Capítulo decimoquinto

Dos horas más tarde, el pobre Fabricio, equipado con unas esposas y atado por una larga cadena a la sediola en que le habían hecho subir, partía hacía la ciudadela de Parma escoltado por ocho gendarmes. Tenían éstos la orden de incorporar a su grupo a todos los gendarmes apostados en los pueblos por donde debía pasar la brigada. El propio podestá seguía al importante prisionero. A eso de las siete de la tarde, la sediola, escoltada por todos los golfillos de Parma y por treinta gendarmes, atravesó la hermosa avenida, pasó por delante del palacete en que pocos meses antes había vivido Fausta, y llegó a la puerta exterior de la ciudadela en el momento en que el general Fabio Conti y su hija iban a salir. El coche del gobernador se detuvo antes de cruzar el puente levadizo para dejar entrar a la sediola en que iba encadenado Fabricio. El general gritó que cerraran las puertas de la ciudadela y bajó a toda prisa a la oficina de la entrada para ver quién era el prisionero. No fue pequeña su sorpresa cuando lo reconoció. Venía Fabricio muy entumecido tras un viaje tan largo amarrado a su sediola. Lo habían sacado entre cuatro gendarmes y lo habían conducido a la oficina de registro. «Así que tengo en mi poder —se dijo el vanidoso gobernador— al famoso Fabricio del Dongo, de quien, desde hace casi un año, parece ocuparse exclusivamente la alta sociedad de Parma».

El general habría coincidido con él en la corte, en casa de la duquesa y en otros sitios, hasta una veintena de veces, pero se guardó mucho de mostrar que lo conocía; temía que ello pudiera comprometerlo.

—Levante acta detallada —ordenó al responsable de la oficina— de la entrega que me hace del prisionero el digno podestá de Castelnovo.

Aquel funcionario, de nombre Barbone, un personaje terrible por el tamaño de su barba y su porte marcial, adoptó unos aires de más importancia que los de costumbre, parecía un carcelero alemán. Tenía la idea de que la duquesa Sanseverina había sido la principal responsable de que su amo, el gobernador, no hubiera llegado a ser ministro de la guerra; así que fue más insolente con el prisionero de lo que solía ser; se dirigía a él utilizando el tratamiento de voi, que es el que suele utilizarse en Italia para dirigirse a los criados.

—Soy prelado de la santa Iglesia romana —le dijo Fabricio con firmeza— y vicario general de esta diócesis y, aunque sólo fuera por mi apellido, tengo derecho a cierta consideración.

—A mí no me consta nada de eso —replicó el funcionario con impertinencia—; pruebe usted eso que dice con documentos que le den derecho a usar esos títulos tan respetables.

Fabricio no tenía ningún documento y no contestó. El general Fabio Conti, de pie al lado de su subordinado, miraba cómo escribía éste, sin levantar los ojos al prisionero para no sentirse obligado a decir que era realmente Fabricio del Dongo.

Clelia Conti, que esperaba en el coche, oyó un tremendo y súbito alboroto en el cuerpo de guardia. El funcionario Barbone, que estaba haciendo una descripción insolente y premiosa del prisionero, pidió a éste que se desabrochara la ropa con objeto de poder comprobar y constatar el número y estado de las heridas y rasguños recibidos con ocasión del asunto Giletti.

—No puedo —dijo Fabricio con una sonrisa amarga—; me es imposible obedecer sus órdenes, señor, me lo impiden las esposas.

—¡Cómo! —exclamó el general, con afectada ingenuidad—, ¡el prisionero está esposado!, ¡en el interior de la fortaleza! Esto va en contra del reglamento; para ello se requiere una orden ad hoc; quítenle las esposas.

Fabricio lo miró. «¡Vaya un jesuita! —pensó—; ¡hace una hora que me está viendo con estas esposas que me hacen un daño horrible y se hace el sorprendido!».

Le quitaron las esposas los gendarmes, que acababan de enterarse de que era el sobrino de la duquesa Sanseverina, y que se apresuraron a mostrarle una cortesía lisonjera que contrastaba con la grosería del funcionario; molesto éste por ello, le dijo a Fabricio, que estaba inmóvil:

—¡Vamos, vamos! ¡Dese prisa! Enséñenos esos arañazos que le hizo el pobre Giletti, cuando estaba siendo asesinado.

