Capítulo decimocuarto

Mientras Fabricio acechaba el amor en aquel pueblo cercano a Parma, el fiscal general Rassi, que ignoraba que estuviera tan cerca, seguía tratando su asunto como si hubiera sido un liberal: aparentó no haber podido encontrar —o los intimidó, más bien— testigos de descargo; finalmente, tras un trabajo muy técnico, que duró cerca de un año, unos dos meses después de la vuelta de Fabricio a Bolonia, un viernes, la marquesa Raversi, ebria de gozo, informó públicamente en su salón que al día siguiente la sentencia contra el joven del Dongo, que acababa de ser dictada, sería presentada a la firma del príncipe y aprobada por él. A los pocos minutos, la duquesa se enteraba de aquellas palabras de su enemiga.

«¡Qué mal deben servirle al conde sus agentes! —se dijo—, cuando esta misma mañana él pensaba que la sentencia no podía ser dictada antes de ocho días. Quizá no le disgustaba tanto alejar de Parma a mi joven vicario general, pero —añadió cantando— volverá y un día será nuestro arzobispo». La duquesa llamó:

—Reúna a todo el servido en la sala de espera —le dijo al primer criado—, sin olvidar a los cocineros; vaya a solicitar del comandante de la plaza el permiso necesario para disponer de cuatro caballos de posta y ocúpese de que, antes de media hora, esos caballos estén enganchados a mi landó.

Mandó que todas las mujeres de la casa se dedicaran a hacer las maletas, se puso un vestido de viaje, e hizo todo aquello sin que el conde se enterara. La idea de burlarse un poco de él la volvía loca de alegría.

—Amigos míos —les dijo a los criados cuando estuvieron reunidos—, acabo de enterarme de que van a condenar en rebeldía a mi pobre sobrino por haber tenido la osadía de defender su vida contra un loco furioso; pues era Giletti el que quería matarlo a él. Todos vosotros habéis podido ver hasta qué punto es dulce e inofensivo el carácter de Fabricio. Estoy justamente indignada por esta injuria atroz y me voy a Florencia. Os dejo a cada uno de vosotros la paga de diez años. Si os ocurriera alguna desgracia, no dejéis de escribirme; mientras disponga de un cequí, siempre habrá algo para vosotros.

La duquesa pensaba realmente todo lo que les decía, y, cuando pronunció las últimas palabras, los criados prorrumpieron en llanto. También ella tenía los ojos húmedos.

—Rezad por mí —añadió con voz conmovida— y por monseñor Fabricio del Dongo, primer vicario general de la diócesis, que mañana por la mañana será condenado a trabajos forzados o a muerte, lo que no dejaría de ser menos estúpido.

El llanto de los criados se hizo más intenso y poco a poco fue convirtiéndose en gritos casi subversivos. La duquesa subió a su carroza y se hizo llevar a palacio. Pese a lo inadecuado de la hora, hizo que el general Fontana, ayudante de campo de servido, le pidiera al príncipe audiencia. Ni por asomo llevaba vestido de corte, lo que al ayuda de campo le causó el más profundo estupor. En cambio al príncipe no le sorprendió nada aquella solicitud ni le disgustó en absoluto. «Ahora veremos las lágrimas correr por el hermoso rostro —se dijo, frotándose las manos—. Viene a pedirme gracia. ¡Por fin se va a humillar esa belleza orgullosa! ¡Me empezaba a resultar insoportable con sus airecillos de independencia! Esa mirada suya tan expresiva parecía decirme en cuanto algo la molestaba: “Nápoles o Milán son ciudades mucho mejores para vivir que vuestra pequeña Parma”. Yo no reinaré ni en Nápoles ni en Milán, pero, al final, la gran dama viene a pedirme algo que sólo está en mi mano conceder y que ella se muere por obtener; siempre pensé que la llegada de ese sobrino suyo me reportaría algún provecho».

Sonreía el príncipe con tales pensamientos y se complacía con todas aquellas agradables previsiones, mientras paseaba por aquel despacho suyo de tan grandes dimensiones; a la puerta, el general Fontana estaba de pie, tieso como un soldado presentando armas. Cuando vio el brillo en los ojos del príncipe y pensó en el vestido de viaje de la duquesa, creyó llegada la hora de la disolución de la monarquía. Su asombro no tuvo límites cuando oyó al príncipe decirle:

—Ruegue a la señora que espere un cuartito de hora.

El general ayuda de campo dio la media vuelta como un soldado en un desfile. El príncipe volvió sonreír. «Fontana no está acostumbrado —se dijo— a ver a esa orgullosa duquesa esperar. La cara de asombro con que le va a mencionar ese cuartito de hora de espera será el preludio de las lágrimas que va a ver correr este gabinete». Aquel cuartito de hora fue delicioso para el príncipe. Se paseaba con paso firme y uniforme, reinaba. «Se trata de no decir nada que no sea exactamente lo adecuado. Sean cuales fueren mis sentimientos para con la duquesa, ni por un instante puedo olvidar que es una de las grandes damas de mi corte. ¿Cómo trataba Luis XIV a sus hijas, las princesas, cuando tenía motivos para estar disgustado?». Y detuvo la mirada en el retrato del rey.

