carta en la que le decía que, en momentos de impaciencia perdonables quizá a un pobre prisionero, había llenado los márgenes de notas ridículas. Le rogaba, por tanto, que los reemplazara en su biblioteca por los volúmenes que su más vivo agradecimiento se permitía enviarle.
Era muy indulgente Fabricio llamando nada más que notas a los infinitos garabatos con que había llenado los márgenes de un ejemplar en folio de las obras de San Jerónimo. En la esperanza de que podría restituirle aquel libro al buen capellán, cambiándoselo por otro, había escrito día a día, en los márgenes, un diario minucioso con todo lo que le pasaba en la cárcel. Los grandes acontecimientos no eran más que éxtasis de amor divino (con este adjetivo «divino» reemplazaba otro que no se atrevía a escribir). Algunas veces aquel amor divino llevaba al prisionero a una honda desesperación; en otras ocasiones, una voz oída a través de los aires le proporcionaba alguna esperanza y le producía arrebatos de felicidad. Afortunadamente todo aquello estaba escrito con una tinta carcelaria, a base de vino, chocolate y sebo, y don César se había limitado a echarle un vistazo sin leerlo cuando volvió a colocar el volumen de San Jerónimo en su biblioteca. Si hubiera prestado mayor atención a aquellos márgenes, hubiera visto que un día, creyéndose envenenado, el prisionero había escrito que se alegraba de morir a menos de cuarenta pasos de distancia de lo que más había amado en el mundo. Pero unos ojos distintos de los del buen capellán habían leído aquella página después de la fuga. A la muy hermosa idea de ¡Morir cerca de lo que se ama!, expresada de den maneras diferentes, seguía un soneto en el que se explicaba cómo el alma, separada tras tormentos atroces de aquel cuerpo frágil que había habitado durante veintitrés años, llevada por ese instinto de felicidad propio de todo ser que ha existido ya alguna vez, no subiría al cielo en cuanto fuera liberada para unirse a los coros angélicos, en el caso de que le fueran perdonados sus pecados en el juicio terrible, sino que, más dichosa aún después de la muerte de cuanto lo fuera en vida, iría unos pasos más allá de la prisión en que había estado gimiendo, para reunirse con lo que más había amado en este mundo. «Habré encontrado así —decía el último verso del soneto— mi paraíso en esta tierra».
Aunque en la ciudadela de Parma nadie se refiriera a Fabricio sino como al infame traidor que habla violado los deberes más sagrados, al bueno de don César le encantaron aquellos libros que le enviaba un desconocido; pues Fabricio había tenido la prudencia de remitirle la carta unos días después del envío, no fuera a ser que la vista de su nombre indujera a devolver su paquete con indignación. Don César no le dijo nada de aquel regalo a su hermano, que se enfurecía sólo con oír el nombre de Fabricio; pero después de la evasión de éste, había reanudado su antigua intimidad con su amable sobrina; y como años atrás le había enseñado algo de latín, le mostró los muy bellos libros que había recibido. Eso era precisamente lo que había esperado el viajero. De pronto Clelia se puso muy colorada, había reconocido la letra de Fabricio. En distintas partes del volumen había unas tiras de papel amarillo largas y muy estrechas a guisa de señales de lectura. Y como es cierto que, en medio del interés gris por el dinero y la frialdad desvaída de los pensamientos vulgares que llenan la vida, las iniciativas inspiradas por una pasión verdadera rara vez dejan de producir el efecto querido —como si un dios propicio se ocupara de encaminarlas con sus propias manos—, Clelia, guiada por tal instinto y por la única idea que la embargaba, pidió a su tío el viejo ejemplar de San Jerónimo para compararlo con el que acababa de recibir. ¡Imposible expresar su maravilla, en medio de la sombría tristeza en que la ausencia de Fabricio la había arrojado, cuando en los márgenes del viejo libro de San Jerónimo encontró el soneto que hemos mencionado, y las memorias, día a día, del amor que ella había inspirado!
Desde el primer día se supo de memoria aquel soneto; lo cantaba apoyada en su ventana ante la ahora ya solitaria ventana, en cuya pantalla tan a menudo había visto abrirse un boquete pequeño. Aquella pantalla había sido desmontada y trasladada al despacho del tribunal para servir de pieza de convicción en un ridículo proceso que había instruido Rassi contra Fabricio, acusado del crimen de haberse escapado o, como decía el fiscal, riéndose también él, ¡de haberse sustraído a la clemencia de un príncipe magnánimo!