Fabricio se abalanzó de un salto contra Barbone y le dio tal bofetada, que cayó de la silla en que estaba y fue a dar contra las piernas del general. Los gendarmes sujetaron por los brazos a Fabricio, que se había quedado quieto. El mismo general y los dos gendarmes que tenía a cada lado se apresuraron a levantar del suelo al funcionario que tenía mucha sangre en la cara. Dos gendarmes que estaban un poco más allá corrieron a cerrar la puerta de la oficina, no fuera a ser que el prisionero intentara escapar. El brigada que los mandaba pensó que el joven del Dongo no iba a intentar realmente fugarse; al fin y al cabo, estaba dentro de la ciudadela; aun así, por puro instinto de policía, se acercó a la ventana para evitar cualquier desorden. Frente a la ventana abierta, a dos pasos, estaba estacionado el coche del general. Clelia se había arrebujado en el fondo, para no ver la triste escena que se ofrecía en la oficina; pero cuando oyó todo aquel ruido, miró.

—¿Qué pasa? —le preguntó al brigada.

—Es el joven Fabricio del Dongo, señorita, que le acaba de dar una buena bofetada al insolente de Barbone.

—¡Cómo! ¿El preso que traen es el señor del Dongo?

—Naturalmente —contestó el brigada—, y por ser de la familia que es le dedican tantas ceremonias al pobre muchacho. Yo creía que la señorita lo sabía.

Clelia no se apartó ya de la portezuela del coche. Cuando los gendarmes que rodeaban la mesa se apartaron un poco, pudo ver al prisionero. «¿Quién iba a decirme a mí —pensaba—, cuando lo conocí junto a la carretera del lago de Como, que la próxima vez que lo fuera a ver iba a ser en estas tristes circunstancias?… Me dio la mano para subir a la carroza de su madre… ¡Y estaba ya con la duquesa! ¿Se remontarán a aquella época sus amores?».

Conviene informar al lector de que en el partido liberal dirigido por la marquesa Raversi y el general Conti era un lugar común la convicción de que entre Fabricio y la duquesa había una relación amorosa. El conde Mosca, al que aborrecían, era objeto de sistemáticas burlas por su condición de engañado.

«Así que ahora está encarcelado —pensó Clelia—; ¡encarcelado por sus enemigos! Porque, en el fondo, el conde Mosca, aunque pueda parecer un ángel, estará encantado con esta captura».

Del cuerpo de guardia llegó un estallido de carcajadas.

—¿Qué pasa, Jacobo? —le preguntó sobresaltada al brigada.

—Nada, que el general le ha preguntado ásperamente al prisionero por qué había pegado a Barbone y monsignore Fabricio le ha contestado muy tranquilamente: «Me ha llamado asesino; que muestre los títulos y documentos que le autorizan a darme ese título». De eso se ríen.

Un carcelero que sabía escribir sustituyó a Barbone. Clelia lo vio salir, limpiándose con un pañuelo la sangre que le salla abundantemente de una herida terrible. Maldecía como un hereje:

—A ese j… Fabricio —gritaba— no lo matará nadie más que yo. Secuestraré al verdugo, etcétera, etcétera.

Se había detenido entre el coche del general y la ventana de la oficina para mirar por ella a Fabricio, y sus maldiciones se multiplicaban.

—Váyase de aquí —le dijo el brigada—; no se jura así delante de la señorita.

Barbone volvió la cabeza para mirar hacia el interior del coche; su mirada se cruzó con la de Clelia, y ésta dejó escapar un grito de horror. Nunca había visto tan cerca una cara con expresión tan atroz. «¡Matará a Fabricio! —pensó—; tengo que decírselo a don César». Don César era su tío, uno de los curas más respetados de la ciudad. El general Conti, su hermano, le había conseguido el puesto de ecónomo y capellán general de la prisión.

El general volvió al coche.

—¿Quieres volver a tus habitaciones —le dijo a su hija—, o prefieres esperarme, quizá un buen rato, en el patio de palacio? Tengo que ir a informar de todo esto al soberano.

Fabricio salía de la oficina escoltado por tres gendarmes. Lo llevaban a la celda que le habían destinado. Clelia miraba por la portezuela; el prisionero estaba muy cerca de ella. Justo en aquel momento, ella contestaba a la pregunta de su padre con las palabras: «Iré con usted». Cuando Fabricio oyó aquellas palabras tan cerca, volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de la muchacha. Le impresionó, sobre todo, la expresión de melancolía de su cara. «¡Qué guapa se ha puesto —pensó— desde que la vi cerca de Como! ¡Qué expresión de pensamiento profundo!… No se equivocan cuando la comparan con la duquesa. ¡Qué cara de ángel!».