Lo más gracioso de la situación era que al príncipe no se le había ocurrido plantearse si concedería alguna gracia a Fabricio, ni qué gracia le concedería en tal caso. Finalmente, al cabo de veinte minutos, el fiel Fontana volvió a aparecer en la puerta, aunque no dijo nada.

—La duquesa Sanseverina puede entrar —gritó el príncipe teatralmente.

«Las lágrimas van a empezar» —se dijo y, como preparándose para el espectáculo, se sacó el pañuelo.

Nunca había estado la duquesa tan guapa y tan animada; parecía que no tuviera más de veinticinco años. Cuando el pobre ayuda de campo se fijó en sus pasos, pequeños, rápidos, ágiles, que apenas rozaban las alfombras, estuvo a punto de perder completamente la razón.

—Le pido mil perdones, Alteza Serenísima —dijo la duquesa con su delgada voz, ligera y alegre—, me he tomado la libertad de presentarme ante Vuestra Alteza vestida de un modo nada conveniente, pero me tiene tan acostumbrada a sus bondades que me he atrevido a esperar, una vez más, que me concediera su perdón por este atrevimiento.

La duquesa hablaba bastante despacio con objeto de disfrutar con la cara que el príncipe iba poniendo. Era una visión deliciosa: el asombro profundo contrastaba con la altivez que seguía trasluciendo la postura de la cabeza y de los brazos. El príncipe se había quedado como fulminado por un rayo. Con una vocecita irritada y turbada apenas articulaba de cuando en cuando «¡Cómo!, ¡cómo!». Tras haber terminado su saludo, la duquesa, como en señal de respeto, calló, dándole tiempo a que le contestara; luego, añadió:

—Me atrevo a esperar que Vuestra Alteza Serenísima se digne perdonar lo inadecuado de mi vestido.

Y al hablar así, sus ojos, burlones, tenían tal brillo que el príncipe no lo pudo soportar. Miró al techo, lo que en él significaba la incomodidad más extrema.

—¡Cómo!, ¡cómo! —volvió a decir; luego tuvo la suerte de dar con una frase—: Pero siéntese, duquesa —y, no sin gracia, él mismo le acercó una butaca. No le pasó desapercibida la cortesía a la duquesa, que moderó la petulancia de su mirada.

¡Cómo!, ¡cómo! —repitió una vez más el príncipe, removiéndose en su sillón, donde parecía no conseguir encontrar una última postura.

—Voy a aprovechar el fresco de la noche para viajar —prosiguió la duquesa—, y como mi ausencia puede llegar a ser de alguna duración, no he querido abandonar los estados de Su Alteza Serenísima sin agradecerle todas las bondades que en estos cinco años se ha dignado tener conmigo.

Ante estas palabras el príncipe acabó por entender. Se puso pálido. Nadie en el mundo habría sufrido más al comprobar lo errado de sus previsiones. Luego adoptó un ademán de grandeza absolutamente digno del retrato de Luis XIV que tenía delante. «Vaya, por fin —dijo para sí la duquesa— apareció el hombre».

—¿Y cuál es el motivo de tan súbita partida? —preguntó el príncipe con un tono de voz bastante firme.

—Tenía el proyecto desde hacía mucho tiempo —contestó la duquesa—, y una leve injuria que se le ha hecho a Monsignore del Dongo, a quien mañana se condenará a muerte o a trabajos forzados, me ha inducido a apresurar la partida.

—¿Y a dónde va?

—A Nápoles, supongo —y añadió mientras se levantaba—: No me queda más que despedirme de Vuestra Alteza Serenísima y agradecerle muy humildemente sus pasadas bondades.

Se iba con tan decidido ademán que el príncipe comprendió que en menos de dos segundos todo habría terminado. Él sabía que en cuanto el estallido de la partida hubiera tenido lugar, no habría arreglo posible; no era mujer aquella que desanduviera sus pasos. Corrió tras ella.

—Pero usted sabe perfectamente, duquesa —le dijo, tomándole una mano—, que yo siempre le he tenido afecto, que le he profesado una amistad que tan sólo de usted dependía que pudiéramos llamarla de otro modo. Y lo que no se puede negar es que se ha cometido un asesinato. He confiado la instrucción del proceso a mis mejores jueces…

Estas palabras despertaron en la duquesa a la mujer elemental; cualquier apariencia de respeto, de educación, incluso, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Apareció con toda nitidez la mujer ultrajada, y apareció dirigiéndose a un hombre que ella sabía de mala fe. Con la más viva expresión de cólera, de desprecio incluso, le dijo al príncipe, pesando cada una de las palabras:

—Abandono para siempre los estados de Vuestra Alteza Serenísima para no tener que volver a oír nunca más el nombre del fiscal Rassi ni el de los demás infames asesinos que han condenado a muerte a mi sobrino y a tantos otros. Si Vuestra Alteza Serenísima no quiere que se acibaren con un sentimiento de amargura los últimos instantes que paso junto a un príncipe delicado e inteligente, cuando no está engañado, le ruego humildemente que no me recuerde la existencia de esos jueces infames que se venden por mil escudos o por una cruz.

