Capítulo decimosexto

—¡Bueno —exclamó el general cuando vio a don César, su hermano—; seguro que la duquesa está ya disponiéndose a gastar cien mil escudos para burlarse de mí y organizar la fuga del prisionero!

Ahora tenemos que dejar a Fabricio en su prisión, en lo más alto de la ciudadela de Parma; está bien guardado, allí volveremos a encontrárnoslo, aunque quizá un poco cambiado. Ocupémonos, pues, de la corte, donde intrigas sumamente complicadas y, sobre todo, la pasión de una mujer desdichada, decidirán su suerte.

Cuando subía los trescientos noventa escalones de su prisión en la torre Farnesio, Fabricio, que tanto había temido aquel momento, se dio cuenta de que no tenía tiempo para pensar en su desgracia.

Cuando entró en su casa, al volver de los salones del conde Zurla, la duquesa despidió a las doncellas con un gesto. Luego se dejó caer, vestida, en la cama. «¡Fabricio —prorrumpió en voz alta— está en poder de sus enemigos, y puede que por mi culpa lo envenenen!».

Resulta difícil describir el momento de desesperación que siguió a esta consideración de la situación en una mujer tan poco razonable, tan esclava de la sensación del momento y, aunque sin confesárselo, perdidamente enamorada del joven prisionero. Profirió gritos inarticulados, tuvo transportes de rabia, sufrió convulsiones, pero no asomó ni una lágrima. Había despedido a sus doncellas para que no la vieran; había pensado que estallaría en sollozos nada más encontrarse sola; pero las lágrimas, ese primer consuelo de los grandes dolores, no aparecieron en absoluto. La cólera, la indignación, el sentimiento de haber quedado por debajo del príncipe, dominaban por encima de todo en aquel espíritu altivo.

«¡Qué humillación! —exclamaba a cada momento—; ¡no sólo me ofende, sino que encima juega con la vida de Fabricio! ¡Me vengaré! ¡Está bien, mi señor! ¡Usted me mata y yo lo acato, suyo es el poder, pero yo me cobraré con su vida! ¡Ay! ¿Pero de qué te serviría eso a ti, pobre Fabricio? ¡Qué diferencia con el día en que estaba dispuesta a irme de Parma! ¡Y yo que entonces me creí desgraciada…! ¡Qué ceguera! Iba a romper con todos los hábitos de una vida agradable; ¡ay!, no me daba cuenta de que estaba ante un acontecimiento que iba a cambiar mi suerte para siempre. Si el conde, siguiendo sus despreciables costumbres de servil cortesano, no hubiera suprimido la expresión procedimiento injusto en la nota fatal que la vanidad del príncipe me concedía, ahora estaríamos salvados. Había tenido la suerte más que la habilidad —tengo que reconocerlo— de picar su amor propio en lo tocante a su querida ciudad de Parma. Entonces jugaba con la amenaza de marcharme, entonces era libre. ¡Dios mío! ¡Ahora soy su esclava! ¡Ahora estoy clavada en esta cloaca infame, y Fabricio encadenado en la ciudadela, en esa ciudadela que ha sido la antesala de la muerte para tanta gente ilustre! ¡Ahora no puedo dominar a ese tigre con el temor de que pueda abandonar su cueva! Es lo suficientemente listo como para darse cuenta de que nunca me alejaré de esa torre infame donde está encadenado mi corazón. Y ahora la vanidad herida de ese hombre puede sugerirle las ideas más singulares. Su insólita crueldad no hará más que excitar su vanidad desmedida. Volverá con sus viejas e insustanciales proposiciones galantes; quizá me diga “O acepta usted el ofrecimiento de su esclavo, o Fabricio perece”; pues bien, en tal caso, repetiremos la vieja historia de Judit…, aunque lo que para mí no sería más que un suicidio, para Fabricio sería un asesinato; porque el memo del sucesor, nuestro príncipe heredero, y el infame verdugo Rassi ahorcarían a Fabricio como cómplice mío».