Cada uno de los pasos dados era para Clelia motivo de vivo remordimiento y, desde que se sentía tan desgraciada, los remordimientos eran más intensos. Trataba de mitigar un poco los reproches que se dirigía a sí misma recordándose la promesa de no volver a ver nunca a Fabricio que le había hecho a la Virgen con ocasión del amago de envenenamiento del general, y que después había renovado todos los días.
Su padre se había puesto enfermo a causa de la evasión de Fabricio y, por si fuera poco, había estado a punto de perder su cargo, cuando el príncipe, encolerizado, destituyó a todos los carceleros de la torre Farnesio y mandó que los encarcelaran en la prisión de la ciudad. El general se había salvado, gracias, en parte, a la intercesión del conde Mosca, que prefería verlo encerrado en lo más alto de su ciudadela que como rival activo e intrigante en los círculos de la corte.
Durante quince días se mantuvo la incertidumbre a propósito del futuro del general Fabio Conti, que se puso enfermo de verdad. En uno de aquellos días, Clelia se armó de valor suficiente para llevar a cabo el sacrificio que le había anunciado a Fabricio. Había tenido la habilidad de ponerse enferma el día del festejo general, que fue el de la huida del prisionero, como seguramente recordará el lector. También estuvo enferma el día siguiente y, en resumidas cuentas, supo hacer tan bien las cosas que, salvo el carcelero Grillo, encargado especialmente de la guarda de Fabricio, nadie sospechó nada de su complicidad, y Grillo no dijo nada.
Pero tan pronto como desaparecieron sus inquietudes por aquel lado, Clelia se vio cruelmente atormentada por sus justos remordimientos. «¿Hay alguna razón en el mundo —se decía— que pueda atenuar el pecado de una hija que traiciona a su padre?».
Una noche, después de haber pasado el día entero en la capilla llorando, le pidió a su tío, don César, que la acompañara a la habitación del general. Los ataques de furia de su padre la aterrorizaban tanto más cuanto que, fuera cual fuere el asunto de que se tratase, él lo impregnaba de imprecaciones contra Fabricio, aquel traidor abominable.
Cuando estuvo en presencia de su padre, se atrevió a decirle que, si hasta entonces se había negado a casarse con el marqués Crescenzi, había sido porque no sentía el menor afecto por él, porque estaba convencida de que aquella unión no iba a darle la menor felicidad. Cuando oyó estas palabras, el general tuvo un acceso de ira; y a Clelia no le resultó nada fácil retomar la palabra. Añadió, entonces, que si su padre, seducido por la inmensa fortuna del marqués, creía que debía darle la orden de que se casara con él, ella estaba dispuesta a obedecerle. El general se quedó mudo de asombro ante aquella conclusión, que no se esperaba en absoluto. Terminó por alegrarse. «O sea —dijo dirigiéndose a su hermano—, que no me veré obligado a vivir en un segundo piso si por culpa de ese bribón de Fabricio y su mal proceder pierdo mi cargo».
El conde Mosca no dejaba de mostrarse sumamente escandalizado por la evasión de Fabricio, aquel mal súbdito, y repetía la frase de Rassi sobre el bajo proceder de aquel joven, tan vulgar por otra parte, que se había sustraído a la clemencia del príncipe. La ingeniosa frase, consagrada en la alta sociedad, no caló en el pueblo; dejándose llevar de su buen sentido, y aun pensando que Fabricio era decididamente culpable, admiraba la valentía que había tenido para lanzarse por un muro tan alto. Ni un solo cortesano admiró aquel valor. En cuanto a la policía, humillada por aquel revés, había descubierto, oficialmente, que un grupo de veinte soldados, corrompidos con el dinero de la duquesa (aquella mujer atrozmente ingrata cuyo nombre sólo se pronunciaba acompañado de un suspiro), había preparado para Fabricio cuatro escalas atadas entre sí, de quince metros de largo cada una de ellas; Fabricio, tras tender una cuerda a la que ataron las escalas, no había tenido otro mérito que el muy vulgar de tirar hacia sí de aquella cuerda. Algunos liberales conocidos por su imprudencia, entre otros el médico C***, que era un agente directamente pagado por el príncipe, añadían —y con ello no dejaban de comprometerse— que esa misma atroz policía había cometido la brutalidad de fusilar a odio de los desventurados soldados que habían facilitado la fuga del ingrato Fabricio. Con lo cual éste fue denostado, incluso por los liberales auténticos, como causante por su imprudencia de la muerte de ocho pobres soldados. Así es cómo los pequeños despotismos reducen a nada el valor de la opinión pública[35].