El sorprendente tono, fundamentalmente sincero, con que estas palabras fueron pronunciadas, hizo que el príncipe se estremeciera. Por un momento, temió que su dignidad quedara comprometida con una acusación aún más directa, pero, en definitiva, su emoción última fue placentera: admiraba a la duquesa. En aquel momento el conjunto de su persona tenía una belleza sublime. «¡Dios mío, qué guapa es! —se dijo el príncipe—; algo habrá que tolerarle a una mujer única, sin igual, con toda seguridad, en toda Italia… Quizá, con un poco de mano izquierda, no me sea imposible hacerla mi amante algún día. Hay tanta diferencia entre una mujer como ésta y la marquesa Balbi, esa muñeca, que encima, les roba más de trescientos mil francos a mis súbditos año tras año… ¿Pero la he oído bien? —se preguntó de súbito—; ¿no ha dicho: “condenado a mi sobrino y a tantos otros”?». Y, entonces, la cólera se hizo en él la pasión dominante y, con la altivez propia de la más alta condición, dijo, tras un silencio:

—¿Y qué habría que hacer para que no se fuera, señora?

—Algo de lo que usted no es capaz —replicó la duquesa en un tono de amarga ironía y abierto desprecio.

El príncipe estaba fuera de sí, pero gracias al ejercicio de su oficio de soberano absoluto tenía la capacidad de controlar los primeros impulsos. «Tengo que conseguir a esta mujer —pensaba—; es algo que me debo a mí mismo, luego he de dejarla morir a fuerza de desprecio… Si sale de este cuarto, ya no la veré nunca más». Pero estando ebrio de ira y de odio, como estaba en aquel momento, ¿cómo dar con unas palabras que satisficieran su amor propio y, al mismo tiempo, impidieran que la duquesa desertara en aquel instante de la corte? «No se puede —se dijo— ni repetir un gesto ni convertirlo en ridículo», y fue a colocarse entre la duquesa y la puerta del gabinete. Casi inmediatamente oyó que alguien llamaba a aquella puerta.

—¿Quién es el majadero —gritó maldiciendo a voz en grito—, quién es el majadero que trata ahora de imponerme su estúpida presencia?

El pobre general Fontana asomó su cara pálida y descompuesta, y con un tono agónico apenas balbució:

—Su excelencia el conde Mosca solicita el honor de ser recibido.

—¡Que entre! —gritó el príncipe; y al conde, cuando éste entró saludando—: Aquí tiene usted a la duquesa Sanseverina que quiere marcharse ahora mismo de Parma para establecerse en Nápoles y que, encima, me dice impertinencias.

—¿Cómo? —exclamó Mosca palideciendo.

—¡Qué! ¿No sabía usted nada de este proyecto de traslado?

—Ni una palabra. La he dejado hará unas seis horas, feliz y contenta.

Estas palabras produjeron un efecto increíble en el príncipe. Miró a Mosca. Su creciente palidez le indicaba que decía la verdad y que no era en absoluto cómplice de la súbita decisión de la duquesa. «Si es así —se dijo—, la pierdo para siempre; placer y venganza se desvanecen a un tiempo. En Nápoles hará epigramas con su sobrino Fabricio sobre la enorme ira del pequeño príncipe de Parma». Miró a la duquesa; la cólera y el desprecio más violento se disputaban su corazón. En aquel momento tenía ella los ojos fijos en el conde Mosca, y el fino contorno de su hermosa boca expresaba el desdén más amargo. El rostro entero parecía estar diciendo «¡vil cortesano!». «Así que también pierdo —pensó el príncipe— este medio para retenerla en este país. Si sale de este cuarto ahora, la pierdo, y sabe Dios lo que dirá de mis jueces en Nápoles… Con esa inteligencia y esa prodigiosa capacidad de convicción que le ha dado el cielo, todo el mundo la creerá. Propalará de mí una fama de tirano ridículo que se levanta por las noches a mirar debajo de la cama…». Entonces, con una hábil maniobra, como si se paseara para atemperar su nerviosismo, volvió a colocarse el príncipe ante la puerta de la sala. El conde estaba a su derecha, a tres pasos de distancia, pálido, descompuesto, temblando de tal modo, que tuvo que buscar apoyo en el respaldo de la butaca en que había estado sentada la duquesa al principio de la audiencia y que el príncipe, en un arranque de cólera, había alejado de un empujón. El conde estaba enamorado; «si la duquesa se va, la sigo —se decía—, ¿pero querrá que la siga? Ésa es la cuestión».

A la izquierda del príncipe, la duquesa, de pie, con los brazos cruzados prietos contra el pecho, lo miraba con una sorprendente impertinencia; una total palidez había sustituido a los vivos colores que poco antes animaban aquella cabeza sublime.

A diferencia de los otros dos, el príncipe tenía el rostro enrojecido y se mostraba nervioso; con la mano izquierda jugaba convulsivamente con la gran cruz de su orden que llevaba debajo de la casaca y con la derecha se acariciaba la barbilla.

—¿Qué hacemos? —le preguntó al conde, sin darse demasiada cuenta de lo que hacía, llevado por la costumbre de consultarle sobre todas las cosas.

—La verdad es que no tengo ni idea, Alteza Serenísima —contestó el conde como quien exhala el último suspiro—. Apenas podía pronunciar las palabras, y el tono de su voz supuso para el príncipe el primer consuelo para su orgullo herido que recibiera en aquella audiencia. Y aquella minúscula satisfacción le sugirió una frase feliz para su amor propio.

