La ambición del general Fabio Conti, excitada hasta el paroxismo por las dificultades que acababan de presentarse en la carrera del primer ministro Mosca —y que parecían anunciar su caída—, lo inducía a hacerle a su hija violentas escenas. Lleno de cólera le repetía constantemente que tiraba por la ventana sus posibilidades de éxito, si no terminaba de decidirse a elegir entre sus pretendientes; con veinte años cumplidos había llegado el momento de comprometerse. Aquel estado de aislamiento cruel en que su obstinación sin sentido sumía al general tenía que concluir finalmente, etcétera, etcétera.
El primer motivo que tuvo Clelia para refugiarse en la pajarera fue escapar a aquellos arranques de mal genio. Se llegaba allí por una escalera de madera, pequeña y muy incómoda, sumamente molesta de subir para el gobernador que padecía de gota.
Desde hacía algunas semanas el alma de Clelia estaba muy turbada; hasta tal punto ignoraba ella misma qué debía desear, que, sin haber llegado a asentir explícitamente ante su padre, casi se había dejado comprometer. En uno de sus arrebatos de cólera, el general le había gritado que ya se ocuparía él de enviarla a que se aburriera al convento más triste de Parma y que la dejaría allí muerta de asco hasta que se dignara tomar una decisión.
—Sabe usted perfectamente que nuestra casa, aunque muy antigua, no llega a reunir seis mil libras de renta, mientras que la fortuna del marqués Crescenzi llega a más de cien mil escudos al año. Todo el mundo en la corte le reconoce un bonísimo carácter, jamás ha dado motivo de queja a nadie, es muy guapo, joven, apreciadísimo por el príncipe; le digo que tiene que estar loca de atar para rechazar sus proposiciones. Si fuera éste el primer rechazo, podría aguantarlo; pero es que son ya cinco o seis partidos, y de los mejores de la corte, los que lleva rechazados, como la tontita que es. ¿Y qué sería de usted —le pregunto—, si me quedara sólo con la paga de retirado? ¡Qué triunfo para mis enemigos, verme viviendo en un segundo piso a mí, de quien tantas veces se ha hablado para el ministerio! ¡No, ni hablar! ¡Ya es mucho tiempo de hacer el papel de Casandro[32] por pura bondad! Ahora mismo va a decirme qué objeciones puede ponerle al pobre marqués Crescenzi, que ha tenido la bondad de enamorarse de usted, de querer casarse con usted sin dote, y de asignarle una renta de treinta mil libras, con la que yo podría al menos pagarme la casa; ahora mismo va a hablarme con coherencia o, ¡maldita sea, se casa antes de dos meses!…
Un solo argumento de todo este discurso inquietó a Clelia y fue la amenaza de ser enviada a un convento y, por lo tanto, alejada de la ciudadela, justo en el momento en que la vida de Fabricio pendía de un hilo, pues no había mes en que no corriera por la ciudad y por la corte el rumor de su muerte inminente. Se hiciera el razonamiento que se hiciera, no podía decidirse a correr el riesgo de ser separada de Fabricio precisamente cuando temía por su vida. Éste sería, a sus ojos, el peor de los males y, en todo caso, el más inmediato.
No quiere decir esto que la eventualidad de no ser alejada de Fabricio pusiera su corazón en la perspectiva de la felicidad. Clelia estaba convencida de que la duquesa lo amaba, y tenía el alma desgarrada por unos celos mortales. Pensaba constantemente en la ventaja que le llevaba aquella mujer tan admirada por todos. La extrema reserva que se imponía a sí misma en su relación con Fabricio, el lenguaje de signos en que lo había confinado por miedo a caer en alguna indiscreción, todo parecía reunirse para sustraerle a él la posibilidad de que le explicara cuál era la naturaleza de su relación con la duquesa. Así, día a día, experimentaba más cruelmente la espantosa desventura de tener una rival en el corazón de Fabricio y, día a día, menguaba su valor para exponerse a darle a él ocasión de decir toda la verdad sobre lo que sentía en su corazón. Y, sin embargo, ¡qué maravilla sería poder oírle confesar sus verdaderos sentimientos; qué delicia poder olvidar las espantosas sospechas que le envenenaban la vida!
