Capítulo decimoctavo

Así pues, aunque se habían volcado enteramente en ayudar al prisionero, ni la duquesa ni el primer ministro habían conseguido apenas nada. El príncipe estaba encolerizado y tanto la corte como el público en general se sentían molestos con Fabricio y les gustaba verlo sumido en la desgracia; había sido demasiado feliz. Pese a haber gastado dinero a manos llenas, la duquesa no había logrado dar un solo paso adelante en su asedio a la ciudadela. No pasaba un solo día sin que la marquesa Raversi o el caballero Riscara no le hicieran alguna recomendación al general Fabio Conti. Lo alentaban así en su debilidad.

Como ya hemos dicho, el día de su encarcelamiento Fabricio fue llevado provisionalmente al palacio del gobernador, un bonito edificio de pequeñas dimensiones, construido en el siglo pasado sobre planos de Vanvitelli, que lo emplazó a sesenta metros de altura sobre la plataforma de la inmensa torre redonda. Desde las ventanas de este palacete aislado en la torre como la joroba de un camello, Fabricio podía ver el campo y, muy a lo lejos, los Alpes; al pie de la ciudadela, podía seguir con la vista el curso del río Parma, un arroyo más bien, que después de trazar una curva a la derecha, a cuatro leguas de la ciudad, corre a desembocar en el Po. Más allá de la orilla izquierda del río, que aparecía como una linea de manchas blancas en medio de los campos verdes, se ofrecían a su mirada entusiasta las cumbres perfectamente perfiladas de la inmensa muralla que forman los Alpes al norte de Italia. Estas cumbres siempre cubiertas de nieve, incluso en el mes de agosto, que era el mes que entonces corría, sugieren, en medio de los campos ardientes, una sensación de frescor. Desde donde estaba Fabricio se pueden recorrer con la mirada hasta en sus detalles más pequeños, aunque estén a más de treinta leguas. Aquel panorama tan amplio que podía divisarse desde el bonito palacio del gobernador quedaba interceptado, en uno de los ángulos de visión, hacia el sur, por la torre Farnesio, donde se estaba preparando a toda prisa una celda para Fabricio. Esta segunda torre, como probablemente recordará el lector, fue construida sobre la plataforma de la torre grande en homenaje a un príncipe heredero que, a diferencia de Hipólito, el hijo de Teseo, no se negó en absoluto a las solicitaciones de una joven madrastra. La princesa murió a las pocas horas; el hijo del príncipe no recobró la libertad sino hasta diecisiete años después, cuando accedió al trono a la muerte de su padre. La torre Farnesio, adonde llevaron a Fabricio al cabo de tres cuartos de hora, tiene un exterior extraordinariamente feo, se alza a más de dieciséis metros por encima de la plataforma de la gran torre y está guarnecida de muchos pararrayos. El irritado príncipe —con su esposa— que mandó construir aquella prisión, visible desde todas partes, tuvo la extraña pretensión de convencer a sus súbditos de que existía desde hacía mucho tiempo; por eso le puso el nombre de torre Farnesio. Mientras se construía, estuvo prohibido hablar de la obra, aunque desde cualquier parte de la ciudad o de las llanuras vecinas se pudiera ver perfectamente cómo los albañiles colocaban, una tras otra, las piedras que arman este edificio pentagonal. Como prueba de su antigüedad, encima de la puerta principal —de sesenta y cinco centímetros de anchura por un metro treinta de altura—, se colocó un magnífico bajorrelieve en el que se representa al famoso general Alejandro Farnesio obligando a Enrique IV a alejarse de París. Esta torre Farnesio, emplazada ante un panorama tan bello, consta de una planta baja de cuarenta pasos de largo, por lo menos, y otros tantos de ancho, llena de columnas achaparradas, pues tan vasto espacio no alcanza los cinco metros de altura; la sala está destinada al cuerpo de guardia. La escalera de acceso al piso superior está en el centro, enroscada en torno a una de las columnas; es pequeña, de hierro, muy ligera, apenas llega a los sesenta centímetros de anchura y está construida en enrejado fino. Por esta escalera, que temblaba bajo el peso de los carceleros que lo conducían, llegó Fabricio a las amplias estancias, con techos de casi siete metros de altura, que constituyen el magnífico primer piso. En otro tiempo estuvieron amueblados con un lujo espléndido para el joven príncipe que pasó allí los diecisiete años más bonitos de su vida. También allí, en uno de los extremos de la planta, hay una capilla, que mostraron al nuevo prisionero. Se trata de una dependencia dispuesta con la mayor magnificencia; las paredes y la bóveda están completamente revestidas de mármol negro; unas columnas negras, de nobles proporciones, corren alineadas a lo largo de los muros sin llegar a tocarlos; estos muros están adornados con numerosísimas calaveras, de proporciones colosales, finamente esculpidas en mármol blanco y colocadas, cada una de ellas, sobre dos huesos en aspa. «¡Vaya una invención de alguien que odia pero no puede matar al ser odiado! —pensó Fabricio—, ¡y qué diabólica idea enseñarme esto!».