—¡Bueno! —dijo—, yo soy el más razonable de los tres, y voy a hacer absoluta abstracción de mi posición; hablaré como un amigo —y añadió con una hermosa sonrisa de condescendencia imitada de los tiempos felices de Luis XIV—: como un amigo que habla con sus amigos: duquesa —prosiguió—, ¿qué podemos hacer para que olvide usted su intempestiva resolución?

—No sé, de verdad, no sé nada —contestó la duquesa con un gran suspiro—, no sé nada; me da tal horror Parma…

No había el menor rastro de sarcasmo en la expresión; la sinceridad misma hablaba por su boca.

El conde se volvió de golpe. Su espíritu de cortesano estaba escandalizado; dirigió al príncipe una mirada suplicante. Con mucha dignidad y aplomo, el príncipe dejó transcurrir unos instantes en silencio; luego, dirigiéndose al conde, dijo:

—Veo que su encantadora amiga está completamente fuera de sí. Es fácil de explicar; adora a su sobrino —y dirigiéndose, ahora, a la duquesa, añadió con la más galante mirada y el ademán que se adopta para citar una frase de alguna comedia—; ¿Qué podemos hacer para complacer a esos ojos tan hermosos?

La duquesa había tenido tiempo suficiente para reflexionar y, con un tono firme y lentamente, como si estuviera dictando su ultimátum, contestó:

—Tendría que escribirme Su Alteza una carta amable, como las que sabe escribir con tanto gusto. En ella diría que, no estando en absoluto convencido de la culpabilidad de Fabricio del Dongo, primer vicario general del arzobispo, no firmará la sentencia cuando se la traigan, y, así mismo, que este procedimiento injusto no se proseguirá de ningún modo en el futuro.

—¡Cómo injusto! —exclamó el príncipe, encolerizado de nuevo, enrojeciendo hasta en lo blanco de los ojos.

—¡Eso no es todo! —prosiguió la duquesa con arrogancia romana—; esta noche, y son ya las once y cuarto —añadió dirigiendo la mirada al reloj—, esta noche Su Alteza Serenísima mandará decir a la marquesa Raversi que le aconseja irse al campo para descansar de las molestias que ha debido de causarle cierto proceso del que hablaba en su salón al principio de la velada.

El príncipe paseaba furioso por el gabinete.

—¿Habrase visto nunca una mujer igual? —exclamaba—. Me está faltando al respeto.

La duquesa respondió con sutileza perfecta:

—En la vida se me ha ocurrido faltarle al respeto a Su Alteza Serenísima; Su Alteza ha tenido la extrema condescendencia de decir que hablaba como un amigo a sus amigos. Por lo demás, no tengo el menor deseo de quedarme en Parma —añadió, mirando al conde con el mayor desprecio.

Aquella mirada decidió al príncipe, no convencido del todo hasta aquel momento, aunque algunas de sus palabras parecieran enunciar una determinación; él se burlaba de las palabras.

Se intercambiaron aún algunas frases y, finalmente, el conde Mosca recibió la orden de escribir aquella nota delicada que había solicitado la duquesa. Omitió el conde la frase este procedimiento injusto no se proseguirá de ningún modo en el futuro. «Basta —pensó el conde— con que el príncipe prometa que no firmará la sentencia cuando le sea presentada». El príncipe se lo agradeció con la mirada cuando firmaba.

Con ello, el conde cometió un gran error; el príncipe estaba cansado y hubiera firmado cualquier cosa; pensaba que había salido airoso de la situación; en su opinión, todo el asunto se compendiaba en el pensamiento «si la duquesa se va, antes de ocho días mi corte me parecerá aburrida». El conde observó que su señor corregía la fecha y ponía la del día siguiente. Miró al reloj, marcaba casi las doce. No le pareció al ministro que hubiera en aquella corrección de la fecha sino prurito pedante de dar prueba de exactitud y buen gobierno. En cuanto al destierro de la marquesa Raversi, no hubo la menor objeción; el príncipe experimentaba una especial complacencia en desterrar a la gente.

—¡General Fontana! —llamó, entreabriendo la puerta.

Apareció el general; había en su cara tanto asombro y curiosidad que la duquesa y el conde intercambiaron una mirada risueña. Aquella mirada supuso la paz entre ellos.

—General Fontana —dispuso el príncipe—, tome mi coche, que aguarda en la columnata, y vaya a casa de la marquesa Raversi; hágase anunciar; si está ya acostada, diga que va de mi parte y, cuando esté en su cuarto, diga exactamente estas palabras, y no otras: «Señora marquesa Raversi, Su Alteza Serenísima dispone que mañana, antes de las ocho de la mañana, se vaya a su castillo de Velleja; Su Alteza le hará saber cuándo podrá usted volver a Parma».

El príncipe buscó con la mirada los ojos de la duquesa, quien, sin darle las gracias como él esperaba, hizo una reverencia sumamente respetuosa y salió rápidamente.

—¡Qué mujer! —dijo el príncipe volviéndose hacia el conde Mosca.