Fabricio era un inconstante en el amor; en Nápoles tenía fama de cambiar de amante con mucha facilidad. Y Clelia lo sabía; aunque a una señorita se le exigía una extremada discreción, desde que la habían hecho canonesa[33] y acudía a la corte, sin hacer nunca una pregunta, simplemente escuchando, se había ido enterando perfectamente de la reputación que tenían los jóvenes que sucesivamente habían pedido su mano. Pues bien, Fabricio era mucho más liviano en sus relaciones amorosas que todos aquellos jóvenes. Ahora estaba en la cárcel, se aburría, cortejaba a la única mujer con que podía hablar. ¿Podía haber nada más sencillo? ¿Nada más corriente? Y esto era lo que más le dolía a Clelia; porque, aun cuando, tras una revelación completa de Fabricio, ella se enterara de que no estaba enamorado de la duquesa, ¿qué confianza podría tener en sus palabras?, e, incluso, aun cuando creyera en la sinceridad de sus palabras, ¿qué confianza podría tener en la constancia de sus sentimientos? Y, por último, y para mayor desesperación, ¿no estaba Fabricio muy adelantado ya en su carrera eclesiástica? ¿No estaba a punto de comprometerse con los votos perpetuos? ¿No le esperaban las mayores dignidades que podía ofrecerle aquel género de vida? «Si me quedara un resquicio de sentido común, ¿no debería poner distancia? —se decía la desventurada Clelia—. ¿No debería suplicarle a mi padre que me encerrara en algún convento bien lejano? ¡Y, para colmo de miserias, lo que ahora ordena todo mi comportamiento es precisamente el temor a ser alejada de la ciudadela y encerrada en un convento! Ese temor es lo que me fuerza a disimular, lo que me obliga a la odiosa e infame mentira de fingir que acepto las delicadezas y las atenciones públicas del marqués Crescenzi».
El carácter de Clelia era extremadamente razonable; nunca, en toda su vida, había tenido que reprocharse un solo paso atolondrado y, en aquellas circunstancias, su comportamiento era el colmo de la sinrazón. Juzgue el lector cuál no sería su sufrimiento…, tanto más cruel cuanto que no se hacía la menor ilusión. Se ligaba a un hombre de quien la mujer más bella de la corte estaba perdidamente enamorada, ¡una mujer tan superior a ella, Clelia, por tantas razones! Y un hombre que, si hubiera estado en libertad, no hubiera sido capaz de un compromiso serio, mientras que ella, y esto lo sabía perfectamente, no se comprometería más que una sola vez en la vida.
Así pues, cada vez que Clelia iba a la pajarera lo hacía con el corazón turbado por los más espantosos remordimientos; una vez allí, adonde llegaba como a su pesar, su inquietud cambiaba de objeto, se hacía menos cruel por algunos instantes, sus remordimientos desaparecían. Latiéndole el corazón con indecible violencia, espiaba los momentos en que Fabricio podía abrir la especie de mirilla que había practicado en la inmensa pantalla que tapaba su ventana. Muchas veces, la presencia en la celda de Grillo, el carcelero, le impedía hablar por señas con su amiga.
Una noche, a eso de las once, Fabricio oyó unos ruidos sumamente extraños en la ciudadela. En medio de la oscuridad, se acercó lo más que pudo a la ventana, hasta sacar la cabeza fuera de la mirilla para poder llegar a oír algo mejor los ruidos que hacían en la escalera grande, la conocida como la de los trescientos escalones, que subía por dentro de la torre redonda, desde el primer patio, hasta la plataforma de piedra sobre la que se había construido el palacio del gobernador y la prisión Farnesio en que él se encontraba.
Hacia la mitad de su recorrido, a la altura del peldaño ciento ochenta, la escalera pasaba del lado sur de un gran patio al lado norte, mediante un puente de hierro muy ligero y muy estrecho, en cuyo centro estaba apostado un vigilante. Aquel hombre era relevado cada seis horas, y tenía que levantarse y ponerse de lado para que se pudiera pasar por aquel puentecillo que guardaba, único acceso al palacio del gobernador y a la torre Farnesio. Bastaba dar dos vueltas de llave en un mecanismo (y la llave la tenía consigo el gobernador) para que el puente cayera al patio desde una altura de unos treinta y tres metros. Una vez tomada esta simple precaución, como no había otra escalera en toda la ciudadela y como todas las noches, a las doce, un sargento llevaba a casa del gobernador, para dejarlas en un aposento al que sólo se podía entrar desde su cuarto, las cuerdas de todos los pozos, el gobernador quedaba completamente inaccesible en su palacio y, del mismo modo, le habría sido imposible a quienquiera que hubiera pretendido acceder a la torre Farnesio. De todo esto se había dado perfecta cuenta Fabricio el día de su llegada a la ciudadela y, además, se lo había explicado muchas veces Grillo a quien, como a todos los carceleros, le encantaba cantar las excelencias de su prisión. No había, pues, la menor esperanza de fuga. Pero Fabricio recordaba una máxima del abate Blanes: «Piensa más el amante en llegar hasta su querida que el marido en guardar a su mujer; piensa más el preso en fugarse que el carcelero en cerrar la puerta; así pues, sean los que fueren los obstáculos, preso y amante han de lograr su propósito».
