Una noche, a eso de la una de la madrugada, Fabricio estaba echado bajo su ventana, había sacado la cabeza por el ventanuco que había practicado en la pantalla y estaba mirando las estrellas y el inmenso horizonte que se divisa desde lo alto de la torre Farnesio; dejaba vagar sus ojos por la campiña, hacia el bajo Po y Ferrara, cuando casualmente se fijó en una luz muy pequeña, pero muy viva, que parecía brillar en lo alto de una torre. «Lo más probable es que esa luz no se pueda ver desde abajo —se dijo Fabricio—, la anchura de la torre impedirá que se vea; debe ser alguna señal destinada a un punto lejano». Súbitamente se dio cuenta de que la luz aparecía y desaparecía a intervalos muy cortos. «Ésa es alguna chica que se comunica con su amante del pueblo de al lado». Contó nueve destellos sucesivos: «Ésa debe ser una “i” —se dijo—, que es la novena letra del alfabeto». Luego, tras un breve intervalo, hubo catorce destellos: «Ésa es una “n”»; después, tras otro intervalo, un solo destello: «Ésa es una “a”; la palabra es Ina».
Su alegría y su asombro fueron indescriptibles, cuando los siguientes destellos, separados todas las veces por breves pausas, completaron las siguientes palabras:
INA PIENSA EN TI
Evidentemente Gina piensa en ti.
Inmediatamente, poniendo sucesivamente su lámpara ante la mirilla, respondió:
¡FABRICIO TE QUIERE!
Aquel coloquio se prolongó hasta el alba. Era la noche ciento setenta y tres de su cautiverio y en aquella conversación se enteró de que le estaban haciendo aquellas señales desde hacía cuatro meses. Como cualquiera podría ver e interpretar aquellas luces, ya desde la primera noche se introdujeron formas abreviadas: tres destellos muy rápidamente seguidos significaban la duquesa; cuatro, el príncipe; dos, el conde Mosca; dos destellos muy seguidos, acompañados de otros dos más espaciados querían decir evasión. Se acordó que, a partir de aquel momento, se valdrían del alfabeto de la monja, que, para evitar que pueda ser interpretado por indiscretos, cambia el orden de las letras y atribuye una posición arbitraria a cada una de ellas. La «a», por ejemplo, va en décimo lugar; la «b», en tercero. De forma que tres destellos sucesivos de luz quieren decir «b»; diez, «a», etcétera; una pausa de oscuridad significa fin de palabra. Se fijó una cita para el día siguiente a la una de la madrugada, y al día siguiente la duquesa se desplazó a aquella torre que estaba a un cuarto de legua de la ciudad. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando vio las señales de Fabricio, a quien tan a menudo había creído muerto. Y ella misma, mediante los destellos de luz de una lámpara le transmitió: ¡Te amo, ten valor, salud y esperanza! Ejercita tu vigor en la celda, vas a necesitar la fuerza de tus brazos. «No lo he visto —se dijo la duquesa— desde el concierto de Fausta, cuando se presentó en la puerta del salón vestido de cazador, ¡quién iba a decirme, entonces, la desventura que nos aguardaba!».
La duquesa mandó transmitir señales que le anunciaran a Fabricio que muy pronto iba a ser liberado GRACIAS A LA BONDAD DEL PRÍNCIPE (esta última frase con señales que podían ser comprendidas); luego volvió a decirle ternuras; ¡no podía separarse de allí! Sólo las observaciones de Ludovico, quien tras haber sido útil a Fabricio se había convertido en su mano derecha, consiguieron decidirla, cuando ya iba a amanecer, a dejar de enviar señales que podían atraer las miradas de cualquier enemigo malo. Aquél anunció de una próxima liberación, repetido varias veces, sumió a Fabricio en una profunda tristeza. Cuando, al día siguiente, Clelia se dio cuenta, cometió la imprudencia de preguntarle la causa.
—Estoy a punto de darle un serio motivo de disgusto a la duquesa.
—¿Y qué puede pedirle ella que vaya usted a negarle? —preguntó Clelia movida por una vivísima curiosidad.
—Quiere que me vaya de aquí —le contestó él—, y eso no lo haré nunca.
Clelia no pudo contestar, lo miró y prorrumpió en llanto. Si él hubiera podido hablar con ella de cerca, probablemente hubiera obtenido en aquel momento la confesión de sus sentimientos; aquellos sentimientos respecto de los cuales no tenía ninguna seguridad, lo que tan a menudo le sumía en profundo desconsuelo. Sentía vivamente que sin el amor de Clelia la vida no sería para él sino un encadenamiento de disgustos amargos o de tedios insoportables. Estaba convencido de que no merecía la pena vivir para volver a encontrarse con los mismos goces que le habían parecido interesantes antes de haber conocido el amor y, aunque el suicidio no estuviera de moda en Italia todavía, había pensado que podría ser un recurso si el destino lo separaba de Clelia.
Al día siguiente recibió una larga carta suya.
Conviene, amigo mío, que sepa la verdad. Son ya muchas las veces que, desde que está usted aquí, se ha pensado en Parma que habla llegado su último día. Es cierto que está condenado sólo a doce años de fortaleza, pero desgraciadamente ya no es posible dudar de que alguien muy poderoso lo odia a usted y no ceja en su persecución. En más de veinte ocasiones he temido que lo fueran a envenenar; haga usted uso, pues, de todos los medios posibles para salir de aquí. Habrá visto que, por usted, yo falto a mis deberes más sagrados; juzgue, pues, por las cosas que me atrevo a decirle y que resultan tan poco convenientes en alguien como yo, la inminencia del peligro que corre. Si es absolutamente necesario, si no hay ningún otro medio de salvación, huya. Cada instante que pasa en esta fortaleza puede ser ocasión del más grave riesgo para su vida. Tenga en cuenta que en la corte hay un partido que no desdeñaría ni la eventualidad del crimen para conseguir sus propósitos. ¿Se le oculta a usted que todos los proyectos de ese partido son sistemáticamente malogrados por la habilidad superior del conde Mosca? Pues bien, han encontrado un medio certero para desterrar al conde de Parma y ese medio es la desesperación de la duquesa. ¿Y será menos evidente que tal desesperación se pueda conseguir mediante la muerte de cierto joven prisionero? Baste esta última pregunta, que dejo sin respuesta, para que juzgue usted mismo cuál es su situación Dice que siente amor por mí; considere, en primer lugar, los obstáculos insuperables que se oponen a que ese sentimiento adquiera alguna consistencia. Ciertamente nos hemos encontrado en la juventud, ciertamente nos hemos tendido una mano en un momento de desgracia; ciertamente el destino me ha colocado en este severo lugar para endulzar sus penas, pero no es menos cierto que yo me haría eternamente los más duros reproches si ciertas ilusiones, que no tienen ninguna base ni la tendrán jamás, lo indujeran a usted a no aprovechar todas las ocasiones posibles para evitar el peligro mortal que corre. He perdido la paz de mi espíritu por haber cometido la cruel imprudencia de intercambiar con usted alguna señal de amistad sincera. Si nuestros juegos pueriles con esos alfabetos le han llevado a fraguarse unas ilusiones tan poco fundadas y que pueden ser tan funestas para usted, en vano trataría de justificarme remitiéndome a la intentona de Barbone: yo lo habría puesto en un peligro muchísimo peor, muchísimo más cierto, cuando pensaba evitarle uno momentáneo. Y estas imprudencias mías no tienen posibilidad de perdón si han hecho nacer en usted unos sentimientos que puedan llevarlo a desoír los consejos de la duquesa. Considere lo que me obliga a repetirle: huya, se lo ordeno…
La carta era muy larga. Algunas frases como la del se lo ordeno, que acabamos de transcribir, procuraron al amor de Fabricio algunos instantes de deliciosa esperanza. Le parecía que el contenido sentimental de la carta era bastante tierno, si bien la expresión era sumamente prudente. En otros momentos expiaba su crasa ignorancia en batallas de este género y no veía en esta carta de Clelia más que simple amistad o, incluso, una compasión muy corriente.