Éste, encantado con el destierro de la marquesa, que le facilitaba absolutamente su actividad como ministro, asumió el papel de cortesano consumado y estuvo hablando durante más de media hora para consolar el amor propio del soberano; no pidió permiso para retirarse hasta que no vio a su señor completamente convencido de que en el anecdotario de Luis XIV no había ninguna página tan hermosa como la que él acababa de proporcionar a los historiadores futuros.

Cuando llegó a su casa, la duquesa se encerró en sus habitaciones y dijo que no recibiría a nadie, ni siquiera al conde. Quería estar sola, encontrarse consigo misma y hacerse una composición de lugar de cuanto acababa de ocurrir. Había actuado al azar, al dictado del antojo del momento; y, aun así, fuere cual fuere la posición a que hubiera podido dejarse arrastrar, se hubiera mantenido en ella con firmeza. Por nada del mundo se habría hecho el menor reproche a sí misma ni, aún menos, se habría arrepentido de nada cuando hubiera recuperado la calma. Tal era su carácter y a ese carácter precisamente se debía que, aun a sus treinta y seis años, fuera la mujer más hermosa de la corte.

Ahora pensaba en las cosas agradables que pudiera ofrecerle Parma, como si estuviera de regreso tras algún largo viaje. Entre nueve y once de la noche había estado absolutamente convencida de que abandonaba el país para siempre.

«Qué cara más graciosa ha puesto el conde, ¡pobre!, cuando delante del príncipe se ha enterado de que me iba… La verdad es que es un hombre amable y con un corazón como no hay otro. Habría dejado a sus ministros para seguirme… Aunque a lo largo de estos más de cinco años tampoco ha tenido ocasión de reprocharme la menor distracción. ¿Cuántas mujeres casadas ante el altar podrían decir lo mismo a sus dueños y señores? Debo reconocer que no se da la menor importancia, que no es nada pedante. No suscita la menor gana de engañarlo; siempre se muestra ante mí como si estuviera avergonzado de su poder… ¡Tenía una cara tan graciosa delante de su amo y señor! Si estuviera aquí lo abrazaría… Pero por nada del mundo me encargaría de entretener a un ministro que hubiera perdido su cartera, ésa es una enfermedad que no se cura más que con la muerte, y… que lleva a la muerte. ¡Menuda desgracia debe ser haber llegado a ministro cuando todavía se es joven! Tengo que escribirle, es algo que tiene que saber oficialmente antes de indisponerse con su príncipe… Pero me olvidaba de mis buenos criados».

La duquesa llamó. Las mujeres seguían aún ocupadas con las maletas; habían traído el coche hasta el zaguán y lo estaban cargando; los que no tenían ninguna tarea concreta rodeaban el coche con lágrimas en los ojos. Fue Chekina, que en las grandes ocasiones era la única que entraba en las habitaciones de la duquesa, la que le informó de todos estos detalles.

—Diles que suban —dijo la duquesa y, al instante, pasó a la antesala.

—Me han prometido —les dijo— que la sentencia contra mi sobrino no sería firmada por el soberano (así es como se dice en Italia); así que suspendo el viaje; ya veremos si mis enemigos tienen poder como para hacer cambiar esta resolución.

Tras unos instantes de silencio, todos se pusieron a gritar «¡Viva la señora duquesa!» y aplaudieron con vehemencia. La duquesa, que había pasado ya al cuarto de al lado, volvió a salir como una actriz aplaudida, hizo una pequeña reverencia llena de gracia a sus criados y les dijo: «Os lo agradezco, amigos míos». En aquel momento, una sola palabra suya y se habrían lanzado contra palacio. Hizo una seña a un postillón, antiguo contrabandista y hombre fiel, que la siguió.

—Quiero que te vistas de campesino rico, tendrás que arreglártelas para salir de Parma como puedas; luego, alquilarás una sediola e irás lo más aprisa que puedas a Bolonia. Entrarás en la ciudad por la puerta de Florencia del modo más casual, y te llegarás al Peregrino, donde se aloja Fabricio, con un paquete que te va a dar Chekina. Fabricio vive allí en secreto y se hace llamar José Bossi; no lo vayas a traicionar por alguna torpeza; que nadie note que lo conoces; es muy probable que mis enemigos te hagan seguir por espías. A las pocas horas, o a los pocos días, Fabricio volverá a enviarte a Parma; entonces, cuando vuelvas, es cuando tendrás que tomar más precauciones para no descubrirlo.

—¡Ah! ¡Los de la marquesa Raversi! —exclamó el postillón—, los estamos esperando y, si la señora quisiera, los exterminaríamos de inmediato.

—Algún día, quizá; pero ahora guardaos mucho de hacer nada sin que yo os lo ordene.

Lo que la duquesa quería enviar a Fabricio era una copia de la nota del príncipe; no podía resistirse al placer de contarle algo divertido, y añadió unas frases comentando la escena que había terminado con la redacción de la nota; las frases acabaron por convertirse en una carta de diez páginas. Luego volvió a llamar al postillón.

—Hasta que no abran las puertas a las cuatro, no podrás irte —le dijo.

—Había pensado salir por el canal general de las alcantarillas, llevaría el agua al cuello, pero pasaría.

—No —dijo la duquesa—, no puedo exponer a uno de mis servidores más fieles a que coja las fiebres. ¿Conoces a alguien del servicio del arzobispo?

—El segundo cochero es amigo mío.

