En aquella época de desventuras, hacía ya casi un año, la duquesa había conocido a un personaje singular. Un día que tenía la luna, como se dice en la región, se había ido repentinamente, a la caída de la tarde, a su castillo de Sacca, que está un poco más allá de Colorno, en la colina que domina el Po. Se complacía en mejorar aquella heredad. Le gustaba el extenso bosque que corona la colina y llega hasta el castillo; se ocupaba de que abrieran caminos en direcciones pintorescas.
—Un día la van a secuestrar a usted los bandidos, mi bella duquesa —le dijo en cierta ocasión el príncipe—; es imposible que no haya nadie en un bosque en el que esté usted paseándose sabiéndolo la gente —y, al decir esto, el príncipe miraba al conde, pues quería provocarle celos.
—Cuando paseo por mis bosques, Alteza Serenísima —respondió la duquesa con un tono ingenuo—, no tengo ningún miedo; y lo que me tranquiliza es la siguiente idea: «¿Quién podría odiarme, si no he hecho mal a nadie?».
Se consideró que la respuesta era atrevida; recordaba las injurias proferidas por los liberales del país, gente muy insolente.
El día del paseo a que nos referimos, la duquesa se acordó de la frase del príncipe cuando se dio cuenta de que un hombre muy mal vestido la iba siguiendo de lejos por el bosque. Tras trazar inopinadamente una vuelta muy cerrada en su recorrido, el desconocido quedó tan cerca de ella, que sintió miedo. En un primer impulso, llamó a su guardabosque, que había dejado a unos mil pasos de allí, en el parterre de flores junto al castillo. Al desconocido le dio tiempo de acercarse hasta ella y arrojarse a sus pies. Era joven y muy guapo, aunque llevaba una horrible indumentaria; su ropa tenía desgarrones de más de un palmo, pero en sus ojos brillaba el fuego de un alma ardiente.
—Soy un condenado a muerte, soy el médico Ferrante Palla, me estoy muriendo de hambre, yo y mis cinco hijos.
La duquesa había observado que estaba horriblemente delgado; pero sus ojos eran tan bonitos y su expresión tan dulcemente exaltada, que a la duquesa se le quitó de la cabeza cualquier idea de crimen asociada con él. «Pallagi tendría que haberle puesto —pensó la duquesa— unos ojos así al San Juan en el desierto que acaba de pintar en la catedral». Le había sugerido la idea de San Juan la extrema delgadez de Ferrante. La duquesa le dio tres cequíes que llevaba en su bolso, excusándose por darle tan poco, pues acababa de pagarle una cuenta al jardinero. Ferrante le dio las gracias efusivamente:
—¡Ay! —le dijo—, hace tiempo, yo vivía en las ciudades y veía a mujeres elegantes. Pero, desde que por cumplir mi deber como ciudadano me condenaron a muerte, vivo en los bosques; yo la seguía a usted, no para pedirle limosna o para robarle, sino como un salvaje fascinado por la belleza de un ángel. ¡Hace tanto tiempo que no veo unas manos blancas tan bonitas!
—Levántese usted —le dijo la duquesa, pues se había quedado de rodillas.
—Déjeme que siga así —le dijo Ferrante—; esta posición me recuerda que ahora no estoy robando, y eso me tranquiliza. Sepa que yo robo para vivir, porque no me dejan ejercer mi profesión. Pero ahora mismo no soy más que un simple mortal que adora la belleza sublime.
La duquesa se dio cuenta de que estaba un poco loco, pero no le dio ningún miedo. En los ojos de aquel hombre veía un alma apasionada y buena y, además, a ella no le disgustaban los rostros extraordinarios.
—Soy, como le decía, médico, y le hacía la corte a la esposa del boticario Sarasine de Parma. Nos sorprendió éste y la echó de casa a ella y a tres hijos que suponía, con razón, que eran míos y no suyos. Luego tuvimos otros dos. La madre y los cinco niños viven en la absoluta miseria, en una especie de cabaña que construí yo mismo a una legua de aquí, en el bosque. Porque yo tengo que esconderme de los gendarmes, y la pobre mujer no quiere separarse de mí. A mí me condenaron a muerte muy justificadamente; yo conspiraba; odio al príncipe, que es un tirano. No pude huir porque no tenía dinero. Mis calamidades son mucho mayores, en realidad, y debería haberme suicidado ya mil veces. Ya no amo a la desventurada mujer que me ha dado esos cinco hijos y que se ha perdido por mi culpa. Estoy enamorado de otra; pero si me suicido, los cinco niños y su madre morirán de hambre literalmente.
El modo de hablar de aquel hombre revelaba su sinceridad.
—¿Y cómo viven ustedes? —le preguntó la duquesa conmovida.
—La madre de los niños hila; a la niña mayor le dan de comer en la granja de unos liberales a cambio de guardar las ovejas, y yo robo en la carretera de Piacenza a Génova.
—¿Y cómo concilia usted el robo con sus principios liberales?
—Apunto los nombres de las personas a las que robo y, si en algún momento llegara a tener con qué, les devolveré las cantidades robadas. Considero que un tribuno del pueblo como yo realiza un trabajo que, por su peligrosidad, bien merece un estipendio de cien francos al mes; y, así, me guardo muy mucho de coger más de mil doscientos francos al año. Bueno, no exactamente, también robo otra pequeña cantidad más, para hacer frente con ella a los gastos de impresión de mi obra.
—¿Qué obra?