Por lo demás, toda aquella información que le daba no le hizo cambiar sus propósitos ni por un instante; aun en el caso de que los peligros que le pintaba fueran verdaderamente reales, ¿era tan caro pagar el precio de algún riesgo momentáneo a cambio de la dicha de verla todos los días? ¿Y qué vida iba a llevar si volviera a refugiarse en Bolonia o en Florencia? Porque, si huyera de la ciudadela, no podía esperar que se le permitiera vivir en Parma. Y aun cuando el príncipe cambiara hasta el punto de ponerlo en libertad (algo muy poco probable, dado que él, Fabricio, se había convertido, para una poderosa facción, en instrumento para derrocar al conde Mosca), ¿qué vida iba a llevar en Parma separado de Clelia por todo aquel odio que separaba a los dos partidos? Una o dos veces al mes, quizá, el azar los llevaría al mismo salón; e incluso en tal caso, ¿qué tipo de conversación podría mantener con ella? ¿Cómo recuperar la intimidad perfecta que ahora gozaba todos los días durante varias horas? ¿Qué podría ser una conversación de salón comparada con la de los alfabetos que ahora tenían? «Y si para conseguir esta vida llena de delicias, esta oportunidad única de dicha, tuviera yo que correr algún peligro de menor entidad, ¿dónde estaría el mal? ¿No viene a ser, más bien, un motivo de felicidad encontrar en ello una frágil ocasión de darle una prueba de mi amor?».
En definitiva, Fabricio no vio en la carta de Clelia más que la ocasión de pedirle una entrevista. Tal era el único y constante objeto de su deseo. Sólo le había hablado una vez, y apenas unos instantes, en el momento de su ingreso en la cárcel, y de eso hacía ya más de doscientos días.
Había un medio fácil para aquel posible encuentro con Clelia. El buen abate don César tenía a bien dar un paseo de media hora con Fabricio por la terraza de la torre Farnesio todos los jueves cuando todavía había luz. Los demás días de la semana, el paseo, que podría ser visto por todos los habitantes de Parma y de los alrededores y comprometer, así, seriamente al gobernador, sólo tenía lugar cuando dejaba de haber luz. Para subir a la terraza de la torre Farnesio no había más escalera que la de un pequeño campanario que dependía de la capilla un lúgubremente ornamentada en mármol negro y blanco, que seguramente recordará el lector. Llevaba Grillo a Fabricio hasta esta capilla, le abría la escalerilla del campanario y, aunque su deber hubiera sido seguirlo, como las noches empezaban a ser frescas, el carcelero lo dejaba subir solo, lo encerraba con llave en el campanario, que estaba comunicado con la terraza, y se volvía al calor del cuarto. Pues bien, ¿no podría Clelia encontrarse una noche, escoltada por su doncella, en la capilla de mármol negro?
Toda la larga carta con que Fabricio contestaba a la de Clelia estaba calculada para obtener aquella entrevista. Le explicaba con una sinceridad perfecta, y como si en vez de él mismo le hablara de otra persona, todas las razones que lo decidían a no abandonar la ciudadela.
Me jugaría la vida mil veces a diario por tener la dicha de hablarle con nuestros alfabetos, que manejamos ya con tanta rapidez, ¡y quiere usted que haga la necedad de exiliarme en Bolonia, o en Florencia! ¡Quiere que me vaya y que me aleje de usted! Sepa que semejante esfuerzo me resulta imposible. La engañaría si le diera mi palabra, no podría cumplirla.
Esta petición de cita tuvo como resultado una ausencia de Clelia que se prolongó durante cinco días. En aquellos cinco días no fue a la pajarera más que en los momentos en que sabía que Fabricio no podía servirse del ventanuco practicado en la pantalla. Fabricio estaba desesperado. Aquella ausencia le hizo pensar que, a pesar de algunas miradas que le habían hecho concebir unas irracionales esperanzas, él nunca le había inspirado a Clelia más sentimientos que los de una simple amistad. «¿Y, así, qué puede importarme la vida? Que me la quite el príncipe, se lo agradeceré. Razón de más para no abandonar la fortaleza». Y todas aquellas noches contestó con harto disgusto a las señales de la lamparita. La duquesa pensó que se había vuelto completamente loco cuando, en el cuadernillo de los mensajes que Ludovico le traía todas las mañanas, leyó estas extrañas palabras: ¡No me quiero escapar; quiero morir aquí!
Durante aquellos cinco días, tan duros para Fabricio, Clelia fue más desdichada aún que él. Se le ocurrió la siguiente idea, desgarradora para un alma generosa como la suya: «Mi deber es irme a un convento, lejos de la ciudadela; cuando Fabricio se entere de que ya no estoy aquí (y yo le haré llegar la noticia con Grillo y los demás carceleros), se decidirá a intentar escapar». Pero irse a un convento era renunciar a ver a Fabricio, ¡renunciar a verlo cuando daba pruebas tan evidentes de que los sentimientos que en otro tiempo podían haberlo ligado a la duquesa ya no existían! ¿Qué otra prueba de amor más emotiva podía ofrecer un joven? Después de siete largos meses de cárcel que habían trastornado gravemente su salud, se negaba a recuperar la libertad. Una persona tan superficial como los dimes y diretes de los cortesanos habían descrito a Fabricio ante los ojos de Clelia, habría sacrificado veinte queridas con tal de salir un día antes de la ciudadela; ¡y qué no habría hecho para salir de una cárcel en que cualquier día podía morir envenenado!