Aquella noche, Fabricio oyó muy claramente pasar por el puente de hierro a un gran número de hombres. Llamaban a aquella pasarela el puente del esclavo porque, hacía mucho tiempo, un esclavo dálmata había conseguido escapar, tras tirar al patio, desde el puente, al guardián.
«Vienen hacia aquí, a trasladar a alguien; quizá vengan a por mí, para llevarme a la horca. Puede ser que haya cierta confusión, tendré que aprovecharme». Había cogido sus armas y estaba ya retirando el oro de algunos escondrijos, cuando se detuvo súbitamente.
«¡Qué animal tan gracioso es el hombre! —exclamó para sí—. ¿Qué diría un espectador invisible que pudiera observar mis preparativos? ¿Acaso quiero yo escapar? ¿Qué sería de mí al día siguiente de mi vuelta a Parma? ¿No haría lo posible y lo imposible para volver cerca de Clelia? Si hay jaleo, lo aprovecharé para colarme en el palacio del gobernador; quizá pueda hablar con Clelia; quizá, amparándome en el desorden, me atreva a besarle la mano. El general Conti, tan desconfiado como vanidoso, tiene puestos cinco centinelas en el palacio, uno en Cada esquina del edificio y otro en la puerta, pero por suerte la noche es muy oscura». Con todo sigilo, Fabricio se acercó a ver qué hacían Grillo y su perro. El carcelero estaba profundamente dormido en una piel de vaca colgada del tablero inferior mediante cuatro cuerdas y envuelta en una burda red; el perro, Fox, abrió los ojos, se levantó y se acercó lentamente a Fabricio para que lo acariciara.
Nuestro prisionero subió con ligereza los seis escalones que llevaban a su celda de madera. El ruido se estaba haciendo tan intenso al pie de la torre Farnesio, precisamente delante de la puerta, que pensó que despertaría a Grillo. Fabricio, cargado con todos sus pertrechos, dispuesto para la acción, pensaba que aquella noche le reservaba grandes aventuras. De pronto empezó a sonar la música más hermosa del mundo; era una serenata que alguien le daba al general o a su hija. Le dio un ataque de risa loca. «¡Y yo que estaba ya pensando en liarme a cuchilladas! ¡Como si, para explicar la presencia de ochenta personas en una prisión, no fuera algo infinitamente más trivial una serenata que un traslado o que una revuelta!». La música era excelente; a Fabricio, que no había tenido la menor distracción durante tantas semanas, le parecía deliciosa; le hizo llorar dulcemente; en su arrobamiento dirigía los discursos más irresistibles a la bella Clelia. Al día siguiente, no obstante, la encontró sumida en una melancolía tan sombría, estaba tan pálida, las miradas que le dirigió tenían a veces tanta ira, que no se sintió autorizado para hacerle ninguna pregunta sobre la serenata. Temió ser indiscreto.
Clelia tenía muy buenas razones para estar triste; la serenata se la había dado el marqués Crescenzi; que el marqués hubiera dado un paso como aquel, tan notorio, era una especie de anuncio oficial de casamiento. Hasta el día de la serenata, hasta las nueve de la noche de aquel mismo día, Clelia había opuesto la resistencia más admirable, pero había tenido la debilidad de ceder ante la amenaza de su padre de que la encerraría inmediatamente en el convento.
«¡Ay! ¡Ya no lo veré más! —se había dicho a sí misma entre lágrimas. Y en vano su razón había añadido—: ¡Ya no veré más a ese ser que, de un modo u otro, me hará desgraciada; ya no veré más a ese amante de la duquesa; ya no veré más a ese calavera que ha tenido diez amantes en Nápoles, que se sepa, y a todas las ha engañado; ya no veré más a ese ambicioso joven que, si sobrevive a la sentencia dictada contra él, recibirá las órdenes sagradas! Sería un crimen si lo volviera a mirar cuando esté fuera de esta ciudadela. Aunque su natural inconstancia me ahorrará la tentación, porque ¿qué soy yo para él, sino un modo de pasar menos tediosamente algunas horas de sus días de cárcel?». En medio de aquella invectiva, Clelia se acordó de la sonrisa con que miraba él a los gendarmes que lo rodeaban cuando salía de la oficina del registro antes de que lo subieran a la torre Farnesio, y sus ojos se inundaron de lágrimas: «¡Qué no haría yo por ti, amigo mío; tú serás mi perdición, lo sé, es mi destino; me pierdo yo a mí misma, atrozmente, asistiendo esta noche a esa espantosa serenata; pero mañana, al mediodía, volveré a ver tus ojos!».