Barbone, el funcionario sangrante, que no por casualidad se había quedado cerca del coche, detuvo con un gesto a los tres gendarmes que conducían a Fabricio y, dando la vuelta por detrás del coche, llegó hasta la portezuela del lado en que estaba el general para decirle:

—El prisionero ha cometido violencia en el interior de la ciudadela; ¿no ha dado ocasión, en virtud del artículo 157 del reglamento, a que se le pongan las esposas durante tres días?

—¡Váyase al diablo! —exclamó el general—, que no dejaba de sentirse inquieto con aquella detención. No tenía la menor intención de exasperar ni a la duquesa ni al conde Mosca. ¿Cómo se tomaría el conde todo el asunto? En el fondo, el asesinato de un tipo como Giletti era una nadería, y sólo la intriga lo había convertido en algo importante.

Durante este breve intercambio de frases, Fabricio estaba soberbio entre los gendarmes; su rostro reflejaba un orgullo y una nobleza singulares; sus finos y delicados rasgos y la sonrisa de desprecio que bailaba en sus labios componían un delicioso contraste con el aspecto grosero de los gendarmes que lo rodeaban. Pero todo esto no constituía más que, por decirlo así, la parte exterior de su fisonomía; estaba extasiado con la belleza celestial de Clelia, y su mirada traicionaba toda su sorpresa. A ella, profundamente abstraída, no se le ocurrió retirar la cabeza de la portezuela. Él la saludó con una media sonrisa llena de respeto; y, tras un instante, se dirigió a ella:

—Me parece, señorita, que he tenido ya el honor de conocerla en otra ocasión, también entonces con un acompañamiento de gendarmes.

Clelia se ruborizó y se quedó tan desconcertada que no encontró palabras para responder. «¡Qué nobleza la suya en medio de esos hombres tan groseros!» —pensaba precisamente en el momento en que Fabricio le dirigía la palabra. La profunda compasión, el enternecimiento casi —diríamos nosotros— en que estaba sumida la ofuscaron de tal modo, que fue incapaz de encontrar una sola palabra y, al darse cuenta de su silencio, enrojeció aún más. En aquel momento estaban corriendo estrepitosamente los cerrojos de la puerta grande de la ciudadela. ¿No llevaba, acaso, al menos un minuto esperando el coche de Su Excelencia? El estrépito que se hizo bajo aquella bóveda fue tan atronador que, aun cuando Clelia hubiera encontrado alguna palabra para responder, Fabricio no habría podido oír sus palabras.

Llevada por los caballos, que se habían puesto al galope nada más pasar el puente levadizo, Clelia se decía «¡Qué ridícula me habrá encontrado!», y súbitamente añadió «no sólo ridícula; habrá pensado que tengo un alma vil, habrá pensado que no he contestado a su saludo porque él es un preso y yo la hija del gobernador».

Esta idea sembró la desesperación en la muchacha, que tenía un espíritu elevado. «Lo que envilece completamente mi proceder —siguió considerando— es que en aquella otra ocasión, cuando nos vimos por primera vez, también con un acompañamiento de gendarmes, como ha dicho él, era yo la que estaba presa, y él quien me ayudó y me sacó de un gran apuro… Sí, tengo que reconocer que a mi comportamiento no le ha faltado de nada, he sido grosera e ingrata. ¡Ay! ¡Pobre joven! Ahora que ha caído en desgracia, todo el mundo va a ser ingrato con él. Entonces me dijo: “¿Se acordara de mí en Parma?”. ¡Cómo me estará despreciando ahora! ¡Hubiera sido tan sencillo decirle una palabra amable! Tengo que admitir, desde luego, que mi conducta ha sido atroz. Si en aquella ocasión no llega a ser por el generoso ofrecimiento del coche que nos hizo su madre, yo hubiera tenido que seguir a los gendarmes a pie en medio del polvo o, lo que hubiera sido aún peor, montar a la grupa detrás de alguno de aquellos hombres. Entonces era mi padre el que iba detenido y yo estaba indefensa. ¡No, a mi comportamiento no le ha faltado de nada! ¡Y cómo ha debido sentirlo alguien como él! ¡Qué contraste entre su rostro, tan noble, y mi comportamiento! ¡Qué nobleza! ¡Qué serenidad! ¡Qué aspecto de héroe, rodeado de viles enemigos! Ahora comprendo la pasión de la duquesa. Si mantiene ese talante en un acontecimiento tan adverso y que puede tener consecuencias tan espantosas, ¡cuál: no tendrá cuando su alma sea feliz!».

La carroza del gobernador de la ciudadela estuvo esperando más de una hora y media en el patio de palacio y, aún así, cuando el general bajó de la audiencia del príncipe, Clelia no tenía la sensación de haber tenido que esperar mucho.