Al piso siguiente de la prisión se llega por otra ligerísima escalera de hierro, también en enrejado y también enroscada alrededor de una columna. El general Fabio Conti llevaba un año dando pruebas de su genio en las dependencias de aquel segundo piso, de casi cinco metros de altura. Bajo su dirección, en primer lugar, se habían puesto sólidas rejas a las ventanas de los cuartos que habían sido las habitaciones de los criados del príncipe y que quedan a unos once metros de las losas que pavimentan la plataforma de la gran torre redonda. Un oscuro pasillo, que corre por el centro de la planta, da acceso a estos cuartos, que tienen todos dos ventanas. En aquel corredor, muy estrecho, pudo ver Fabricio tres puertas sucesivas, hechas con enormes barrotes de hierro, que llegaban hasta la bóveda. Los planos, cortes y alzados de todas las curiosas invenciones que habla tras aquellas puertas le hablan valido al general una audiencia semanal con su señor a lo largo de dos años. Ningún conspirador al que se hubiera metido en una de aquellas celdas podría quejarse a la opinión pública de haber sido tratado de forma inhumana y, sin embargo, no habría tenido comunicación con nadie en el mundo, ni habría hecho el menor movimiento sin ser oído. El general había mandado colocar en cada cuarto unos gruesos tablones de roble que formaban como una plataforma de un metro de altura, encima —y en ello estaba su invención principal, la que le hacía acreedor de la cartera de Policía—, había mandado construir una especie de cabaña con tablas, de manera que dentro de ella resonara el menor ruido; tenía algo más de tres metros de altura y dejaba un espacio vacío entre sus paredes y el muro salvo en el lado de las ventanas; en los otros tres lados se formaba un estrecho corredor de poco más de un metro de ancho entre el muro primitivo de la prisión, construido con enormes bloques de piedra, y las paredes de la cabaña, hechas con cuatro tableros dobles de nogal, roble y pino sólidamente ensamblados con pernos de hierro e innumerables clavos.

En una de aquellas celdas, construidas hacía un año, obra maestra del general Fabio Conti y a la que se había dado el hermoso nombre de Obediencia pasiva, metieron a Fabricio. Lo primero que hizo fue precipitarse a las ventanas; la vista, más allá de los barrotes, era sublime; sólo un fragmento muy pequeño del horizonte, hacia el noroeste, quedaba oculto por la terraza que cubría el bonito palacio del gobernador de sólo dos pisos y cuya planta baja estaba dedicada a las oficinas del estado mayor; lo primero que atrajo la mirada de Fabricio fue una de las ventanas de la segunda planta, en donde, dentro de unas bonitas jaulas, se podía ver una gran cantidad de pájaros de todas clases. A Fabricio le gustó escuchar sus cantos y verlos saludar a los últimos rayos del crepúsculo de la noche mientras los carceleros trajinaban a su alrededor. Aquella ventana de los pájaros no estaría a mucho más de ocho metros de una de las suyas, y a metro y medio o dos por debajo, de tal manera que era lo primero que se veía cuando uno se asomaba.

Había luna aquel día y, en el momento en que Fabricio entraba en su celda, se levantaba majestuosamente en el horizonte, a la derecha, por encima de los Alpes, hacia Treviso. Eran las ocho y media de la tarde, y por el otro extremo del horizonte, por poniente, un brillante crepúsculo rojo anaranjado dibujaba perfectamente el contorno del monte Viso y de los otros picos de los Alpes que ascienden desde Niza hasta el monte Cenis y Turín; sin prestar mayor atención a su desventura, Fabricio estaba emocionado y embelesado con aquel espectáculo sublime. «¡Éste es, pues, el mundo maravilloso en que vive Clelia Conti! —se dijo—; su alma pensativa y seria debe gozar de este panorama más que nadie; aquí se está como en la soledad del monte a cien leguas de Parma». Pasó así más de dos horas, asomado a la ventana, admirando aquel horizonte que le hablaba directamente al alma y dirigiendo de vez en cuando la mirada hacia el bonito palacio del gobernador; luego, súbitamente, exclamó para sí: «¿Y esto es una cárcel? ¿Esto es lo que tanto he temido?». En vez de ir sintiendo nuevas contrariedades a cada paso y motivos de amargura, nuestro héroe se dejaba cautivar por los encantos de la prisión.

De repente su atención fue violentamente llevada a la realidad por un estruendo espantoso: la celda de madera, bastante parecida a una jaula y, sobre todo, muy resonante, se estremeció violentamente; ladridos de perro y chillidos agudos componían el ruido más singular. «¡Mira que si ha llegado tan pronto el momento de escapar!» —pensó Fabricio. Un instante después reía, como probablemente nunca se ha reído nadie en una cárcel. Por orden del general, los carceleros habían subido con un perro inglés, muy sañudo, destinado a la guarda de los prisioneros de importancia, y que debía pasar la noche en el espacio tan ingeniosamente dispuesto en torno a la celda de Fabricio. Perro y carcelero tenían que dormir en el hueco de apenas un metro que quedaba entre las losas del suelo del cuarto y los tablones de madera sobre los cuales el prisionero no podía dar un paso sin ser oído.