Y fue precisamente el día siguiente a aquel en que Clelia había sacrificado tantas cosas al joven prisionero a quien amaba tan apasionadamente; el día siguiente a aquel en que, después de considerar todos sus defectos, le había sacrificado su vida, el día en que Fabricio se desesperó ante su frialdad. Por poco que hubiera presionado el alma de Clelia, aun utilizando el tan imperfecto lenguaje de las señas, ella hubiera roto a llorar probablemente; pero le faltaba valor, tenía un miedo mortal a ofender a Clelia. El castigo que ella podía infligirle era demasiado severo. En otras palabras, Fabricio no tenía la menor experiencia de esa clase de emoción que inspira una mujer a la que se ama; era aquella una sensación que no había experimentado jamás, ni siquiera en sus gradaciones más débiles. Necesitó ocho días, tras aquel de la serenata, para que su relación con Clelia recuperara el carácter amigable que venía teniendo. La pobre muchacha se moría de miedo a traicionarse, por lo que se armaba de severidad, y a Fabricio le parecía que las cosas iban peor de día en día.
Hacía ya casi tres meses que Fabricio estaba preso, sin haber tenido ninguna comunicación con el exterior y, no obstante, sin haberse sentido mal por ello. Aquel día, Grillo se había quedado hasta muy entrada la mañana en su celda. Fabricio no sabía qué hacer para que se fuera. Estaba desesperado. Finalmente, cuando habían sonado ya las doce y media, pudo abrir las dos trampillas de unos treinta centímetros de alto que había practicado en la aciaga pantalla. Clelia estaba de pie, asomada a la ventana de la pajarera, con los ojos fijos en la ventana de Fabricio. Los rasgos crispados de su rostro expresaban una violenta desesperación. En cuanto vio a Fabricio le dijo mediante señas que todo estaba perdido. Corrió al piano y, fingiendo cantar un recitativo de ópera muy de moda en aquella época, con frases entrecortadas por la desesperación y el miedo a que la entendieran los centinelas que hacían guardia bajo la ventana, le dijo:
¡Dios mío! ¡Aún está usted vivo! ¡Cuántas gracias le tengo que dar a Dios! Barbone, el carcelero, a quien usted castigó por su insolencia el día en que llegó aquí, había desaparecido, se había ido de la ciudadela. Volvió anteayer por la noche y, desde ayer, tengo razones para creer que quiere envenenarlo. Anda merodeando en torno a la cocina del palacio, que es donde le preparan a usted sus comidas. No puedo asegurarle nada, pero mi doncella cree que, si ese hombre espantoso se acerca a la cocina, es con el único propósito de matarlo a usted. Me moría de nerviosismo cuando no aparecía usted; pensaba que había muerto. No coma usted nada hasta nuevo aviso, haré lo que sea para poder darle un poco de chocolate. En cualquier caso, esta noche, a las nueve, si Dios quiere que tenga usted algún hilo o pueda hacer una tira con su ropa blanca, déjelos caer desde su ventana sobre los naranjos, yo ataré una cuerda que usted podrá recoger y, con ayuda de esa cuerda, le haré llegar pan y chocolate.
Fabricio, que había conservado como un tesoro el pedazo de carbón que había encontrado en la estufa de su celda, no dudó ni un instante en aprovechar la emoción de Clelia y escribirse en la mano una sucesión de letras que leídas seguidas formaban las siguientes palabras:
La amo a usted, si aprecio la vida es porque la veo; envíeme, sobre todo, papel y un lápiz.
Como había previsto Fabricio, el terror que había percibido en el rostro de Clelia impidió a la muchacha cortar la conversación tras la osada frase «la amo a usted». Se contentó con manifestar un fuerte enfado. Y Fabricio fue lo suficientemente listo como para añadir:
Con el viento que hace hoy, entiendo muy mal los consejos que ha tenido a bien darme cantando, el sonido del piano tapa la voz. ¿Qué decía usted de un veneno?
Cuando leyó esta última palabra, todo el terror de la muchacha volvió a hacer acto de presencia. A toda prisa, se puso a dibujar con tinta unas letras muy grandes en las páginas que desgarró de un libro. Fabricio no cabía en sí de gozo; por fin se establecía, al cabo de tres meses de cuidados, aquel sistema de correspondencia que tantas veces había rogado en vano. Decidió no abandonar la estratagema que tan buen resultado le había dado, y, como lo que quería era escribir cartas, a cada poco fingía no entender bien las palabras que Clelia le mostraba deletreándoselas ante sus ojos.
