La imprevista aparición de la amable muchacha borró todas aquellas ideas serias de Fabricio. Aquella temporada en Bolonia le reportó una alegría y una seguridad intensas. Las cartas que escribía a la duquesa estaban penetradas de esta ingenua disposición a vivir dichoso con todo lo que constituía su vida; hasta el punto de que ésta llegó a sentirse molesta por ello. En cuanto Fabricio se dio cuenta, escribió con abreviaturas en la esfera de su reloj: «Cuando escriba a la D. no decir nunca cuando era prelado, cuando era hombre de iglesia; eso la disgusta». Había comprado dos caballitos con los que estaba muy contento y, cuando la pequeña Marietta quería ir a cualquiera de los encantadores parajes de los alrededores de Bolonia, los enganchaba a una calesa de alquiler. Casi todas las tardes la llevaba a la Cascada del Reno, y a la vuelta, se detenía en casa del amable Crescentini, que se creía un poco el padre de Marietta.
«Pues si ésta es la vida de café que me parecía tan ridícula para un hombre que valiera algo, me equivoqué cuando la rechacé», se decía Fabricio. No se daba cuenta de que no pisaba el café, salvo para leer Le Constitutionnel, y que, siendo un completo desconocido para la buena sociedad boloñesa, los goces que procura la vanidad no contaban en absoluto para su felicidad presente. Cuando no estaba con la pequeña Marietta, podía vérsele en el Observatorio, donde seguía un curso de astronomía. El profesor le habla tomado un gran afecto y Fabricio le prestaba sus caballos los domingos para que pudiera presumir con su mujer en el Corso de la Montagnola.
Odiaba hacer mal a nadie, por despreciable que fuera. Marietta no quería de ninguna manera que viera a la vieja, pero un día que ella estaba en la iglesia, subió a casa de la mammacia, que se puso roja de ira cuando lo vio entrar. «Un buen momento para mostrarse del Dongo» —se dijo.
—¿Cuánto gana Marietta al mes cuando actúa? —preguntó, dándose los aires de cualquier joven que se precie cuando entra en París en el anfiteatro de la Ópera bufa de París.
—Cincuenta escudos.
—Miente usted, como siempre; diga la verdad o por Dios Santo que no conseguirá ni un céntimo.
—Bueno, en la compañía de Parma, cuando tuvimos la desgracia de conocerlo a usted, ganaba veintidós escudos; yo ganaba doce, y cada una le daba un tercio de lo que ganaba a Giletti, nuestro protector. Luego, casi todos los meses, Giletti le hacía un regalo a Marietta. El regalo podía valer dos escudos.
—Sigue mintiendo; usted no ganaba más que cuatro escudos. Pero si es buena con Marietta, la contrato como si fuera un impresario; le daré todos los meses doce escudos para usted y veintidós para Marietta; pero si le veo los ojos enrojecidos, me declararé en quiebra.
—¡No se haga usted el estirado! Sepa que esa generosidad suya es nuestra ruina —le contestó furiosa la vieja—; perdemos el avviamento (la clientela). Cuando tengamos la enorme desgracia de no contar con la protección de Vuestra Excelencia ya no nos conocerá ninguna compañía, estarán todas al completo, no tendremos contratos; nos moriremos de hambre y será por su culpa.
—¡Vete al diablo! —dijo Fabricio yéndose de allí.
—¡No me voy al diablo, asqueroso judas, pero sí a la comisaría a contarle a la policía que usted es un monsignore que ha colgado los hábitos y que se llama Joseph Bossi tanto como yo!
Fabricio, que había empezado a bajar las escaleras, volvió.
—Por de pronto, la policía sabe mejor que tú cuál es mi verdadero nombre, pero si te atreves a denunciarme, si cometes esa infamia —le dijo con tono muy serio—, hablará contigo Ludovico, y no serán seis cuchilladas las que recibirá tu viejo pellejo, sino dos docenas. Pasarás seis meses en el hospital, y sin tabaco.
La vieja se quedó pálida y se arrojó hacia la mano de Fabricio, con la intención de besársela.
—Acepto agradecida el favor que nos hace a Marietta y a mí. Tiene usted cara de tan buena de persona que lo tomaba por tonto. Téngalo usted en cuenta y piense que también otros podrían cometer la misma equivocación. Yo le aconsejo que mantenga esos aires de gran señor; —y añadió con sorprendente descaro—: piense, piense usted en el buen consejo que le doy, y como el invierno está cerca regálenos a la Marietta y a mí dos buenos vestidos de esa preciosa tela inglesa que vende el tendero gordo de la plaza de San Petronio.
En el amor de la guapa Marietta Fabricio encontraba todo el encanto que pueda proporcionar la amistad más tierna, y esto le llevaba a pensar en la felicidad del mismo orden que habría podido encontrar junto a la duquesa. «¿No es una broma —pensaba en ocasiones— que no logre tener yo esa preocupación exclusiva y apasionada que llaman amor? ¿Acaso he encontrado, entre todas las mujeres que el azar me ha deparado conocer, de Novara a Nápoles, una sola cuya presencia, ni siquiera en los primeros días, me resultara preferible a un paseo en algún bonito caballo nuevo? ¿No será también una mentira en sí eso que llaman amor? Es verdad que amo, ¡pero igual que tengo gana de comer a las seis! ¿No será que unos grandes embaucadores han convertido tal inclinación, un tanto vulgar, en el amor de Otelo, en el amor de Tancredo? ¿O tendré que pensar que estoy hecho de un modo distinto al de los demás hombres? En tal caso, mi alma carecería de una pasión, ¿pero por qué? ¡Qué extraño destino!».