Lo que había sucedido era lo siguiente: a la llegada de Fabricio, la celda de la Obediencia pasiva estaba ocupada por un centenar de ratas enormes que escaparon en todas direcciones. El perro, un cruce de podenco y fox inglés, nada bonito, mostró, no obstante, su instinto cazador. Lo habían atado al pavimento de losas de piedra, debajo del entablado que servia de suelo a la celda de madera; pero cuando sintió todas las ratas pasar cerca, dio unos tirones tan fuertes que consiguió sacar la cabeza del collar; tuvo entonces lugar aquella batalla admirable, cuyo fragor despertó a Fabricio de aquellas tan amenas ensoñaciones en que estaba inmerso. Las ratas que habían podido librarse de la primera dentellada se refugiaron en la celda de madera, subió tras ellas el perro los seis escalones de madera que llevaban del suelo de piedra a la cabaña de Fabricio y se desencadenó un estrépito mucho más espantoso: la cabaña entera temblaba hasta en sus estribos. Fabricio reía como un loco hasta saltársele las lágrimas. Grillo, el carcelero, no menos regocijado, había cerrado la puerta. El perro corría tras las ratas sin que le estorbara ningún mueble, pues la celda estaba absolutamente vacía; lo único que podía molestar los saltos del perro cazador era una estufa de hierro que había en un rincón. Cuando el perro hubo vencido a todos sus enemigos, Fabricio lo llamó, lo acarició y consiguió gustarle. «Éste no ladrará si me ve alguna vez saltar por encima de un muro» —se dijo. Pero había algo de retórico, por su parte, en aquella política sutil; en el estado de ánimo en que se encontraba, jugar con el perro era, más que otra cosa, un placer para él. Por alguna extraña razón en la que no pensaba, en el fondo de su corazón reinaba una secreta alegría.

Tras quedarse sin aliento correteando con el perro, se dirigió al carcelero.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó.

—Grillo, para servir a Vuestra Excelencia en todo lo que permita el reglamento.

—Verá, mi querido Grillo, un individuo llamado Giletti quiso asesinarme en medio de un camino real, yo me defendí y lo maté; lo volvería a matar si se repitiera la situación; pero estas cosas no deben impedir que quiera llevar una vida agradable mientras sea su huésped. Pídales permiso a sus jefes, vaya a buscar ropa blanca al palacio Sanseverina y luego cómpreme nebbiolo de Asti en abundancia.

Es éste un vino espumoso, bastante bueno, que se hace en el Piamonte, en la patria de Alfieri, muy apreciado sobre todo por ese tipo de aficionados a que pertenecen los carceleros. Ocho o diez de tales caballeros estaban ocupados en aquel momento en llevar a la celda de madera de Fabricio algunos muebles antiguos, muy dorados, que sacaban de la primera planta, de las dependencias del príncipe; todos ellos guardaron religiosamente en su interior la orden referida al vino de Asti. Pese a todo aquel trajín, la instalación de Fabricio aquella primera noche fue lamentable; sin embargo, a él no pareció preocuparle otra cosa que la carencia de una buena botella de nebbiolo.

—Éste tiene cara de buen chico… —dijeron los carceleros cuando se marchaban—, lo único que va a hacer falta ahora es que los jefes dejen que le llegue dinero.

Cuando se quedó solo y se repuso un poco de todo aquel ajetreo se dijo: «¡Será posible que sea esto la cárcel —Fabricio contemplaba el inmenso panorama que se abre desde Treviso hasta el monte Viso, la extensa cadena de los Alpes con sus picos nevados, las estrellas, etcétera—, y no es más que la primera noche en prisión! Entiendo que Clelia Conti se recree en esta soledad aérea; aquí se está a mil leguas de las cominerías y las maldades que nos ocupan allí abajo. Si esos pájaros de allí abajo son suyos, la veré… ¿Se pondrá colorada cuando me vea?». Mientras dilucidaba tan importante cuestión, a una hora ya muy avanzada de la noche, le llegó el sueño.

Pasada esta primera noche en prisión, y durante la cual no perdió la paciencia ni una sola vez, el único interlocutor que tuvo Fabricio fue Fox, el perro inglés. Bien es verdad que Grillo, el carcelero, le ponía siempre una cara de lo más amable, pero había recibido nuevas órdenes que lo convertían en mudo; y no le trajo ni ropa blanca ni nebbiolo.

«¿Veré a Clelia? —se preguntó Fabricio cuando se despertó—. ¿Serán suyos esos pájaros?». Empezaban éstos a lanzar su leve clamor y a cantar; y, en aquellas alturas, era el suyo el único sonido que se oía en los aires. El vasto silencio que reinaba allí arriba fue para Fabricio una sensación sumamente novedosa y placentera. Escuchaba embelesado los delicados, discontinuos y vivos gorjeos con que sus vecinos los pájaros saludaban al día. «Si son suyos, en algún momento aparecerá en ese cuarto, ahí abajo, frente a mi ventana». Y al tiempo que contemplaba la inmensa cadena de los Alpes, ante cuyas primeras estribaciones la ciudadela de Parma parecía alzarse como una barbacana, una y otra vez volvía la mirada a las magníficas jaulas de limonero y de caoba que, adornadas con alambre dorado, estaban dispuestas en medio de aquel cuarto tan luminoso que servía de pajarera. Lo que Fabricio no sabía, y no supo hasta mucho después, es que aquel cuarto era el único del segundo piso del palacio que tenía sombra entre las once y las cuatro; lo guardaba del sol la torre Farnesio.

