Capítulo decimoséptimo

El conde se veía ya a sí mismo fuera del gobierno. «Veamos —se dijo— cuántos caballos podré tener después de mi caída en desgracia, que es como llamarán a mi retiro». E hizo un balance de su patrimonio: había llegado al cargo con ochenta mil francos por toda fortuna. Para su asombro descubrió que, contando todo lo que tenía, su haber apenas ascendía a quinientos mil francos. «Esto hace una renta de veinte mil libras, todo lo más —se dijo— ¡He de reconocer que soy una nulidad! No hay burgués en Parma que no me suponga una renta de ciento cincuenta mil libras; y el príncipe, a este respecto, es más burgués que nadie. Cuando me vean en la miseria, dirán que escondo bien mi fortuna. ¡Demontre, si sigo tres meses más en el gobierno, tengo que duplicar esta fortuna!». En esta última idea encontró una buena ocasión para escribir a la duquesa, y se entregó a ella con ardor; si bien, para hacerse perdonar la carta, dadas las circunstancias por que pasaban sus relaciones, la llenó de cálculos y de cifras. «Sólo tendremos una renta de veinte mil libras —le decía— para vivir los tres, Fabricio, usted y yo, en Nápoles. Fabricio y yo no podremos disponer más que de un caballo para los dos». Acababa de enviar esta carta, cuando le anunciaron al fiscal general Rassi. Lo recibió con una distancia altiva, rayana en la impertinencia.

—¡Veo, señor —le dijo—, que ha mandado usted secuestrar en Bolonia a un conspirador protegido mío, a quien, por si fuera poco, quiere cortarle la cabeza, y todavía no me ha dicho usted nada! ¿Sabe, al menos, el nombre de mi sucesor? ¿Es el general Conti o acaso es usted mismo?

Rassi se quedó aterrado; carecía de la suficiente habilidad social como para adivinar si el conde hablaba en serio o no. Enrojeció y farfulló algunas palabras ininteligibles. El conde lo miraba regocijado con su turbación. De pronto, Rassi se estremeció y, con absoluta desenvoltura y el ademán de Fígaro sorprendido en flagrante delito por Almaviva, exclamó:

—Mire, señor conde, no me voy a andar con rodeos ante Vuestra Excelencia, ¿qué me dará si contesto a todas sus preguntas como contestaría a las de mi confesor?

—La cruz de San Pablo (es la orden de Parma), o dinero, si puede usted proporcionarme un pretexto para concedérselo.

—Prefiero la cruz de San Pablo, que me da acceso a la nobleza.

—¿Cómo, mi querido fiscal? ¿Acaso le concede usted alguna importancia a nuestra pobre nobleza?

—Si yo fuera noble —contestó Rassi con la falta de pudor característica de su oficio— los parientes de los que he mandado ahorcar me odiarían, pero no me despreciarían.

—¡Está bien! Yo lo libraré del desprecio —dijo el conde—, líbreme usted de mi ignorancia. ¿Qué piensa hacer con Fabricio?

—Le diré; el príncipe está sumamente inquieto. Teme que, seducido por los hermosos ojos de Armida[29] (y perdóneme el atrevimiento del lenguaje, pero son las palabras que empleó el soberano); teme, decía, que, seducido por esos hermosos ojos, que en cierto modo también a él lo han hechizado, lo abandone usted; pues bien, usted es el único que puede ocuparse de los asuntos de Lombardía. Y aún le diré más —añadió Rassi bajando la voz—, se le presenta a usted una magnífica ocasión (que bien vale la cruz de San Pablo que me otorga). Si decide no inmiscuirse en el asunto de Fabricio del Dongo o, al menos, no hablarle de ello más que en público, el príncipe le concedería, como recompensa nacional por sus servicios, un hermoso predio, que ahora pertenece al patrimonio del soberano y que vale seiscientos mil francos, o una gratificación de trescientos mil francos escudos[30].