—¿La … tendrá alguna vez una cámara y un presupuesto?
—¿Cómo? —dijo la duquesa asombrada—; ¿entonces, usted es el famoso Ferrante Palla, uno de los grandes poetas del siglo?
—Famoso es probable; pero muy desgraciado es absolutamente seguro.
—¡Y que un hombre con un talento como el suyo, señor mío, se vea obligado a robar para poder vivir!
—A lo mejor por eso es por lo que tengo algún talento. Hasta ahora, todos nuestros autores que han llegado a ser conocidos eran gente pagada, o bien por el gobierno, o bien por el culto que pretendían socavar. Yo, en primer lugar, me juego la vida; en segundo lugar, ¡imagínese, señora, los pensamientos que me agitan cuando emprendo mis robos! ¿No me estaré equivocando? ¿Valdrán verdaderamente cien francos al mes los servicios que presto como tribuno? Tengo dos camisas, la ropa que llevo encima, unas pocas malas armas y la seguridad de morir ahorcado. Me atrevo a pensar que no soy una persona interesada. Sería feliz si no fuera por ese amor fatal que no me deja otra salida que sentirme desgraciado junto a la madre de mis hijos. Me pesa la pobreza por su fealdad: me gusta la buena ropa, las manos blancas…
Y miraba a las de la duquesa de tal manera, que a ésta le dio miedo.
—Adiós, señor —dijo ella entonces—, ¿puedo hacer algo por usted en Parma?
—Piense algunas veces en lo siguiente: «Su trabajo consiste en despertar los corazones, en impedirles que se queden dormidos en esa falsa placidez, exclusivamente material, que proporcionan las monarquías. ¿Vale cien francos mensuales el servicio que presta a sus conciudadanos?…». Mi infortunio es amar —dijo en un tono dulcísimo—; desde hace casi dos años, nadie más que usted habita en mi alma, aunque hasta hoy la había visto sin causarle temor.
Y echó a correr con una rapidez tan prodigiosa que asombró a la duquesa y la tranquilizó. «No lo tendrían nada fácil los gendarmes para cogerlo —pensó—. La verdad es que está completamente loco».
—Está loco —le dijeron sus hombres—; todos sabemos, desde hace mucho tiempo, que el pobre está enamorado de la señora; cuando la señora está aquí, lo vemos vagar por las partes más altas del bosque y, en cuanto la señora se va, viene enseguida a sentarse en los mismos sitios en los que ha estado la señora; recoge con el mayor cuidado las flores que han podido caérsele de su ramillete y las conserva durante muchísimo tiempo atadas a su andrajoso sombrero.
—¿Y por qué no me habéis dicho nunca nada de esas locuras? —les preguntó la duquesa con un tono casi de reproche.
—Temíamos que la señora se lo dijera al ministro Mosca. ¡Es tan bueno el pobre Ferrante! Nunca ha hecho mal a nadie; ¡y está condenado a muerte por amar a nuestro Napoleón!
La duquesa no le dijo nada al ministro de este encuentro y, como era el primer secreto que tenía para él desde hacía cuatro años, en muchas ocasiones se vio obligada a pararse de golpe en mitad de una frase. Volvió a Sacca con oro, aunque Ferrante no se dejó ver. Volvió quince días más tarde y Ferrante, tras haberla seguido durante un buen rato brincando por el bosque a cien pasos de distancia, cayó junto a ella con la rapidez de un gavilán y se hincó de rodillas como la primera vez.
—¿Dónde estaba usted hace quince días?
—En el monte, más allá de Novi, robando a unos arrieros que volvían de Milán, donde habían vendido aceite.
—Acepte esta bolsa.
Ferrante abrió la bolsa y cogió un cequí, lo besó y se lo metió en el pecho, luego se la devolvió.
—¡Me devuelve usted la bolsa y roba!
—Naturalmente. Lo tengo así establecido: no tener nunca más de cien francos. Ahora mismo, la madre de mis hijos tiene ochenta francos y yo tengo veinticinco, así que estoy en falta por cinco francos; si me colgaran ahora mismo, tendría remordimientos. He cogido este cequí por venir de usted y porque la amo.
El tono de esta frase, tan simple, fue perfecto. «Éste ama de verdad» —se dijo la duquesa.
Aquel día tenía un aspecto de absoluto extravío. Dijo que había quien le debía en Parma seiscientos francos y que con aquel dinero arreglaría la cabaña donde, en aquel momento, cogían frío sus pobres hijitos.
—Pero yo puedo adelantarle esos seiscientos francos —dijo la duquesa conmovida.
—En tal caso, siendo yo un hombre público, el partido contrario me calumniaría, diría que me vendo.
La duquesa, emocionada, le ofreció un escondite en Parma, siempre que le jurara que, por el momento, dejaría de ejercer absolutamente su magistratura en aquella ciudad y que, sobre todo, no ejecutaría ninguna de las penas de muerte que, como él decía, tenía in petto.
—Y si me cuelgan a causa de mi imprudencia —dijo muy serio Ferrante—, todos esos canallas, tan dañinos para el pueblo, vivirán largos años, ¿y de quién será la culpa?, ¿qué dirá mi padre cuando me reciba allí arriba?
La duquesa insistió largamente en el problema de la humedad que podía causar enfermedades mortales a sus hijitos. Él acabó por aceptar el ofrecimiento del escondite en Parma.