—¿Qué ha dispuesto Su Alteza? —preguntó Clelia.

—«¡Cárcel!» ha dicho su boca; y su mirada, «¡Muerte!».

—¡Muerte! ¡Ay Dios mío! —exclamó Clelia.

—¡Vamos! ¡Cállate! —dijo entonces el general de mal humor—. ¡Soy un tonto, haciendo caso a una niña!

En aquel momento, Fabricio estaba subiendo los trescientos ochenta escalones que conducen a la torre Farnesio, la nueva cárcel, construida sobre la plataforma de la gran torre, a una altura prodigiosa. Ni una sola vez había pensado, al menos de un modo preciso, en el gran cambio que acababa de dar su suerte. «¡Qué mirada! —se decía— ¡Cuántas cosas expresaba! ¡Qué compasión tan honda! Parecía que estuviera diciéndome: “¡La vida está tejida de desgracias! ¡No se acongoje usted mucho con esto que le pasa! ¿Acaso no estamos en este mundo para ser desdichados?”. ¡Y sus bellísimos ojos estaban fijos en mí! ¡Incluso cuando los caballos se pusieron en marcha tan estruendosamente bajo la bóveda!».

A Fabricio se le había olvidado completamente su desventura.

Clelia siguió a su padre por distintos salones de la ciudad. Al principio de la velada, nadie conocía aún la noticia de la detención del gran culpable, como dos horas más tarde llamarían los cortesanos a aquel pobre joven imprudente.

Aquella noche podía percibirse más viveza que de costumbre en la cara de Clelia. Pues lo que le faltaba a tan bella muchacha era precisamente la viveza; transmitía la sensación de que no participaba en lo que le rodeaba. Cuando se comparaba su belleza con la de la duquesa, su aire de no emocionarse con nada, su forma de estar aparentemente por encima de todo, hacían inclinar la balanza a favor de su rival. En Inglaterra o en Francia, ese país de la vanidad, probablemente se hubiera opinado de modo contrario. Clelia Conti era una muchacha todavía casi demasiado esbelta; recordaba las figuras de Guido Reni[27]. No ocultaremos que, según los cánones de belleza de la antigua Grecia, a aquella cabeza podrían reprochársele unos rasgos un poco marcados; sus labios, por ejemplo, que tenían una gracia conmovedora, no dejaban de ser algo densos.

La extraordinaria singularidad de aquel rostro, que revelaba una gracia ingenua y el sello celestial de un alma nobilísima, estribaba en que, aun siendo de una rarísima belleza, nada tenía que ver con las cabezas griegas. En cambio, la duquesa tenía, un poco en demasía, la conocida belleza del ideal; su cabeza, genuinamente lombarda, recordaba la sonrisa voluptuosa y la melancolía tierna de las bellas Herodías de Leonardo de Vinci Todo lo que tenía la duquesa de vivacidad, de brillantez, de ingenio, un punto malicioso, de apasionamiento —si se me permite hablar así— en su modo de abordar todos los asuntos que la comente de la conversación traía hasta los ojos de su alma, en Clelia era calma y pausa para la emoción, ya fuera por desprecio de cuanto la rodeaba, ya fuera por añoranza de alguna quimera ausente. Durante mucho tiempo se creyó que acabaría por abrazar la vida religiosa. A sus veinte años, dejaba ver la repugnancia que le producían los bailes y si, acompañando a su padre, iba a los mismos, era por obediencia, por no perjudicarlo en sus intereses y en su ambición.

«¡Y que me haya dado el cielo esta hija, la muchacha más guapa y virtuosa en todos los dominios de nuestro soberano, y no pueda yo —se repetía a menudo aquel general de espíritu vulgar— sacar el menor partido de ello para mejorar mi fortuna! Mi vida es demasiado solitaria, sólo la tengo a ella en el mundo, y necesito perentoriamente una familia que me afiance en el mundo y que me abra las puertas de algunos salones en los que mis méritos y, sobre todo, mi aptitud para ser ministro se planteen como bases indiscutibles desde cualquier planteamiento político. Pues bien, esta hija mía tan guapa, tan razonable, tan piadosa, se descompone en cuanto algún joven bien situado en la corte se propone festejarla. Una vez rechazado el pretendiente, su carácter se hace menos sombrío, la veo casi contenta, hasta que un nuevo aspirante se coloca en la línea de salida. Lo ha intentado el hombre más guapo de la corte, el conde Baldi, y ha sido rechazado; el siguiente fue el hombre más rico de los estados de Su Alteza, el marqués Crescenzi, y dice que con él sería desgraciada».