—Yo esperaba algo mejor —dijo el conde—; no mezclarme en el asunto de Fabricio equivale a romper con la duquesa.

—¡Pues sí! Eso es lo que dice el príncipe. El hecho es que, dicho sea entre nosotros, está terriblemente enfadado con la señora duquesa; y teme que, para consolarse de su ruptura con esa amable dama, ahora que usted se ha quedado viudo, le pida la mano de su prima, la vieja princesa Isota, que sólo tiene cincuenta años.

—¡Ha dado en el clavo! —exclamó el conde—. Nuestro príncipe es el hombre más perspicaz de todos sus dominios.

Jamás se le había ocurrido al conde la novelesca idea de casarse con aquella vieja princesa, ni nada le hubiera convenido menos a un hombre a quien hastiaban mortalmente las ceremonias de la corte.

Se puso a juguetear con su tabaquera sobre el mármol de una mesita que estaba junto al sillón. A Rassi le brillaron los ojos; en aquel gesto de fastidio creyó ver la posibilidad de obtener un buen provecho.

—¡Señor conde! —exclamó—, tanto si Su Excelencia decide aceptar el predio de seiscientos mil francos como si prefiere optar por la gratificación en dinero, le ruego que no busque a otro mediador que no sea yo. Estoy seguro de que podré —añadió bajando la voz— aumentar la gratificación o, incluso, conseguir que se mejore con un bosque bastante grande la extensión de la finca. Si Vuestra Excelencia decide poner cierta mesura y prudencia cuando le hable al príncipe de ese mocoso que han encerrado, esa tierra que le concedería el agradecimiento nacional se podría convertir en ducado. Se lo repito, Excelencia, el príncipe, ahora mismo, detesta a la duquesa, pero también está sumamente inquieto; hasta el punto de que, en algunos momentos, he tenido la impresión de que había algún dato secreto que no se atrevía a confesarme. De verdad se lo digo, puede que hayamos dado con una mina de oro, porque yo le puedo vender a usted sus secretos más íntimos y, además, con toda libertad, pues todo el mundo piensa que soy su enemigo jurado. En el fondo, aparte de estar furioso con la duquesa, está convencido, como todos nosotros, de que usted es la única persona del mundo que puede llevar a buen puerto las negociaciones secretas relativas al Milanesado. ¿Me permite Su Excelencia repetir textualmente las palabras del soberano? —le preguntó Rassi, cada vez más animado—, porque hay también una expresividad en el orden de las palabras, que ningún traslado podría dar, y usted podrá ver en ellas más que yo.

—Yo le permito todo —dijo el conde, mientras distraídamente seguía dando golpecitos con la tabaquera de oro en la mesa de mármol—, le permito todo y se lo agradeceré.

—Deme usted un título de nobleza hereditario, además de la cruz, y estaré más que satisfecho. Cada vez que le hablo al príncipe de ennoblecimiento, me contesta: «¡Noble, un canalla como tú! Tendríamos que cerrar la tienda al día siguiente; después de que tú lo fueras, ya nadie querría ser noble en Parma». Y volviendo al asunto del Milanesado, aún no hace ni tres días me decía el príncipe: «Nadie como ese bribonazo para mover los hilos de nuestras intrigas; si lo echara, o le diera por seguir a la duquesa, sería como renunciar a la esperanza de llegar a ser algún día el jefe liberal, adorado por Italia entera».

Al oír estas últimas palabras, el conde respiró aliviado: «Fabricio no morirá» —se dijo.

Rassi no cabía en sí de gozo. Jamás había podido mantener una conversación íntima con el primer ministro; ahora, se veía a punto de poder abandonar aquel apellido suyo, Rassi, que habla llegado a ser en el país sinónimo de cuanto pueda haber de bajo y vil: la gente humilde llamaba Rassi a los perros rabiosos; hacía pocos días, unos soldados se habían batido en duelo porque uno de sus camaradas les había llamado Rassis; no había, finalmente, semana en que aquel lamentable nombre no se encajara en algún soneto atroz, y a su hijo, un inocente chico de dieciséis años, lo habían echado de más de un café tras dar su nombre.