El duque Sanseverina, en las muy escasas horas que pasó en Parma después de su matrimonio, le había enseñado a la duquesa un escondite muy singular que hay en el ángulo sur del palacio que lleva su nombre. El muro de la fachada, que data de la Edad Media, tiene casi tres metros de espesor. Fue socavado por dentro, y se hizo allí una cámara secreta de casi seis metros y medio de altura, aunque de unos sesenta y cinco centímetros, nada más, de anchura. Está justamente al lado de la famosa alberca que citan todos los viajeros, obra admirable del siglo XII, construida durante el sitio de Parma por el emperador Segismundo, que, más tarde, quedó dentro del recinto del palacio Sanseverina.
Para entrar en el escondite hay que mover una enorme piedra sobre el eje de hierro que tiene en el centro del bloque. La duquesa estaba tan hondamente conmovida por la locura de Ferrante y por la suerte de sus hijos (para quienes rechazaba obstinadamente cualquier regalo que fuera de algún valor), que le dio permiso para que usara aquel escondrijo durante una buena temporada. Volvió a verlo un mes después, otra vez en los bosques de Sacca. Aquel día estaba un poco más tranquilo y le recitó uno de sus sonetos, que a la duquesa le pareció el más hermoso de cuantos se hayan compuesto en Italia en los dos últimos siglos. Ferrante consiguió varias entrevistas más; pero su amor se exaltó y se hizo inoportuno. La duquesa se dio cuenta de que aquella pasión seguía las leyes del amor al que se da la posibilidad de vislumbrar una luz de esperanza. Le ordenó que se fuese a sus bosques y que no volviera a dirigirle la palabra. Él obedeció inmediatamente con absoluta docilidad. En ese punto estaban las cosas cuando Fabricio fue detenido. Tres días después, a la caída de la tarde, se presentó a la puerta del palacio Sanseverina un capuchino. Tenía, según dijo, un importante secreto que comunicar a la dueña de la casa. Ella estaba tan mal que lo hizo entrar. Era Ferrante.
—Se ha cometido una nueva iniquidad —dijo a la duquesa este hombre loco de amor— de la cual el tribuno del pueblo debe tomar conocimiento. Como simple particular, por otra parte —añadió—, lo único que puedo ofrecer a la señora duquesa Sanseverina es mi vida, que pongo a su disposición.
Tan sincera abnegación por parte de un ladrón y de un loco, conmovió vivamente a la duquesa. Estuvo mucho tiempo hablando con aquel hombre que pasaba por ser el más grande poeta del norte de Italia y lloró largamente. «Este hombre comprende mis sentimientos», se dijo. Al día siguiente volvió a aparecer a la hora del Ave María, disfrazado de criado, con librea.
—No me he ido de Parma. He oído decir algo horrible que mis labios no repetirán; pero aquí estoy. ¡Piense, señora, en lo que rechaza! El ser que tiene usted ante sí no es una muñeca de corte[34], ¡es un hombre! —pronunciaba estas palabras puesto de rodillas, como para darles un valor especial—. Ayer —prosiguió— me dije a mí mismo: «¡Ella ha llorado delante de mí; debe ser, pues, un poco menos desdichada!».
—¡Pero, piense, señor mío, en los peligros que lo acechan; van a detenerlo en esta ciudad!
—A eso, el tribuno le dirá: ¿Qué es la vida, señora, cuando el deber grita? Y el hombre desventurado, abatido por el dolor de haber perdido la pasión por la virtud desde que arde de amor, añadirá: ¡Señora duquesa, probablemente Fabricio, un valiente, va a morir, no rechace a otro valiente que se le ofrece a usted! Tiene ante usted un cuerpo de hierro y un alma que no teme a nada en el mundo salvo disgustarla a usted.
—Si me vuelve a hablar de sus sentimientos, le cierro la puerta para siempre.
Fue aquella noche cuando se le ocurrió a la duquesa la idea de decirle a Ferrante que quería concederles una pequeña pensión a sus hijos, pero le dio miedo de que cuando lo supiera se fuera de su casa con la idea de matarse. Cuando se fue, se quedó sumida en presentimientos funestos. «¡Yo también puedo morir —se decía— y, si encontrara un hombre digno de tal consideración a quien encomendar a mi pobre Fabricio, así se lo pediría a Dios y que fuera muy pronto!».
Aún se le ocurrió otra idea a la duquesa. Cogió un papel y en un escrito en que sembró aquí y allá algunas palabras de derecho que sabía, reconoció que había recibido del señor Ferrante Palla la suma de veinticinco mil francos, con la condición expresa de pagarles anualmente una renta vitalicia de trescientos francos a la señora Sarasine y a sus cinco hijos. La duquesa añadió: «Lego además una renta vitalicia de trescientos francos a cada uno de sus hijos, con la condición de que Ferrante Palia preste servicios médicos a mi sobrino Fabricio del Dongo, a quien ruego trate como a un hermano». Firmó, dató con fecha del año anterior y guardó el papel.
Dos días después volvió Ferrante Palla. Toda la ciudad estaba alterada con el rumor de la próxima ejecución de Fabricio. ¿Dónde se oficiaría la triste ceremonia? ¿En la ciudadela o bajo los árboles del paseo? Muchos hombres del pueblo fueron aquella tarde a pasear por delante de la puerta de la ciudadela para ver si estaban armando el patíbulo. El espectáculo había impresionado a Ferrante. Encontró a la duquesa anegada en llanto e incapaz de proferir palabra. Le saludó con la mano y le indicó una silla. Ferrante, disfrazado aquel día de capuchino, estaba soberbio. En vez de sentarse, se puso de rodillas y rogó a Dios devotamente, a media voz. Al cabo de unos momentos, la duquesa pareció calmarse; él, sin cambiar de postura, interrumpió por unos instantes su plegaria para decir las siguientes palabras:
—Él ofrece su vida de nuevo.