Se vio ésta obligada a dejar la pajarera para ir corriendo a donde estaba su padre. Lo que más temía era que viniera él a buscarla a aquel cuarto. Dada su natural suspicacia, no le hubiera dejado nada tranquilo la proximidad entre la ventana de la pajarera y la pantalla que upaba la del prisionero. A la propia Clelia, unos momentos antes, cuando el no asomarse de Fabricio la sumía en un nerviosismo de muerte, se le había ocurrido que se podía tirar una piedrecilla envuelta en un papel por encima de la pantalla y, si el azar quería que en aquel momento no estuviera en la celda el carcelero encargado de la guarda de Fabricio, el procedimiento no dejaba de ser un medio de correspondencia seguro.
Se apresuró nuestro prisionero a fabricarse una especie de cinta desgajándola de la ropa blanca; y, por la noche, poco después de las nueve, oyó perfectamente unos golpecillos dados en alguno de los cajones de los naranjos que estaban bajo su ventana. Dejó caer la cinta y, al recuperarla, le trajo un cordelillo muy largo que traía atado, primero, una provisión de chocolate y, luego, para indescriptible satisfacción suya, un rollo de papel y un lápiz. En vano volvió a largar la cuerda al instante, ya no le llegó nada más. Al parecer los centinelas se habían acercado a los naranjos. Pero estaba ebrio de alegría. Se puso inmediatamente a escribirle a Clelia una carta infinita. En cuanto estuvo terminada, la ató a la cuerda y la dejó caer. Durante más de tres horas esperó infructuosamente a que fuera recogida. En multitud de ocasiones la recogió para introducir algún cambio. «Si Clelia no ve mi carta esta noche —se decía—, cuando todavía está conmovida con esas ideas del veneno, quizá mañana por la mañana rechace ya de plano la idea de recibir una carta».
En realidad, Clelia no había podido dejar de ir a la ciudad con su padre. Fabricio llegó a pensarlo, más o menos, cuando, a eso de las doce y media de la noche, oyó el coche del general que volvía; conocía el paso de los caballos. Su alegría no pudo ser mayor cuando, algunos minutos después de haber oído al general atravesar la plataforma y a los centinelas presentarle armas, notó que tiraban del cordel que no había dejado de tener arrollado al brazo. Dos pequeñas sacudidas le avisaron de que podía recoger el cordel; llevaba atado un gran peso. Tuvo bastantes dificultades para hacer pasar el bulto que cobraba a causa de una cornisa muy saliente que había bajo su ventana.
El objeto que tanto le había costado subir era una garrafa llena de agua, envuelta en un chal. El pobre joven, después de tanto tiempo de completa soledad, encontró un inmenso placer en cubrir de besos aquel chal. Pero lo que verdaderamente no se puede describir es su emoción cuando, tras tantos días de esperanzas vanas, descubrió un papelito prendido al chal con un alfiler.
No beba usted más que esta agua, no se alimente más que con el chocolate. Mañana haré todo lo posible para hacerle llegar pan, lo marcaré por todas partes con crucecitas hechas a tinta. Es espantoso decirlo, pero tiene que saberlo: muy probablemente han encargado a Barbone que lo envenene. ¿Cómo no se ha dado usted cuenta de que el asunto que aborda en su carta escrita a lápiz sólo puede disgustarme? Tanto, que no le escribirla si no fuera por el peligro extremo que le amenaza. Acabo de ver a la duquesa, está bien, como el conde, aunque ella ha adelgazado mucho. No vuelva a escribirme sobre ese asunto. ¿Quiere usted que me enfade?
Clelia tuvo que hacer un enorme esfuerzo de generosidad para escribir la antepenúltima frase de esta nota. En boca de todo el mundo en la corte estaba que la señora Sanseverina se hacía muy amiga del conde Baldi, el guapo mozo que había sido amante de la marquesa Raversi. Lo cierto, en cualquier caso, es que Baldi se había peleado del modo más escandaloso con dicha marquesa, que durante seis años había sido como una madre para él y lo había introducido en el gran mundo.
Clelia había tenido que escribir dos veces aquella nota compuesta a toda prisa, porque la primera redacción dejaba entrever algo de los nuevos amores que la malignidad pública atribuía a la duquesa.
«¡Qué bajeza la mía —había exclamado para sí—: hablarle mal a Fabricio de la mujer a la que ama!…».
A la mañana siguiente, mucho antes del amanecer, Grillo entró en la celda de Fabricio, dejó un paquete bastante pesado y se fue sin decir nada. El paquete contenía un pan grande, adornado por todas partes con crucecitas hechas a tinta. Fabricio las cubrió de besos; estaba enamorado. Junto al pan había un rollo envuelto muchas veces en papel; dentro había seis mil francos en cequíes; finalmente, Fabricio encontró un breviario nuevo muy bonito. Con una letra que ya empezaba a conocer, en uno de los márgenes estaba escrito:
¡El veneno! Mucho cuidado con el agua, con el vino, con todo; no comer más que chocolate, tratar de que el perro coma los alimentos que traigan, ¡y no tocarlos! Conviene no parecer desconfiado, el enemigo buscaría otros medios. ¡Ni una sola imprudencia, por Dios, ni una sola ligereza!