El recuerdo irritante de todos aquellos gajes anejos a su posición lo llevó a cometer una imprudencia.

—Tengo una finca —dijo, al tiempo que acercaba su silla al sillón de conde—, se llama Riva, me gustaría ser barón de Riva.

—¿Y por qué no? —dijo el ministro.

Rassi no cabía en sí.

—Bien, señor conde, me voy a permitir ser indiscreto, voy a adivinar sus deseos. Usted aspira a la mano de la princesa Isota, y es una noble ambición. En cuanto sea usted su pariente, estará protegido ante cualquier desgracia, tendrá bien atado a nuestro hombre. No le ocultaré que al príncipe este matrimonio con la princesa Isota le parece algo horrible, pero si confía usted sus asuntos a alguien verdaderamente hábil y le paga bien, es posible que llegue a tener éxito.

—Ya había perdido yo las esperanzas, mi querido barón. Desautorizo de antemano cuanto pueda usted decir en mi nombre, pero el día en que esa ilustre alianza tenga lugar y se cumplan así mis deseos de alcanzar tan alta posición en el Estado, yo le concederé a usted trescientos mil francos de mi propio patrimonio, o bien aconsejaré al príncipe que le otorgue la merced que usted prefiera a esa cantidad de dinero.

Quizá al lector le parezca demasiado larga esta conversación y, sin embargo, le hemos ahorrado más de la mitad; aún duró dos horas más. Rassi salió del despacho del conde loco de contento; el conde se quedó muy esperanzado de poder salvar a Fabricio y más decidido que nunca a presentar su dimisión. Pensaba que a su prestigio le vendría muy bien una renovación mediante la presencia en el poder de individuos como Rassi y el general Conti. Saboreaba de antemano las dulzuras de una venganza que se le acababa de ocurrir: «Podrá hacer que la duquesa se vaya —se decía—, pero, por mi vida, tendrá también que renunciar a la esperanza de ser rey constitucional de Lombardía». (Aquélla era una quimera ridícula. Aunque el príncipe era un hombre muy inteligente, a fuerza de soñar con ella se había enamorado locamente de la idea).

No cabía en sí de gozo el conde al dirigirse, a toda prisa, a casa de la duquesa para informarla de su conversación con el fiscal. Al llegar se encontró con que la puerta estaba cerrada para él; el portero no se atrevía casi a comunicarle aquella orden, dada personalmente por la duquesa. Volvió muy triste al palacio del gobierno; el disgusto que acababan de darle eclipsaba completamente la alegría que le había proporcionado su conversación con el confidente del príncipe. Sin humor alguno para ocuparse de nada, erraba penosamente por su galería de cuadros cuando, al cabo de un cuarto de hora, recibió la siguiente nota:

Puesto que lo cierto es, mi querido y buen amigo, que ya no hay más que amistad entre nosotros, conviene que no venga a verme más que tres días por semana. Dentro de quince días reduciremos estas visitas, que tanto aprecio, a dos por mes. Si quiere darme gusto, le agradecería que hiciera pública esta especie de ruptura; y si quisiera corresponder a casi todo el amor que una vez le profesé, buscaría una nueva amiga. Por lo que a mí respecta, abrigo grandes proyectos de disipación: he decidido frecuentar mucho la sociedad; es probable, incluso, que busque un hombre inteligente que me haga olvidar mis penas. Ni que decir tiene que, como amigo, usted ocupará siempre el primer lugar en mi corazón, pero no quiero volver a oír jamás que mis pasos han sido guiados por su prudencia. Y, por encima de todo, quiero que se sepa muy bien que he perdido cualquier influencia sobre las decisiones que pueda usted tomar. En una palabra, mi querido conde, créame, usted será siempre mi amigo más querido, pero nada más. No abrigue, se lo ruego, ninguna idea de restablecimiento de la vieja relación, todo ha concluido. Cuente siempre con mi amistad.