—Piense en lo que dice —exclamó la duquesa con esa mirada ausente que, tras los sollozos, anuncia que la ira va a suceder a la ternura.
—Él ofrece su vida para poner obstáculos al sino de Fabricio o para vengarlo.
—Sólo en un caso —contestó la duquesa— podría yo aceptar el sacrificio de su vida.
Ella lo miraba con atención severa. En su mirada brilló un rayo de luz. Él se levantó con presteza y alzó los brazos al cielo. La duquesa fue a por un papel guardado en el cajón secreto de un gran armario de nogal.
—Lea —le dijo a Ferrante—. Ésta es la donación a favor de sus hijos de que ya hemos hablado.
Las lágrimas y los sollozos le impedían a Ferrante leer el final. Cayó de rodillas.
—Devuélvame ese papel —dijo la duquesa, y allí mismo lo quemó con una vela.
No conviene que aparezca mi nombre en caso de que lo cojan a usted y lo encarcelen; pues va en ello su cabeza.
—Mi gozo está puesto en morir quebrantando al tirano; mucho mayor gozo será morir por usted. Dicho y sentado esto, le ruego que no vuelva a mencionar ese detalle del dinero, pues vería en ello una duda injuriosa.
—Si se viera usted en una situación comprometida, también yo podría llegar a verme en esa misma situación, y Fabricio después de mí. Por ello, y no porque dude de su valentía, exijo que el hombre que está desgarrándome el corazón sea envenenado y no matado por otros medios. Por esa misma razón de la implicación de mi persona, le ordeno a usted que haga lo imposible por salir ileso de la aventura.
—Ejecutaré sus órdenes fielmente, puntualmente y prudentemente. Intuyo, señora duquesa, que mi venganza se asociará con la suya; pero si fuera de otro modo, también obedecería fielmente, puntualmente y prudentemente. Puedo fracasar en el empeño, pero habré puesto en él toda mi fuerza de hombre.
—Se trata de envenenar al asesino de Fabricio.
—Lo había adivinado. Y desde hace veintisiete meses que llevo esta vida errante y abominable, en muchas ocasiones había pensado en llevar a cabo una acción semejante por mi cuenta.
—Lo que no quiero en absoluto es que, si me descubren y me condenan como cómplice —continuó la duquesa con tono de orgullo—, puedan acusarme de haberlo seducido a usted. Le ordeno que no vuelva a intentar verme hasta el momento de nuestra venganza. Lo que de ninguna manera puede pasar es que muera antes de que yo le dé la señal. Si muriera ahora mismo, por ejemplo, en vez de ser útil para mí, su muerte sería funesta. Lo más probable es que esa muerte no deba tener lugar hasta transcurridos algunos meses, pero tendrá lugar. Y exijo que muera envenenado, prefiero que conserve la vida a que muera de un disparo. Además, por motivos que no le voy a explicar, le exijo a usted que salve la vida.
Ferrante estaba encantado con el tono de autoridad que la duquesa estaba empleando con él. Sus ojos brillaban con intensa alegría. Como ya hemos dicho, estaba horriblemente delgado; pero aún podía verse que había sido muy guapo en su primera juventud, y él creía ser todavía el que había sido antaño. «¿Estoy loco —se preguntó— o la duquesa quiere hacerme un día, cuando yo le haya dado esta prueba de devoción, el hombre más feliz del mundo? ¿Y por qué no iba a ser así? ¿Acaso no valgo yo más que el conde Mosca, esa muñeca que en las actuales circunstancias no ha hecho nada por ella, ni siquiera hacer que escapara monseñor Fabricio?».
—A partir de mañana mismo, puedo querer su muerte —continuó la duquesa con el mismo tono de autoridad—. Ya conoce usted la inmensa alberca que hay en la esquina del palacio, al lado del escondite que ha utilizado algunas veces; hay un modo secreto para dejar escapar toda esa agua a la calle. Pues bien, ésa será la señal para que ejecute mi venganza. Verá, si está usted en Parma, u oirá comentar, si está en los bosques, que la alberca del palacio Sanseverina ha reventado. Actúe, entonces, sin dilación, pero utilizando veneno, y, sobre todo, no ponga en peligro su vida. Que nunca sepa nadie que yo he tenido nada que ver en este asunto.
—Sobran las palabras —respondió Ferrante con entusiasmo mal contenido—; ya sé cómo lo haré. La vida de ese hombre me resulta ahora más odiosa que antes, porque no podré volver a verla a usted mientras él viva. Esperaré la señal de la alberca reventada en la calle.
Saludó con brusquedad y se fue. La duquesa le siguió con la mirada. Cuando estaba ya en la otra habitación, lo llamó.
—¡Ferrante! —gritó—, ¡hombre sublime!
Él regresó como con impaciencia por ser retenido; en aquel momento su cara era soberbia.
—¿Y sus hijos?
—Serán más ricos que yo, señora; probablemente usted les asigne una pequeña pensión.
—Tenga —dijo la duquesa, y le dio una especie de estuche, grande, de madera de olivo—, éstos son los diamantes que me quedan; valen cincuenta mil francos.
—¡Ay señora!, ¡me humilla usted!… —dijo Ferrante con un gesto de horror; y le cambió la cara completamente.