Fabricio hizo desaparecer inmediatamente aquellas queridas letras que podrían comprometer a Clelia y desgarró un buen número de pliegos del breviario, con los que hizo varios alfabetos. Cada letra estaba cuidadosamente escrita con carbón molido y disuelto en vino. Los alfabetos estaban secos cuando, a las doce menos cuarto, Clelia apareció a dos pasos por detrás de la ventana de la pajarera. «Ahora, lo importante —se dijo Fabricio— es que se avenga a utilizarlos». Por suerte para él, ella tenía muchas cosas que contar al joven prisionero a propósito del intento de envenenamiento: un perro de las criadas había muerto tras comer un plato que era para él. Clelia distaba mucho de poner objeciones al uso de los alfabetos; ella misma tenía ya preparado uno magnífico, hecho con tinta. La conversación entablada con aquel sistema, bastante incómodo al principio, no duró menos de hora y media, o sea, todo el tiempo que Clelia podía estar en la pajarera. En las dos o tres ocasiones en que Fabricio se permitió abordar asuntos prohibidos, ella no contestó y, por unos momentos, se fue a darles a sus pájaros los cuidados que necesitaban.
Había conseguido Fabricio que, por la noche, cuando le envió el agua, le hiciera llegar uno de los alfabetos hechos por ella con tinta, que se veían mucho mejor que los suyos. Y no dejó de escribirle una carta muy larga en la que tuvo mucho cuidado de no poner ninguna ternura, al menos en forma que pudiera ofenderla. Aquel procedimiento tuvo éxito; su carta fue aceptada.
Al día siguiente, en la conversación mediante los alfabetos, Clelia no le hizo ningún reproche. Le contó que el peligro de envenenamiento iba siendo menor. A Barbone le habían dado una soberana paliza, que casi lo había matado, unos muchachos que cortejaban a las criadas de la cocina del palacio del gobernador y lo más probable era que no se atreviera a volver por aquellas dependencias. Le confesó que, por su parte, se había atrevido a robarle a su padre un contraveneno para él. Se lo enviaba. Lo esencial era que rechazara inmediatamente cualquier alimento que le supiera raro.
Clelia le había preguntado insistentemente a don César por la procedencia de los seiscientos cequíes que había recibido Fabricio, pero no había obtenido respuesta; en cualquier caso era una magnífica señal; la severidad se mitigaba.
Este episodio del veneno hizo progresar infinitamente los intereses de nuestro prisionero; aunque nunca pudo obtener el menor reconocimiento de nada que se pareciera al amor, tenía la dicha de vivir en la mayor intimidad con Clelia. Todas las mañanas, y muchas noches, mantenían una larga conversación mediante los alfabetos. Todas las noches, a las nueve, Clelia aceptaba una extensa carta y algunas veces contestaba con unas pocas palabras. Ella le enviaba el periódico y algunos libros. Por último, Fabricio se había ganado a Grillo hasta el punto de que todos los días le traía el pan y el vino que le suministraba la doncella de Clelia. El carcelero Grillo había llegado a la conclusión de que el gobernador no estaba muy de acuerdo con quienes habían encargado a Barbone el envenenamiento del joven monseñor, y aquello le hacía muy feliz, a él y a sus compañeros, pues corría una frase por la casa: «Basta con mirarle a la cara a monseñor del Dongo para que te dé dinero».
Fabricio estaba ahora muy pálido y la falta absoluta de ejercicio perjudicaba su salud; aparte de esto, nunca había sido tan feliz. El tono de la conversación entre Clelia y él era íntimo y algunas veces alegre. Los únicos momentos de la vida de Clelia en los que no le asaltaban previsiones funestas y remordimientos eran los que pasaba charlando con él. Un día cometió la imprudencia de decirle:
—Admiro su delicadeza; siendo yo la hija del gobernador, no me habla usted nunca del deseo de recobrar la libertad.
—Lo que pasa es que ni se me ocurre tener un deseo tan absurdo —le contestó Fabricio—; una vez en Parma, ¿cómo la iba a ver a usted? La vida se me haría insoportable si no pudiera decirle todo lo que pienso…, bueno, exactamente todo lo que pienso no, usted me ata muy corto; pero, de todas formas, a pesar de sus maldades, vivir sin verla todos los días sería para mí un suplido mucho mayor que esta prisión. Nunca he sido tan feliz…, ¿no es gracioso comprobar que la felicidad me esperaba en la cárcel?