Este último golpe fue demasiado fuerte para el ánimo del conde. Escribió una bonita carta dirigida al príncipe, presentándole la dimisión de todos sus cargos, y se la mandó a la duquesa con el ruego de que la hiciera llegar a palacio. Un instante después recibió su dimisión rota en cuatro pedazos, y en un espacio en blanco de uno de los pedazos, del puño y letra de la duquesa, escrito: ¡No, mil veces no!

No resulta fácil describir la desesperación del pobre ministro. «Debo admitir que tiene toda la razón —se decía a cada instante—. No haber escrito procedimiento injusto ha supuesto una espantosa desgracia. Puede que le cueste la vida a Fabricio, y tras la suya, la mía.» Con la idea de la muerte impregnándole el alma, el conde, que no quería aparecer por el palacio del soberano sin haber sido llamado antes, escribió de su puño y letra el motu proprio que nombraba a Rassi caballero de la orden de San Pablo y le concedía nobleza hereditaria. Adjuntó un informe de media página en el que le exponía al príncipe las razones de Estado que aconsejaban la medida. Escribió dos bonitas copias de tales documentos, en lo que halló una suerte de contento melancólico, y se las mandó a la duquesa.

Se hacía miles de conjeturas. Trataba de adivinar qué plan de actuación para el futuro se trazaría la mujer que amaba. «Seguro que ni ella misma lo sabe —se decía—; aunque una cosa es segura, nada en el mundo le hará cambiar las decisiones que me haya comunicado». No podía reprocharle nada a la duquesa y ello aumentaba aún más su tribulación: «Me concedió la gracia de su amor, y deja de amarme tras mi falta, involuntaria, es verdad, pero que puede traer una horrible desgracia. No tengo ningún derecho a quejarme».

A la mañana siguiente, el conde se enteró de que la duquesa había empezado a frecuentar otra vez la sociedad. La noche anterior había ido a todas las casas que recibían. ¿Qué hubiera pasado si hubiera coincidido con ella en el mismo salón? ¿Cómo habría tenido que hablarle? ¿En qué tono? ¿Cómo no hablarle?

El día siguiente fue funesto. Por todas partes se decía que Fabricio iba a ser ejecutado; la ciudad entera estaba conmovida. Se añadía que el príncipe, teniendo en cuenta su origen aristocrático, había decidido que fuera decapitado.

«Soy yo quien lo mata —se dijo el conde—. No puedo ni pensar en volver a ver a la duquesa». Pero, a pesar de tan claro razonamiento, no pudo dejar de pasar tres veces por delante de su puerta; bien que, para no ser notado, las tres veces fue a pie. En su desesperación, se atrevió incluso a escribirle. En dos ocasiones mandó llamar a Rassi, pero el fiscal no se había presentado. «Ese canalla me traiciona» —pensó.