A Clelia le faltó valor, cometió el error notorio de no buscar refugio en un convento, lo que también le hubiera servido para romper con la mayor naturalidad con el marqués Crescenzi. Y, una vez cometido el error, ¿cómo resistirse a aquel joven tan amable, tan espontáneo, tan delicado, que exponía su vida a terribles peligros para obtener la simple dicha de poderla ver desde una ventana? Tras cinco días de debatirse en una espantosa lucha interior entreverada de momentos de desprecio de sí misma, Clelia se decidió a contestar la carta en que Fabricio le rogaba que le concediera la ventura de hablarle en la capilla de mármol negro. De hecho, se negaba a ello y en términos bastante duros; pero, a partir de entonces, no volvió a tener un momento de tranquilidad; a cada instante, su imaginación le pintaba un Fabricio pereciendo ante los embates del veneno; iba seis y hasta ocho veces al día a la pajarera, tenía una verdadera necesidad de asegurarse con sus propios ojos de que Fabricio seguía vivo.
«Si sigue encerrado en la fortaleza —se decía—, si aún está expuesto a todos los horrores que la facción Raversi probablemente esté tramando contra él con la finalidad última de echar al conde Mosca, ha sido únicamente porque yo he tenido la cobardía de no escapar a un convento. Porque, ¿qué razón le hubiera quedado para permanecer aquí en cuanto hubiera estado seguro de que yo me había ido para siempre?».
Aquella muchacha, tan tímida y tan orgullosa a un tiempo, llegó a ponerse en situación de recibir una negativa de Grillo, el carcelero; y, aún más, se expuso a los comentarios que aquel hombre podría permitirse sobre las anomalías de su comportamiento. Se rebajó hasta hacerlo llamar para decirle con una voz temblorosa, que traicionaba cuanto pretendía ocultar, que al cabo de muy pocos días Fabricio iba a conseguir la libertad, pues la duquesa Sanseverina estaba haciendo las más eficaces gestiones para ello; que sería necesario tener respuestas inmediatas del prisionero a determinadas propuestas que habría que hacerle; para lo cual ella le rogaba a él, a Grillo, que le permitiera a Fabricio practicar un orificio en la pantalla que tapaba su ventana, con objeto de que ella pudiera comunicarle mediante señas las instrucciones que ella recibía varias veces al día de la señora Sanseverina.
Grillo sonrió y le transmitió la seguridad de su respeto y de su obediencia. Clelia le agradeció intensamente que no añadiera ninguna palabra más. Era evidente que él sabía muy bien lo que venía pasando desde hacía ya varios meses.
Apenas hubo salido el carcelero, Clelia le hizo a Fabricio la señal convenida para llamarlo en las grandes ocasiones. Le confesó todo lo que acababa de hacer. «Usted quiere morir envenenado —añadió—: espero que, un día de estos, yo tenga valor suficiente para abandonar a mi padre y huir a algún convento lejano; para mí eso es una obligación que tengo con usted; espero que entonces deje de negarse a los planes que le propongan para sacarlo de aquí. Mientras siga aquí yo viviré entre el espanto y la locura; jamás en mi vida he contribuido al mal de nadie, y ahora tengo la sensación de ser la causa de que usted muera. Si tuviera esa misma sensación a propósito de alguien a quien no conociera de nada, estaría desesperada; imagine qué no sentiré cada vez que pienso que un amigo, cuya insensatez me da serios motivos de queja, pero a quien al fin y al cabo veo a diario desde hace mucho tiempo, se está exponiendo en estos momentos a los sufrimientos de la muerte. Muchas veces siento verdadera necesidad de saber por usted mismo que aún vive.
»Precisamente para evitarme este espantoso dolor acabo de rebajarme a pedirle a un subalterno un favor que hubiera podido negarme. Aún es posible que ese hombre me traicione y me denuncie a mi padre, lo cual no dejaría de hacerme feliz, pues tendría que irme a un convento inmediatamente y dejaría de ser la cómplice, tan a mi pesar, de sus crueles locuras. Créame, esto no puede continuar. Tiene usted que obedecer las órdenes de la duquesa. ¿Está satisfecho, mi cruel amigo? ¡Soy yo quien le está pidiendo que traicione a mi padre! Llame a Grillo y dele un regalo».
Tan enamorado estaba Fabricio, a tan gran zozobra lo arrojaba la menor manifestación de la propia voluntad que le hiciera Clelia, que tampoco aquel extraño mensaje le sirvió de indicio de que era amado. Llamó a Grillo y le pagó generosamente las pasadas contemporizaciones y con respecto al futuro le dijo que por cada día que le permitiera utilizar la abertura hecha en la pantalla, recibiría un cequí. A Grillo le encantaron aquellas condiciones.
—Señor, le voy a hablar con el corazón en la mano, ¿se resignará a comer frío todos los días? Hay un medio muy sencillo para evitar el veneno, pero le ruego la mayor discreción; un carcelero tiene que verlo todo y no adivinar nada, etcétera, etcétera… En vez de un perro, yo tendré varios, y usted mismo les dará a probar todos los platos de los que piense comer; en cuanto al vino, yo le daré del mío, no beberá usted otro vino que el de las botellas en que yo haya bebido antes. Ahora bien, si Vuestra Excelencia quiere perderme para siempre, basta con que cuente estos detalles, aunque sea a la misma señorita Clelia; al fin y al cabo es una mujer, y si mañana se enfada con usted, pasado mañana, para vengarse, le contará todas estas mañas a su padre, quien se alegrará mucho de tener un motivo para ahorcar a un carcelero. Seguramente, después de Barbone, no hay nadie más despiadado que él en toda la fortaleza, y en él está el auténtico peligro que le amenaza a usted. Créame, sabe mucho de venenos y no me perdonaría la idea ésta de tener tres o cuatro perrillos.