La duquesa gritó. Aquella alternativa, a la que no veía salida posible, atormentaba su desdichado corazón. Su confundida inteligencia no vislumbraba ninguna otra posibilidad para el futuro. Durante diez minutos se estremeció como una perturbada; finalmente, el agotamiento le indujo un sueño que la sacó por unos instantes de aquel horrible estado, tenía la vida aniquilada. A los pocos minutos se despertó sobresaltada y se encontró sentada en la cama; estaba convencida de que el príncipe quería cortarle la cabeza a Fabricio ante sus ojos. ¡Qué mirada perdida no lanzaría en su derredor! Cuando finalmente se persuadió de que no tenía delante ni al príncipe ni a Fabricio, volvió a caer en la cama a punto de desvanecerse. Su debilidad física era tal, que no tenía fuerzas ni para cambiar de postura. «¡Dios mío! ¡Si al menos pudiera morirme!… —se dijo—. ¡Pero qué cobardía! ¡Abandonar a Fabricio en su desgracia! Yo no razono… Veamos, consideremos la realidad; encaremos con calma la atroz situación en que me he metido como por capricho. ¡Qué atolondramiento funesto! ¡Venir a la corte de un príncipe absoluto! ¡Un tirano que conoce a todas sus víctimas, que en cada una de sus miradas ve un desafío a su poder! ¡Eso es lo que ni el conde ni yo vimos, ay, cuando dejé Milán! Me imaginé las galas y gracias de una corte amable; un poco inferior, ciertamente, pero muy semejante a la de los buenos tiempos del príncipe Eugenio.

»Estando lejos, no es posible hacerse a la idea de lo que es la autoridad de un déspota que conoce de vista a todos sus súbditos. La forma exterior del despotismo es como la de cualquier gobierno de otro orden: hay jueces, por ejemplo, pero son Rassis; ¡ese monstruo!, seguro que no Le parecería nada extraordinario mandar ahorcar a su propio padre si se lo ordenara el príncipe… diría que era su deber… ¡Y si lo sobornara! ¡Pobre de mí; no tengo con qué! ¿Qué podría ofrecerle? ¿Cien mil francos? Dicen que cuando se libró de la última puñalada que intentaron asestarle —gracias al aborrecimiento que el cielo profesa a este pobre país—, el príncipe le envió un cofrecillo con diez mil cequíes de oro. ¿Cuánto haría falta, pues, para corromperlo? Esa alma enfangada, que no ha visto otra cosa que desprecio en las miradas de los hombres, experimenta ahora el placer de ver el miedo, incluso respeto, en esas mismas miradas. Podría llegar a ser ministro de Policía, ¿por qué no? En tal caso, las tres cuartas partes de los habitantes del país se convertirán en sus cortesanos envilecidos y temblarán delante de él con el mismo servilismo con que él tiembla ante el soberano.

»No puedo huir de este odioso lugar, tengo que serle útil a Fabricio. ¡Vivir sola, solitaria y desesperada! ¿Qué puedo hacer yo por Fabricio? Vamos, ponte en marcha, mujer desventurada; haz lo que debes; ve al mundo, finge que no piensas en Fabricio… ¡Fingir que te olvido, ángel mío!».

Con estas últimas palabras, la duquesa se deshizo en lágrimas. Por fin podía llorar. Tras entregarse durante una hora a tal debilidad humana, se dio cuenta, con algún consuelo, de que empezaban a aclarársele las ideas. «¡Tener la alfombra mágica —soñó—; sacar a Fabricio de la ciudadela; refugiarme con él en algún lugar dichoso donde no pudieran perseguirnos, París, por ejemplo. Allí podríamos vivir, primero, con los mil doscientos francos que el administrador de su padre me hace llegar con tan divertida puntualidad. Yo podría reunir cien mil francos con los despojos de mi fortuna!». La imaginación de la duquesa repasaba los detalles de la existencia que podría llevar a trescientas leguas de Parma y en ello hallaba momentos de inefable delicia. «Allí —seguía soñando—, podría sentar plaza con un nombre supuesto… En algún regimiento de esos valientes franceses, el joven Valserra se haría muy pronto con una reputación. Por fin sería feliz».

Tales imaginaciones venturosas le provocaron otra vez las lágrimas, pero ahora eran lágrimas dulces. ¡En algún sitio existía aún la felicidad! Permaneció en aquel estado mucho tiempo. A la pobre mujer le daba horror volver a considerar la espantosa realidad. Finalmente, cuando el crepúsculo del día empezaba a dibujar con una línea blanca las copas de los árboles de su jardín, se dominó. «Dentro de unas horas —se dijo— estaré en el campo de batalla; tendré que actuar y, si me sucede algo irritante, si al príncipe le da por decirme algo de Fabricio, no sé si podré mantener la calma. No puedo dejar pasar más tiempo, tengo que tomar alguna decisión.