Tres grandes noticias alteraron, al día siguiente, a la alta sociedad de Parma y, también, a la clase media. La ejecución de Fabricio se consideraba ya cosa segura y, como añadido muy sorprendente a esta noticia, la duquesa no parecía especialmente desesperada por ello. Según todas las apariencias, sólo tibiamente lamentaba la suerte de su joven amante; aprovechaba, sin embargo, con refinado estilo, la palidez que le había producido una bastante grave indisposición que le aquejó coincidiendo con la detención de Fabricio. Los burgueses reconocían en aquellos detalles el duro corazón de una gran señora de la corte. Por decencia, no obstante, y como sacrificio a los manes del joven Fabricio, había roto con el conde Mosca. ¡Qué inmoralidad! —se escandalizaban los jansenistas de Parma—; la duquesa, ¡por increíble que pueda parecer!, estaba ya prestando oídos a las lindezas de los jovencitos más guapos de la corte. Se hablaba mucho, entre otros caprichos, de lo alegre que se había mostrado en una conversación con el conde Baldi, por entonces amante de la Raversi, con quien había bromeado mucho a propósito de sus frecuentes idas y venidas al castillo de Velleja. Los pequeños comerciantes y menestrales estaban indignados con la muerte de Fabricio; aquella buena gente atribuía la condena a los celos del conde Mosca. También la sociedad de la corte se ocupaba mucho del conde, aunque para burlarse de él. Efectivamente, no otra cosa que la dimisión del conde era la tercera de las grandes noticias que anunciábamos. Todo el mundo se mofaba de un amante ridículo que, a los cincuenta y seis años, sacrificaba una magnífica posición por el disgusto que le producía el abandono de una mujer sin corazón y que, además, ya desde tiempo atrás, prefería a un muchacho antes que a él. Sólo el arzobispo tuvo la inteligencia o, mejor, la sensibilidad, de comprender que era el honor lo que le impedía al conde seguir siendo primer ministro en un país en el que se iba a decapitar a un joven protegido suyo sin consultárselo a él. La noticia de la dimisión del conde produjo el efecto de curarle la gota al general Fabio Conti —como comentaremos cuando lleguemos a ello, o sea, cuando lleguemos al relato del modo en que el pobre Fabricio pasaba el tiempo en la ciudadela mientras toda la ciudad se preguntaba sobre la fecha de su ejecución.

Al día siguiente, el conde volvió a ver a Bruno, el fiel agente que había enviado a Bolonia. Cuando entró en su despacho, el conde se emocionó; verlo lo retrotrajo al momento en que lo envió a Bolonia y, con ello, al estado de felicidad en que entonces se encontraba, de pleno acuerdo, casi, con la duquesa. Llegaba Bruno de Bolonia, donde no había descubierto nada; no había podido dar con Ludovico, a quien el podestá de Castelnovo había recluido en la cárcel local.

—Voy a volver a enviarlo a Bolonia —le dijo el conde a Bruno—. Seguro que la duquesa sigue queriendo tener el triste gusto de conocer los detalles de la desgracia de Fabricio. Vaya usted a ver al brigada de los gendarmes que está al mando del puesto de Castelnovo… ¡Aunque no! —exclamó el conde, interrumpiéndose—; vaya inmediatamente a Lombardía y deles dinero abundante a todos nuestros agentes. Quiero que todos ellos envíen informes decididamente alentadores.

Bruno comprendió perfectamente el sentido de su misión y se puso a escribir las cartas credenciales pertinentes. Estaba el conde dándole las últimas instrucciones, cuando le llegó una carta muy bien escrita y perfectamente engañosa. Parecía la carta de un amigo pidiéndole un favor a otro amigo. Aquel amigo que escribía no era otro que el príncipe. Habían llegado a sus oídos algunas ideas de retiro y le rogaba a su amigo, el conde Mosca, que se mantuviera en su cargo; se lo pedía en nombre de la amistad y para ahorrarle peligros a la patria; y, como señor suyo, se lo ordenaba. Añadía que el rey de *** acababa de poner a su disposición dos grandes cruces de su orden; él se quedaba con una y le enviaba la otra a su querido conde Mosca.

—¡Este animal es mi desgracia! —exclamó el conde furioso, ante un Bruno estupefacto—; se cree que puede engañarme con las mismas palabritas hipócritas que tantas veces hemos pergeñado juntos para coger en el garlito a algún idiota.

Rechazó la cruz que se le ofrecía y, en la carta de respuesta, se refirió a su estado de salud, que le dejaba pocas esperanzas de poder entregarse por más tiempo a la dura tarea del gobierno. El conde estaba furioso. Momentos más tarde le anunciaban al fiscal Rassi, a quien trató como a un esclavo.