Hubo otra serenata. Para entonces Grillo contestaba a todas las preguntas de Fabricio; aunque se había prometido ser prudente y no traicionar a la señorita Clelia, que, según él, pese a estar a punto de casarse con el marqués Crescenzi, el hombre más rico de Parma, no por ello dejaba de corresponder, en la medida en que se lo permitían los muros de la prisión, al cortejo del amable señor del Dongo. Estaba respondiendo a las preguntas de éste sobre la serenata, cuando cometió la torpeza de añadir;
—Dicen que van a casarse enseguida.
Imagínese el lector el efecto que tan sucinta frase produjo en Fabricio. Aquella noche no contestó a las señales de la lámpara salvo para comunicar que estaba enfermo. Al día siguiente, a las diez, cuando apareció Clelia en la pajarera, en un tono de ceremoniosa cortesía, absolutamente nuevo entre ellos, le preguntó por qué no le había dicho sencillamente que quería al marqués Crescenzi y que estaba a punto de casarse con él.
—Porque nada de eso es verdad —contestó Clelia molesta.
También es verdad, por otra parte, que el resto de la respuesta fue menos categórico. Fabricio se lo hizo notar y aprovechó la ocasión para insistir en su petición de una entrevista. Clelia, que vio puesta en tela de juicio su buena fe, aceptó casi inmediatamente, no sin decirle que, con aquel encuentro, ella quedaba definitivamente deshonrada a los ojos de Grillo. Cuando se hizo de noche, apareció en la capilla de mármol negro acompañada de su doncella; se detuvo en el centro, junto a la lamparilla; la doncella y Grillo se quedaron detrás, a unos treinta pasos, junto a la puerta. Clelia, temblorosa, llevaba preparado un bonito discurso. Se había planteado el objetivo de no hacer ninguna confesión comprometida, pero la lógica de la pasión es irresistible; el vivo interés que pone en saber la verdad no deja lugar a miramientos vanos y, al mismo tiempo, su entrega total al ser amado le quita cualquier miedo a ofender. Fabricio, en un primer momento, quedó deslumbrado ante la belleza de Clelia; hacía ocho meses que no veía de cerca más que a carceleros. Pero el nombre del marqués Crescenzi lo devolvió a su furor, que aumentó cuando notó claramente que Clelia contestaba sólo con prudentes reticencias. La propia Clelia se dio cuenta de que estaba agravando las sospechas en vez de disiparlas. La sensación fue muy dura para ella.
—Estará usted contento —le dijo en una especie de arrebato de ira y con lágrimas en los ojos—; me ha obligado a pasar por encima de cuanto me debo a mí misma. Hasta el 3 de agosto del año pasado, yo no había sentido más que indiferencia por los hombres que habían intentado ser agradables conmigo. Sentía un desprecio infinito, probablemente exagerado, por el carácter de los cortesanos y me disgustaba todo lo que regocijaba a la corte. En cambio, veía cualidades singulares en un prisionero que trajeron el 3 de agosto a esta ciudadela. Primero sentí, sin darme cuenta, todos los tormentos de los celos. Cada uno de los atractivos de una mujer llena de encanto, y muy conocida por mí, era una puñalada en mi corazón, porque pensaba, y todavía pienso en cierto modo, que aquel prisionero estaba ligado a ella. Muy poco después, el marqués Crescenzi, que ya había pedido mi mano antes, redobló su persecución. Es un hombre muy rico y nosotros carecemos de fortuna. Yo lo rechacé haciendo uso pleno de mi libertad, hasta que mi padre pronunció la palabra fatal, «convento». Comprendí entonces que, si dejaba la ciudadela, ya no podría velar por la vida del prisionero por cuya suerte me interesaba. Hasta entonces la obra maestra de mis precauciones había consistido en que él no tuviera la menor sospecha de los espantosos peligros que amenazaban su vida. Me había prometido a mí misma que jamás traicionaría ni a mi padre ni mi secreto. Pero esa mujer que protege al prisionero, una mujer sorprendentemente activa, dotada de una inteligencia superior y de una voluntad férrea, le ofreció, según creo, algún medio de huida; él lo rechazó y pretendió convencerme de que se negaba a abandonar la ciudadela por no alejarse de mí. Cometí entonces un gran error, durante cinco días me debatí en la duda. Lo que tenía que haber hecho era irme inmediatamente de la fortaleza a refugiarme en el convento. Dar tal paso hubiera sido un modo sumamente sencillo de romper con el marqués Crescenzi. No tuve valor para dejar la fortaleza y ahora soy una muchacha sin dignidad; he optado por un hombre poco serio; sé cuál ha sido su modo de comportarse en Nápoles y ¿por qué iba yo a pensar que ha cambiado? Encerrado en una cárcel estricta, ha hecho la corte a la única mujer que puede ver; eso le ha servido para distraer su tedio. Como para hablar con ella tenía que superar algunas dificultades, ese pasatiempo ha tomado la falsa apariencia de una pasión. Ese prisionero, que se ha ganado fama de valiente, piensa que, si se expone a grandes peligros para seguir viendo a la persona que cree amar, demuestra que su amor es algo más que un capricho pasajero. Pero en cuanto esté en una gran ciudad, rodeado otra vez de las seductoras incitaciones de la sociedad, volverá a ser lo que no ha dejado de ser en ningún momento: un hombre de mundo entregado a la disipación y a la galantería. Y su pobre amiga de la cárcel acabará sus días en un convento, olvidada de ese ser tornadizo y con el disgusto mortal de haberle hecho una confesión.
Este discurso histórico, del que sólo reproducimos sus rasgos esenciales, fue, como muy bien imagina el lector, más de veinte veces interrumpido por Fabricio; estaba locamente enamorado y absolutamente convencido de que nunca había amado a nadie antes de conocer a Clelia y de que su destino era vivir para ella.
Sin duda, puede el lector imaginarse las cosas bonitas que le estaba diciendo Fabricio a Clelia, cuando la doncella le recordó a su señora que acababan de dar las once y media, y que el general podía volver en cualquier momento; la separación fue cruel.
—Probablemente sea ésta la última vez que lo veo —le dijo Clelia al prisionero—. Se va a tomar una medida inspirada por la camarilla Raversi, que puede proporcionarle a usted un modo cruel de demostrar que no es inconstante.
Cuando Clelia dejó a Fabricio se ahogaba en sollozos y, al mismo tiempo, se moría de vergüenza por no poder ocultar aquellos sollozos ni a su doncella ni, sobre todo, al carcelero Grillo. Sólo podía pensarse en una segunda conversación cuando el general anunciara que iba a pasar la velada en algún salón; pero como, desde que Fabricio estaba preso, se había suscitado en la corte una gran curiosidad por aquel encarcelamiento, al general le había parecido prudente padecer un continuo ataque de gota, y sus salidas a la ciudad, sometidas a las exigencias de una sabia política, se decidían siempre en el momento de subir al coche.