«¡Menudo disgusto —se decía Fabricio—, si, en vez de la cara celestial y pensativa que espero, y que quizá enrojezca un poco si me ve, lo que veo es la cara redonda de alguna criada vulgar a la que le hayan encargado el cuidado de los pájaros! Y si veo a Clelia, ¿querrá ella mirarme a mí? Seguro que tengo que cometer alguna indiscreción para ser notado; algún privilegio tendrá que tener mi situación actual; por otra parte, aquí los dos estamos solos, ¡y tan lejos de la sociedad! Yo soy un preso, o sea, lo que el general Conti y los miserables de su calaña llaman uno de sus subordinados… Aunque ella es tan inteligente o, mejor dicho, tan buena, según dice el conde, que, probablemente, tal y como el conde dice, desprecia el oficio de su padre, y de ahí le viene la melancolía. ¡Una noble causa para la tristeza! Después de todo, yo no soy exactamente un extraño para ella. ¡Con qué gracia llena de modestia me saludó ayer! Recuerdo muy bien que cuando nos encontramos, cerca de Como, le dije: “Algún día iré a ver sus hermosos cuadros de Parma, ¿querrá usted acordarse entonces del nombre de Fabricio del Dongo?”. ¿Lo habrá olvidado? ¡Era tan joven entonces!

»Y, a propósito —se dijo Fabricio extrañado, interrumpiendo súbitamente el curso de sus pensamientos—, ¡se me olvidaba estar encolerizado! ¿Seré uno de esos pocos hombres de extraordinario valor de los que la antigüedad ha dado alguna muestra al mundo? ¿Seré un héroe, y no me había dado cuenta? ¿Cómo puede ser que yo, que tenía tanto miedo a la cárcel, esté aquí, en ella, y no se me ocurra estar triste? Ésta si que es una buena ocasión para decir que el miedo ha sido cien veces peor que lo temido. ¡Qué cosas! ¿Tendré que darme razones para sentirme triste en esta cárcel que, como dijo Blanes, tanto puede durar diez años como diez meses? ¿Será la novedad de la situación lo que me distrae del malestar que tendría que sentir? A lo mejor, este buen humor, independiente de mi voluntad y tan poco razonable, cesa repentinamente y, tan repentinamente como cese, caigo en la negra desazón en que debería estar sumido.

»En cualquier caso, ¡qué raro es esto de estar en la cárcel y tener que darse argumentos para estar triste! Me parece que voy a volver al primer supuesto: seguramente tengo un gran carácter».

Aquellas fantasías de Fabricio fueron interrumpidas por el carpintero de la ciudadela, que venía a tomar medidas para unas pantallas de madera que iban a colocar en sus ventanas. Era la primera vez que aquellas dependencias se utilizaban como prisión y habían descuidado aquella parte esencial.

«O sea —se dijo Fabricio—, que me van a privar de esta vista sublime»; y trataba de que aquella privación lo entristeciera.

—De manera que no volveré a ver esos pájaros tan bonitos —dijo súbitamente, dirigiéndose al carpintero.

—¡Ah! ¡Los pájaros de la señorita, que a ella le gustan tanto! —dijo aquel hombre, que tenía cara de buena persona—, ¡quedarán escondidos, eclipsados, suprimidos, como todo lo demás!

El carpintero tenía tan rigurosamente prohibido hablar como los carceleros, pero a aquel hombre le dio pena la juventud del preso; le explicó que aquellas pantallas enormes iban apoyadas en el alféizar de las ventanas y se alzaban apartándose del muro hasta tapar totalmente la vista a los prisioneros, que sólo podrían ver el cielo.

—Hacen estas cosas para salvaguarda de la moral —le dijo—, para incrementar en los prisioneros una saludable tristeza y el deseo de corregirse. El general —añadió el carpintero— ha discurrido también que se quiten los cristales y se sustituyan con papel aceitado.

A Fabricio le gustó mucho el tono satírico de aquella conversación, tan raro en Italia.

—Me gustaría tener un pájaro para entretenerme, me gustan con locura; cómprele uno para mí a la criada de la señorita Clelia Conti.

—¡Ah!, si sabe tan bien su nombre, la conocerá usted —exclamó el carpintero.

—¿Quién no ha oído hablar de una belleza tan célebre? Además, he tenido el honor de encontrarme más de una vez con ella en la corte.

—¡Pobre señorita! Aquí se aburre mucho —añadió el carpintero—; se pasa la vida con los pájaros. Esta misma mañana ha comprado dos preciosos naranjos que ha mandado colocar en la puerta de la torre, debajo de su ventana; si no fuera por la cornisa los podría ver.

Esta respuesta del carpintero encerraba palabras preciosas para Fabricio, que buscó un modo delicado de darle una propina.

—Incurro en dos faltas a un tiempo —le dijo el hombre a Fabricio—: le hablo a Vuestra Excelencia y acepto su dinero. Pasado mañana, cuando venga a instalar las pantallas, traeré un pájaro en el bolsillo y, si no estoy solo, simularé que se me escapa; también, si puedo, le traeré un libro de oraciones; debe usted sentir mucho no poder rezar su oficio.

«Entonces —se dijo Fabricio en cuanto estuvo solo—, esos pájaros son suyos, ¡y dentro de dos días dejaré de verlos!». Esta idea puso un velo de tristeza en sus ojos. Finalmente, al cabo de una larga espera y cientos de miradas, a eso del mediodía, para indescriptible alegría suya, Clelia fue a ocuparse de los pájaros. Fabricio se quedó quieto, sin aliento; estaba de pie, ante los enormes barrotes de su ventana, casi pegado. Observó que ella no alzaba la mirada hacia él, aunque sus movimientos delataban cierto envaramiento, como los de quien se siente observado. Aunque hubiera querido, la pobre muchacha no habría podido olvidar aquella sonrisa tan delicada que el día anterior había visto bailar en los labios del prisionero, cuando los gendarmes lo sacaban del puesto de guardia.