En Nápoles, sobre todo en los últimos tiempos, Fabricio se había relacionado con mujeres que, orgullosas de su rango, de su belleza y de la posición que ocupaban en el mundo los adoradores que por él, por Fabricio, habían abandonado, habían pretendido dominarlo. En cuanto Fabricio se había dado cuenta de ello, habla roto con ellas del modo más escandaloso y rápido. «Ahora bien —se decía—, si alguna vez me dejo llevar por el placer, indudablemente intensísimo, de encontrarme a gusto con esa hermosa mujer a quien el mundo conoce como duquesa Sanseverina, seré como aquel francés atolondrado que un día mató a la gallina de los huevos de oro. La duquesa es la única persona a quien tengo que agradecer haber sentido en algún momento la felicidad de la ternura de sentimientos. Mi amistad con ella es mi vida. ¿Qué sería yo sin ella? Un pobre exiliado condenado a vegetar penosamente en un castillo destartalado de los alrededores de Novara. Aún recuerdo que, cuando llegaban las lluvias de otoño, tenía que dormir con el paraguas abierto encima de la cama. Montaba los caballos del encargado, que se avenía a ello por mi sangre azul (por mi posición social), aunque mi estancia allí empezaba a parecerle demasiado larga. Mi padre me había asignado una pensión de mil doscientos francos y pensaba que se estaba condenando por dar de comer a un jacobino. Mi pobre madre y mis hermanas, con una generosidad que me rompía el corazón, se privaban de comprarse ropa para ellas para que yo pudiera hacerles algún regalito a mis amantes. Por otra parte, mi miseria empezaba a ser notada y hubiera acabado inspirando piedad en los nobles jóvenes de los alrededores. Tarde o temprano, algún estúpido habría demostrado su desprecio por el jacobino pobre y fracasado que era yo a los ojos de aquella gente, y me habría visto obligado a asestar o recibir alguna estocada, lo que me habría llevado a la fortaleza de Fenestrelles o, en último término, a refugiarme en Suiza con aquella pensión de mil doscientos francos. Gracias a la duquesa tengo la dicha de haberme librado de todas esas desgracias. Es ella, además, quien siente por mí la amistad arrebatada que debería sentir yo por ella.
»En vez de llevar aquella vida ridícula y lamentable, que habría terminado por convertirme en un animal triste, un idiota, hace cuatro años que vivo en una gran ciudad, tengo un coche magnífico y no he tenido ocasión de sentir ni envidia ni ninguno de los bajos sentimientos que puede inspirar la vida provinciana. Mi amabilísima tía me riñe por no pedirle aún más dinero al banquero. ¿Y voy a arruinar para siempre esta posición admirable? ¿Quiero perder a la única amiga que tengo en el mundo? Bastaría con proferir una mentira, bastaría con decirle a una mujer encantadora, única en el mundo —estoy seguro— y por la que siento una amistad apasionada: te amo, ¡yo que no sé lo que es amar con amor! Se pasaría el día reprochándome la ausencia de unos arrebatos de los que me siento incapaz, que desconozco. Marietta, en cambio, que no puede leer en mi corazón y que piensa que cada caricia es un impulso del alma, piensa que estoy loco de amor y se cree la más feliz de las mujeres.
»En realidad, por la única persona que yo he sentido —y sólo un poco— esa tierna preocupación, que quizá coincida con lo que llaman amor, ha sido por la pequeña Aniken de la venta de Zonders, cerca de la frontera de Bélgica».
No sin dejar de lamentarlo vamos a contar ahora una de las peores acciones de Fabricio. Transcurría para él esta vida tranquila cuando un miserable pique de vanidad se apoderó de este corazón rebelde al amor y lo llevó muy lejos. Se encontraba por entonces en Bolonia la famosa Fausta F***, indiscutiblemente una de las mejores cantantes de nuestra época y, quizá, la mujer más caprichosa que haya existido jamás. Burati, el excelente poeta veneciano, le había dedicado el siguiente soneto satírico que estaba en boca de todo el mundo desde los príncipes hasta los últimos golfillos de la calle:
Querer y no querer, adorar y detestar en un mismo día, no hallar contento más que en la inconstancia, despreciar lo que el mundo adora, mientras el mundo la adora; tales son los defectos de Fausta y otros muchos más. No mires, pues, jamás a esa serpiente. Si la miras, imprudente, ignora sus caprichos. Si tienes la dicha de oírla, te olvidarás de ti; y el amor, en un momento, hará de ti lo que antaño hizo Circe de los compañeros de Ulises.
Por aquellos días, semejante prodigio de belleza se había sometido al encanto de las enormes patillas y la desmedida insolencia del joven conde M***, hasta el punto de no rebelarse siquiera ante sus celos terribles. Fabricio había visto al conde por las calles de Bolonia y le había llamado la atención el aire de superioridad con que andaba por el centro de la calzada y dejaba ver las gracias de su figura. Aquel joven era muy rico, creía que todo le estaba permitido, y como sus prepotente le habían valido más de una amenaza, apenas se dejaba ver si no era rodeado de ocho o diez buli (matones), vestidos de librea, que había hecho venir de sus dominios en los alrededores de Brescia. Coincidiendo, más o menos, con el momento en que Fabricio oyó por casualidad a Fausta, había cruzado la mirada con la del terrible conde en una o dos ocasiones; la angélica dulzura de aquella voz le asombró; le pareció inimaginable; le produjo una sensación de suprema felicidad, que contrastaba intensamente con la placidez de la vida que llevaba él. «Será, por fin, el amor» —dio en pensar—. Movido por la curiosidad que le causaba dicho sentimiento y divertido con la idea de desafiar a aquel conde M***, que tenía una cara más terrible que la del tambor mayor más pintado, nuestro héroe se dedicó puerilmente a pasar una y otra vez por delante del palacio Tanari, que el conde M*** había alquilado para Fausta.
Un día, a la caída de la tarde, cuando trataba de que lo viera Fausta, saludaron a Fabricio las carcajadas provocadoras que le dirigieron los buli del conde apostados a la puerta del palacio Tanari. Corrió a su casa, cogió las armas adecuadas y volvió a pasar por delante del palacio. Fausta, escondida tras los postigos, esperaba este regreso que registró en su memoria. Al conde M***, que tenía celos de todo el mundo, le sobrevinieron unos celos especialmente virulentos del señor José Bossi, y se dejó arrastrar a unas ideas ridículas. Por si fuera poco, nuestro héroe todas las mañanas le hacía llegar una carta que únicamente decía:
El señor José Bossi destruye los insectos molestos, y vive en El Peregrino, vía Larga, n.° 79.
El conde M***, habituado al respeto que en todas partes le procuraban su enorme fortuna, su sangre azul y la fanfarronería de sus treinta criados, no hizo ningún caso de aquellas misivas.
Fabricio también le envió notas a Fausta; M*** puso espías tras aquel rival que, quizá, no era del todo rechazado. En primer lugar, se enteró de su verdadero nombre e, inmediatamente después, de que de momento no podía aparecer por Parma. Pocos días después, el conde M***, sus buli, sus magníficos caballos y Fausta viajaron con destino a Parma.