—No volveré a verlo hasta que no se haya consumado el acto. Cójalo; lo quiero así —añadió la duquesa con un tono dominante que aterró a Ferrante.
Él cogió el estuche y se fue; cerró la puerta tras él. La duquesa volvió a llamarlo otra vez. Entró inquieto. La duquesa estaba de pie en medio del salón; se arrojó en sus brazos. En aquel instante Ferrante casi se desvaneció de gozo. La duquesa se desprendió de sus abrazos y le indicó la puerta con la mirada.
«Éste es el único hombre que me ha comprendido —se dijo—; Fabricio hubiera obrado como él si hubiera podido oírme».
La duquesa tenía dos rasgos de carácter bien significativos: nunca dejaba de querer lo que había querido una vez y jamás volvía a considerar lo que había decidido previamente. A este respecto solía citar una frase de su primer marido, el amable general Pietranera: «¡Qué insolencia para conmigo mismo! —decía—. ¿Qué razones tengo para pensar que hoy soy más listo que cuando tomé la decisión?».
A partir de entonces, en el carácter de la duquesa volvió a manifestarse una cierta alegría. Antes de la fatal resolución, cada suceso de su inteligencia, cada cosa nueva que consideraba, le traía a la conciencia el sentimiento de su inferioridad respecto del príncipe, la conciencia de su debilidad y de su candidez. El príncipe, según ella, la había engañado vilmente, y el conde Mosca, aunque inocentemente, había secundado al príncipe al dejarse llevar de su talante cortesano. Una vez que hubo decidido vengarse, tomó conciencia de su propia fuerza, cada cosa nueva que pensaba le proporcionaba satisfacción. En mi opinión, ese gozo inmoral que los italianos encuentran en la venganza se basa en la capacidad imaginativa de ese pueblo; en otros países la gente, hablando con propiedad, no perdona, olvida.
La duquesa no volvió a ver a Palla hasta los últimos días de la prisión de Fabricio. Como probablemente habrá adivinado el lector, fue él quien le dio la idea del plan de fuga. A dos leguas de Sacca, en medio del bosque, había una torre de la Edad Media, de algo más de treinta metros de altura, medio en ruinas. Antes de volverle a hablar de la fuga a la duquesa, Ferrante le suplicó que Ludovico, con la ayuda de algunos hombres de confianza, llevara a aquella torre unas cuantas escalas. Allí, en presencia de la duquesa, subió a la torre con la ayuda de las escalas, y la bajó sirviéndose solamente de una cuerda con nudos. Repitió hasta tres veces la operación; luego, volvió a explicarle su idea. Ocho días después, también Ludovico hizo el descenso de la vieja torre con la simple ayuda de una cuerda anudada. Fue entonces cuando la duquesa le comunicó el plan a Fabricio.
En los días que precedieron a aquel intento, que podía costarle la vida al prisionero (y de más de una manera), la duquesa no pudo hallar un momento de reposo si no era teniendo a Ferrante a su lado. El valor de aquel hombre estimulaba el suyo. Como cabe suponer, se cuidaba de ocultarle al conde aquel extraño trato. No le daba miedo que se enfadara, pero la contrariaban sus posibles objeciones, que habrían incrementado su intranquilidad. «¡Haber tomado como consejero íntimo a un loco notorio, y condenado a muerte! ¡Un hombre —seguía diciéndose a sí misma la duquesa— de quien cabía esperar las más sorprendentes cosas!». Cuando el conde fue a informar a la duquesa de la conversación que había tenido con Rassi, Ferrante estaba en el salón; y cuando el conde hubo salido, ella tuvo que esforzarse para impedir que Ferrante se fuera inmediatamente a poner en obra una atroz determinación.
—¡Ahora soy fuerte! —gritaba aquel loco—. ¡No dudo en lo más mínimo de la legitimidad de la acción!
—Pero en el furor que inevitablemente suscitará la acción, seguro que matan a Fabricio.
—Sin embargo, le ahorraríamos, así, ese descenso, que es perfectamente posible, incluso fácil —argumentaba él—, pero para el cual ese joven carece de experiencia.
Se celebró la boda de la hermana del marqués Crescenzi y, en la fiesta que con tal motivo tuvo lugar, la duquesa tuvo ocasión de ver a Clelia y hablar con ella sin suscitar sospechas a los observadores de la buena sociedad. La propia duquesa le dio a Clelia el paquete de cuerdas en el jardín adonde habían ido ambas damas a respirar aire fresco. Aquellas cuerdas, cuidadosamente fabricadas con cáñamo y seda, en la misma proporción, y con nudos, eran muy delgadas y bastante flexibles. Ludovico había probado su solidez, y en todos sus puntos podían sostener un peso de ocho quintales sin romperse. Las habían apretado hasta formar con ellas varios paquetes con la forma y volumen de un libro en cuarto. Tomólas Clelia y prometió a la duquesa que haría todo lo humanamente posible para que el paquete llegara a la torre Farnesio.
—Pero esa timidez suya no deja de inspirarme temor y, por otra parte —añadió con delicadeza la duquesa—, ¿qué interés puede usted tener en un desconocido?
—El señor del Dongo es desgraciado, ¡y yo le prometo que lo salvaré!