Era evidente que ponía el mayor cuidado en todos sus gestos; no obstante, cuando se acercó a la ventana de la pajarera se ruborizó claramente. Lo primero que se le ocurrió a Fabricio, pegado a los barrotes de la ventana, fue dejarse llevar por el instinto infantil y golpear ligeramente aquellos barrotes con la mano, lo que no dejaría de producir algún ruido. Luego, la sola idea de la falta de consideración que ello suponía le produjo horror. «Me haría merecedor de que enviara a su criada a ocuparse de los pájaros durante ocho días». Ni en Nápoles ni en Novara se le hubiera ocurrido nunca tan delicada idea.

Seguía ardientemente con la mirada todos sus movimientos. «Se va a ir —se decía—, se va a ir, sin dignarse mirar hacia esta pobre ventana, y la tengo justo delante». Pero, cuando volvía desde el interior del cuarto, que Fabricio veía perfectamente gracias a su posición más elevada, Clelia no pudo evitar mirar hacia arriba disimuladamente mientras se movía; aquello fue suficiente para que Fabricio se sintiera autorizado a saludarla. «¿Acaso no estamos aquí los dos completamente solos?» —se dijo a sí mismo para animarse. Tras el saludo, la muchacha bajó los ojos y se quedó inmóvil. Al poco, Fabricio pudo ver cómo los abría muy lentamente; y, forzándose, con toda evidencia, a sí misma, saludó al prisionero con el más serio y más distante de los gestos; pero no pudo imponer silencio a sus ojos, que, seguramente sin que ella lo advirtiera, en un instante fugaz, expresaron una vivísima piedad. Fabricio se dio cuenta de que se ponía colorada; tanto, que el tono rosáceo se extendió rápidamente hasta los hombros, a los que el calor, al llegar a la pajarera, había despojado de un chal de puntilla negra. La mirada instintiva con que Fabricio respondió a su saludo redobló la turbación de la muchacha. «¡Qué feliz le haría a esa pobre mujer —se dijo Clelia pensando en la duquesa— verlo como yo lo estoy viendo aunque fuera sólo un instante!».

Fabricio aún guardaba la ligera esperanza de saludarla una vez más en el momento en que saliera del cuarto; pero, para evitar una nueva galantería, Clelia tramó una hábil retirada por etapas, de jaula en jaula, como si los últimos pájaros que tuviera que atender fueran los más próximos a la puerta. Finalmente salió. Fabricio se quedó quieto mirando la puerta por la que acababa de irse. Era otro hombre.

Desde aquel momento, el único objeto de su pensamiento fue idear cómo seguir viéndola aun cuando colocaran aquella horrible pantalla delante de la ventana que daba al palacio del gobernador.

La noche anterior, antes de acostarse, se había impuesto la muy pesada y larga tarea de esconder la mayor parte del oro que llevaba en las múltiples ratoneras que adornaban su celda de madera. «Esta noche tengo que esconder mi reloj. Me parece haber oído que con la ruedecilla dentada de un reloj y mucha paciencia se puede cortar madera y hasta hierro. Yo podría serrar esa pantalla». La operación de esconder el reloj, que le llevó dos horas largas, no le resultó nada pesada; estuvo todo el rato pensando en cómo llevar a término su idea y en qué sabía él de carpintería. «Tengo que arreglármelas —se decía—, para cortar un cuadrado en el tablero de roble con que harán la pantalla, en la parte que se apoye en el alféizar; lo sacaré y lo volveré a encajar en el hueco según vengan dadas; le daré todo lo que tengo a Grillo para que se haga el ciego cuando ponga en obra mi tejemaneje». A partir de aquel momento, toda la felicidad de Fabricio se cifró en la posibilidad de llevar a cabo aquel trabajo. No pensaba en otra cosa. «Si consigo verla, aunque sólo sea verla…, seré feliz; aunque no —se dijo—; también tiene que ver ella que yo la veo». Toda la noche tuvo la mente ocupada en invenciones de carpintería; probablemente no pensó ni una sola vez en la corte de Parma, ni en la cólera del príncipe, etcétera, etcétera. Y hemos de confesar que tampoco pensó en el dolor que debía de embargar a la duquesa. Esperaba impaciente la llegada del día, pero el carpintero no vino. Aquel hombre tenía fama de liberal en la prisión, así que tuvieron la cautela de enviar a otro, un hombre malencarado, que no contestó ni una sola vez sino con desconfiados gruñidos a todas las cosas agradables que el ingenio de Fabricio se esforzó en dirigirle. Algunos de los innumerables intentos de la duquesa para establecer una correspondencia con Fabricio habían sido frustrados por los numerosos agentes de la marquesa Raversi, quien diariamente advertía, asustaba y picaba en su amor propio al general Fabio Conti. Cada ocho horas se relevaba una guardia de seis soldados en la sala de las cien columnas de la planta baja; además, el gobernador había ordenado que hubiera un soldado de guardia en cada una de las tres puertas de hierro sucesivas del corredor. El pobre Grillo, el único que veía al prisionero, estaba condenado a no salir de la torre Farnesio más que una vez cada ocho días, lo que lo tenía muy contrariado. Se lo hizo ver a Fabricio y éste tuvo el acierto de contestarle sólo con las siguientes palabras:

—Mucho nebbiolo de Asti, amigo mío —y le dio dinero.