»Si me declaran culpable de algún crimen de Estado, Rassi confiscará inmediatamente todo lo que hay en este palacio. Como ya es una costumbre en nosotros, el día uno el conde y yo quemamos todos los papeles que hubiera podido utilizar la policía en contra nuestra; lo divertido es que él es el ministro de Policía. Tengo tres diamantes de cierto valor. Mañana le mandaré a Fulgencio, mi antiguo barquero de Grianta, que los lleve a Ginebra y que los guarde en algún lugar seguro. Si alguna vez Fabricio consigue escapar (¡Quiéralo Dios! —exclamó santiguándose—), lo que es seguro es que a ese grandísimo cobarde del marqués del Dongo le parecerá pecado enviar pan a un hombre perseguido por un príncipe legítimo; entonces por lo menos tendrá mis diamantes, tendrá pan.

»Separarme del conde, sí… Me sería imposible encontrarme a solas con él después de lo que acaba de pasar. ¡Pobre hombre! No tiene nada de malo, todo lo contrario; sólo es débil. Su alma vulgar no está a la altura de las nuestras. ¡Pobre Fabricio! ¡Y que no puedas estar aquí, aunque sólo fuera un momento, conmigo, para decidir juntos qué hacer ante los peligros que nos aguardan!

»La meticulosa prudencia del conde no haría más que estorbar cualquier proyecto mío, pero, por otra parte, no puedo arrastrarlo en mi caída…, ¿pues por qué no iba a meterme en la cárcel ese tirano vanidoso…? Podría acusarme de haber conspirado, ¿hay algo más fácil de probar? Si me enviara a su ciudadela y, a fuerza de sobornos, pudiera hablar con Fabricio, aunque sólo fuera un instante, ¡con qué serenidad iríamos juntos a la muerte! Pero dejemos estas locuras. Su Rassi le aconsejaría acabar conmigo con algún veneno. Mi presencia en las calles, en una carreta, podría conmover la sensibilidad de sus queridos parmesanos… ¡Vaya, otra vez con novelerías! ¡Ay! ¡Aunque bien se le pueden perdonar estas fantasías a una pobre, mujer que afronta una realidad tan triste! Lo cierto es que el príncipe no me enviará a la muerte, pero nada le resultará más fácil que arrojarme a la cárcel y dejarme allí. Mandará esconder en algún rincón de mi palacio toda clase de papeles comprometedores como han hecho con el pobre L… Y luego tres jueces —no necesariamente muy viles, pues contarán con lo que ellos llaman piezas de convicción— y una docena de testigos falsos serán más que suficientes. Me podrán condenar a muerte por haber conspirado; tras ello, el príncipe, en su infinita clemencia, considerando que en otro tiempo tuve la fortuna infinita de haber sido admitida en su corte, conmutará mi pena por diez años de cárcel en la fortaleza. Aunque yo, para no desmentir ese violento carácter mío que tantas tonterías ha hecho decir a la marquesa Raversi y demás enemigos, tendré la osadía de envenenarme. Por lo menos, es lo que todo el mundo querrá creer; aunque apuesto a que Rassi se presentará en mi calabozo para traerme con toda cortesía, de parte del príncipe, algún frasquito de estricnina o de opio de Perusa.

»Sí, mi ruptura con el conde tiene que ser notoria, no quiero arrastrarle en mí caída, eso sería una infamia. ¡Pobre; me ha querido tan candorosamente! La tonta fui yo, por creer que un auténtico cortesano tendría el suficiente espíritu como para poder amar. Con toda probabilidad, el príncipe encontrará algún pretexto para meterme en la cárcel; tendrá miedo de que pueda influir en la opinión pública con respecto a Fabricio. El conde es un hombre de honor, y, en cuanto se entere, hará lo que los fatuos de esta corte, en su estupor, calificarán de locura: abandonará la corte. La noche de la nota desafié la autoridad del príncipe, puedo esperármelo todo de su vanidad herida. ¿Puede olvidar un príncipe de nacimiento una sensación como la que yo le produje aquella noche? Por otra parte, el conde, tras nuestra ruptura, estará en mejor posición para ayudar a Fabricio. Aunque, ¿y si el conde, desesperado por mi decisión, decidiera vengarse…? Pero ésa es una de las ideas que al conde no se le ocurrirían jamás. No tiene ese espíritu esencialmente vil que tiene el príncipe. El conde puede llegar a firmar, llorando de rabia, un decreto infame, pero es un hombre de honor. Y además, ¿de qué iba a vengarse? ¿De que, tras haberlo amado durante cinco años, sin hacerle a su amor la menor ofensa, le diga: “Mi querido conde, he tenido la dicha de amarle; ahora esa llama se apaga. Ya no lo quiero, pero conozco hasta el último rincón de su corazón, le guardo a usted una honda estima y será para siempre el mejor de mis amigos”? ¿Qué podría responder un hombre galante a una afirmación tan sincera?