Picado con ello, Fabricio los siguió al día siguiente. En vano el buen Ludovico le hizo patéticas advertencias. Fabricio lo envió a paseo. Y como también Ludovico era valiente, le admiró por ello; además, aquel viaje lo acercaba a la guapa amante que tenía en Casal-Maggiore. Con la intermediación de Ludovico, entraron en casa del señor Bossi, en calidad de criados, ocho o diez antiguos soldados de los regimientos de Napoleón. «Siempre que no vea ni al ministro de Policía, conde Mosca, ni a la duquesa —se dijo Fabricio cuando se embarcó en la locura de seguir a Fausta— no pongo en peligro a nadie más que a mí. Luego, le diré a mi tía que iba en busca del amor, eso tan hermoso que jamás he encontrado. Lo cierto es que pienso en Fausta, hasta cuando no la veo… ¿De qué me habré enamorado yo, del recuerdo de su voz o de su persona?» Como ya no pensaba en la carrera eclesiástica, Fabricio se había dejado crecer unos bigotes y unas patillas casi tan terribles como los del conde M***, lo que lo enmascaraba un poco. No estableció su cuartel general en Parma, que hubiera sido demasiado imprudente, sino en un pueblo de los alrededores, en los bosques, en la carretera de Sacca, el pueblo en que estaba el castillo de su tía. Siguiendo el consejo de Ludovico, dijo en aquel pueblo que era el ayuda de cámara de un gran señor inglés, muy original, que gastaba cien mil francos al año en el placer de la caza, y que llegaría al poco tiempo del lago de Como, donde se había quedado pescando truchas. El conde M*** había alquilado un bonito palacio para la bella Fausta, que, por fortuna, estaba en las afueras de Parma, en la zona sur de la ciudad, precisamente en la salida hacia Sacca, y las ventanas de Fausta daban a las hermosas avenidas de grandes árboles que se extienden bajo la alta torre de la ciudadela. A Fabricio no lo conocía nadie en aquel barrio desértico. Inmediatamente hizo seguir al conde M***, y un día que éste acababa de salir de la casa de la admirable cantante, tuvo la audacia de dejarse ver en la calle a plena luz del día. Bien es verdad que montaba un excelente caballo e iba bien armado. Unos músicos de esos que en Italia tocan por las calles y que a veces son excelentes se acercaron a tocar sus contrabajos bajo las ventanas de Fausta y, tras un preludio, entonaron, bastante bien, una cantata en su honor. Fausta se acercó a la ventana, y pudo ver muy bien a un joven muy educado que estaba parado a caballo en medio de la calle y que primero la saludó y luego le lanzó unas miradas nada equívocas. A pesar de la ropa exageradamente inglesa que llevaba Fabricio, reconoció enseguida al autor de las cartas apasionadas que habían causado su marcha de Bolonia. «Debe ser un hombre singular —se dijo—, me parece que voy a enamorarme. Tengo cien luises, así que puedo plantar a ese terrible conde M***, que ni es listo, ni capaz de sorprender, y que no tiene de divertido nada más que la cara feroz de sus hombres».
Al día siguiente, Fabricio, que se había enterado de que Fausta iba todos los días a misa de once al centro, a la misma iglesia de San Juan en que estaba enterrado su tío bisabuelo el arzobispo Ascanio del Dongo, tuvo el atrevimiento de seguirla. Ludovico le había procurado una hermosa peluca inglesa de un vivo color rojo. A propósito del color de aquel pelo postizo, tan rojo como las llamas que ardían en su corazón, hizo un soneto que a Fausta le pareció encantador; una mano misteriosa se encargó de dejarlo encima de su piano. Estas escaramuzas se prolongaron durante ocho días, y Fabricio pensó que, pese a sus maniobras de todo tipo, no hacía ningún progreso sustancial; Fausta se negaba a recibirlo. Él exageraba la originalidad; más tarde, ella comentó que él le inspiraba miedo. A Fabricio no le animaba a seguir en ello más que la vaga esperanza de llegar a sentir lo que se ha dado en llamar amor, pero buena parte del tiempo se aburría.
—Vayámonos, señor —le repetía Ludovico—, usted no está enamorado en absoluto; yo le veo una flema y un sentido común desesperantes. Además, no avanza usted nada. Aunque sólo sea por el puntillo, larguémonos. Ya iba a marcharse Fabricio en el primer momento de irritación, cuando se enteró de que Fausta iba a cantar en casa de la duquesa Sanseverina. «A lo mejor esa voz sublime termina de inflamarme el corazón», se dijo, y tuvo la temeridad de introducirse disfrazado en aquel palacio donde todo el mundo lo conocía. Júzguese la emoción de la duquesa cuando precisamente al final del concierto reparó en un hombre con librea de cazador, de pie, junto a la puerta del salón grande, cuya planta le recordaba a alguien. Buscó al conde Mosca, quien sólo entonces le informó de la insigne locura, verdaderamente increíble, de Fabricio. Al conde el asunto no le había parecido mal. Aquel amor por una mujer que no fuera la duquesa le complacía mucho. El conde, que al margen de la política era un perfecto caballero enamorado, obraba según el principio de que él no podía ser feliz si no lo era también la duquesa.
—Lo salvaré de sí mismo —le dijo a su amiga—. ¡Imagínese la alegría de nuestros enemigos si lo arrestaran en este palacio! Pero tengo aquí a más de cien hombres fieles; por eso había mandado que le pidieran a usted las llaves del depósito grande de agua. Se comporta como si estuviera locamente enamorado de Fausta, aunque por ahora no ha podido quitársela al conde M***, que proporciona a esa loca una vida de reina.
El rostro de la duquesa reveló un dolor vivísimo. Así que Fabricio no era más que un libertino absolutamente incapaz de un sentimiento tierno y serio.
—¡Y no venir a vernos! ¡Eso es algo que nunca podré perdonarle! —dijo finalmente—. ¡A mí que le escribo todos los días a Bolonia!
—Pues yo valoro mucho su contención —replicó el conde—, no ha querido que su trastada nos comprometiera y será divertido oírsela contar.
Fausta era demasiado alocada como para callar lo que la tenía tan interesada. Al día siguiente del concierto, en el que con la mirada había dirigido toda su actuación al joven alto vestido de cazador, le habló al conde M*** de un desconocido muy atento.
—¿Dónde lo ve usted? —preguntó furioso el conde.
—En la calle, en la iglesia —contestó desconcertada Fausta.
Y enseguida quiso reparar su imprudencia o, al menos, desviar la atención de todo lo que pudiera recordar a Fabricio. Se lanzó a describir minuciosamente a un joven alto, pelirrojo, de ojos azules; un inglés, sin duda, muy rico y muy torpe; o, quizá, un príncipe. Cuando oyó esto último, el conde M***, que no brillaba por su perspicacia, dio en figurarse —cosa deliciosa para su vanidad— que el tal rival no era otro que el príncipe heredero de Parma. Aquel pobre joven melancólico, custodiado por cinco o seis ayos, ayudantes de ayo, preceptores, etcétera, etcétera, que no lo dejaban salir sin celebrar previamente consejo, no dejaba de lanzar extrañas miradas a cualquier mujer aceptable a la que le permitieran acercarse. En el concierto de la duquesa, dado su rango, lo habían colocado en un sillón aislado, delante de todos los demás asistentes, a unos tres pasos de la bella Fausta, y sus miradas habían desazonado soberanamente al conde M***. Aquel extravío de vanidad exquisita, tener como rival a un príncipe, hizo mucha gracia a Fausta, que disfrutó confirmándola con cientos de detalles ingenuamente apuntados.