Desde aquella noche de la capilla de mármol, la vida de Fabricio fue un perpetuo embeleso. Era verdad que a su felicidad parecían oponerse obstáculos no pequeños; pero, fuera como fuese, lo poseía el goce supremo e inesperado de que lo amara aquel ser divino que ocupaba todos sus pensamientos.
Tres días después de que tuviera lugar esta entrevista, las señales nocturnas de la lámpara acabaron antes, hacia las doce de la noche; nada más terminar, cayó dentro de la celda una gruesa bola de plomo que, lanzada por encima de la pantalla, tras romper los papeles de la ventana, casi le abre la cabeza a Fabricio.
Aquella bola tan grande pesaba muchísimo menos de lo que anunciaba su volumen; no le costó mucho abrirla a Fabricio y dentro encontró una carta de la duquesa. Con la mediación del arzobispo, a quien adulaba cuidadosamente, había sobornado a un soldado de la guarnición de la ciudadela. Este hombre, un hondero diestro, o bien había burlado a los soldados de la guardia colocados en las esquinas y en la puerta del palacio del gobernador, o bien se había entendido con ellos.
Tienes que huir con la ayuda de unas cuerdas. Me estremezco al darte este extraño consejo. Hace más de dos meses que vengo dándole vueltas; el caso es que el futuro oficial se hace cada día más oscuro y ya no cabe esperar sino lo peor. A propósito, transmite ahora mismo con tu lámpara para darnos aviso de que has recibido esta peligrosa carta. Transmite la P, B y G del alfabeto de la monja, o sea, cuatro, doce y dos. Estaré en vilo hasta que no vea tu señal. Ahora mismo me encuentro en la torre; te contestaremos N y O, siete y cinco. En cuanto recibas esa señal, no transmitas más y ocúpate únicamente de entender bien mi carta.
Fabricio se apresuró a obedecer; hizo las señales convenidas a las que siguieron las respuestas anunciadas. Luego siguió con la lectura de la carta.
Hay que esperar lo peor, así me lo han dicho los tres hombres en quienes más confío tras haberles hecho jurar sobre los Evangelios que me dirían la verdad, por cruel que pudiera ser para mí. El primero de tales hombres es el que amenazó al cirujano delator de Ferrara con caer sobre él con una navaja abierta en la mano; el segundo es el que, cuando volviste de Belgirate, te dijo que hubiera sido más prudente dispararle un tiro al criado que iba cantando por el bosque y que llevaba de la rienda un hermoso caballo un poco flaco; al tercero no lo conoces, es un salteador que ha atracado a amigos míos, un hombre de acción donde los haya y tan valiente como tú; precisamente ha sido esta cualidad la que me ha movido a pedirle que me dijera qué deberías hacer. Los tres me han contestado, sin que ninguno de ellos supiera que también había preguntado a los otros, que más vale correr el riesgo de romperse la cabeza que tener que pasar aún once años y cuatro meses con el miedo continuo de un más que probable envenenamiento.
Conviene que durante un mes te ejercites en tu celda en subir y bajar por una cuerda de nudos. Luego, un día de fiesta en que se haya obsequiado a la guarnición con vino, intentarás la gran empresa. Tendrás tres cuerdas de seda y cáñamo del grosor de una pluma de cisne. La primera, de veintiséis metros, para bajar los once metros largos que hay desde tu ventana hasta los macetones de los naranjos; la segunda, de unos cien metros —ésta te supondrá la dificultad añadida de su propio peso—, para bajar los cincuenta y ocho metros y medio que tiene de altura la torre grande; la tercera, de diez metros, te servirá para bajar la muralla exterior. Me paso los días estudiando el gran muro de levante, es decir el del lado de Ferrara. Hubo allí una grieta, causada por un temblor de tierra, que ha sido tapada con un contrafuerte que forma un plano inclinado. Mi salteador de caminos me asegura que él podría bajar por allí sin mayor dificultad, salvo algún que otro rasponazo, dejándose deslizar por el plano inclinado que forma el contrafuerte. El espacio vertical que queda hasta abajo mide unos nueve metros; éste es, por otra parte, el sitio menos vigilado.
Pero, por considerarlo todo, mi ladrón, que se ha escapado tres veces de la cárcel y que a ti te encantaría, aunque odia a los de tu casta; mi salteador —como te decía—, un hombre tan ágil y rápido como tú, piensa que él preferiría bajar por el lado de poniente, exactamente por enfrente del palacete donde vivía Fausta, que tan bien conoce usted. Le decidiría a optar por ese lado que el muro, aunque muy poco inclinado, está prácticamente cubierto todo él de matojos; hay ramillas leñosas del grosor de un dedo meñique, que aunque pueden desgarrar la piel de quien baje por allí si no pone cuidado, pueden también ofrecer unos agarraderos excelentes. Esta misma mañana he estado mirando ese lado de poniente con un buen catalejo. El sitio mejor es el que queda por debajo de una piedra nueva que pusieron arriba en la balaustrada hará unos dos o tres años. A partir de esa piedra, siguiendo la vertical, te encontrarás primero con un espacio liso de unos seis o siete metros; tendrás que ir muy despacio por allí (imagina cómo palpita mi corazón al darte tan terribles instrucciones, pero el valor consiste en elegir el mal menor, por muy espantoso que éste pueda llegar a ser); después de ese espacio liso, encontrarás un tramo, de veintiséis a treinta metros, de maleza muy crecida, en el que puede verse revolotear a los pájaros; luego otro trecho de unos diez metros, en el que no hay más que hierbas, alhelíes y cañarroyas; un poco antes de llegar al suelo quedan otros seis metros, o seis metros y medio, con maleza y, por último, entre ocho y diez metros que han revocado recientemente.
Lo que a mí me decidiría también para optar por este sitio es que abajo, justo en la vertical de la piedra nueva de la balaustrada, hay una cabaña de madera que se ha hecho un soldado en su huerto y que el capitán de ingenieros de la fortaleza quiere obligarle a desmantelar. Tiene unos cinco metros y medio altura, esta cubierta con paja y esa cubierta queda adosada al muro de la ciudadela. Es ese techo lo que más me tienta; en el caso funesto de un accidente, amortiguaría la caída. Cuando hayas llegado a tierra, estarás todavía dentro del recinto amurallado, que no está demasiado vigilado; si intentaran detenerte, defiéndete a tiros durante unos minutos. Tu amigo de Ferrara y otro valiente, ese a quien llamo mi salteador de caminos, que tendrán escalas, no vacilarán en escalar aquella muralla, que es bastante baja, y acudir en tu ayuda.