»Buscaré un nuevo amante; eso creerá la gente, por lo menos. Le diré al nuevo amante: “En el fondo, el príncipe tiene razón en castigar el dislate de Fabricio; pero estoy segura de que el día de su fiesta su graciosa majestad le concederá la libertad”. De ese modo gano seis meses. La prudencia aconseja que el nuevo amante sea Rassi, ese juez corrupto, ese infame verdugo… se sentiría ennoblecido y, de hecho, conmigo, entraría en la buena sociedad. ¡Perdóname, Fabricio querido, pero semejante esfuerzo está más allá de lo que me siento capaz! ¡Dios mío, ese monstruo, todavía manchado con la sangre del conde P. y D.! ¡Me desmayaría de horror cuando se me acercara o, más probablemente, cogería un cuchillo y se lo clavaría en su innoble corazón. No me pidas cosas imposibles!

»¡¡Sí, sobre todo, olvidar a Fabricio!, y que no se note ni una sombra de ira contra el príncipe. Exhibir mi habitual alegría, que a esas almas encenagadas les parecerá más amable, primero, porque creerán que me someto gustosamente a su soberano y, después, porque, lejos de burlarme de ellos, estaré pendiente de encomiar sus limitados méritos y virtudes; al conde Zurla, por ejemplo, le ponderaré esa pluma blanca del sombrero que se ha hecho traer de Lyon con un correo y que tan contento lo tiene.

»Buscar un amante en el partido de la Raversi… Si el conde se va, ése será el partido del gobierno; serán ellos quienes tengan el poder. Y será un amigo de la Raversi quien gobierne la ciudadela, pues Fabio Conti será el primer ministro. ¿Cómo podrá el príncipe, hombre sociable e inteligente al cabo, acostumbrado al sugestivo modo de trabajar del conde, despachar con esa vaca, con ese rey de los tontos, cuya única preocupación en la vida ha consistido en dilucidar si tenían que ser siete o nueve los botones de la pechera de los soldados de Su Alteza? ¡Unos bestias y unos cretinos, Fabricio, y me tienen envidia; por eso estás en peligro! ¡Y son esos bestias cretinos quienes van a decidir tu destino y el mío! ¡No hay que consentir, pues, que el conde dimita! ¡Que se quede, aunque tenga que someterse a ciertas humillaciones! Piensa que presentar la dimisión es el mayor sacrificio que pueda hacer un primer ministro, y cada vez que el espejo le revela que envejece, me ofrece ese sacrificio. Así pues, ruptura absoluta, sí; y reconciliación, sólo en el caso de que ése sea el único medio de impedirle que abandone el gobierno. Lo despediré, naturalmente, del modo más amistoso que pueda; pero después de la omisión de la expresión procedimiento injusto en la nota del príncipe a que le indujo su servilismo cortesano, siento que para no odiarlo lo mejor será que pase unos meses sin verlo. No me hacía ninguna falta su inteligencia en aquella noche decisiva. Lo único que tenía que hacer era escribir lo que yo dictaba, escribir aquella frase que yo había conseguido gracias a mi carácter, pero tuvieron que imponerse sus hábitos de cortesano adulador. Al día siguiente decía que no podía haber hecho firmar una cosa absurda a su príncipe; que lo que hubiéramos necesitado era una cédula de gracia. ¡Dios mío! Con esa gente, con esos monstruos de vanidad y rencor, con los Farnesio, hay que coger lo que se pueda».

Este último pensamiento reavivó toda la cólera de la duquesa.

»El príncipe me ha engañado —se decía—. ¡Y con cuánta cobardía!… No tiene excusa. Es un hombre inteligente, rápido, sensato; lo único que tiene de mezquino son sus pasiones. Lo hemos observado el conde y yo muchas veces, su inteligencia se hace vulgar en cuanto imagina que lo han querido ofender. Bueno, pues el crimen de Fabricio no tiene nada que ver con la política, no es más que un asesinato de poca monta, como los cientos que se cometen en sus felices dominios; además, el conde me ha asegurado que ha mandado recoger la información más veraz y que Fabricio es inocente. No le faltaba audacia a ese Giletti, que, viéndose a dos pasos de la frontera, tuvo súbitamente la tentación de deshacerse de un rival afortunado».