—¿Es tan antigua su familia —le preguntaba al conde— como la de ese chico, la de los Farnesio?
—¿Qué dice usted? ¡Tan antigua! ¡En mi familia no ha habido el menor rastro de bastardía[25]!
Quiso el azar que el conde M*** no llegara nunca a ver claramente a su pretendido rival, lo que le confirmó en su pretenciosa idea de que tenía a un príncipe como antagonista. Efectivamente, cuando los intereses de su empresa amorosa no reclamaban su presencia en Parma, Fabricio se quedaba en los bosques de la zona de Sacca y de la ribera del Po. El conde M*** se mostraba mucho más orgulloso, pero también mucho más prudente desde que se creía en la tesitura de disputarle el corazón de Fausta a un príncipe. Le rogó firmemente que pusiera el mayor recato en todas sus acciones. Tras haberse arrojado a sus pies, como amante celoso y apasionado, le explicó muy claramente que empeñaba su honor en que no fuera engañada por el joven príncipe.
—Permítame que le diga que si yo lo amara, él no me engañaría a mí, que no he visto en mi vida a un príncipe a mis pies.
—Si usted consiente —siguió diciendo él, con mirada altanera—, es probable que yo no pueda tomar venganza de un príncipe, pero tenga usted la seguridad de que una venganza tomaré.
Y salió cerrando la puerta violentamente. Si Fabricio hubiera estado entonces allí, habría ganado la partida.
—Si aprecia usted la vida —le dijo el conde aquella misma noche cuando la despedía después de la función— actúe de tal modo que yo no me entere jamás de que el joven príncipe ha entrado en su casa. Contra él nada puedo, ¡maldita sea!, pero no haga nada que me recuerde que contra usted lo puedo todo.
«¡Ay, Fabricio mío —suspiró Fausta—, si yo supiera dónde encontrarte!».
La vanidad herida puede llevar muy lejos a un hombre joven y rico, rodeado de aduladores desde la cuna. La sincera pasión que el conde M*** había sentido por Fausta se reavivó con furia. En ningún momento le arredró la peligrosa perspectiva de enfrentarse con el único hijo del soberano del país en que se hallaba y tampoco tuvo la suficiente perspicacia como para intentar ver a dicho príncipe o, cuando menos, hacerlo seguir. Y, ya que no podía atacarlo de otro modo, decidió maquinar cómo ponerlo en ridículo. «Me desterrarán para siempre de los estados de Parma —se dijo—, ¿pero qué puede importarme?». Si el conde M*** hubiera intentado hacer algún reconocimiento en las posiciones del enemigo, se habría enterado de que el pobre príncipe no salía nunca sin un séquito de tres o cuatro viejos, enojosos guardianes de la etiqueta, y que el único gusto personal que le estaba permitido en la vida era el de la mineralogía. El palacete en que vivía Fausta, siempre lleno de visitas de la buena sociedad parmesana, estaba rodeado de espías tanto de noche como de día. M*** sabía, hora por hora, qué hacía Fausta y, sobre todo, lo que se hacía alrededor de ella. Cabe alabar, en orden a las precauciones tomadas por el celoso, que aquella mujer tan caprichosa no se diera cuenta al principio del aumento de la vigilancia. En los informes de todos sus agentes se daba cuenta de un hombre muy joven que, llevando una peluca pelirroja y cada vez un disfraz nuevo, hacía muy frecuentemente acto de presencia bajo las ventanas de Fausta. «Seguro que es el joven príncipe —se dijo M***—; si no fuera él ¿por qué el disfraz? Y ¡demontre!, yo no tengo por qué ceder ante él. De no haber sido por las usurpaciones de la república de Venecia, también yo sería un príncipe soberano.»
El día de San Esteban, los informes de los espías se tiñeron de matices sombríos; al parecer, indicaban que Fausta empezaba a responder a los apremios del desconocido. «Podría irme inmediatamente con esta mujer; ¿pero por qué iba a hacerlo? Ya me fui de Bolonia huyendo de Del Dongo. Aquí huiría de un príncipe, y ¿qué diría ese joven? Podría llegar a pensar que ha conseguido asustarme, ¡y, por Dios, que tan alto linaje es el mío como el suyo!» M*** estaba furioso, aunque, para mayor incomodidad suya, tenía que estar también muy pendiente de no ponerse en ridículo mostrando sus celos a Fausta, cuya mordacidad conocía bien. El día de San Stefano, pues, tras haber pasado una hora con ella, tras haber sido recibido con una solicitud que le pareció el colmo de la falsedad, la dejó a eso de las once vistiéndose para ir a misa a la iglesia de San Juan. El conde M*** volvió a su casa, se puso un traje negro y ajado, de estudiante de teología, y corrió a San Juan, donde buscó sitio detrás de uno de los sepulcros que adornan la tercera capilla de la derecha. Por debajo del brazo de un cardenal, representado de rodillas sobre su tumba, veía todo lo que pasaba en la iglesia; aquella estatua no dejaba pasar la luz al fondo de la capilla y lo escondía bien. Enseguida vio entrar a Fausta más guapa que nunca; iba muy arreglada, rodeada de un cortejo de veinte adoradores pertenecientes todos a la más alta sociedad. En sus ojos y en sus labios brillaban la dicha y una sonrisa. «Es evidente —se dijo el desventurado celoso— que piensa encontrarse aquí con el hombre al que ama, a quien probablemente, gracias a mí, no ha visto desde hace tiempo». De pronto, la mirada de Fausta reflejó una felicidad aún más viva. «Mi rival debe de estar aquí», se dijo M***, y el furor de su vanidad herida creció ilimitadamente. «¿Qué imagen estoy dando yo aquí como contrafigura de un joven príncipe que se disfraza?» Pero, por más que se esforzó, no llegó a descubrir al rival que su ávida mirada buscaba por todas partes.
Fausta, a su vez, tras pasear la mirada por todos los rincones de la iglesia, terminaba por detenerla, cargada de amor y de felicidad, en el rincón oscuro en que M*** estaba escondido. El amor induce a los corazones apasionados a exagerar los más tenues matices y a extraer de ellos las más ridículas consecuencias; el pobre M*** acabó por convencerse de que Fausta lo había visto, y que, a pesar de sus esfuerzos por disimularlos, se había percatado de sus celos mortales; ahora, con aquellas miradas tan tiernas, quería reprochárselos y al mismo tiempo consolarlo.