—¡Ni siquiera esto, que nos consuela de todas las penas —exclamó Grillo indignado, pero en voz baja para que sólo pudiera oírle el prisionero—, nos dejan que le aceptemos! Debería rehusar, pero lo cogeré. Aunque es dinero perdido, porque no puedo decirle nada de nada. Muy culpable tiene que ser usted. Está toda la ciudadela revuelta por su culpa. Todos los astutos arreglos de la duquesa no han servido más que para que despidan a tres de los nuestros.

«¿Pondrán la pantalla antes del mediodía?». Tal era la cuestión capital que tuvo en ascuas a Fabricio toda aquella larga mañana; contaba todos los cuartos de hora que sonaban en el reloj de la ciudadela. Finalmente, cuando sonó el tercero entre las once y las doce, la pantalla no había llegado todavía. Clelia volvió a aparecer para ocuparse de sus pájaros. La cruel necesidad espoleó la audacia de Fabricio; la amenaza de no volver a verla le parecía tan por encima de cualquier otra consideración, que, mirándola, se atrevió a imitar con el dedo la acción de serrar la pantalla. Bien es cierto que ella, en cuanto vio aquel gesto, tan sedicioso en una cárcel, hizo un medio saludo y se retiró.

«¡Bueno! —pensó Fabricio, extrañado—, ¿será tan susceptible como para ver una familiaridad ridícula en un gesto que sólo la más imperiosa necesidad ha dictado? Lo único que yo quería era rogarle que, cuando viniera todos los días a ocuparse de sus pájaros, mirase alguna vez a la ventana de la prisión, aun en el caso de que la viera tapada por una enorme contraventana de madera; indicarle que haría todo lo humanamente posible para poderla ver. ¡Ay, Dios! ¿Dejará de venir mañana por culpa de ese gesto indiscreto?». Este miedo, que turbó el sueño de Fabricio, se hizo plenamente realidad. Al día siguiente, a las tres, cuando terminaban de colocar ante las ventanas de Fabricio dos enormes pantallas, Clelia no había aparecido. Habían subido las distintas piezas desde la plataforma de la gran torre mediante cuerdas y poleas atadas por fuera a los barrotes de hierro de las ventanas. Cierto es también que Clelia, en su cuarto, escondida tras una persiana, había seguido angustiada todas las maniobras de los obreros; había reparado en la mortal inquietud de Fabricio, pero asimismo había tenido el valor de ser fiel a la promesa que se había hecho.

Clelia era una pequeña sectaria del liberalismo; en su primera juventud se había tomado muy en serio todas las ideas liberales que había oído en el ambiente que frecuentaba su padre, quien no tenía otro interés que labrarse una posición. Y en aquellas ideas se basaba el desprecio, horror casi, que le inspiraba el acomodaticio talante del cortesano, y de ahí, también, su aversión al matrimonio. Desde la llegada de Fabricio estaba llena de remordimientos: «Mira por dónde, este indigno corazón mío —se decía a sí misma— toma el partido de la gente que quiere traicionar a mi padre. ¡Y se ha atrevido a hacerme el gesto de serrar una puerta!… ¡Aunque —se dijo inmediatamente con el corazón apesadumbrado— toda la ciudad habla de su muerte próxima! ¡Quizá mañana sea el día fatal! ¡Con esos monstruos que nos gobiernan puede pasar cualquier cosa! ¡Qué dulzura, qué serenidad heroica en esos ojos que quizá se cierren para siempre! ¡Dios mío, qué angustias no tendrá la duquesa! Dicen que está desesperada. Iré y apuñalaré al príncipe como la heroica Carlota Corday».

Durante todo este tercer día de cárcel, Fabricio estuvo fuera de sí de rabia, pero era porque no había visto a Clelia. «Ya que se iba a enfadar de todos modos, tendría que haberle dicho que la amo», se decía a sí mismo, pues se había dado cuenta de que eso era lo que le pasaba. «La verdad es que si no pienso en la cárcel, si se desmiente en mí la profecía de Blanes, no es por grandeza de espíritu, tal honor no me corresponde a mí. A mi pesar, no hago otra cosa que pensar en la mirada de tierna piedad que Clelia puso en mí cuando los gendarmes me sacaban del puesto de guardia. Esa mirada ha borrado toda mi vida anterior. ¡Quién iba a decirme a mí que iba a encontrar unos ojos tan dulces en un lugar como éste! ¡Y precisamente cuando los míos estaban sucios por haber visto las caras de Barbone y del general gobernador! ¡El cielo se me apareció en medio de esos seres infames! ¿Acaso es posible no amar la belleza, no tratar de volver a verla? No, no es la grandeza de espíritu lo que me hace indiferente a todas las pequeñas humillaciones con que me mortifica la cárcel». La imaginación de Fabricio recorrió rauda todas las posibilidades hasta llegar a la de la libertad. «Sin duda, el afecto que me tiene la duquesa hará milagros por mí. En tal caso, no le agradeceré la libertad más que de labios afuera; no es éste un lugar al que se vuelva y, una vez fuera de la cárcel, separados por ambientes sociales distintos, no volveré a ver casi nunca a Clelia. Y, a fin de cuentas, ¿qué mal me causa la cárcel? Si Clelia tuviera a bien no desesperarme con su enfado, ¿qué más podría pedirle al cielo?».