En este punto la duquesa se detuvo un rato bastante largo para examinar si cabía admitir culpabilidad en Fabricio. No es que a ella le pareciera que fuera ningún pecado grave que un aristócrata de la categoría de su sobrino se deshiciera de un histrión impertinente, pero, en su desesperación, empezaba a sentir vagamente que iba a tener que pelear para probar la inocencia de Fabricio.

«No —se dijo finalmente—, una prueba decisiva de la inocencia de Fabricio es que, igual que el pobre Pietranera, que siempre iba con armas en los bolsillos, el día en cuestión no llevaba más que una mala escopeta de un solo cañón y prestada, además, por uno de sus obreros.

»Odio al príncipe porque me ha engañado, y de la manera más cobarde. Después de su nota con el perdón, manda secuestrar al pobre muchacho en Bolonia, etcétera. Pero esa cuenta me la va a pagar».

Hacia las cinco de la madrugada, la duquesa, agotada por tan largo acceso de desesperación, llamó a sus doncellas, que lanzaron un grito cuando la vieron. Estaba en la cama, vestida, con los diamantes todavía puestos, tan pálida como las sábanas, con los ojos cerrados…; les pareció como si estuviera amortajada en su lecho de muerte. Si no hubieran reparado en que acababa de llamarlas, hubieran pensado que estaba desmayada. De vez en cuando, alguna lágrima aislada corría por sus mejillas insensibles; las doncellas comprendieron, a una señal suya, que quería que la ayudaran a acostarse.

Tras la velada del ministro Zurla, el conde se había presentado dos veces en casa de la duquesa, y las dos fue rechazado. Le había escrito que tenía que pedirle consejo: ¿Debía mantenerse en su cargo, aun después de la ofensa que habían tenido la osadía de hacerle? Y añadía: «El chico es inocente; pero aunque fuera culpable, ¿era admisible que se le hubiera detenido sin habérselo comunicado antes a él, su protector reconocido?». La duquesa no vio aquella nota hasta la mañana siguiente.

El conde no era un hombre virtuoso; conviene recordar qué entienden los liberales por virtuoso; esto es: el que se esfuerza por conseguir la felicidad para la mayoría. Al conde eso le parecía una simpleza; se creía en la obligación de buscar ante todo la felicidad del conde Mosca de la Rovere; pero era un hombre de honor y absolutamente sincero cuando hablaba de dimisión. Jamás había mentido a la duquesa. Ésta, por su parte, no prestó la menor atención a aquella carta. Su decisión, una penosa decisión, estaba tomada, fingir que había olvidado a Fabricio; tras aquel esfuerzo, todo lo demás le era indiferente.

Al día siguiente, el conde, que había ido hasta diez veces al palacio Sanseverina, fue finalmente admitido a eso del mediodía. Cuando vio a la duquesa se quedó espantado… «¡Tiene cuarenta años! —se dijo—. ¡Ayer tan brillante! ¡Tan joven!… Todo el mundo ha comentado lo joven y lo seductora que estaba mientras hablaba largo y tendido con Clelia Conti».

La voz y el tono de la duquesa eran tan extraños como su aspecto. Aquel tono, en el que no había la menor pasión, ni el menor interés humano, ni el menor indicio de ira, hizo palidecer al conde. Le recordó a un amigo suyo, que, pocos meses antes, en su lecho de muerte, tras haber recibido los últimos sacramentos, había querido hablar con él.

Hasta pasados unos minutos, la duquesa no fue capaz de hablar. Le dirigió la mirada, pero sus ojos estaban apagados:

—Separémonos, querido conde —le dijo con voz débil, pero bien articulada y en la que podían percibirse sus esfuerzos por parecer amable—, separémonos, ¡es necesario! El cielo es testigo de que, en estos cinco años, mi conducta para con usted ha sido irreprochable. Me ha procurado una existencia brillante frente al aburrimiento que hubiera supuesto mi triste suerte en el castillo de Grianta; sin usted, me hubiera precipitado en la vejez algunos años antes… Por mi parte no me he ocupado de otra cosa que de tratar de que fuera usted feliz. Precisamente porque lo amo le propongo esta separación à la amiable, como dicen los franceses.