La tumba del cardenal que había servido de escondite y observatorio a M*** se elevaba un metro, o un metro y medio, por encima del suelo de mármol de San Juan. Cuando terminó la misa de moda, a eso de la una, la mayoría de los fieles se fue y Fausta despidió a los galanes de la ciudad con la disculpa de que tenía que dedicarse a sus devociones. Se quedó arrodillada en su reclinatorio con los ojos, más tiernos y más brillantes, fijos en M***. Ahora que apenas había gente en el templo, tampoco tenía que tomarse la molestia de recorrerlo entero con la mirada antes de detenerse cargada de dicha en la estatua del cardenal. «¡Qué delicadeza!» —decía para sí el conde M***, creyéndose mirado. Finalmente se levantó Fausta y salió bruscamente, tras haber hecho con las manos unos extraños movimientos.
Ebrio de amor y casi completamente liberado de sus locos celos, dejaba M*** su sitio para volar al palacio de su amante y darle mil veces las gracias, cuando, al pasar por delante del sepulcro del cardenal, vio a un hombre completamente vestido de negro. Aquel funesto ser había estado todo el tiempo arrodillado junto al epitafio de la tumba de tal forma que las miradas del amante celoso, que lo habían estado buscando, habían pasado por encima de su cabeza sin poder verlo.
El joven se levantó y echó a andar rápidamente. Al instante lo rodearon siete u ocho personajes desmañados y de singular aspecto que parecían estar a su servicio. M*** se precipitó tras sus pasos, pero, aunque no llegó a hacer ningún gesto que lo señalara, aquellos toscos individuos que protegían a su rival lo detuvieron en la fila formada ante la doble puerta de la iglesia. Cuando finalmente llegó a la calle tras ellos, lo único que llegó a ver fue cómo se cerraba la portezuela de un coche de lamentable aspecto, tirado, para raro contraste, por dos magníficos caballos, que en un instante se perdió de su vista.
Volvió a su casa resoplando de ira. Enseguida llegaron sus espías que le informaron fríamente de que aquel día el amante misterioso, con un disfraz de cura, había estado muy devotamente arrodillado junto a un sepulcro situado a la entrada de una capilla oscura de la iglesia de San Juan. Fausta se había quedado en la iglesia casi hasta que se vació; entonces, había dirigido al desconocido unas rápidas señas con las manos, como si dibujara en el aire unas cruces. M*** corrió a casa de la infiel. Por primera vez, ella no supo ocultar su turbación. Con la ingenuidad falaz de una mujer apasionada, le contó que, como de costumbre, había ido a San Juan, aunque no se había dado cuenta de que estuviera allí aquel hombre que la perseguía. A tales palabras, M***, fuera de sí, la trató como si fuera la última de las criaturas y le contó todo lo que él había visto. Como el atrevimiento de las mentiras creciera con la viveza de los reproches, sacó su puñal y se precipitó contra ella. Entonces, con mucha sangre fría, Fausta le dijo:
—¡Está bien! Todo eso de lo que usted se queja es la pura verdad; si he intentado escondérselo ha sido para no incitar a su audacia a insensatos proyectos de venganza que podrían perdemos a los dos; pues debe saber de una vez que el hombre que me persigue con sus solicitudes es, según creo, alguien que, por su naturaleza, no ha de encontrar obstáculos a sus deseos, por lo menos en este país —y tras recordarle muy oportunamente que, después de todo, M*** no tenía ningún derecho sobre ella, Fausta terminó diciéndole que seguramente no volvería a ir a misa a San Juan.
M*** estaba perdidamente enamorado; pensó que quizá a la prudencia se había unido un poco de coquetería en el corazón de aquella mujer, y sintió que lo desarmaba. Se le ocurrió la idea de abandonar Parma; por muy poderoso que fuera el joven príncipe, no podría seguirlo, y si lo hacía se convertiría en su igual. Pero una vez más el orgullo le hizo pensar que aquella partida tenía todo el aspecto de una fuga, y el conde M*** se prohibió a sí mismo pensar en ello.
«No sospecha la presencia de mi Fabricio —se dijo muy contenta la cantante—; ahora podremos burlamos de él del modo más sutil».
Fabricio no adivinó en absoluto la ventaja que había cobrado. Cuando, al día siguiente, encontró las ventanas de la cantante cuidadosamente cerradas y no la vio por ninguna parte, la broma empezó a parecerle larga. Tenía remordimientos: «¡En qué situación estoy poniendo al pobre conde Mosca, siendo, como es, el ministro de policía! ¡Acabarán pensando que es mi cómplice, y mi vuelta a este país habrá servido para arruinar su fortuna! Pero si abandono este proyecto, en el que no he cejado desde hace tanto tiempo, ¿qué dirá la duquesa cuando le cuente mis intentos en las empresas del amor?».
Una noche que, decidido ya a abandonar la partida, se hacía estas reflexiones morales, cuando pasaba bajo los grandes árboles que separan el palacio de Fausta de la ciudadela, se dio cuenta de que le seguía un espía de corta estatura. En vano trató de desembarazarse de él cambiando de calle en diversas ocasiones. Aquel ser microscópico parecía pegado a sus pasos. Perdida la paciencia, se dirigió corriendo a una calle solitaria que sigue paralela al río Parma, donde le aguardaban emboscados sus hombres. A un signo suyo saltaron sobre el pobre pequeño espía que se arrojó a sus rodillas; era Bettina, la doncella de Fausta. Tras tres días de aburrimiento y reclusión, se había disfrazado de hombre para escapar al puñal del conde M***, que tanto temor les inspiraba a ella y a su ama. Se había atrevido a acercarse a Fabricio para decirle que su señora lo amaba apasionadamente y que ardía en deseos de verlo, pero que no podía aparecer por la iglesia de San Juan. «¡Al fin! —se dijo Fabricio— ¡Viva la perseverancia!».
La doncellita era muy guapa, circunstancia que borró de la conciencia de Fabricio todas las consideraciones morales que la habían tenido ocupada. Le contó que el paseo y todas las calles por donde había pasado él aquella noche estaban cuidadosamente vigiladas, sin que ello pudiera notarse, por los espías de M***. Habían alquilado habitaciones en los bajos y en los primeros pisos y, escondidos tras los postigos, en un riguroso silencio, observaban todo lo que pasaba en las calles, aparentemente solitarias, y escuchaban lo que en ellas se decía.
—Si esos espías hubieran reconocido mi voz —dijo la pequeña Bettina— me habrían apuñalado sin remisión cuando hubiera vuelto a casa, y conmigo, probablemente, a mi pobre señora.