Pero la duquesa, que contaba más bien poco con la intrepidez que pudiera tener una joven de veinte años, había tomado otras precauciones de las que, naturalmente, ni por un momento se le ocurrió hacer partícipe a la hija del gobernador. Como era de suponer, también el general había asistido a la fiesta de la boda de la hermana del marqués Crescenzi. La duquesa pensó que si hacía que le suministraran un fuerte narcótico, era muy probable que en un primer momento se pensara en un ataque de apoplejía; entonces, en vez de meterlo en su coche para llevarlo a la ciudadela, con un poco de habilidad, se podría hacer prevalecer la idea de que era mejor utilizar una litera, que, casualmente, estaría en la casa en que se daba la fiesta. Junto a ella estaría un grupo de hombres inteligentes, vestidos como si fueran obreros empleados para la fiesta, que, en la confusión general, se ofrecerían amablemente para transportar al enfermo a su palacio, que estaba tan alto. Estos hombres, dirigidos por Ludovico, llevaban una buena cantidad de cuerdas, hábilmente escondidas entre la ropa. Como se ve, la duquesa, tras haberse decidido firmemente por la fuga de Fabricio, había perdido la sagacidad. El peligro que estaba corriendo aquel ser querido era demasiado grande para su espíritu y, sobre todo, duraba ya desde hacía mucho tiempo. Aquel exceso de precauciones estuvo a punto de hacer fracasar la fuga, como veremos enseguida. Todo se llevó a cabo como se había previsto. El único fallo fue que el narcótico produjo un efecto demasiado intenso, y todo el mundo creyó, incluso los médicos, que el general sufría un ataque de apoplejía.
Por suerte, Clelia, en su desesperación, no sospechó nada de la criminal tentativa de la duquesa. En el momento de la entrada de la litera en la ciudadela con el general dentro, medio muerto, hubo tal confusión y desorden, que Ludovico y sus hombres pasaron sin el menor problema. No se les registró más que por pura fórmula en el puente del Esclavo. En cuanto llevaron al general hasta su cama, fueron conducidos a la antecocina, donde los criados los trataron muy bien; pero después de la cena, que se prolongó hasta cerca de la madrugada, les explicaron que las normas de la prisión exigían que se los encerrara con llave en las salas de abajo del palacio durante el resto de la noche. Al día siguiente, cuando amaneciera, el lugarteniente del gobernador los pondría en libertad.
A los hombres no les fue demasiado difícil pasarle a Ludovico las cuerdas que traían escondidas, pero a Ludovico, en cambio, no le resultó nada fácil conseguir un instante de atención de Clelia. Finalmente, en un momento en que ella pasaba de un cuarto a otro, Ludovico consiguió hacerle ver cómo dejaba los paquetes de cuerdas en el ángulo oscuro de uno de los salones de la primera planta. A Clelia aquel hecho extraño le suspendió el ánimo e inmediatamente concibió sospechas atroces.
—¿Quién es usted? —le preguntó a Ludovico. Y, tras la muy vaga respuesta de éste añadió—: Tendría que hacer que lo detuvieran; ¡o usted o los suyos han envenenado a mi padre!… Dígame ahora mismo qué clase de veneno han utilizado, para que el médico de la ciudadela pueda aplicarle el remedio adecuado. ¡Confiéselo inmediatamente o ni usted ni sus cómplices saldrán nunca de esta ciudadela!
—La señorita no tiene por qué alarmarse —respondió Ludovico, con gentileza y maneras perfectas—. No ha habido veneno de ninguna clase. Se ha cometido la imprudencia de administrar al general una dosis de láudano; parece ser que el criado encargado de semejante trasgresión ha puesto en el vaso algunas gotas de más. Nos arrepentiremos de ello toda la vida; pero la señorita puede estar segura de que, gracias a Dios, no hay el menor peligro. Al señor gobernador debe aplicársele el tratamiento que corresponde a haber tomado, equivocadamente, una dosis demasiado fuerte de láudano. Me complazco en repetir a la señorita que el lacayo encargado del desafuero no utilizó auténticos venenos, como los que utilizó Barbone cuando quiso envenenar a monseñor Fabricio. En ningún momento se ha tenido la pretensión de vengar el peligro corrido por monseñor. A ese lacayo torpe se le dio sólo una ampolla que contenía láudano, ¡se lo juro, señorita! Ahora bien, también le digo que si yo fuera interrogado, lo negaría todo. Y debo añadir que si la señorita hablara de esto, sea del láudano, sea del veneno, con quienquiera que fuere, aun con el bueno de don César, estaría matando a Fabricio con sus propias manos. Haría imposible para siempre cualquier proyecto de fuga. Y la señorita sabe bien que no es con simple láudano con lo que se quiere envenenar a monseñor; y sabe, así mismo, que cierta persona ha dado, solamente, un mes de plazo para la comisión de ese crimen, y que ya ha trascurrido más de una semana desde que la orden fatal fue dada. Así pues, si la señorita hace que me detengan, o simplemente habla de esto con don César, o con cualquier otra persona, retrasa todas nuestras operaciones en bastante más de un mes, y hará con ello perfectamente cierto lo dicho a propósito de que, en tal caso, la señorita mataría a monseñor Fabricio con sus propias manos.
Clelia estaba espantada ante el extraño aplomo de Ludovico.
«No me lo explico —se decía—; aquí estoy, manteniendo una ponderada conversación con el envenenador de mi padre, un hombre que emplea, además, fórmulas corteses para dirigirse a mí. ¡Y es el amor lo que me ha llevado a todas estas aberraciones!…».