El conde no entendía nada. Ella se vio obligada a repetírselo varias veces. A él le sobrevino una palidez mortal; se arrojó de rodillas junto a la cama, y le dijo todo lo que el asombro más hondo, primero, y la desesperación más intensa, después, pueden inspirar a un hombre inteligente y apasionadamente enamorado. Le ofreció repetidamente presentar su dimisión, seguirla al retiro que fuere, a mil leguas de Parma…

—¡Se atreve usted a hablarme de partir, estando aquí Fabricio! —exclamó ella finalmente, incorporándose a medias; aunque, al darse cuenta de que el nombre de Fabricio producía una impresión penosa, añadió, tras un momento de descanso, apretando levemente la mano del conde—: No, querido amigo, no puedo decirle que le haya amado con la pasión o con el arrobamiento que, cumplidos los treinta años, creo yo, dejan de sentirse; yo ya estoy muy lejos de esa edad. Le habrán dicho que amaba a Fabricio. Sé que el rumor ha corrido por esta corte malvada. (Y por primera vez en la conversación, cuando pronunció la palabra malvada, le brillaron los ojos). Le juro ante Dios, y por la vida de Fabricio, que jamás ha habido nada entre él y yo que no pudiera ver una tercera persona. Tampoco le diré que lo ame como una hermana; lo amo, por decirlo de algún modo, por instinto. Amo su valentía, una valentía tan sencilla y perfecta, que estoy segura de que ni él mismo se da cuenta de que la tiene. Recuerdo que esta admiración empezó en mí a su vuelta de Waterloo. Aún era un niño, pese a sus diecisiete años, y lo que le inquietaba sobre todas las cosas era saber si realmente había estado en la batalla y, en el caso de que la respuesta fuera sí, si podía afirmar que había combatido, él que no había asaltado ninguna batería ni ninguna columna enemigas. Empecé a ver en él una gracia perfecta durante las sesudas discusiones que mantuvimos los dos a propósito de tan importante asunto. Ahí se me reveló su grandeza de alma. ¡Qué cantidad de hábiles mentiras no se hubiera forjado, en su lugar, cualquier joven bien educado! En suma, si él no es feliz, yo tampoco puedo serlo. Mire, ésa es una frase que formula perfectamente el estado de mi corazón. Si no es cierta, expresa, por lo menos, lo que yo siento.

El conde, animado por este tono de sinceridad y de intimidad, hizo ademán de besarle la mano; ella la retiró como horrorizada.

—Eso se ha acabado ya; soy una mujer de treinta y siete años y me siento a las puertas de la vejez; siento todo su desfallecimiento; quizá esté cerca de la tumba. Un momento terrible, por lo que dicen, y, sin embargo, tengo la sensación de desearlo. Experimento el peor de los síntomas de la vejez: esta espantosa desgracia ha apagado mi corazón, ya no puedo amar. No veo en usted, mi querido conde, más que la sombra de alguien a quien quise. Le diré aún más, es sólo el agradecimiento lo que me permite hablarle.

—¿Qué va a ser de mí —le repetía el conde—, ahora que me siento ligado a usted con una pasión mayor aún que la de los primeros días, cuando la veía en la Scala?

—Le voy a decir una cosa, amigo mío, hablar de amor me disgusta y me parece indecente. ¡Vamos —dijo tratando, en vano, de sonreír—, valor! Demuestre su inteligencia, su sensatez, su capacidad de reacción ante cualquier circunstancia. Sea conmigo el que realmente es a los ojos de cualquiera, el hombre más hábil y el político más grande que ha dado Italia desde hace siglos.

El conde se levantó y paseó en silencio por la habitación durante unos momentos.

—¡Imposible, amiga mía —dijo finalmente—, me está desgarrando la pasión más violenta y usted me pide que le pregunte a mi razón! ¡Ya no hay razón para mí!

—No me hable de pasiones, se lo ruego —dijo ella con un tono seco.

Y fue entonces cuando, por primera vez, tras dos horas de conversación, su voz se moduló con algún tipo de expresión. El conde, aun en medio de su desesperación, trató de consolarla.

—¡Me ha engañado —exclamaba ella, sin hacer caso a las razones del conde en el sentido de que no perdiera la esperanza—; el príncipe me ha engañado del modo más cobarde!

Su lividez de muerte desapareció por un instante. Pero, incluso en aquel momento de excitación, observó el conde que no tenía fuerzas para levantar los brazos.

«¡Dios mío! ¿Será posible que lo que le pasa —se preguntó el conde— es que esté enferma? Pero entonces sería el principio de alguna enfermedad muy grave». Y sumamente inquieto, propuso que llamaran al célebre Razori, el primer médico de Parma y de Italia[28].