—¡Está bien; ha bastado que lo hiciera noble para que empezara a hacer gala de su insolencia! ¿Cómo no vino usted ayer a darme las gracias, como era su estricta obligación, señor fantoche?

A Rassi le resbalaban los insultos. Aquél era el tono con que el príncipe lo trataba a diario; pero quería ser barón y se defendió con habilidad. Nada podía resultarle más fácil.

—Ayer el príncipe me tuvo clavado a la mesa todo el día; me fue imposible salir de palacio. Su Alteza me hizo copiar, con mi mala letra de procurador, una cantidad tan grande de documentos diplomáticos, tan insustanciales y tan gárrulos, que yo creo que, en realidad, lo único que pretendía era tenerme allí prisionero. Cuando finalmente, a eso de las cinco, muerto de hambre, pude marcharme, me ordenó que me fuera a casa directamente y que no saliera por la noche. Y, en efecto, he podido ver que dos de sus espías, a los que conozco perfectamente, se han estado paseando por mi calle hasta las doce de la noche. Esta mañana, en cuanto he podido, he pedido un coche, he ido a la catedral, me he bajado del coche muy lentamente, luego he cruzado a todo correr la iglesia y aquí estoy. Vuestra Excelencia es en estos momentos el hombre en el mundo a quien yo más fervientemente deseo complacer.

—¿Qué se ha creído usted, farsante, que soy tan tonto como para creerme todos esos cuentos mejor o peor traídos? Usted se negó a hablarme de Fabricio anteayer, y yo he respetado sus escrúpulos y sus juramentos de guardar secreto, aunque los juramentos en un ser como usted no pasen de ser meras disculpas para no tener que hablar. Hoy quiero que me diga la verdad. ¿Qué son todos esos ridículos rumores que condenan a muerte a ese joven por el asesinato del cómico Giletti?

—Nadie puede informar mejor a Vuestra Excelencia sobre esos rumores que yo mismo, que he sido quien los ha puesto en circulación por orden del soberano. Y, ahora que lo pienso, seguro que si me tuvo prisionero durante todo el día fue precisamente para que no pudiera informarle de ello. El príncipe, que sabe que no soy ningún loco, no podía dudar ni por un instante de que viniera a traerle la cruz para rogarle que fuera usted quien me la prendiera en el ojal.

—¡Déjese de monsergas y vaya al grano! —exclamó el ministro.

—No cabe la menor duda de que el príncipe hubiera preferido una sentencia de muerte contra el señor del Dongo, pero, como seguramente usted sabe ya, sólo obtuvo una sentencia de veinte años de prisión, conmutada por él al día siguiente de su emisión por doce años en la fortaleza con ayuno a pan y agua los viernes y en otras festividades religiosas.

—Precisamente porque conocía esa condena de tan sólo prisión, estaba espantado con los rumores de próxima ejecución que corren por la ciudad. Recuerdo bien la muerte del conde Palanza, que con tanta habilidad disimuló usted.

—¡Entonces fue cuando tenían que haberme dado la cruz! —exclamó Rassi sin inmutarse—; debí haber apretado las clavijas cuando estaba en mi mano; cuando nuestro hombre no quería otra cosa que aquella muerte. Fui un bobo en aquella ocasión. Y, basándome en aquella experiencia, me atrevo a aconsejarle hoy que no haga usted lo mismo. (Tal equiparación le pareció del peor gusto a su interlocutor, que tuvo que contenerse para no darle un puntapié). En primer lugar —continuó Rassi, con la lógica de un jurisconsulto y la seguridad absoluta del hombre a quien ningún insulto puede ofender—; en primer lugar, la ejecución del susodicho del Dongo no puede ser motivo de consideración; el príncipe no se atrevería, los tiempos han cambiado y además yo, siendo noble y en vísperas de ser barón, gracias a usted, yo no me avendría a ello. Y, bueno, sólo de mí, como sabe Vuestra Excelencia, puede recibir órdenes el ejecutor último; pues yo le juro a usted que el caballero Rassi no dará jamás esa orden contra el señor del Dongo.