—Hay mucho que decir a ese respecto —contestó Clelia con una cara súbitamente seria, casi sombría.
—¡Cómo! —exclamó Fabricio muy alarmado—, ¿Corro el peligro de perder ese rinconcito tan pequeño de su corazón que he conseguido conquistar y que es la única alegría que tengo en el mundo?
—Sí —le contestó ella—, tengo buenas razones para creer que no es sincero conmigo, aunque fuera, en el gran mundo, tenga usted fama de hombre muy caballeroso; pero son cosas de las que no quiero hablar hoy.
Aquella extraña digresión hizo muy embarazoso el resto del coloquio, y, en muchos momentos, a los dos se les llenaron de lágrimas los ojos.
El fiscal general Rassi quería a toda costa cambiar de nombre. Estaba muy cansado de lo que había llegado a significar el que llevaba y quería convertirse en el barón Riva. El conde Mosca, por su parte, ponía todo su arte en fomentar aquella pasión por la baronía del juez corrupto, de igual modo que alentaba en el príncipe la loca esperanza de llegar a ser rey constitucional de la Lombardía. Eran los únicos medios que se le ocurrieron para retrasar la muerte de Fabricio.
El príncipe le decía a Rassi:
—Quince días de desesperación y quince de esperanza; si seguimos el método con paciencia, conseguiremos vencer el carácter de esa mujer altanera. Con esa misma alternancia de suavidad y dureza se consigue domar los caballos más bravíos. Aplique el castigo con firmeza.
Y, efectivamente, cada quince días, corría por Parma con nueva insistencia el rumor de la inminente muerte de Fabricio. Estas noticias hundían a la desventurada duquesa en la desesperación más negra. Fiel a su resolución de no arrastrar al conde en su desgracia, no lo veía más que dos veces al mes; su crueldad con aquel pobre hombre hallaba castigo en aquellos continuos quebrantos de negra desesperanza en que transcurría su vida. En vano el conde Mosca, sobreponiéndose a los celos crueles que le inspiraba la asiduidad de aquel hombre tan guapo, el conde Baldi, escribía a la duquesa cuando no podía verla y le daba puntual información de cuantos datos obtenía de la diligencia del futuro barón Riva; lo que la duquesa hubiera necesitado verdaderamente, para poder resistir aquellos atroces rumores que incesantemente corrían sobre Fabricio, era convivir con un hombre inteligente y bueno como Mosca, pues la insensatez de Baldi la dejaba a solas con sus pensamientos, la abandonaba a un género de vida atroz, y el conde no podía llegar a transmitirle motivos de esperanza.
Con distintos e ingeniosos pretextos, el primer ministro había conseguido que el príncipe se aviniera a depositar en un castillo amigo, cerca de Sarono, en el centro mismo de la Lombardía, los archivos de todas aquellas intrigas tan complicadas mediante las cuales Ranucio Ernesto IV abrigaba la más que extravagante esperanza de convertirse en rey constitucional de aquel hermoso país.
Más de veinte de aquellos documentos, muy comprometedores, eran del puño y letra del príncipe o estaban firmados por él. El conde tenía pensado que, en caso de que la vida de Fabricio llegara a estar seriamente amenazada, le anunciaría a Su Alteza que iba a entregar aquellos documentos a una gran potencia que con una sola palabra podía aniquilarlo.
El conde Mosca se creía seguro respecto al futuro barón Riva. El único miedo que tenía era el del veneno. La intentona de Barbone lo había alarmado mucho, hasta tal punto que se decidió a dar un paso que podía parecer una insensatez. Una mañana, pasó por delante de la ciudadela e hizo llamar al general Fabio Conti. Bajó éste hasta el baluarte de encima de la puerta y, allí, paseando amistosamente con él, tras un correcto y agridulce preámbulo, le dijo sin la menor vacilación:
—Si Fabricio muriera sospechosamente, podrían atribuirme a mí su muerte y, en tal caso, me tomarían por celoso, lo que a mí me supondría un ridículo abominable que no estoy dispuesto a consentir. Así que curándome en salud, le diré a usted que si Fabricio muriera por causa de alguna enfermedad, yo lo mataría a usted con mis propias manos, cuente con ello.
El general Fabio Conti le dio una magnífica respuesta, y le habló de su valor, pero la mirada del conde se le quedó grabada en la mente.