—Ésta es una carta para ese santo prelado. Introdúcete sin hacer ruido en su palacio y haz que te lleven hasta su ayuda de cámara. Pero no quiero que se despierte a monseñor; si se hubiera retirado ya a sus habitaciones, pasa la noche en el palacio y, como en esa casa acostumbran a levantarse al amanecer, mañana por la mañana, a las cuatro, haz que te anuncien de mi parte. Pídele al santo arzobispo su bendición, entrégale este paquete que te doy y coge las cartas que seguramente te dará para que las lleves a Bolonia.

La duquesa remitía al arzobispo la nota original del príncipe. Dado que la nota se refería a su primer vicario general, le rogaba que la depositara en los archivos del arzobispado, donde —esperaba ella— los señores vicarios generales y los canónigos, colegas de su sobrino, tendrían a bien llegar a conocerla; todo ello con la condición del secreto más riguroso.

La duquesa escribía a monseñor Landriani con una familiaridad que tenía que encandilar a aquel buen burgués; sólo la firma ocupaba tres renglones; la carta sumamente amistosa terminaba con las siguientes palabras: Angelina-Cornelia-Isota Valserra del Dongo, duquesa Sanseverina.

«Yo creo que no escribía tantos nombres —pensó la duquesa, riéndose— desde que firmé el contrato de matrimonio con el pobre duque; pero no se maneja a esta gente si no es con estas cosas; para estos burgueses la caricatura es belleza». No pudo terminar aquella noche la duquesa sin caer en la tentación de escribirle una carta sarcástica al pobre conde. Le anunciaba oficialmente, para su gobierno —le decía—, en sus relaciones con las cabezas coronadas, que ella no se sentía capaz de entretener a un ministro caído en desgracia. «El príncipe le da a usted miedo; cuando deje de verlo, ¿seré yo la encargada de inspirarle a usted miedo?». Mandó que le llevaran inmediatamente aquella carta.

Por su parte, al día siguiente, a las siete de la mañana, el príncipe daba órdenes al conde Zurla, ministro del interior:

—Vuelva a cursar órdenes estrictas a todos los podestás de que arresten al señor Fabricio del Dongo. Se nos ha informado de que quizá intente volver a nuestros dominios. El fugitivo se encuentra ahora en Bolonia, donde parece desafiar las demandas de búsqueda y captura de nuestros tribunales; disponga la movilización de policías que lo conozcan personalmente, primero, en los pueblos de la carretera de Bolonia a Parma; segundo, en las proximidades del castillo de la duquesa Sanseverina, en Sacca, y de su casa de Castelnovo; tercero, en los alrededores del castillo del conde Mosca. Espero de su acreditada prudencia, conde, que sepa hurtar el conocimiento de estas órdenes de su soberano a la perspicacia del conde Mosca. Tenga en cuenta que quiero que se detenga al señor Fabricio del Dongo.

Nada más salir el ministro del aposento en que se encontraba el príncipe, entró por una puerta secreta el fiscal general Rassi, que se acercó doblado por la cintura, saludando a cada paso. La cara de aquel bribón era para pintarla; era una cara que hacía justicia a toda la infamia de su labor; mientras que los movimientos rápidos y desordenados de los ojos traicionaban la conciencia que tenía de sus méritos, la contracción arrogante y segura de su boca evidenciaba que sabía luchar contra el desprecio.

Como este personaje va a adquirir una influencia bastante grande sobre el destino de Fabricio, cabe decir algo sobre él. Era alto y tenía unos hermosos ojos muy inteligentes, si bien tenía la cara muy picada de viruela. Era muy inteligente e hilaba muy fino; era notorio su dominio de la ciencia del derecho, pero brillaba especialmente por su capacidad para la argumentación. Ya podía presentarse como fuera cualquier asunto, que él, en un instante, daba con los medios, muy bien fundados en derecho, para llegar a una condena o a una absolución. Era sobre todo el rey de las sutilezas procesales.

Aquel hombre, que muchas grandes monarquías hubieran envidiado al príncipe de Parma, sólo tenía una pasión: relacionarse íntimamente con grandes personajes y complacerles con sus bufonerías. Poco le importaba que el poderoso se riera de las cosas que él dijese, o de su propia persona, o que hiciera bromas insoportables sobre la señora Rassi; con tal de verlo reír y de que lo tratara a él con familiaridad ya estaba contento. Algunas veces, el príncipe, cuando ya no se le ocurría cómo seguir abusando de la dignidad de este juez supremo, lo pateaba, y cuando las patadas le hacían daño, se ponía a llorar. El instinto de bufón era tan intenso en él, que no había día en que no acabara por preferir el salón de cualquier ministro que lo escarneciera al suyo propio, donde reinaba despóticamente sobre todos los togados del país. En realidad, Rassi se había fabricado una posición aparte, de tal manera que incluso al noble más insolente le resultara imposible humillarlo, pues su manera de vengarse de las injurias que soportaba a lo largo de todo el día era contárselas al príncipe, ante quien se había granjeado el privilegio de poder decirle todo; aunque muy a menudo la respuesta fuera una bofetada bien dada que le hacia daño, aunque nunca lo confesara. Este juez supremo distraía con su presencia al príncipe cuando éste estaba de mal humor, entonces se divertía ultrajándolo. Como puede verse, era el perfecto cortesano; ni tenía honor ni manifestaba mal genio.