«Indiscutiblemente —decía en otras ocasiones el general—, mi hija tiene los ojos más bonitos que la duquesa, sobre todo las pocas veces en que muestran su expresión más profunda, ¿pero cuándo deja ver esa expresión admirable? Nunca en un salón, donde podría incrementar su notoriedad, únicamente en alguna ocasión paseando, sola o conmigo; entonces es muy capaz de enternecerse con la desgracia de cualquier rústico repugnante, por ejemplo. “Conserva un poco de esa mirada sublime —le digo yo entonces— para los salones que visitaremos esta noche”. Ni por asomo; acepta seguirme a las reuniones sociales y su rostro noble y puro asume la expresión más bien altiva y poco alentadora de la obediencia pasiva».

El general no regateaba ningún esfuerzo, como se ve, para encontrar un yerno conveniente, pero era cierto cuanto decía.

Los cortesanos, que no tienen nada que ver en sus interiores, están muy atentos a cuanto sucede fuera y se habían percatado de que, precisamente en los días en que a Clelia le era más difícil salir de sus ensueños y fingir interés por algo, a la duquesa le gustaba acercarse a ella e intentaba hacerla hablar. El pelo de Clelia era rubio ceniza y contrastaba en un efecto muy suave con las mejillas suavemente coloreadas, más bien pálidas, por lo general. Le hubiera bastado a cualquier observador atento considerar la forma de la frente para darse cuenta de que aquel aspecto tan noble y aquel ademán tan por encima de los encantos habituales emanaban de un real desinterés por todo lo vulgar. Se trataba de una ausencia de interés por las cosas, no de una imposibilidad de tal interés. Desde que su padre era gobernador de la ciudadela, Clelia se encontraba feliz o, por lo menos, no se encontraba a disgusto, en sus habitaciones altísimas. La terrible cantidad de escalones que había que subir para llegar al palacio del gobernador, situado en la plataforma de la gran torre, alejaba a las visitas molestas; tal era la causa, puramente material, por la que Clelia gozaba de una libertad conventual. En tal circunstancia encontraba casi la plenitud del ideal de felicidad que, durante una época de su vida, había pensado buscar en la vida religiosa. Le inspiraba una especie de horror el mero pensamiento de poner su querida soledad y sus pensamientos íntimos a disposición de un joven a quien el título de marido autorizaría a turbar toda aquella vida interior. Si la soledad no era una vía de la felicidad, por lo menos le había servido para evitar las sensaciones demasiado dolorosas.

El día en que llevaron a Fabricio a la fortaleza, la duquesa vio a Clelia en el salón del ministro del interior, el conde Zurla. Todo el mundo se arracimaba alrededor de ellas dos. Aquella noche la belleza de Clelia superaba a la de la duquesa. Había en los ojos de la muchacha una expresión tan singular y tan profunda que los hacían casi indiscretos. Reflejaban piedad en sus miradas, pero también indignación y cólera. La alegría y la brillantez de las ideas de la duquesa parecían sumir a Clelia en un estado de dolor que rozaba el horror. «¡Qué gritos no proferirá esta pobre mujer, qué gemidos, cuando se entere de que su amante, ese joven de tan gran corazón y de figura tan noble, acaba de ser arrojado a la cárcel! ¡Y esa mirada del soberano que lo está condenando a muerte! ¡Ay, poder absoluto, cuándo dejarás de oprimir a Italia! ¡Tantas almas viles y venales! ¡Y que yo sea la hija de un carcelero, que no me haya atrevido a negar tan aristocrática condición cuando no me he dignado a contestar a Fabricio, a él, que en una ocasión fue mi benefactor! ¿Qué pensará ahora de mí, en su celda, con una lamparilla como única compañía?». Trastornada con esta idea, Clelia dejaba discurrir una mirada espantada por la magnífica iluminación de los salones del ministro del interior.