La muralla no tiene más de siete metros y medio de altura y un talud muy grande. Yo estaré junto a este último muro con bastante gente armada.
Espero poder hacerte llegar cinco o seis cartas más por este mismo conducto. Te repetiré una y otra vez las mismas cosas con palabras distintas, para llegar a estar perfectamente de acuerdo. Imagínate con qué ánimo te digo que el hombre del disparo al criado que iba cantando, que, después de todo, es el mejor de los hombres y no puede estar más arrepentido, piensa que, aun con un brazo roto, podrás escapar. El salteador de caminos, que tiene más experiencia en expediciones de esta clase, piensa que si bajas muy lentamente, sin apresuramientos de ninguna clase, la libertad no te costará más que algún rasguño. La mayor dificultad está en conseguir las cuerdas; no hago más que pensar en ello; es algo que me tiene obsesionada desde hace quince días.
No contestaré a la locura esa, la única necedad que has dicho en tu vida: «No me quiero escapar». El hombre del disparo al criado que iba cantando dijo que seguramente el aburrimiento te había vuelto loco. No te ocultaré que tememos un peligro inminente que puede obligamos a adelantar la fuga. Te anunciaremos ese peligro mediante las señales de la lámpara, que repetirán varias veces seguidas:
¡Hay fuego en el castillo!
A lo que tú contestarás:
¿Se han quemado mis libros?
La carta tenía aún cinco o seis páginas más, cargadas de detalles; estaba escrita con una letra microscópica y en un papel muy fino.
«Todo esto es muy bonito y está muy bien pensado —se dijo Fabricio—; les estaré eternamente agradecido al conde y a la duquesa; pero aunque seguramente deduzcan que tengo miedo, no me pienso escapar. ¿Puede concebirse que nadie quiera marcharse de un sitio en el que lo colma a uno la felicidad para irse a un destierro espantoso en el que le faltará todo, hasta el aire para respirar? ¿Qué haré yo al cabo de un mes en Florencia? Seguro que acabaré disfrazándome para venir a rondar a la puerta de esta fortaleza, en el intento de acechar una mirada.»
Al día siguiente Fabricio pasó miedo. Estaba en su ventana a eso de las once, contemplando el magnífico paisaje, mientras esperaba a que llegase el momento dichoso en que pudiera ver a Clelia, cuando Grillo entró en la celda sin aliento.
—¡Deprisa, deprisa, Monseñor! ¡Métase en la cama y ponga cara de estar enfermo; vienen tres jueces que están ya por las escaleras! Van a interrogarlo. Piense bien antes de hablar, porque vienen a liarlo.
Mientras decía esto, Grillo se lanzó a cerrar la trampilla de la pantalla, empujó a Fabricio a la cama y le echó dos o tres abrigos por encima.
—Dígales que está muy malo y hable poco, hágales repetir las preguntas para tener, así, tiempo para pensar.
Entraron los tres jueces. «Tres presidiarios, más que tres jueces» —pensó Fabricio cuando vio sus caras torvas. Llevaban unos largos ropones negros. Saludaron gravemente y se sentaron, sin decir palabra, en las tres sillas que había en la celda.
—Señor Fabricio del Dongo —dijo el de más edad—, lamentamos mucho la triste misión que traemos. Hemos venido a comunicarle el fallecimiento de Su Excelencia el señor marqués del Dongo, su padre de usted, segundo gran mayordomo mayor del reino lombardo véneto, caballero y gran cruz de las órdenes de, etcétera, etcétera. Fabricio se echó a llorar; el juez prosiguió:
—Su madre de usted, la señora marquesa del Dongo, le comunica la triste noticia en una carta; pero, en la medida en que ha incluido en esa carta alguna reflexión inconveniente, una orden dictada ayer por el tribunal de justicia determina que sólo le sea leído a usted un extracto de dicha carta. El escribano, señor Bona, procederá ahora a leerle ese extracto.
Una vez terminada la lectura, el juez se acercó a Fabricio, que seguía acostado, y le indicó en la carta de su madre cuáles eran los pasajes cuyas copias acababan de serle leídas. Fabricio pudo ver en la carta palabras como encarcelamiento injusto, castigo cruel por un crimen que no es tal, y comprendió lo que había motivado la visita de los jueces. Por lo demás, dado su desprecio por los magistrados prevaricadores, se limitó a decirles únicamente:
—Estoy enfermo, señores, me muero de debilidad, ustedes me perdonarán si no me puedo levantar.
Una vez que se hubieron ido los jueces, Fabricio siguió llorando mucho tiempo. Luego se dijo a sí mismo: «¿Seré un hipócrita? Yo creo que no lo quería nada».
Aquel día y los siguientes, Clelia se mostró muy triste; lo llamó varias veces, pero apenas tuvo valor para decirle unas pocas palabras. Por la mañana del quinto día que siguió a la primera entrevista, le dijo que por la noche iría a la capilla de mármol.
—Sólo puedo decirle unas palabras —le dijo ella, nada más entrar.
Temblaba de tal modo que tenía que apoyarse en su doncella. Tras enviar a ésta a la entrada de la capilla, siguió diciéndole a Fabricio:
—O me da usted su palabra de honor de que va a obedecer a la duquesa y va a intentar huir cuando ella se lo diga o mañana por la mañana me refugio en un convento y le juro aquí que no vuelvo a dirigirle la palabra en toda mi vida.
Fabricio se quedó mudo.
—Prométamelo —dijo Clelia con lágrimas en los ojos y casi fuera de sí— o ésta es la última vez que nos vemos. Me está usted dando una vida espantosa. Está usted aquí por mi causa y cada día puede ser el último de su existencia.
Clelia se encontraba tan débil que se vio obligada a buscar apoyo en un enorme sillón que se encontraba en medio de la capilla y que había sido del príncipe prisionero. Estaba a punto de desmayarse.
—¿Qué tengo que prometer? —preguntó Fabricio con un tono absolutamente derrotado.
—Ya lo sabe usted.
—Juro entonces que me hundiré conscientemente en una espantosa desventura, y que me condenaré a vivir lejos de todo lo que amo en el mundo.
—Prometa usted cosas concretas.
—Juro que obedeceré a la duquesa y que emprenderé la huida el día que ella diga y como ella diga. ¿Y qué será de mí lejos de usted?
—Jure que se va a escapar pase lo que pase.