Los remordimientos apenas la dejaban hablar. Volvió a dirigirse a Ludovico:
—Lo voy a encerrar a usted con llave en este salón, y voy corriendo a decirle al médico que es sólo láudano; aunque, ¡Dios mío!, ¿cómo le diré que me he enterado por mí misma? Enseguida vuelvo a soltarlo.
—Oiga —preguntó Clelia, que, tras salir, había vuelto corriendo hasta la puerta—, ¿sabía algo Fabricio del láudano?
—No, ¡por Dios, señorita! No lo hubiera consentido de ninguna manera. Y, además, ¿qué sentido tenía hacerle una confidencia inútil? Hemos actuado con la más rigurosa prudencia. Se trata de salvar a monseñor, que será envenenado de aquí a tres semanas. Una orden dada por alguien que normalmente no encuentra el menor obstáculo a la realización de sus deseos. Y, para decírselo todo ya a la señorita, parece ser que quien ha recibido esa orden ha sido el terrible fiscal general Rassi.
Clelia se fue espantada. Tenía tanta confianza en la perfecta integridad de don César, que, no sin cierta precaución, se decidió a decirle que lo que habían suministrado al general no era otra cosa que láudano. Sin decir nada, sin preguntar nada, don César fue corriendo a donde estaba el médico.
—Clelia volvió al salón donde había encerrado a Ludovico con idea de hacerle mil preguntas sobre el láudano. No lo encontró allí. Había conseguido escapar. En una mesa vio una bolsa llena de cequíes y una cajita con venenos de distintas clases. A la vista de los venenos se estremeció. «¿Y quién me dice a mí —pensó— que no ha sido más que láudano lo que le han dado a mi padre, y que la duquesa no ha querido vengarse de la intentona Barbone? ¡Dios mío! —exclamó para sí—, ¡me estoy relacionando con los envenenadores de mi padre! ¡Y encima dejo que se escapen! ¡Y seguramente ese hombre, en un interrogatorio, hubiera confesado que le habían dado algo distinto al láudano!»
Entonces, Clelia cayó de rodillas, deshecha en lágrimas, y se puso a rezar fervorosamente a la Madona.
Mientras tanto, el médico de la ciudadela, sumamente extrañado con lo que le decía don César a propósito de que sólo se trataba de láudano, suministró al general los remedios adecuados, que enseguida hicieron desaparecer los síntomas más alarmantes. Cuando el día empezaba a clarear, el paciente volvió un poco en sí. Lo primero que hizo, cuando tuvo algo de conocimiento, fue cubrir de insultos al coronel, segundo comandante de la ciudadela, que se había permitido dar algunas órdenes, absolutamente elementales, mientras el general estuvo sin sentido.
Luego, el general se irritó sobremanera con una criadita de la cocina, a la que se le vino a la boca la palabra apoplejía, cuando le traía un caldo.
—¿Tengo yo edad de apoplejías? —gritaba—. Sólo a mis peores enemigos se les puede ocurrir propalar semejantes bulos. Y, además, ¿me han sangrado acaso, para que la calumnia misma, si hablara, se atreviera a mencionar la apoplejía?
Fabricio, entregado de lleno a los preparativos de la huida, no pudo interpretar los extraños ruidos que llenaron la ciudadela cuando trajeron al gobernador medio muerto. Lo primero que se le ocurrió fue que habían cambiado su sentencia y que venían a matarlo. Cuando comprobó que no venía nadie a su celda, pensó que Clelia había sido traicionada; que al entrar en la ciudadela le habían descubierto las cuerdas que seguramente traía y que sus proyectos de fuga se habían frustrado para siempre. Al día siguiente, al amanecer, entró en su celda un hombre a quien no había visto nunca antes, que, sin decir palabra, dejó una cesta con fruta. Escondida entre la fruta estaba la carta siguiente:
Atribulada por los más vivos remordimientos por todo lo que se ha hecho —sin mi consentimiento, gracias a Dios—, pero con ocasión de una idea que había tenido yo, le he prometido a la Santísima Virgen que, si mediante su santa intervención mi padre se salva, nunca más opondré el menor rechazo a sus órdenes. Me casaré con el marqués en cuanto me lo pida, y a usted no volveré a verlo nunca más. Creo, no obstante, que tengo el deber de concluir lo que he empezado. El próximo domingo a la vuelta de misa, adonde lo llevarán por petición mía (y debería usted preparar su alma, pues puede morir en la difícil empresa que va a acometer); a la vuelta de misa, decía, retrase todo lo que pueda el momento de entrar en la celda. Encontrará en ella todo lo que necesita para la acción planeada. ¡Si muere se me romperá el alma! ¿Me acusará usted de haber contribuido a su muerte? ¿No me ha repetido la misma duquesa en distintas ocasiones que el partido de la Raversi lleva las de ganar? Pretenden que el príncipe quede comprometido por la comisión de un acto cruel que lo distancie para siempre del conde Mosca. La duquesa me ha jurado, deshecha en lágrimas, que no hay otra posibilidad si usted no intenta nada, muere. No puedo volver a verlo a usted, lo he prometido, pero si el domingo, a la caída de la tarde, me ve en la ventana de siempre, vestida enteramente de negro, ésa será la señal de que esa misma noche estará todo dispuesto en la medida de lo posible, dadas mis escasas posibilidades. Después de las once de la noche, quizá a las doce o a la una, aparecerá la luz de una lámpara pequeña en mi ventana, ése será el instante decisivo. Encomiéndese a su santo patrón, póngase inmediatamente las ropas de clérigo que se le han suministrado y váyase.