—Y hará usted bien —contestó el conde mirándole con desdén.

—Conviene distinguir —continuó Rassi con una sonrisa—. De lo que yo me ocupo es de las muertes oficiales; si el señor del Dongo acaba muriendo de un cólico, ¡no vaya usted a hacerme responsable! El príncipe está frenético, y no sé por qué, contra la Sanseverina (tres días antes, Rassi hubiera dicho la señora duquesa, pero, como toda la ciudad, ahora conocía su ruptura con el primer ministro).

Al conde le cogió por sorpresa la supresión del título en boca de semejante individuo; e imagine el lector la gracia que le hizo; le dirigió a Rassi una mirada cargada de vivísimo odio. «Ángel mío —se dijo al instante—, no puedo mostrarte mi amor nada más que obedeciendo tus órdenes ciegamente».

—He de confesarle —le dijo al fiscal—, que no tengo un interés excesivo en satisfacer los distintos caprichos de la señora duquesa; ahora bien, teniendo en cuenta que fue ella quien me presentó a ese buena pieza de Fabricio, que se podía haber quedado en Nápoles en vez de venir aquí a complicarnos las cosas, preferiría que no muriera durante mi mandato, y tengo mucho gusto, además, en darle a usted mi palabra de honor de que será barón en los ocho días siguientes a su salida de la cárcel.

—En tal caso, señor conde, no seré barón hasta que no hayan pasado los doce años cabales, porque el príncipe está furioso, y su odio a la duquesa es tan intenso que trata de esconderlo.

—¡Su Alteza es demasiado bueno! ¿Qué necesidad tiene de esconder su odio, cuando su primer ministro ha dejado de proteger a la duquesa? De lo último que querría que se me pudiera acusar sería de indignidad y, mucho menos, de celos. Soy yo quien trajo a la duquesa a este país y, si Fabricio muere en la cárcel, no sólo no será usted barón, sino que, además, seguramente será apuñalado. Pero dejemos esa minucia. El caso es que he estado haciendo cuentas sobre el estado de mi patrimonio y he descubierto que apenas llego a una renta de veinte mil libras, así que, contando con eso, pienso presentarle con toda humildad mi dimisión al soberano. Tengo algunas esperanzas de que me emplee a su servicio el rey de Nápoles. En esa gran ciudad encontraré las distracciones que ahora necesito y que no puede ofrecerme un agujero como Parma. Me iré, a no ser que usted me consiga la mano de la princesa Isota, etcétera, etcétera.

La conversación se alargó infinitamente en torno a este asunto. Cuando Rassi se levantaba, el conde le dijo con tono sumamente casual:

—Ya sabe usted que se ha comentado que Fabricio me engañaba, que era uno de los amantes de la duquesa. No estoy dispuesto a admitir semejante habladuría y, para desmentirla, quiero que le haga llegar a Fabricio esta bolsa.

—Pero, señor conde, ahí hay una suma enorme. Los reglamentos…

—Para usted, querido, puede ser enorme —dijo el conde con un tono de soberano desdén—: cuando se trata de enviar dinero a un amigo encarcelado, un burgués como usted piensa que se arruina si le manda diez cequíes; yo, en cambio, quiero que Fabricio reciba estos seis mil francos y, sobre todo, que no se sepa nada de este envío en Palacio.

Rassi, espantado, quiso contestar algo, pero el conde le cerró la puerta con impaciencia. «Esta gente —se dijo— es incapaz de ver el poder si no es bajo la capa de la insolencia». Tras haber pensado esto, el primer ministro se entregó a una acción tan ridícula, que no deja de darnos cierta vergüenza contarla. Corrió a tomar de su mesa de despacho un retrato en miniatura de la duquesa y lo cubrió de apasionados besos. «¡Perdón, ángel mío —exclamaba—, por no haber tirado por la ventana con mis propias manos a ese fantoche que se atreve a hablar de ti con esa familiaridad!; ¡si obro con tanta paciencia es por hacerte caso! ¡Ya le llegará su hora!».