Aquel miedo la hacía aún más graciosa a los ojos de Fabricio.
—El conde M*** —prosiguió— está furioso y la señora sabe que es capaz de todo… Me ha encargado que le diga que preferiría estar a cien leguas de aquí con usted.
Le contó, entonces, la escena del día de San Esteban; la furia de M***, que no había dejado de ver ni una sola de las miradas ni de las señas que Fausta, loca de amor por Fabricio, le había dirigido aquel día. Le contó cómo el conde había sacado el puñal y había cogido a Fausta por el pelo y cómo, si no llega a ser por su presencia de ánimo, la habría matado.
Fabricio llevó a la guapa Bettina a un piso pequeño que tenía cerca de allí. Le contó que era de Turín, hijo de un hombre muy importante que se encontraba en aquel momento en Parma, lo que le obligaba a conducirse con mucha prudencia. Bettina le contestó riéndose que ya sabía ella que era un hombre mucho más principal de lo que quería aparentar. Necesitó nuestro héroe algún tiempo antes de darse cuenta de que aquella deliciosa criatura lo tomaba nada menos que por el príncipe heredero. Cuando Fausta había empezado a enamorarse de Fabricio había empezado también a estar asustada; había decidido, pues, no pronunciar su nombre ni ante su doncella y siempre que hablaba de él lo hacía como si fuera el príncipe. Fabricio acabó por confesar a aquella preciosa muchacha que había adivinado la verdad. «Pero si mi nombre empieza a sonar por ahí —añadió—, a pesar de la gran pasión que siento por tu señora, y de la que he dado tantas pruebas, me veré obligado a dejar de verla y, además, los ministros de mi padre, esos malvados bribones a los que algún día destituiré, no dejarán de hacerle llegar la orden de que abandone el país que ha embellecido hasta ahora con su presencia».
Cuando ya se acercaba el amanecer, Fabricio urdió con la doncellita varios proyectos de cita con Fausta. Llamó a Ludovico y a otro de sus hombres, muy industrioso, que trataron con Bettina, mientras él escribía a Fausta la más extravagante de las misivas; en la situación se reunían todas las exageraciones de la tragedia, y Fabricio no quiso quedar por debajo de las circunstancias. Estaba ya amaneciendo cuando se despidió de la doncellita, que se fue encantada con las maneras del joven príncipe.
Lo habían repetido entre sí más de cien veces: ahora que Fausta estaba de acuerdo con su amante, éste dejaría de pasearse por debajo de las ventanas del palacete hasta que ella pudiera recibirlo, y, entonces, le haría alguna señal. Pero Fabricio, que se había enamorado de Bettina, pensaba, además, que ya estaba próximo el desenlace de su asunto con Fausta y no sabía quedarse quieto en aquel pueblo, a dos leguas de Parma. Al día siguiente, alrededor de la medianoche, fue a caballo, bien acompañado, a cantar bajo las ventanas de Fausta una canción de moda a la que había cambiado la letra. «¿No es esto lo que hacen los auténticos amantes?» —se decía.
Desde que Fausta había expresado su deseo de una cita, todo aquel acecho se le hacía ya demasiado largo a Fabricio. «No, la verdad es que no la amo —se decía, mientras cantaba, bastante mal, bajo las ventanas del palacete—, Bettina me parece cien veces preferible a Fausta; y en este momento me gustaría que fuera ella la que me recibiera». Sintiéndose bastante aburrido, volvía ya a la aldea, cuando, a quinientos pasos del palacete de Fausta, quince o veinte hombres se arrojaron sobre él; cuatro cogieron las bridas de su caballo y otros dos lo sujetaron por los brazos. También Ludovico y los bravi de Fabricio fueron asaltados, aunque pudieron escaparse, no sin antes hacer algunos disparos con sus pistolas. Todo ocurrió en un instante. En un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia, aparecieron en la calle cincuenta antorchas encendidas. Toda aquella gente iba bien armada. A pesar de los hombres que lo sujetaban, Fabricio había conseguido echar pie a tierra y trataba de abrirse paso, llegó incluso a herir a uno de los que le aferraba los brazos con unas manos como tenazas; oyó entonces asombrado que aquel hombre le decía en un tono sumamente respetuoso:
—Vuestra Alteza me concederá una buena pensión por esta herida, y eso será mejor para mí que incurrir en un crimen de lesa majestad sacando la espada contra mi príncipe.
«Hallo el justo castigo a mi estupidez —se dijo Fabricio—, seré condenado por un pecado que ni siquiera me apetecía cometer».
Nada más terminar el conato de escaramuza, aparecieron varios lacayos con librea de gala portando una silla de manos dorada y pintada de extraña manera. Era una de esas sillas grotescas que utilizan las máscaras en carnaval. Seis hombres, puñal en mano, rogaron a Su Alteza que subiera a ella, diciéndole que el aire fresco de la noche podría estropearle la voz. Afectaban las maneras más respetuosas y el tratamiento de príncipe se repetía constantemente, casi a gritos. El cortejo empezó a desfilar. Fabricio contó más de cincuenta hombres con antorchas encendidas en la calle. Sería la una de la madrugada; todo el mundo se había asomado a las ventanas, y todo transcurría con cierta circunspección. «Yo me temía los puñales del conde M***, pero parece que se contenta con burlarse de mí, no pensaba yo que hilara tan fino. ¿Se creerá de verdad que está viéndoselas con el príncipe? Si se entera de que no soy más que Fabricio, deberé cuidarme de las cuchilladas».
Aquellos cincuenta hombres con antorchas y los veinte hombres de armas, tras haberse quedado un buen rato bajo las ventanas de Fausta, fueron a desfilar ante los mejores palacios de la ciudad. Unos mayordomos situados a sendos lados de la silla de manos preguntaban de vez en cuando a Su Alteza si tenía alguna orden que darles. Fabricio no perdió la cabeza en ningún momento; a la luz de las antorchas, podía ver que Ludovico y sus hombres le seguían tan de cerca como podían. «Ludovico no tiene más que ocho o diez hombres —se decía— y no se atreve a atacar». Desde dentro de la silla de manos, Fabricio podía ver perfectamente que toda aquella gente encargada de tan pesada broma iba armada hasta los dientes. Afectaba seguir la broma con los mayordomos encargados de su cuidado. Tras dos horas de marcha triunfal, se dio cuenta de que llegaban al extremo de la calle donde estaba el palacio Sanseverina.