Adiós, Fabricio, yo estaré rezando y llorando muy amargamente, créame, mientras esté usted corriendo tan grandes peligros. Si muere usted, no le sobreviviré ni un instante. ¿Qué estoy diciendo, Dios mío?, pero si consigue escapar, no volveré a verlo nunca. El domingo, después de misa, encontrará usted en su celda el dinero, los venenos, las cuerdas que ha enviado esa mujer terrible que lo ama a usted apasionadamente y que me ha repetido hasta tres veces que había que tomar esta decisión Que Dios y la Santísima Virgen lo protejan.
Fabio Conti era un carcelero siempre agobiado, siempre sombrío, siempre preocupado por la posibilidad de que alguno de sus presos pudiera escapársele. Todos los que estaban en la ciudadela lo aborrecían; pero la desventura ajena inspira las mismas resoluciones en todos los hombres, y a los pobres presos, incluso a los que estaban encerrados en calabozos de apenas un metro de altura, otro tanto de anchura y dos y medio de largo, donde no podían estar ni de pie ni sentados, a todos los prisioneros, incluso a éstos —decía—, cuando se enteraron de que su gobernador estaba fuera de peligro, se les ocurrió encargar a sus expensas un Te Deum. Dos o tres de aquellos desgraciados compusieron sonetos en honor de Fabio Conti. ¡Ah, qué extraños efectos puede producir la desventura en hombres como aquéllos! ¡A quien se le ocurra denostar a tales presos, se le debería enviar a pasar un año en un calabozo de menos de un metro de altura, con ocho onzas de pan y ayuno los viernes!…
Clelia, que no salía de la habitación de su padre más que para ir a la capilla a rezar, dijo que el gobernador había decidido que las celebraciones tuvieran lugar el domingo. Aquel domingo por la mañana, Fabricio asistió a misa y al Te Deum; por la noche hubo fuegos artificiales y en las salas de abajo del palacio se dio a los soldados una cantidad de vino cuádruple de la que había dispuesto el gobernador. Una mano desconocida había enviado, incluso, varios toneles de aguardiente, que los soldados desfondaron enseguida. La generosidad de los soldados que se estaban emborrachando no les permitía dejar que los cinco compañeros que estaban de imaginaria en torno al palacio sufrieran por culpa del servicio. A medida que llegaban a sus garitas, un criado de confianza les llevaba vino; lo que no se sabe es quién llevó también aguardiente a los que entraron de guardia a las doce y se lo siguió llevando a lo largo de la noche, dejándose, cada vez, olvidada la botella junto a la garita (como se pudo probar en el proceso que siguió a los hechos).
El desorden duró más tiempo de lo que Clelia había calculado. Fabricio tuvo que esperar hasta la una de la madrugada para empezar a desmontar la pantalla de una de las ventanas, la que no daba a la pajarera, dos de cuyos barrotes tenía ya serrados desde hacía más de ocho días. Tuvo que trabajar casi encima de las cabezas de los centinelas que hacían la guardia del palacio del gobernador, pero no oyeron nada. Había tenido que hacer algún nudo más en la larguísima cuerda que necesitaría para bajar aquellos terribles sesenta metros de altura. Se enrolló la cuerda en bandolera alrededor del cuerpo; le molestaba mucho; abultaba enormemente, unos cincuenta centímetros, pues los nudos impedían apretarla. «Éste va a ser el mayor estorbo» —se dijo Fabricio.
Una vez preparada esta cuerda lo mejor que pudo, Fabricio cogió la otra, con que pensaba bajar los once metros y medio que había desde su ventana hasta la plataforma en que se alzaba el palacio del gobernador. Pero comoquiera que, por muy borrachos que estuvieran los centinelas, no podía bajar justo por encima de sus cabezas, salió, como ya hemos dicho, por la otra ventana de la celda, que daba al tejado de una especie de cuerpo de guardia muy grande. Por una extravagancia de enfermo, cuando el general Fabio Conti pudo hablar, había ordenado que subieran doscientos soldados a aquel viejo cuerpo de guardia, en desuso desde hacía ya un siglo. Decía que, tras haberlo envenenado, querían asesinarlo en su cama; aquellos doscientos soldados debían guardarlo. Imagínese el efecto que aquella disposición imprevista produjo en el corazón de Clelia. Aquella muchacha tan virtuosa sabía bien que estaba traicionando a su padre, a quien acababan de envenenar, o poco menos, en beneficio precisamente del preso a quien ella amaba. En la imprevista llegada de aquellos doscientos hombres, Clelia vio una orden de la Providencia que le prohibía ir más allá y facilitarle la libertad a Fabricio.
Pero en Parma todo el mundo hablaba de la muerte inminente del prisionero. Incluso se había comentado tan triste asunto en la fiesta de bodas de la signora Giulia Crescenzi. Si por una nonada semejante, una desgraciada estocada asestada a un cómico por un hombre de la condición de Fabricio, se le mantenía en prisión por más de nueve meses, aun contando con la protección del primer ministro, era porque había política de por medio. De modo que —se comentaba— era inútil seguir ocupándose de él. Si al poder no le interesaba hacerlo morir en la plaza pública, moriría pronto de enfermedad. Un cerrajero, a quien habían llamado al palacio del general Fabio Conti, se refirió a Fabricio como a un preso a quien habían matado hacía ya tiempo y cuya muerte se ocultaba por razones políticas. Las palabras de aquel hombre decidieron a Clelia.