Jamás —se comentaba en el círculo de cortesanos que se formaba alrededor de las dos bellezas de moda y que trataba de mezclarse en su conversación—, jamás se habían hablado tan animadamente y con tanta intimidad. ¿Estaría la duquesa —siempre vigilante para conjurar los odios que suscitaba el primer ministro— pensando en concertar algún matrimonio importante para Clelia? Abonaba esta conjetura un dato que nunca hasta entonces se había presentado a la observación de la corte; en los ojos de la muchacha había más fuego y más pasión, incluso, si cupiera hablar así, que en los de la bella duquesa. Ésta, por su parte, estaba asombrada y puede decirse, en honor suyo, que encantada con aquella gracia nueva que descubría en la solitaria joven. Hacía ya más de una hora que la contemplaba experimentando un placer que muy rara vez había sentido contemplando a una rival. «¿Qué pasa? —se preguntaba la duquesa—; nunca ha estado Clelia tan guapa, ni ha tenido un aire tan conmovedor. ¿Habrá hablado su corazón?… Si ha sido así, no hay duda de que es un amor desgraciado, pues en el fondo de esa vivacidad tan nueva hay un dolor sombrío… ¡Pero los amores desdichados son silenciosos! ¿Será que trata de volver a interesar a algún inconstante mediante un triunfo en sociedad?». Y la duquesa miraba con la mayor atención a los jóvenes que había por allí. Por ninguna parte vio ninguna expresión especial, todas las miradas eran las habituales de fatuidad más o menos satisfecha. «Aquí hay algo milagroso —seguía diciéndose la duquesa, incómoda por no poder adivinar lo que pasaba—. ¿Dónde está el conde Mosca, que es tan listo? No, no me equivoco en absoluto, Clelia me mira con atención y como si yo despertara en ella un interés absolutamente nuevo. ¿Será por orden de su padre, ese vil cortesano? Yo pensaba que esta alma noble y joven sería incapaz de rebajarse a los intereses del dinero. ¿Tendrá el general Fabio Conti que hacerle alguna petición decisiva al conde?».

A eso de las diez, un amigo de la duquesa se acercó hasta ella y le dijo algo en voz baja; ella se puso muy pálida; Clelia le tomó la mano y se atrevió a apretársela.

—Se lo agradezco; ahora la entiendo… ¡Tiene usted un alma bella! —dijo la duquesa, sobreponiéndose con dificultad; apenas tenía fuerza para pronunciar aquellas pocas palabras. Sonrió muy visiblemente a la dueña de la casa, que se levantó para acompañarla hasta la puerta del último salón. Tales honores sólo se rendían a las princesas de nacimiento y a la duquesa le parecieron un cruel contrasentido con su posición actual. Sonrió, pues, largamente a la condesa Zurla, pero pese a los denodados esfuerzos que hizo no pudo dirigirle una sola palabra.

Los ojos de Clelia se inundaron de lágrimas al ver pasar a la duquesa por aquellos salones, llenos en aquel momento de la sociedad más brillante de Parma. «¿Cómo se sentirá esta pobre mujer —pensaba— en cuanto se vea sola en su coche? ¿Será una indiscreción si me ofrezco a acompañarla? No me atrevo… ¡Cómo le consolaría al pobre preso, sentado en alguna espantosa celda, acompañado sólo por su lamparilla, saber hasta qué punto es amado! ¡En qué espantosa soledad lo han hundido! ¡Y nosotros aquí, en estos salones tan brillantes! ¡Qué horror! ¿Habría algún modo de hacerle llegar unas palabras? Aunque eso sería traicionar a mi padre; ¡está en una situación tan delicada, entre los dos partidos! ¿Qué le podría pasar si quedara expuesto al odio apasionado de la duquesa, que dispone de la voluntad del primer ministro, dueño y señor, a su vez, de las tres cuartas partes de los asuntos del estado? Además el príncipe se ocupa personalmente de todo lo que pasa en la fortaleza y no admite la menor broma sobre esa cuestión; el miedo hace cruel a la gente… ¡En cualquier caso Fabricio (Clelia no lo llamaba ya Sr. del Dongo) es mucho más digno de lástima!… ¡Él está en un peligro mucho mayor que el de perder un puesto lucrativo!… ¿Y la duquesa?… ¡Qué pasión tan terrible, el amor!… ¡Y, sin embargo, todos esos embaucadores mundanos hablan de él como de una fuente de felicidad! ¡Las mujeres mayores dan lástima porque ya no pueden sentir o inspirar amor!… ¡Nunca olvidaré lo que acabo de ver; qué súbita transformación! ¡Qué tristes, qué apagados se han quedado los ojos de la duquesa, tan bellos un instante antes, tan radiantes, cuando el marqués N*** le ha dado la noticia fatal!… ¡Debe ser muy digno de ser amado Fabricio!…».