—¿Quiere decir eso que está usted dispuesta a casarse con el marqués Crescenzi en cuanto yo ya no esté aquí?
—¡Dios mío! ¿Cómo puede usted pensar eso de mí?… Pero jure, jure o no tendré un solo instante de paz en mi alma.
—Está bien. Juro escaparme de aquí el día que la señora Sanseverina lo ordene, pase lo que pase hasta que llegue ese día.
En cuanto consiguió la jura, Clelia, que se encontraba extraordinariamente débil, se vio obligada a retirarse tras darle las gracias a Fabricio.
—Tenía todo dispuesto para marcharme mañana por la mañana —le dijo—, si usted se hubiera obstinado en quedarse. Éste hubiera sido el último instante de mi vida en que lo hubiera visto a usted; se lo había prometido a la Virgen. Ahora, en cuanto pueda salir de mi cuarto, iré a examinar ese terrible muro por la parte que queda debajo de la piedra nueva del parapeto.
Al día siguiente, le pareció que estaba tan pálida que le dio una vivísima pena. Le dijo desde la ventana de la pajarera:
—No podemos hacemos la menor ilusión, amigo mío; nuestra amistad es pecaminosa, así que no me cabe la menor duda de que nos va a suceder alguna desgracia. Lo descubrirán a usted cuando intente emprender la huida, y lo perderán para siempre, si no sucede algo peor. Aunque hay que hacer caso de la prudencia humana, y la prudencia nos exige que lo intentemos todo. Para bajar por fuera de la torre grande va a necesitar una cuerda resistente de más de sesenta y cinco metros de larga. Por mucho que lo he intentado desde que conozco el plan de la duquesa, todo lo más que he podido conseguir son unas pocas cuerdas que juntas apenas llegan a los dieciséis metros. En la orden del día del gobernador se prescribe que se quemen todas las cuerdas que sean encontradas en la fortaleza, y todas las noches se quitan las cuerdas de los pozos, tan delgadas, por otra parte, que muchas veces se rompen cuando están subiendo su ligera carga. De todas formas, rece usted a Dios para que me perdone, traiciono a mi padre e, hija desnaturalizada, me esfuerzo en darle un disgusto mortal. Rece a Dios por mí. Y si consigue salvar la vida, prometa que la va a consagrar en todos sus momentos a su gloria.
Vea qué idea se me ha ocurrido. Dentro de ocho días, saldré de la ciudadela para ir a la boda de una de las hermanas del marqués Crescenzi. Volveré ya de noche, como es normal, pero haré todo lo posible para que sea muy tarde y, así, lo más probable es que Barbone no se atreva a examinarme muy de cerca. En la boda de la hermana del marqués estarán las señoras más importantes de la corte y entre ellas, sin duda, la señora Sanseverina. Haga usted, ¡por Dios!, que una de esas señoras me dé un paquete bien apretado de cuerdas, que no sean muy gruesas y que hagan el menor bulto posible. ¡Aunque tuviera que exponerme a morir mil veces, trataré por todos los medios, aun los más arriesgados, de meter ese paquete de cuerdas en la ciudadela, haciendo caso omiso, ¡ay!, de mi deber! Si mi padre se entera, no lo volveré a ver a usted; pero sea el que fuere el destino que me aguarda, si puedo contribuir a salvarlo, seré dichosa dentro de los límites de una amistad fraternal.
Aquella misma noche, mediante las comunicaciones nocturnas con la lámpara, Fabricio informó a la duquesa de la ocasión única que se les presentaba para poder meter en la ciudadela una cantidad suficiente de cuerdas. Le rogaba también que guardara el secreto, incluso ante el conde, lo que no dejaba de parecer una rareza. «Se ha vuelto loco —pensó la duquesa—; la cárcel lo ha cambiado; se toma las cosas a la tremenda».
Al día siguiente, una bola de plomo, lanzada por el hondero, le trajo al prisionero el anuncio del mayor de los peligros posibles: «La persona que se encargaba de meter las cuerdas —decía la carta— le salvaba positiva y exactamente la vida». Fabricio se apresuró a dar esta noticia a Clelia. La bola de plomo traía también un croquis muy exacto del muro de poniente que tenía que bajar desde lo alto de la gran torre hasta el espacio comprendido entre ésta y los bastiones, desde donde era bastante fácil escapar pues la muralla no tenía más que siete metros y medio de altura y estaba bastante mal vigilada. En el revés del croquis, con una letra pequeña y fina, habían escrito un soneto magnífico; en él, un alma generosa exhortaba a Fabricio a emprender la fuga y a no dejar que los once años de cautividad que aún le quedaban envilecieran su alma ni consumieran su cuerpo.
En este punto, nos vemos obligados a interrumpir por un momento la historia de esta empresa tan atrevida para dar cuenta de un detalle que explica, en parte, el valor que tuvo la duquesa para aconsejar a Fabricio una fuga tan peligrosa.
Como todos los partidos que aún no tienen el poder, el de la Raversi no estaba demasiado unido. El caballero Riscara detestaba al fiscal Rassi, al que acusaba de haberle hecho perder un importante pleito, en el que, a decir verdad, él, Riscara, no tenía ninguna razón. A Riscara se debió que el príncipe recibiera una nota anónima en la que se le informaba de que la sentencia de Fabricio había sido remitida oficialmente al gobernador de la ciudadela. A la marquesa Raversi, la muy hábil jefa del partido, le contrarió mucho aquel paso en falso y se apresuró a decírselo a su amigo el fiscal general. Ella no daba importancia a que Rassi quisiera sacar algún provecho del ministro Mosca mientras éste estuviera en el poder. Rassi se presentó intrépidamente en palacio, pensando que saldría del apuro con algunos puntapiés; el príncipe no podía perder a un jurisconsulto experto, y Rassi había mandado al destierro, por liberales, a un juez y a un abogado, los únicos que podían haberse quedado con su puesto.
El príncipe, fuera de sí, lo cubrió de insultos y le fue encima para pegarle.
—¡Bueno! No fue más que una distracción de un funcionario —respondió Rassi con la mayor tranquilidad—; es un procedimiento que ordena la ley, tenía que haberse hecho al día siguiente del ingreso del señor del Dongo en la ciudadela. Un funcionario diligente debió pensar que se había incurrido en una omisión y debió pedirme la firma de remisión como mero trámite.
—¿Y pretendes que me crea una mentira tan burda? —gritó el príncipe furioso—; di más bien que te has vendido a ese bribón de Mosca, y que por eso te ha dado la cruz. Pero ¡maldita sea!, no te vas a ir de rositas con unos golpes: te voy a procesar, te voy a destituir con deshonra.