Cuando torcían por la calle que lleva al palacio, abre rápidamente la puerta delantera de la litera; salta por encima de una de las varas; derriba de una cuchillada a uno de los lacayos que intenta arrimarle la antorcha a la cara; recibe él una cuchillada en el hombro; otro lacayo le quema la barba con la antorcha, y llega finalmente hasta donde está Ludovico al que grita: «¡Mata, mata a todo aquel que lleve una antorcha!». Ludovico, a estocadas de su espada, lo libra de dos hombres que le andaban a la zaga; Fabricio llega a la carrera al portal del palacio Sanseverina, donde el portero, movido por la curiosidad, había abierto el postigo de apenas un metro practicado en el portón, y miraba estupefacto aquella multitud de antorchas. Fabricio entra de un salto y cierra tras de sí aquella puerta en miniatura; se precipita al jardín y escapa por una puerta que daba a una calle solitaria. Una hora más tarde estaba fuera de la ciudad; amanecía cuando pasaba la frontera de los estados de Módena y estaba en seguro. Por la noche entró en Bolonia. «¡Bonita expedición! ¡Ni siquiera he podido hablar con la cortejada!» —se dijo, y se puso inmediatamente a escribir cartas pidiendo excusas al conde y a la duquesa. Eran cartas prudentes, en las que contaba lo que sentía sin que pudieran dejar entrever nada a ningún enemigo. «Estaba enamorado del amor —le decía a la duquesa—; he hecho lo imposible por llegar a conocerlo, pero parece que la naturaleza me ha negado un corazón capaz de amar y sentir melancolía; no puedo elevarme por encima del vulgar placer, etcétera, etcétera».
No es fácil dar una idea de cuánto dio que hablar en Parma esta aventura. El misterio excitaba la curiosidad. La silla y las antorchas habían sido vistas por infinidad de personas, ¿pero quién era aquel hombre retenido al que se simulaba dar un trato del mayor respeto? Al día siguiente ningún personaje conocido faltaba de la ciudad.
Algunas personas modestas que vivían en la calle en donde escapó el prisionero declaraban que habían visto un cadáver, pero, a la luz del día, cuando la gente se atrevió a salir de sus casas, no se encontró más rastro de la reyerta que la mucha sangre vertida en el pavimento. Aquel día acudieron a visitar la calle más de veinte mil curiosos. Las ciudades italianas están habituadas a espectáculos raros, pero siempre saben el porqué y el cómo de los mismos. Lo que, en esta ocasión, sorprendió más en Parma fue que, ni siquiera un mes más tarde, cuando el desfile de las antorchas había dejado de ser el único tema de conversación en la ciudad, nadie, gracias a la prudencia del conde Mosca, había podido adivinar el nombre del rival que quiso quitarle la amante al vengativo y celoso conde M***, quien, justo cuando empezó el desfile había huido. Por orden del conde, Fausta fue encerrada en la ciudadela. Por último, la duquesa se rió mucho con una pequeña injusticia cometida por el conde para atajar la curiosidad del príncipe, quien, de otro modo, habría terminado por identificar a Fabricio.
Se veía en aquellos días por Parma a un erudito que había venido del norte para escribir una historia de la Edad Media. Buscaba manuscritos en las bibliotecas, y el conde le había facilitado todas las autorizaciones posibles. Aquel sabio, aún muy joven, se mostraba irascible; pensaba, por ejemplo, que en Parma todo el mundo quería burlarse de él. Es verdad que los pilluelos de la calle le seguían a veces a causa de la enorme melena pelirroja clara que lucía con orgullo. Creía además que en la fonda le pedían unos precios exagerados por todo. No pagaba la menor fruslería sin haber consultado antes el precio en la guía de una tal señora Starke —que ha llegado a la vigésima edición, porque indica al prudente inglés el precio de un pavo, de una manzana, de un vaso de leche, etcétera, etcétera.
La noche en que obligaron a Fabricio a dar aquel paseo, el sabio de la roja pelambrera se puso furioso en su fonda y sacó del bolsillo dos pistolas pequeñas, dispuesto a tomar venganza de un camariere que le pedía diez céntimos por un melocotón bastante malo. Fue detenido, ¡porque llevar pistoletes es un grave crimen!
Como el irascible sabio era un hombre flaco y alto, al conde se le ocurrió al día siguiente hacerlo pasar a los ojos del príncipe por el atrevido que, habiendo querido quitarle la amiga al conde M***, había sido escarnecido. En Parma, llevar pistoletes está castigado con tres años de trabajos forzados, aunque esta pena no se aplica jamás. Tras quince días en la cárcel, en los que el sabio no había visto más que a un abogado que lo aterrorizó con las leyes atroces que la pusilanimidad del poder dicta contra quienes llevan armas escondidas, visitó al erudito otro abogado. Éste le contó el afrentoso paseo con que el conde M*** se vengó de un rival, que no había podido ser descubierto. «La policía no quiere admitir ante el príncipe —le dijo— que no ha averiguado quién pueda ser ese rival. Confiese usted que quería halagar a Fausta y que, cuando estaba cantando debajo de su ventana, cincuenta desalmados lo secuestraron, lo pasearon durante una hora en una silla de manos y se dirigieron a usted, durante todo aquel tiempo, con la mayor cortesía. La confesión no tiene nada de vergonzoso; sólo se le piden unas palabras. Pronúncielas y sacará usted de un apuro a la policía, que lo meterá en una silla de posta, lo llevará hasta la frontera y se despedirá de usted con toda educación.»
El sabio se resistió durante un mes. En dos o tres momentos, el príncipe estuvo a punto de mandarlo llevar a declarar al ministerio del interior, para poder estar él presente en los interrogatorios. Luego fue olvidándose del asunto; finalmente, el historiador, aburrido, se decidió a confesarlo todo, a raíz de lo cual fue conducido a la frontera. El príncipe quedó convencido de que el rival del conde M*** tenía una mata de pelo rojo.
Tres días después del paseo, Fabricio, que estaba escondido en Bolonia y que disponía con el fiel Ludovico los medios para dar con el conde M***, se enteró de que también el conde se escondía en un pueblo de la sierra, en la carretera de Florencia. No tenía consigo más que tres de sus buli. Al día siguiente, cuando volvía de dar un paseo, fue secuestrado por ocho hombres enmascarados que dijeron que eran policías de Parma. Tras haberle vendado los ojos, lo llevaron a una venta que estaba a dos millas de allí, en el monte, donde lo trataron con toda deferencia y le dieron una cena muy abundante. Le sirvieron los mejores vinos de Italia y de España.
—¿Soy, entonces, un prisionero de Estado?
—¡En absoluto! —le contestó muy educadamente un Ludovico enmascarado—. Usted ofendió a un simple particular cuando lo hizo pasear en silla de manos. Quiere batirse en duelo con usted mañana, por la mañana. Si usted lo matara, tendría a su disposición dos buenos caballos, dinero y cabalgaduras de refresco dispuestas en la carretera de Génova.