Tras una larga conversación con el retrato, el conde, que sentía su corazón muerto en el pecho, tuvo una idea ridícula y se entregó a su ejecución con una diligencia pueril. Pidió que le trajeran una casaca llena de condecoraciones y se fue a visitar a la vieja princesa Isota; nunca, salvo en la fiesta de año nuevo, había visitado a aquella princesa en su casa. La encontró rodeada de perros y muy vestida, llevaba incluso sus diamantes, como si fuera a ir a la corte. Como el conde expresara su miedo a estorbar los planes de Su Alteza, que probablemente tenía pensado salir, Su Alteza respondió que una princesa de Parma tenía la obligación consigo misma de presentarse siempre así. Por primera vez tras su desgracia, experimentó el conde unos instantes de regocijo. «He hecho bien en venir por aquí —se dijo—; hoy mismo tengo que declararme». La princesa estaba encantada de tener en su casa a un hombre tan conocido por su inteligencia y que era primer ministro, además. La pobre solterona no estaba muy acostumbrada a visitas como aquella. Con un hábil preludio, el conde empezó refiriéndose a la inmensa distancia que siempre separará a un simple aristócrata de los miembros de la familia real.

—Pero conviene hacer alguna distinción —dijo la princesa—: la hija de un rey de Francia, por ejemplo, no tiene la menor expectativa de alcanzar la corona; las cosas no son así en la familia real de Parma. Por eso, nosotros, los Farnesio, debemos mantener siempre cierta dignidad en nuestras formas. Yo misma, que no soy nada más que la pobre princesa que usted ve, no puedo afirmar que sea absolutamente imposible que un día lo tenga a usted de primer ministro mío.

Esta idea, de inesperada extravagancia, volvió a proporcionar al conde nuevos instantes de intenso regocijo.

Al dejar a la princesa Isota, que se había ruborizado como la grana cuando oyó al primer ministro confesarle su pasión, se encontró éste con uno de los recaderos de palacio; le comunicaba que el príncipe reclamaba urgentemente su presencia.

—Estoy enfermo —le contestó el ministro, encantado de poderle hacer un feo a su príncipe.

«¡Ay, ay, primero me saca usted de mis casillas —exclamó en su interior, furioso— y luego quiere que le sirva! Sepa, usted, mi señor, que en este siglo no basta con haber recibido el poder de la Providencia, hay que tener mucha inteligencia y mucho carácter para llegar a ser un déspota».

Tras haber despedido al recadero de palacio, que se fue muy escandalizado por la perfecta salud de aquel enfermo, al conde se le ocurrió que sería divertido ir a visitar a los dos hombres de la corte que más influencia ejercían sobre el general Fabio Conti. Había una cosa que hacía que el ministro se estremeciera cuando pensaba en ella, una cosa que lo asustaba por encima de todo: el gobernador de la ciudadela había sido acusado de haberse deshecho, hacía tiempo, de un capitán, enemigo personal suyo, mediante la aquetta de Perusa[31].

El conde sabía que desde hacía ocho días la duquesa estaba repartiendo exorbitantes sumas de dinero para ganarse voluntades en la ciudadela, aunque, en su opinión, tenía muy pocas posibilidades de éxito; todo el mundo estaba ahora sumamente atento a lo que pudiera pasar. No entretendremos al lector con todos los intentos de corrupción que había puesto en obra aquella desventurada mujer. Estaba desesperada, y tenía a sus órdenes agentes de toda índole y absolutamente fieles. Pero en las pequeñas cortes despóticas no hay seguramente más que una clase de asuntos que se resuelva a la perfección: la guarda de los presos políticos. El oro de la duquesa no tuvo más efecto que la expulsión de la ciudadela de ocho o diez hombres de diverso rango.