—¿Quiere usted darle el gusto a un extraño de enterarse hasta qué punto estoy desesperada?… ¿De quién es ese consejo, de un traidor o de un amigo? Y lo miró con una extraña mirada.

«¡Definitivamente —se dijo él con desesperación— ya no me quiere! ¡Ni siquiera me tiene por un hombre de honor corriente!».

—Le diré —dijo entonces el conde, hablando con afecto— que, antes de nada, he querido saber los detalles de la detención que nos angustia y, por extraño que parezca, aún no sé nada. He mandado interrogar a los gendarmes de la estación más cercana; vieron llegar al prisionero por la carretera de Castelnovo y recibieron la orden de seguir su sediola. Inmediatamente he enviado a Bruno —ya sabe usted lo leal y diligente que es— con la orden de ir estación tras estación hasta enterarse de cómo fue detenido Fabricio.

Cuando la duquesa oyó pronunciar el nombre de Fabricio tuvo una ligera convulsión.

—Perdóneme, amigo mío —le dijo al conde cuando pudo hablar—, eso me interesa mucho; cuéntemelo todo, hasta el menor detalle.

—Verá, señora —continuó el conde tratando de asumir un tono ligero con objeto de distraerla un poco—, he pensado enviarle a Bruno alguien de confianza para que lo ayude; este ayudante tendría que llegar hasta Bolonia, donde, seguramente, secuestraron a nuestro amigo. ¿De cuándo es su última carta?

—De hace cinco días, del martes.

—¿La habían abierto en el correo?

—No hay ninguna señal de que haya sido abierta. Estaba escrita en un papel horrible y la dirección estaba puesta con letra de mujer. Es la dirección de una vieja lavandera, pariente de mi doncella. La lavandera piensa que se trata de un asunto amoroso, y Chekina le paga los portes de las cartas sin desmentírselo.

El conde, que había adoptado decididamente el tono de un hombre de negocios, trató de deducir, discutiéndolo con la duquesa, cuál podía haber sido el día del secuestro en Bolonia. Hasta entonces no se percató, él que de ordinario tenía tanto tacto, de que ése era el tono que tenía que haber asumido. Aquello era lo que interesaba a la desventurada mujer y parecía distraerla un poco. Si el conde no hubiera estado enamorado, se le hubiera ocurrido tan sencilla idea nada más entrar en la habitación. La duquesa le dijo que se fuera a enviar, sin más dilación, las nuevas órdenes a Bruno. Pero como, de pasada, tocaran el asunto de si había habido, o no, sentencia dictada en el momento en que el príncipe había firmado la nota dirigida a la duquesa, ésta aprovechó rápidamente la ocasión para decirle al conde:

—No se me ocurrirá nunca reprocharle que haya omitido las palabras procedimiento injusto en la nota que usted escribió y que él firmó. Su instinto de cortesano lo atenazaba. Sin pensar en ello, optó antes por el interés de su señor que por el de su amiga. Ha puesto usted sus actos a mis órdenes, querido conde, y desde hace mucho tiempo. Pero no está en su mano cambiar su natural. Tiene usted una gran capacidad para ser ministro, y tiene también el instinto del oficio. La supresión de la palabra injusto me pierde; pero de ningún modo voy a reprochársela a usted; fue un pecado del instinto, no de la voluntad.

—Recuerde bien esto —añadió ella, cambiando de tono y asumiendo un ademán imperioso—: el secuestro de Fabricio no me aflige en absoluto, no tengo la menor veleidad de abandonar este país y tengo el mayor de los respetos por el príncipe. Eso es lo que tiene usted que decir; y esto es lo que tengo yo que decirle a usted: puesto que en lo sucesivo sólo yo voy a decidir sobre mi conducta, quiero separarme de usted amigablemente, como una buena y vieja amiga. Hágase cuenta de que tengo sesenta años; la mujer joven ha muerto en mí; yo ya no puedo incurrir en ninguna exageración en sociedad, yo ya no puedo amar. Pero sería aún más desgraciada de lo que soy si compromete usted su destino. Es posible que entre mis proyectos esté la idea de tomar aparentemente un amante joven, no quisiera que eso le afligiera. Puedo jurarle por la felicidad de Fabricio —y se detuvo medio minuto tras esta palabra— que nunca le he sido infiel, y esto durante un período de cinco años. Es mucho tiempo —prosiguió, y trató de sonreír; sus mejillas, muy pálidas, se estremecieron, pero sus labios no pudieron separarse—. Le juro, además, que nunca lo proyecté ni nunca tuve deseos de hacerlo. Y, una vez aclarado todo esto, déjeme.