—¿Cómo se llama ese fanfarrón? —preguntó el conde irritado.
—Se llama Bombace. Usted elegirá las armas. Dispondrá de buenos testigos, leales. ¡Uno de los dos debe morir!
—¡Eso es un asesinato! —exclamó el conde espantado.
—¡No lo quiera Dios! No es más que un duelo a muerte con el joven a quien usted paseó por las calles de Parma en mitad de la noche, y que quedaría deshonrado si usted siguiera con vida. Uno de ustedes dos está de más en la tierra. Intente usted, pues, matarlo. Dispondrá de espadas, pistolas, sables, las armas que ha sido posible reunir en muy pocas horas, pues ha habido que darse prisa. Como usted debe saber, la policía de Bolonia es muy diligente y no hay que darle ocasión a que impida el duelo que requiere el honor del joven a quien usted ha ridiculizado.
—Pero ese joven es un príncipe…
—Es un simple particular, como usted, incluso mucho menos rico que usted; pero quiere batirse a muerte y lo forzará a usted a hacerlo, se lo advierto.
—¡Yo no temo nada en el mundo! —exclamó M***.
—Eso es lo que su adversario desea ardientemente —contestó Ludovico—. Mañana, con las primeras luces, dispóngase a defender su vida; la pondrá en juego ante un hombre justamente irritado y que no tendrá la menor condescendencia. Le repito que usted elegirá las armas. Haga testamento.
Hacia las seis de la mañana del día siguiente, le sirvieron el desayuno al conde M***. Luego abrieron la puerta del cuarto en que lo habían encerrado y lo invitaron a que pasara al patio de la venta. Aquel patio estaba rodeado de tapias y bardas bastante altas y las puertas estaban cuidadosamente cerradas.
Invitaron al conde M*** a que se acercase a una mesa que estaba en una esquina. Había allí unas botellas de vino y de aguardiente, dos pistolas, dos espadas, dos sables, papel y tinta. Una veintena de labriegos se asomaban a las ventanas de la venta que daban al patio. El conde les imploró piedad.
—¡Quieren asesinarme! —gritaba—. ¡Salvadme la vida!
—O se engaña o quiere engañar a los demás —le gritó Fabricio, que estaba en la otra esquina del patio, junto a una mesa cargada de armas. Estaba en mangas de camisa y tenía el rostro oculto por una de esas caretas de alambre que se utilizan en las salas de armas.
—Le ruego que se ponga la careta de alambre que tiene ahí —le dijo Fabricio—, y que se acerque después hacia aquí con la espada o con las pistolas. Como se le comunicó ayer por la noche, usted elige las armas.
El conde M*** puso innumerables dificultades; parecía muy reacio a la idea de combatir. Fabricio, por su parte, que temía la llegada de la policía, aun cuando se encontraran en el monte y a cinco leguas de Bolonia, acabó por dirigir a su rival las injurias más atroces. Tuvo finalmente la satisfacción de irritar al conde M***, que tomó una espada y se dirigió a donde estaba Fabricio. El combate se trabó con cierto desánimo.
A los pocos minutos, fue interrumpido por un sonar confuso de voces. Nuestro héroe había sido consciente de que se lanzaba a una acción que podría convertirse en motivo de reproches para toda su vida o, al menos, de imputaciones calumniosas. Había enviado, por ello, a Ludovico a buscar testigos por la zona. Ludovico había pagado a unos desconocidos que trabajaban en un bosque cercano; y, ahora, acudían gritando, convencidos de que lo que tenían que hacer era matar a un enemigo del hombre que les pagaba. Cuando llegaron a la venta, Ludovico les rogó que miraran con la mayor atención y se fijaran en si alguno de aquellos jóvenes que se batían cometía traición o actuaba con ventaja ilícita sobre el otro.
El combate, que había sido interrumpido por los gritos de muerte de los campesinos, tardaba en volverse a trabar. Fabricio pinchó una vez más la vanidad del conde.
—¡Señor conde —le gritaba—, para ser un insolente, hay que tener también valor! Ya sé que esto a usted le cuesta mucho, y que prefiere pagar a otros para que hagan el papel del valiente.
El conde, otra vez picado, se puso a gritar que durante mucho tiempo había estado yendo a la sala del famoso maestro de esgrima Battistin, en Nápoles, y que iba a castigar su insolencia. Por fin, se había despertado la cólera del conde M*** y se batía ahora con bastante denuedo, lo que no le impidió a Fabricio asestarle una buena estocada en el pecho, que lo tuvo en la cama varios meses. Cuando Ludovico prestaba los primeros auxilios al herido, le dijo al oído:
—Si denuncia usted este duelo a la policía, yo haré que lo apuñalen en su misma cama.
Fabricio huyó a Florencia. Como en Bolonia había estado escondido, todas las cartas de reproche de la duquesa las recibió en Florencia: no podía perdonarle que hubiera asistido a su concierto y que no hubiera intentado hablar con ella. A Fabricio le llenaron de alegría las cartas del conde Mosca. Alentaban en ellas una amistad franca y los más nobles sentimientos. Coligió que el conde había escrito a Bolonia con objeto de disipar las sospechas que pudieran haber recaído sobre él a propósito del duelo; y la policía fue perfectamente justa: constató que dos extranjeros, de los que sólo uno, el herido, era conocido (el conde M***), se habían batido a espada ante más de treinta campesinos; que cuando iba a terminar el combate, el cura del pueblo, que se encontraba entre los testigos, había intentado en vano separar a los duelistas. Como el nombre de José Bossi no había sido pronunciado en ningún momento, poco antes de que hubieran transcurrido dos meses, Fabricio se atrevió a volver a Bolonia, más convencido que nunca de que el destino lo condenaba a no conocer jamás el lado noble e intelectual del amor. Y eso fue lo que muy largamente se complació en explicar a la duquesa; estaba muy cansado de su vida solitaria y deseaba ardientemente volver a disfrutar las deliciosas veladas que había pasado con el conde y su tía. Desde su estancia entre ellos no había vuelto a sentir la dulzura de la buena compañía.
Estoy tan hastiado del amor que pretendía encontrar y de Fausta —escribía a la duquesa— que, aunque siguiera encaprichada conmigo, no recorrería yo ni veinte leguas para tomarle la palabra. No temas, pues, como me dices que temes, que vaya a París, donde, según veo, ha debutado con un éxito loco. Sí que haría, sin embargo, todas las leguas que hiciera falta para pasar una velada contigo y con ese conde tan bueno con sus amigos.