Cuando llegó la noche de aquel día en que no había visto a su bella vecina, se le ocurrió una gran idea. Con la cruz de hierro del rosario que daban a todos los presos a su ingreso en la prisión, se puso, no sin éxito, a perforar la pantalla. «Quizá esto sea una imprudencia —se dijo antes de empezar—; los carpinteros han comentado delante de mí que mañana vendrían los pintores, ¿qué dirán si se encuentran agujereada la pantalla de la ventana? Pero si no cometo esta imprudencia, no la puedo ver mañana. ¡Cómo voy a estar un día sin verla, y por mi culpa, precisamente ahora que se ha ido enfadada!» La imprudencia de Fabricio tuvo su recompensa. Al cabo de quince horas de trabajo pudo ver a Clelia y, para colmo de felicidad, como pensaba que él no podía verla, se quedó un buen rato quieta con la mirada puesta en la pantalla. Tuvo él, así, ocasión de leer en sus ojos señales de una compasión llena de ternura. Al final de su permanencia en el cuarto, se hizo evidente que descuidaba, incluso, el arreglo de las jaulas para alargar los minutos de contemplación de la ventana. Tenía Clelia el alma profundamente desasosegada; pensaba en la duquesa, cuya enorme desgracia tanta compasión le había inspirado y, no obstante, se daba cuenta de que empezaba a odiarla. No entendía nada de la honda melancolía que se apoderaba de su ánimo, estaba enfadada consigo misma. En dos o tres ocasiones, a lo largo de aquella visita, Fabricio tuvo tentaciones de tratar de zarandear la pantalla. Pensaba que no sería feliz hasta tanto no hiciera saber a Clelia que la estaba viendo. «Y sin embargo —se decía—, si supiera que la estoy viendo tan bien, con lo tímida y reservada que es, seguro que se apartaría de mi vista».

Al día siguiente fue más feliz (¡de qué quisicosas no se valdrá el amor para hacer su dicha!). Mientras miraba ella con tristeza hacia la inmensa pantalla, él consiguió pasar un trocito de alambre por el agujero hecho con la cruz y le hizo señas, cuyo sentido entendió ella claramente, que pretendían decir: «Estoy aquí, la estoy viendo».

Fabricio pasó a disgusto los días que siguieron. Quería serrar en aquella pantalla colosal un trozo del tamaño de una mano, que pudiera encajar y desencajar cuando quisiera, permitiéndole, así, ver y ser visto, o sea, hablar de lo que pasaba en su alma aunque sólo fuera mediante señas. Pero el ruido de la serrezuela, muy tosca, que se había fabricado con una ruedecilla del reloj, dentándola con la cruz, llamaba la atención de Grillo que iba a pasar muchas horas a su celda. Creyó advertir ciertamente que la severidad de Clelia se atemperaba a medida que crecían las dificultades materiales que obstaculizaban cualquier correspondencia. Fabricio notó claramente que ya no fingía bajar la mirada o mirar a los pájaros cuando él trataba de hacerle ver su presencia con la ayuda de su mísero trozo de alambre. Le producía verdadero placer comprobar que no dejaba de ir nunca a la pajarera justo en el momento en que sonaban las doce menos cuarto, y tenía la casi seguridad de que era él la causa de aquella puntualidad tan exacta. ¿Por qué? La idea no parece razonable, pero el amor es capaz de ver matices que el ojo de quien no está enamorado es incapaz de ver y sacar de ellos consecuencias infinitas. Por ejemplo, desde que Clelia había dejado de poder ver al prisionero, nada más entrar en la pajarera alzaba la mirada hacia su ventana. Eran aquellos los días fúnebres en que nadie en Parma dudaba de que fueran a matar a Fabricio muy pronto; el único que lo ignoraba era él. Aquella idea atroz no se le borraba a Clelia de la cabeza, ¿cómo iba a reprocharse todo el interés que le inspiraba Fabricio, si iba a morir?, ¡y por la causa de la libertad!, pues era demasiado absurdo ejecutar a un del Dongo por haber tirado una estocada a un histrión. También era cierto que aquel amable joven estaba ligado a otra mujer. Clelia era muy desgraciada, y sin confesarse a sí misma de qué tipo era el interés que la suerte de Fabricio le inspiraba, se decía: «Si lo matan, me meteré en un convento y jamás en la vida volveré por la corte, me da horror. ¡Asesinos bien educados!».

En el octavo día de encarcelamiento de Fabricio, Clelia tuvo ocasión de pasar unos momentos de mucha vergüenza. Aquel día, el prisionero no había dado aún ninguna señal de su presencia; Clelia, absorta en sus pensamientos, estaba mirando fijamente hacia La pantalla que tapaba su ventana, cuando súbitamente un trozo de aquella, poco más grande que una mano, fue retirado. Él la miró alegremente, ella pudo ver sus ojos que la saludaban. Fue incapaz de resistir aquella inesperada demostración; se volvió rápidamente a sus pájaros y se puso a cuidarlos; temblaba de tal modo que se le caía el agua que echaba en los bebederos. Fabricio podía ver perfectamente su emoción. Ella no pudo soportar la situación y optó por salir corriendo.