El conde salió desesperado del palacio Sanseverina. Estaba convencido de que la decisión de la duquesa de separarse de él era firme, y nunca había estado tan locamente enamorado. Me veo obligado, una y otra vez, a insistir en este tipo de cosas, porque fuera de Italia son harto improbables. Al llegar a su casa, envió hasta seis personas distintas a la carretera de Castelnovo y Bolonia con cartas. «Esto no es suficiente —se dijo el desventurado conde—, el príncipe puede tener el antojo de mandar ejecutar a ese pobre chico nada más que para vengarse del tono que empleó con él la duquesa el día de la nota fatal. Yo me di cuenta de que la duquesa estaba sobrepasando ese límite que no se debe franquear jamás y, precisamente para arreglar las cosas, cometí la increíble estupidez de suprimir la expresión procedimiento injusto, la única que podría comprometer al príncipe… Aunque, ¿hay algo que pueda comprometer a esas personas? Ha sido, sin duda, el error más grande de mi vida, ahí me jugué cuanto puede hacerla valiosa para mí. Ahora tengo que reparar esa insensatez a fuerza de habilidad y de esfuerzo; y si al final no consigo nada, ni siquiera sacrificando algo mi dignidad, dejaré a ese hombre. Veremos con quién me sustituye para llevar a cabo sus sueños de alta política, esas ideas suyas de coronarse rey constitucional de la Lombardía… Fabio Conti es un necio y el talento de Rassi no va más allá de arbitrar medios legales para colgar a todo aquel que disgusta al poder».

Una vez tomada la firme decisión de renunciar a su cargo si el rigor de las medidas tomadas contra Fabricio fuera más allá de la simple detención, el conde se dijo: «si un capricho de ese hombre vanidoso e imprudentemente desafiado, me cuesta la felicidad, al menos me queda el honor… Y, puesto que ya no me importa nada mi cargo, puedo permitirme cientos de cosas que esta misma mañana me habrían parecido imposibles. Voy a intentar, por ejemplo, hacer todo lo posible para que Fabricio pueda escapar… ¡Dios mío! —exclamó para sí el conde, interrumpiendo el curso de sus pensamientos y abriendo unos ojos como platos, como si tuviera ante sí una felicidad inesperada—, la duquesa no me ha hablado de evasión; ¿habrá dejado de ser sincera por una vez en su vida, y la ruptura no sería sino el deseo de que yo traicionara al príncipe? Pues, a fe mía, ¡eso está hecho! —la mirada del conde había recuperado su vivacidad satírica—. Al amable fiscal Rassi se le retribuyen todas las sentencias que nos deshonran en Europa, pero no es hombre que vaya a rechazar que yo le pague para traicionar los secretos de su amo. Ese animal tiene una amante y un confesor; la condición de la amante es demasiado baja como para que pueda hablar con ella; al día siguiente habría contado la entrevista a todas las verduleras de la vecindad».

El conde, que se sentía resucitado con aquel renuevo de esperanza, iba ya camino de la catedral. Asombrado por la ligereza de su paso, sonrió a pesar de su disgusto. «¡Es lo que tiene haber dejado de ser ministro!» —se dijo. La catedral, como tantas iglesias de Italia, sirve de pasaje entre una calle y otra; ya dentro, el conde vio, a lo lejos, a uno de los vicarios generales del arzobispo que estaba cruzando la nave.

—Ya que le encuentro —le dijo— ¿tendría usted la bondad de ahorrarle a mi gota la molestia mortal de subir hasta la residencia del señor arzobispo? Dígale que le estaría infinitamente agradecido si tuviera a bien bajar a la sacristía.

Al arzobispo le llenó de gozo aquella petición; tenía miles de cosas que decirle al ministro a propósito de Fabricio. Pero el ministro se dio cuenta inmediatamente de que no eran más que palabras y no le dejó hablar.

—¿Qué tal persona es Dugnani, el vicario de San Pablo?

—Una inteligencia escasa y una gran ambición —contestó el arzobispo—; pocos escrúpulos y una pobreza extrema, ¡no son vicios lo que nos faltan!

—¡Demontre, monseñor! —exclamó el ministro—, ¡pinta usted como Tácito!

Y se despidió riendo. Nada más llegar al ministerio, hizo llamar al abate Dugnani.

—Usted guía la conciencia de mi excelente amigo el fiscal general Rassi, ¿no tendrá nada que decirme el señor fiscal?

Y sin más palabras ni más ceremonias, despidió a Dugnani.