En medio de aquellas serias reflexiones, que ocupaban enteramente su espíritu, las frases ingeniosas y los cumplidos que no habían dejado de decirle le parecieron aún más desagradables que de costumbre. Para librarse de ellos, se acercó a una ventana abierta, a medias tapada por una cortina de tafetán; confiaba en que nadie tuviera el atrevimiento de seguirla hasta aquella especie de retiro. La ventana daba a un pequeño naranjal que durante el invierno se cubría con un tejadillo. A Clelia le pareció delicioso el aroma de sus flores; era como si aquel placer devolviera alguna paz a su alma… «Es verdad que tiene un aspecto muy noble —pensaba—, ¡pero inspirar semejante pasión en una mujer tan distinguida!… Ella ha tenido la grandeza de rechazar los agasajos del príncipe; si se hubiera dignado aceptarlo, habría sido la reina de sus estados… Dice mi padre que la pasión del soberano era tan fuerte que se hubiera casado con ella si hubiera sido libre… ¡Y este amor por Fabricio dura desde hace tanto tiempo! ¡Sí —se siguió diciendo tras unos instantes de reflexión—, fue hace cinco años. Ya me maravilló el hecho entonces, cuando tantas cosas pasaban ante mí sin que mis ojos de niña pudieran verlas! ¡Qué admiración parecían tener aquellas dos señoras por Fabricio!…».

A Clelia le complació comprobar que ninguno de los jóvenes que con tanta insistencia la requebraban se había atrevido a acercarse al balcón. Uno de ellos, el marqués Crescenzi, había dado unos pasos en aquella dirección, pero se había detenido cerca de una mesa de juego. «Si yo tuviera desde mi ventanita del palacio de la fortaleza —pensaba—, la única con sombra, una vista como ésta, con unos naranjos tan bonitos, mis ideas serían menos tristes; pero el único paisaje que tengo son las enormes piedras de la torre Farnesio… ¡Ay —exclamó, estremecida—, será allí donde seguramente lo han metido! A ver si puedo hablar con don César; seguro que es menos severo que el general. Por descontado que mi padre no me dirá nada cuando volvamos a la fortaleza, pero don César me lo contará todo… Tengo dinero; podría comprar algunos naranjos y colocarlos debajo de la ventana de mi jaula, así me taparían el grueso muro de la torre Farnesio. Me va a parecer mucho más odioso ahora que conozco a una de las personas a las que priva de luz… Sí, es la tercera vez que lo veo; una vez en la corte, en el baile de cumpleaños de la princesa; otra, hoy, rodeado de gendarmes, mientras ese horrible Barbone pedía que le pusieran las esposas; y, ¡bueno!, en el lago de Como… Hace ya cinco años de eso; ¡qué pinta de travieso tenía entonces! ¡Con qué cara miraba a los gendarmes y qué miradas tan singulares le dirigían a él su madre y su tía! Sin duda aquel día ocultaban algo, tenían algún secreto suyo… Durante mucho tiempo, pensé que él tenía miedo de los gendarmes… —Clelia volvió a estremecerse—. ¡Qué pocas cosas sabía! Seguramente, ya entonces la duquesa tenía un interés especial en él… ¡Cuánto nos hizo reír al poco rato, cuando aquellas señoras, a pesar de su evidente preocupación, se habituaron un poco a la presencia de una extraña!… ¡Y esta noche no he sido capaz de contestar a las palabras que me ha dirigido!… ¡Ay, ignorancia y timidez, cuántas veces tomáis la apariencia de los sentimientos más negros! ¡Y tengo ya más de veinte años!… ¡No me equivocaba cuando pensaba meterme en el convento! La verdad es que estoy hecha para la vida retirada. “¡Digna hija de un carcelero!”, habrá pensado él. Me desprecia; en cuanto pueda escribir a la duquesa, le comentará mi falta de delicadeza, y la duquesa pensará que soy una niña hipócrita, después de que esta noche haya podido pensar que era muy sensible a su desgracia».

Clelia se dio cuenta de que se acercaba alguien con la intención, aparentemente, de ponerse a su lado en aquel balcón de hierro. Le molestó y al mismo tiempo se reprochó sentirse molesta. Aquellos pensamientos de los que el importuno venía a sacarla no carecían de cierta dulzura. «¡Este inoportuno se va a encontrar con un bonito recibimiento!» —se dijo. Estaba ya volviendo la cabeza con una mirada altiva, cuando vio el rostro tímido del arzobispo que se acercaba al balcón con unos pasos leves. «Este santo varón carece de mundo —se dijo Clelia— ¿A santo de qué venir a molestar a una pobre chica como yo? Lo único que tengo es mi tranquilidad».

Iniciaba ya un saludo respetuoso, aunque no carente de distancia altiva, cuando el prelado le dijo:

—¿Se ha enterado de la horrible noticia, señorita?

Los ojos de la joven habían cambiado ya completamente de expresión; pero siguiendo órdenes cien veces repetidas de su padre, contestó aparentando una ignorancia que su mirada contradecía abiertamente:

—No sé nada, monseñor.