Aquél fue, sin comparación, el momento más hermoso de la vida de Fabricio. ¡Con qué contundencia habría rechazado la libertad si se la hubieran ofrecido en aquel momento!

Al día siguiente la duquesa pasó por uno de los momentos de mayor desesperación de su vida. Todo el mundo daba por seguro en la ciudad que Fabricio estaba definitivamente perdido. Clelia no tuvo el sombrío valor de mostrarle una dureza que no albergaba en su corazón: pasó una hora y media en la pajarera, aceptó todas sus señas y le contestó muchas veces, al menos con una expresión del máximo y más sincero interés; en algunos momentos se apartaba para que no pudiera verle las lágrimas. En su coquetería femenina lamentaba vivamente la pobreza del lenguaje utilizado. Si hubieran estado hablando normalmente, ¡de cuántas maneras distintas no habría tratado ella de averiguar cuál era la verdadera naturaleza de los sentimientos de Fabricio para la duquesa! A Clelia no le resultaba fácil seguir engañándose: odiaba a la señora Sanseverina.

Una noche Fabricio intentó pensar con algún detenimiento en su tía y se sorprendió: le costó mucho recordar su imagen; el recuerdo que tenía de ella había cambiado totalmente; para él, en aquel momento, tenía cincuenta años.

«¡Menos mal —exclamó para sí confortado— que tuve el acierto de no decirle que la amaba!». Llegó incluso a preguntarse incrédulo cómo la había encontrado tan guapa. En ese mismo orden de cosas, no tenía la sensación de que su apreciación de la pequeña Marietta hubiera cambiado, y era porque nunca había creído que su alma tuviera nada que ver con el amor que había sentido por ella, mientras que, en el caso de la duquesa, sí: en muchas ocasiones había pensado que su alma le pertenecía por entero. Ahora veía a la duquesa de A*** y a Marietta como a dos palomitas cuyos encantos estribaran en la debilidad y en la inocencia, mientras que la imagen sublime de Clelia Conti henchía su alma entera hasta darle miedo. Se daba perfecta cuenta de que la felicidad de toda su vida le obligaba a contar con la hija del gobernador y que ésta tenía en su mano convertirlo en el más desgraciado de los hombres. Día tras día experimentaba un miedo mortal a que, súbitamente, por algún capricho inapelable de su voluntad, terminara aquella deliciosa y singular forma de vida que había encontrado cerca de ella; fuera como fuese, lo había colmado de felicidad durante los dos primeros meses de cárcel. Eran aquéllos los días en que el general Fabio Conti le decía al príncipe:

—Puedo darle a Vuestra Alteza mi palabra de honor de que el prisionero del Dongo no habla con alma viviente y de que su vida transcurre en la pesadumbre de la desesperación más honda o durmiendo.

Clelia iba dos o tres veces al día a ver a los pájaros, algunas veces sólo unos instantes. Si Fabricio no hubiera estado tan enamorado, se habría dado cuenta con toda claridad de que ella lo amaba, pero tenía dudas mortales al respecto. Clelia había mandado llevar un piano a la pajarera. Al mismo tiempo que pulsaba las teclas para que el instrumento llamara la atención de los centinelas, que se paseaban bajo las ventanas, y los distrajera, respondía con su mirada a las preguntas de Fabricio. Un único asunto no hallaba respuesta nunca, e incluso, en algunas ocasiones, había provocado su marcha precipitada y hasta su ausencia prolongada a un día entero; era el caso en que las señas de Fabricio expresaban sentimientos cuyo sentido último hacía sumamente difícil no entender; a este respecto ella era inflexible.

De tal modo, aunque encerrado en una jaula bastante pequeña, Fabricio llevaba una vida muy ocupada, dedicada enteramente a resolver el problema de la mayor importancia, que formulaba así: «¿Me ama?». El resultado de miles de observaciones constantemente renovadas y constantemente puestas en cuestión era el siguiente: «Todos sus gestos voluntarios dicen que no, pero cuanto hay de involuntario en sus miradas parece revelar que empieza a sentir una cierta inclinación por mí».

Clelia esperaba no tener que confesar nunca su amor. Y para alejar tal contingencia había rechazado, con excesivo enojo, un ruego que Fabricio le había dirigido varias veces. Hubiera parecido mejor, no obstante, que la penuria de medios que empleaba el pobre prisionero alentara en Clelia algo más de piedad. Quería él comunicarse con ella pintándose letras en la mano con un trozo de carbón, hallazgo precioso que había hecho en su estufa. Habría formado las palabras, letra a letra, sucesivamente. Tal invención habría multiplicado la eficacia de su comunicación, al permitirle decir cosas precisas. Su ventana distaba de la de Clelia algo más de ocho metros, y hubiera sido muy arriesgado hablar por encima de las cabezas de los centinelas que se paseaban delante del palacio del gobernador. Fabricio dudaba de si era o no era amado; si hubiera tenido alguna experiencia en el amor, no habría albergado la menor duda, pero hasta entonces nunca mujer alguna había ocupado su corazón. Tampoco tenía el menor barrunto de un secreto que lo habría arrojado a la desesperación de haberlo conocido: se hablaba muy seriamente del matrimonio de Clelia Conti con el marqués Crescenzi, el hombre más rico de la corte.