—Lo más importante de todo es el secreto —le gritó el príncipe sin saludar, tratándolo como a un chiquilicuatre, él que tan cortés era con todo el mundo—. ¿De qué fecha es la sentencia?

—De ayer por la mañana, Alteza Serenísima.

—¿Cuántos jueces la firman?

—Los cinco.

—¿Y la pena?

—Veinte años de fortaleza, como me había dicho Vuestra Alteza Serenísima.

—La pena de muerte hubiera crispado los ánimos —dijo el príncipe, como si hablara para sí—. ¡Qué pena! ¡Menudo efecto le hubiera causado a esa mujer! Pero es un del Dongo, el suyo es un nombre venerado en Parma, con tres arzobispos de la familia casi sucesivos… ¿Veinte años de fortaleza, dice?

—Sí, Alteza Serenísima —respondió el fiscal Rassi, de pie y doblado por la cintura—, veinte años, tras una previa petición pública de perdón ante el retrato de Su Alteza Serenísima; además, dada la notoria impiedad del sujeto, la condena incluye ayuno a pan y agua todos los viernes y vísperas de las principales fiestas. Todo ello pensando en el futuro y con la finalidad de arruinar su fortuna.

—Escriba —dijo el príncipe—:

Su Alteza Serenísima, tras haberse dignado escuchar con benevolencia las muy humildes súplicas de la marquesa del Dongo, madre del culpable, y de la duquesa Sanseverina, su tía, que han expuesto que en el momento del crimen su hijo y sobrino era muy joven y estaba enajenado por una loca pasión concebida por la mujer del desventurado Giletti, ha tenido a bien, pese al horror que inspira un crimen semejante, conmutar la pena a que ha sido condenado Fabricio del Dongo por la de doce años de prisión en la fortaleza.

—Deme para que firme.

El príncipe firmó y puso la fecha de la víspera. Devolvió luego la sentencia a Rassi y le dijo:

—Escriba inmediatamente debajo de mi firma:

Habiéndose arrodillado otra vez ante Su Alteza la duquesa Sanseverina, el príncipe permite que todos los jueves el culpable tenga una hora de paseo por la plataforma de la torre cuadrada, vulgarmente denominada torre Farnesio.

—Fírmelo —continuó el príncipe— y, por encima de todo, mantenga la boca cerrada, independientemente de lo que oiga decir por la ciudad. Al consejero De Capitani le dirá que ha votado por dos años de fortaleza, que incluso ha discurseado a favor de tan ridícula pena, y que yo le animo a que vuelva a leer las leyes y sus reglamentos. Una vez más, silencio y adiós.

El fiscal Rassi hizo con mucha lentitud tres profundas reverencias, que el príncipe ni miró.

Esto sucedía a la siete de la mañana. Unas horas más tarde, la noticia del destierro de la marquesa Raversi se extendía por la ciudad y por los cafés; tan importante acontecimiento se convirtió en el único tema de conversación. El destierro de la marquesa alejó de Parma por algún tiempo a ese enemigo implacable de las ciudades pequeñas y de las cortes pequeñas: el aburrimiento. El general Fabio Conti, que ya se había creído primer ministro, estuvo varios días sin salir de su fortaleza pretextando sufrir un ataque de gota. Burgueses primero y menestrales después, concluyeron que lo que pasaba era que el príncipe había decidido nombrar arzobispo a Monseñor del Dongo. Los finos políticos de café llegaron incluso a asegurar que al padre Landriani, el actual arzobispo, se le había invitado a fingir una enfermedad y a presentar la dimisión. Se le había concedido una espléndida pensión vinculada a la fábrica de tabaco, estaban absolutamente seguros de ello. El rumor llegó hasta el arzobispo, que se asustó mucho, y durante algunos días su preocupación por nuestro héroe se mitigó muy considerablemente. Dos meses más tarde tan curiosa noticia se reflejaba en los periódicos de París, ligeramente modificada: quien iba a ser hecho arzobispo era el conde Mosca, sobrino de la duquesa Sanseverina.

La marquesa Raversi estaba furiosa en su castillo de Velleja; no era en absoluto una de esas mujeres de tres al cuarto que creen vengarse haciendo circular rumores ultrajantes contra sus enemigos. Al día siguiente de su desgracia, el caballero Riscara y otros tres amigos de la marquesa se presentaron, por orden suya, ante el príncipe, y le pidieron permiso para ir a visitarla a su castillo. Su Alteza recibió a estos caballeros con amabilidad exquisita, y su llegada a Velleja supuso un gran consuelo para la marquesa. Antes de que terminase la segunda semana, tenía ya a treinta personas en su castillo, todos ellos altos cargos en la sombra del futuro gobierno liberal. Todas las noches, la marquesa reunía formalmente un consejo con sus amigos mejor informados. Un día que había recibido muchas cartas de Parma y de Bolonia, se retiró pronto. Su doncella preferida introdujo primero al amante del momento, el conde Baldi, un joven de figura admirable y banalidad extremada; después, al caballero Riscara, su predecesor; era éste un hombrecito negro, en lo físico y en lo moral, que había empezado siendo profesor ayudante de geometría en el colegio de nobles de Parma, y, por aquel entonces, había llegado a ser consejero de Estado y caballero de varias órdenes.