Pocos días después, como si estuviera de acuerdo con el conde, el fiscal Rassi se permitió una imprudencia, muy extraña en un hombre como él. El desprecio general ligado a su nombre, convertido en forma proverbial para la gente más vulgar, lo ponía enfermo, sobre todo desde que abrigaba fundadas esperanzas de librarse de aquel nombre. Envió al general Fabio Conti una copia oficial de la sentencia que condenaba a Fabricio a doce años de ciudadela. Según la ley, aquello era lo que se tenía que haber hecho al día siguiente del ingreso de Fabricio en prisión, pero en Parma, aquel país de medidas secretas, era inaudito que la justicia se permitiera dar tal paso sin una orden explícita del soberano; porque ¿qué posibilidades quedaban de renovar cada quince días la desesperación de la duquesa y domar aquel carácter altanero —como decía el príncipe—, si salía de la cancillería de justicia una copia oficial de la sentencia? Un día antes de que el general Fabio Conti recibiera el pliego oficial del fiscal Rassi, tuvo noticia de que al funcionario Barbone le habían dado una soberana paliza una noche que regresaba un poco tarde a la ciudadela. Coligió de ello que en cierto lugar no había demasiado interés en deshacerse de Fabricio, y, en un rasgo de prudencia que libró a Rassi de las secuelas inmediatas a su insensatez, cuando se reunió con el príncipe en la primera audiencia que tuvo a bien concederle, no le dijo nada de la copia oficial de la sentencia del preso que le había sido remitida. Felizmente, para tranquilidad de la pobre duquesa, el conde había descubierto que la torpe intentona de Barbone no respondía más que a un deseo de venganza personal, y ya había ordenado que se le diera a dicho funcionario el aviso del que ya hemos hablado.
Después de ciento treinta y cinco días de estar encarcelado en una celda bastante estrecha, Fabricio tuvo la agradable sorpresa de que el bueno de don César, el capellán de la ciudadela, fuera a buscarle un jueves para dar un paseo por el baluarte de la torre Farnesio. Apenas había pasado diez minutos al aire libre, cuando Fabricio se sintió mal.
Este incidente le sirvió de pretexto a don César para conseguir que le fuera permitido a Fabricio dar un paseo diario de media hora. Estos paseos frecuentes sirvieron para que nuestro héroe recuperara enseguida unas fuerzas de las que abusó.
Hubo otras serenatas; el meticuloso gobernador las consintió únicamente porque afianzaban el compromiso del marqués Crescenzi con su hija Clelia, de cuyo carácter se fiaba muy poco. Tenía la impresión de que entre ella y él no había ningún punto de contacto, y seguía temiendo seriamente alguna ofuscación de su hija. Ella podía muy bien huir a un convento, lo que lo dejaría a él inerme. Pero, por otra parte, el general temía que aquellas músicas, que podían oírse hasta en los calabozos más recónditos, los reservados a los más negros liberales, fueran portadoras de mensajes. También recelaba de los músicos mismos, de forma que, en cuanto terminaba la serenata, se los encerraba con llave en las grandes salas de la planta baja del palacio del gobernador, que durante el día eran las oficinas del estado mayor, y sólo se les abría a la mañana siguiente después de que hubiera salido el sol. El gobernador en persona, instalado en el puente del esclavo, se ocupaba de que fueran registrados en su presencia antes de que se les dejara en libertad, no sin repetirles varias veces que si alguno de ellos tenía la osadía de llevar el menor recado a cualquiera de los presos, sería inmediatamente detenido. Y era bien sabido que, dado su temor a disgustar a sus superiores, era un hombre que cumplía lo que decía; de modo que el marqués Crescenzi tenía que pagarles el triple a sus músicos, muy molestos con tener que pasar la noche en prisión.
Lo único que, con mucho trabajo, consiguió la duquesa de uno de aquellos músicos especialmente miedoso fue que le entregara una carta suya al gobernador. En la carta, dirigida a Fabricio, lamentaba el infortunio de que tras cinco meses de prisión, sus amigos no hubieran podido establecer con él la menor correspondencia.
Nada más entrar en la ciudadela el músico comprado se arrojó a los pies del general Fabio Conti y le confesó que un cura que él no había visto nunca antes le había insistido tanto para que le llevara una carta dirigida al señor del Dongo, que no había podido negarse; pero que, fiel a su deber, la ponía inmediatamente en manos de Su Excelencia.
Su Excelencia se puso muy contento. Conocía los recursos de que disponía la duquesa y tenía mucho miedo de que lo engañara. Se fue radiante a entregar la carta al príncipe, que también se puso muy contento.
—Esto significa que la firmeza de mi administración ha logrado vengarme. ¡Desde hace cinco meses esa mujer altanera está sufriendo! Uno de estos días vamos a disponer que se arme un cadalso, y su loca imaginación creerá que es para el pequeño del Dongo.