—¡Procéseme, si quiere! —respondió Rassi con seguridad, pues sabía que aquel era un medio seguro para calmar al príncipe. La ley me favorece, y usted no tiene un segundo Rassi para forzarla. No me destituirá usted porque su severidad sólo dura unos momentos; mientras transcurren esos momentos, usted quiere sangre, pero al mismo tiempo quiere conservar el aprecio de los italianos razonables, y ese aprecio es una condición sine qua non para su ambición. En definitiva, acabará llamándome para que le resuelva algún asunto por el que la severidad de su carácter tenga algún interés y, como de costumbre, yo le conseguiré una sentencia bien articulada, dictada por jueces timoratos y suficientemente honrados, de tal manera que sus pasiones quedarán satisfechas. ¡Dígame si podría encontrar otro hombre en sus estados tan útil como yo!
Dichas tales cosas, Rassi salió corriendo; salió del paso con un reglazo bien dado y cinco o seis patadas. Nada más salir del palacio, se fue a su predio de Riva; no dejaba de tener algún miedo a alguna puñalada fruto del primer arrebato de ira, pero tampoco albergaba la menor duda de que antes de quince días sería llamado a la capital mediante algún correo. Dedicó el tiempo que pasó en el campo a organizar un sistema de correspondencia seguro con el conde Mosca. Quería, más que nada en el mundo, aquel título de barón, y pensaba que el príncipe valoraba en mucho aquella institución, en otro tiempo sublime, la nobleza, como para consentir en otorgársela nunca; mientras que el conde, muy orgulloso de su origen, no valoraba otra nobleza que la que pudieran probar títulos anteriores a 1400.
No se equivocaba el fiscal general en sus previsiones; apenas llevaba ocho días en su propiedad, cuando un amigo del príncipe, que pasó casualmente por allí, le aconsejó que volviera a Parma sin más dilación. El príncipe lo recibió con risas, aunque enseguida se puso serio y le hizo jurar sobre los Evangelios que guardaría secreto sobre lo que iba a confiarle. Rassi juró con mucha seriedad, y el príncipe, con el fulgor del odio en los ojos, le dijo que no tendría tranquilidad mientras Fabricio del Dongo estuviera con vida.
—No puedo —añadió— desterrar a la duquesa y tampoco puedo soportar su presencia; sus miradas retadoras no me dejan vivir.
Rassi dejó que el príncipe se explayase; luego, fingiendo una consternación extrema, dijo por fin:
—Vuestra Alteza será obedecido, eso sin duda, pero el asunto es terriblemente complicado. No parece posible condenar a muerte a un del Dongo por el asesinato de un Giletti. Ya fue un asombroso logro haber conseguido doce años de ciudadela. Además, creo que la duquesa ha dado con tres de los lugareños que trabajaban en la excavación de Sanguigna, y que estaban fuera de la zanja cuando aquel bandido de Giletti atacó a del Dongo.
—¿Y dónde están esos testigos? —preguntó el príncipe irritado.
—Escondidos en el Piamonte, me imagino. Necesitaríamos una acusación de conspiración contra Vuestra Alteza…
—Eso tiene su peligro —dijo el príncipe—, da ideas.
—Pues —dijo Rassi con fingida inocencia— no hay otro recurso oficial.
—Queda el veneno…
—¿Y quién podría dárselo? ¿Ese imbécil de Conti?
—Pues, según dicen por ahí, no sería la primera vez que lo intenta…
—Habría que provocar su cólera —respondió Rassi—, y además, cuando despachó a aquel capitán, aún no tenía treinta años, estaba enamorado y era infinitamente menos pusilánime de lo que es ahora. Todo debe allanarse a la razón de Estado, sin duda alguna; pero, así, de improviso, a primera vista, no veo yo otra persona para ejecutar las órdenes del soberano que a un individuo llamado Barbone, funcionario administrativo de la prisión, a quien el señor del Dongo tiró al suelo de un bofetón el día en que entró en la cárcel.
En cuanto el príncipe se tranquilizó, la conversación se alargó infinitamente; la terminó concediendo a su fiscal general un plazo de un mes; Rassi hubiera preferido dos. Al día siguiente recibió éste una gratificación secreta de mil cequíes. Estuvo dando vueltas al asunto durante tres días; al cuarto concluyó en un razonamiento que le parecía evidente: «Sólo el conde Mosca tendrá valor para mantener su palabra, pues haciéndome barón, no me concede nada que él aprecie especialmente; en segundo lugar, si le informo, probablemente me libro de cometer un crimen por el que, más o menos, me han pagado por adelantado; en tercer lugar, me vengo de los primeros golpes humillantes recibidos por el caballero Rassi». A la noche siguiente le contó al conde Mosca toda su conversación con el príncipe.
El conde galanteaba en secreto a la duquesa; ciertamente mantenía la limitación de una o dos visitas semanales a su casa; pero casi no había semana en que no se le ocurriera algún pretexto para hablar de Fabricio; en tales ocasiones la duquesa, entrada ya la noche y acompañada de Chekina, iba a pasar unos momentos al jardín del conde. Se las ingeniaba para engañar incluso a su cochero, un hombre leal, a quien hacía creer que estaba de visita en una casa cercana.
Imagínese el lector la prisa que se dio el conde, nada más oír la terrible confidencia del fiscal, en darle a la duquesa la señal convenida. Aunque la noche estaba ya muy avanzada, ella le rogó, por medio de Chekina, que fuera a su casa inmediatamente. El conde, encantado, como cualquier enamorado, con esta apariencia de intimidad, vacilaba, no obstante, en contarle toda la verdad a la duquesa; temía que enloqueciera de dolor.
Tras haber buscado algunas medias palabras para suavizar el anuncio fatal, acabó, sin embargo, por contarle todo. Le era imposible guardar un secreto por el que ella le preguntaba. Desde hacía nueve meses, la desventura extrema había modificado a aquel espíritu ardiente, lo había templado, y la duquesa no se deshizo ni en lágrimas ni en quejas.
Al día siguiente por la noche mandó transmitir a Fabricio la señal de gran peligro:
¡Hay fuego en el castillo!
A lo que éste contestó puntualmente:
¿Se han quemado mis libros?
Aquella misma noche tuvo la suerte de poderle hacer llegar una carta dentro de una bola de plomo. Esto sucedió ocho días después de la boda de la hermana del marqués Crescenzi, en la que la duquesa incurrió en una imprudencia enorme que contaremos cuando sea oportuno.