—Mi primer vicario general, el pobre Fabricio del Dongo, que es tan culpable de la muerte de ese bandido de Giletti como pueda serlo yo, ha sido secuestrado en Bolonia, donde vivía con el nombre supuesto de José Bossi, y lo han encerrado en vuestra ciudadela. Lo han traído encadenado al coche que lo llevaba. Una especie de carcelero llamado Barbone, expresidiario indultado hace tiempo tras haber asesinado a uno de sus hermanos, ha pretendido proceder violentamente contra Fabricio, pero mi joven amigo no es hombre que tolere un insulto. Ha tirado por tierra a su infame adversario, lo que le ha costado que lo llevaran esposado a un calabozo a más de seis metros bajo tierra.

—Esposado no.

—¡Ah! ¡Usted sabe algo! —exclamó el arzobispo, y en la cara del anciano se borró la intensa expresión de desaliento—; pero, antes que nada, tome, no vaya a ser que se acerque alguien a este balcón y nos interrumpa, ¿tendría usted la caridad de entregarle en persona este anillo pastoral a don César?

La muchacha había cogido el anillo, pero no sabía bien dónde guardarlo para que no se le perdiera.

—Póngaselo en el pulgar —le dijo el arzobispo; y él mismo se lo colocó en el dedo—. ¿Puedo contar con usted para que le llegue este anillo?

—Sí, monseñor.

—¿Me prometerá usted guardar secreto sobre lo que le voy a decir ahora, aun en el caso de que no le parezca bien acceder a la petición que le voy a hacer?

—Naturalmente que sí, monseñor —respondió la muchacha, temblando al observar la cara seria y sombría con que súbitamente la miraba el anciano; y añadió—: nuestro respetable arzobispo sólo puede darme órdenes dignas de él y de mí.

—Dígale a don César que le recomiendo a mi hijo adoptivo. Sé que los policías que lo han secuestrado no le han dado tiempo para coger su breviario, yo le ruego a don César que le haga llegar el suyo, y si su señor tío quiere enviar a alguien mañana al arzobispado, yo me encargo de restituirle el libro que haya dado a Fabricio. También le ruego a don César que le haga llegar igualmente al Sr. del Dongo el anillo que ahora lleva esa mano tan bonita.

El arzobispo fue interrumpido en este punto por el general Fabio Conti que venía a recoger a su hija para llevarla al coche. Mantuvieron entonces una pequeña conversación en la que el prelado no dejó de estar hábil. Sin referirse en ningún momento al nuevo prisionero, se las arregló para colocar oportunamente en el curso de sus razonamientos algunas máximas morales y políticas, como: «Hay momentos de crisis en la vida de las cortes que son decisivos para las existencias de los más grandes personajes; seria una imprudencia considerable convertir en odio personal la situación de alejamiento político que a menudo no es más que un simple resultado de posturas opuestas». Y dejándose llevar un poco por el profundo disgusto que le causaba una detención tan imprevista, llegó a decir que seguramente era conveniente mantener las posiciones de que se gozaba, pero que sería una imprudencia sumamente gratuita atraerse para lo sucesivo odios furibundos por prestarse a ciertas cosas que no se olvidan.

Cuando el general estuvo en su carroza sentado al lado de su hija comentó:

—Bien pudiera decirse que esto son amenazas… ¡Amenazas a un hombre de mi condición!

Y no hubo más intercambio de palabras entre padre e hija durante veinte minutos.

En el momento en que el arzobispo le dio el anillo, Clelia pensó que cuando estuviera en el coche con su padre le hablaría del pequeño servicio que le encargaba el prelado. Pero cuando oyó la palabra amenazas, pronunciada con ira, se convenció de que su padre interceptaría el encargo. Se tapó el anillo con la mano izquierda y lo apretó con pasión. Durante todo el tiempo que emplearon en ir del Ministerio del Interior a la ciudadela estuvo preguntándose si no sería un delito no hablar de todo aquello con su padre. Era una muchacha muy piadosa, muy medrosa, y el corazón, tan tranquilo por lo común, le latía con una violencia inusual. Al cabo, se oyó el quién vive del centinela de guardia en la muralla, por encima de la puerta, cuando el coche se acercaba, sin que Clelia hubiera encontrado las palabras adecuadas que predispusieran a su padre favorablemente. ¡Tenía tanto miedo a una negativa! Tampoco se le ocurrió nada mientras subían los trescientos sesenta escalones que llevaban al palacio del gobernador.

Corrió a hablar con su tío, que refunfuñó y se negó a prestarse a nada.