—Tengo la buena costumbre —les dijo la marquesa a aquellos dos hombres— de no destruir nunca ningún papel y me ha ido bien. Miren, éstas son nueve cartas que la Sanseverina me ha escrito en diferentes ocasiones. Se van a ir los dos a Génova, a buscar entre los condenados a trabajos forzados a un exnotario llamado Burati, como el gran poeta de Venecia, o Durati. Usted, Baldi, siéntese a mi escritorio y copie lo que le voy a dictar:

Se me acaba de ocurrir una idea y te escribo estas líneas. Voy a ir a mi cabaña de Castelnovo; podrías venir a pasar doce horas conmigo; me harías muy feliz. Después de los últimos acontecimientos, no creo que haya el menor peligro en ello. Los nubarrones se despejan. Detente, no obstante, antes de entrar en Castelnovo; encontrarás en la carretera a uno de mis hombres, todos te quieren con locura; no dejes, naturalmente, de utilizar el nombre de Bossi en el viaje. Dicen que te has dejado crecer la barba como un apuesto capuchino; en Parma no se te ha visto más que con el decente aspecto de un vicario general.

—¿Comprendes, Riscara?

—Perfectamente, pero el viaje a Génova es un dispendio inútil. Conozco a un hombre en Parma que aunque todavía no está en la cárcel no tardará en estar en ella, y que falsificará magistralmente la escritura de la Sanseverina.

Cuando oyó estas palabras, el conde Baldi abrió desmesuradamente sus bonitos ojos; empezaba a entender el asunto.

—Si tú conoces a ese digno caballero palmesano, a quien tales progresos vaticinas —le dijo la marquesa a Riscara—, también él te conocerá a ti, y su amante o su confesor o su amigo pueden estar vendidos a la Sanseverina; prefiero que esta bromita se retrase unos días a correr ningún albur. Idos antes de dos horas, como buenos corderitos, no veáis a nadie en Génova y volved cuanto antes.

El caballero Riscara se fue riendo y hablando con una voz nasal como la de Polichinela; «hay que hacer el equipaje», decía dando unos cómicos saltitos. Quería dejar a Baldi a solas con la señora.

Cinco días más tarde Riscara le devolvía su conde Baldi a la marquesa. Venía éste lleno de arañazos, pues para ahorrar seis leguas de camino, le habían hecho atajar por el monte a lomos de mula. Juraba que no volverían a enredarle para hacer grandes viajes. Baldi le entregó a la marquesa tres copias de la carta que ella le había dictado, y otras cinco o seis cartas con la misma letra, redactadas por Riscara, de las que seguramente podría sacar provecho más adelante. Una de estas cartas estaba llena de bromas sumamente graciosas sobre los miedos nocturnos del príncipe y sobre la lamentable delgadez de la marquesa Balbi, su amante, quien, según decía la carta, cuando se levantaba de alguna butaca, tras haber estado sentada apenas un instante, dejaba en el cojín una marca como la que dejarían unas pinzas. Se habría podido jurar que todas aquellas cartas las habría escrito de su puño y letra la señora Sanseverina.

—Ahora ya estoy segura —dijo la marquesa— de que Fabricio, el amigo del alma, está en Bolonia o en los alrededores…

—¡Yo estoy demasiado enfermo! —la interrumpió el conde Baldi—, imploro la gracia de ser dispensado de ese segundo viaje o, por lo menos, que se me concedan algunos días de reposo para reponerme.

—Abogaré en su favor —le dijo Riscara, que se levantó y se acercó a hablar en voz baja a la marquesa.

—Está bien, se lo concedo —respondió ella sonriendo, y dirigiéndose a Baldi con un gesto bastante desdeñoso—: Tranquilícese, no tendrá que irse.

—Gracias —exclamó éste con una voz que le salía del corazón.

Riscara tomó solo la silla de posta. Apenas llevaba dos días en Bolonia, cuando vio a Fabricio en una calesa con la pequeña Marietta. «Demonio —se dijo—, no parece que se aburra nuestro futuro arzobispo; la duquesa tiene que enterarse de esto, la encantará». No tuvo Riscara más que seguir a Fabricio para enterarse de dónde vivía. Al día siguiente por la mañana, un correo le llevaba a Fabricio la carta elaborada en Génova. Aunque le pareció un poco corta, no le inspiró la menor sospecha. La idea de volver a ver a la duquesa y al conde le volvía loco de alegría y, pese a las advertencias de Ludovico, tomó un caballo de posta y partió al galope. Sin que él lo advirtiera, lo seguía a poca distancia el caballero Riscara, quien al llegar a la última posta antes de Castelnovo, a seis millas de Parma, tuvo el placer de ver un gran arremolinamiento de gente en la plaza delante de la cárcel local. Acababan de llevar allí a nuestro héroe que, cuando cambiaba de caballo en la posta, había sido reconocido por dos de los policías que había seleccionado y enviado el conde Zurla.

Los ojillos del caballero Riscara brillaban de alegría. Con paciencia ejemplar verificó todo lo que acababa de suceder en el pueblecito, luego envió un correo a la marquesa Raversi. Tras lo cual, se puso a recorrer las calles como movido por la curiosidad.